Sin embargo, ese destino no era inexorable. Las cosas pudieron suceder 
de otra forma y eso es lo que pretende demostrar el libro. Es evidente que los 
dirigentes y consejeros manejaron distintas posibilidades o alternativas. Sobre 
la indagación acerca de ellas, el porqué, el cómo y el cuándo, y sus 
antecedentes históricos, políticos e ideológicos, se articula cada capítulo del 
libro, con una interesante parte final en la que se evalúa qué hubiera podido 
pasar de haber elegido alguna de las otras opciones. No es historia virtual, un 
ejercicio de por sí atractivo, sino contrafactuales a corto plazo que, a menudo, 
los mismos protagonistas barajaron y desecharon por unas u otras causas y que el 
autor repasa buscando su fundamento y verificando alternativas. 
Los diez 
capítulos de la obra, que van enlazados siguiendo el orden cronológico y el 
encadenamiento de la secuencia de los acontecimientos, examinan otras tantas 
decisiones trascendentales. Tres corresponden a Alemania: ataque a la Unión 
Soviética, declaración de guerra a los Estados Unidos y aniquilación física de 
los judíos. Dos a Japón, el avance hacia el sureste asiático, aprovechando la 
debilidad británica y el hundimiento francés tras la derrota del verano de 1940, 
y el despliegue del raid aéreo sobre Pearl Harbor. Mussolini también intenta 
explotar la oportunidad y se mete de cabeza en el avispero de los Balcanes 
intentando invadir Grecia. Las seis desencadenaron el conflicto global y quienes 
las ejecutaron fueron las potencias responsables del mismo, aunque Italia en un 
grado menos relevante. Luego están las decisiones de carácter reactivo o 
defensivo. Gran Bretaña, tras una profunda controversia y tres días de 
deliberaciones en el gabinete de guerra, decide permanecer en guerra. Roosevelt, 
en primer lugar, entra en pugna con el sentimiento aislacionista de la opinión y 
las reticencias de las cámaras legislativas, y respalda con la capacidad 
productiva de su país a Gran Bretaña y lo prepara para la entrada en el 
conflicto. El paso siguiente fue llevar adelante una “guerra no declarada” en el 
Atlántico contra Alemania mientras Hitler estaba atado por el frente oriental. 
Una de las decisiones más desconcertantes de toda la guerra fue el caso omiso de 
Stalin a la avalancha de advertencias e informaciones que le anticipaban la 
ofensiva alemana contra la URSS para el 22 de julio de 1941, que ocasionó la 
catástrofe inicial y la amplia penetración germana, casi definitiva, en su 
territorio. 
Del trabajo de Ian Kershaw se deduce que las 
élites de los países agresores, más Japón que Alemania por el especial poder de 
Hitler, eran conscientes en líneas generales de que arriesgaban mucho, 
particularmente porque el tiempo jugaba en contra y cualquier desviación o 
retraso lo echaría todo a perder una vez que Estados Unidos interviniese 
directamente
Curiosamente, de todas ellas, la que menos alternativas ofrecía, según 
demuestra fehacientemente Kershaw, fue la declaración de guerra de Hitler contra 
Estados Unidos, una vez que los japoneses atacaron Pearl Harbor. La única 
inevitable, ya desatada la conflagración, fue la del exterminio de los judíos 
europeos, objetivo “absolutamente intrínseco al nazismo” y componente 
inseparable de la guerra según la concepción que Hitler tenía de la misma. En 
general, todos los aspectos abordados en los diez capítulos están magníficamente 
presentados y estudiados, siendo en enlace entre unos y otros tan fluido que 
evita la necesidad del repaso en los cambios de escenario. Como objeción se 
puede señalar que más de un lector echará de menos que no se profundice en las 
razones por las que Hitler optó por no invadir Gran Bretaña. Con Francia en su 
poder, lo que permitía una logística muy factible, y la manifiesta superioridad 
aérea, el argumento fundado en la amenaza de la flota británica no parece tener 
suficiente peso. 
Del trabajo del historiador británico se deduce que las 
élites de los países agresores, más Japón que Alemania por el especial poder de 
Hitler, eran conscientes en líneas generales de que arriesgaban mucho, 
particularmente porque el tiempo jugaba en contra y cualquier desviación o 
retraso lo echaría todo a perder una vez que Estados Unidos interviniese 
directamente. Sorprendentemente, ambas potencias facilitaron la papeleta a 
Roosevelt, quien tenía que bandearse con una considerable oposición interna, 
atacando (Japón) o declarando la guerra (Alemania). Los colosales riesgos 
asumidos tenían su “origen último” en la “interpretación que hacían las élites 
de poder de ambos países del imperativo de expansión para lograr el imperio y 
superar su supuesta condición de naciones desposeídas”. Para ellas, ”...la 
búsqueda de la supremacía como fundamento del poder nacional no podía 
aplazarse”. De esta percepción arranca la guerra. 
Para Kershaw, a partir de diciembre de 1941 
aún quedaba mucho camino por recorrer en la guerra, pero no deja de subrayar que 
en el transcurso del tiempo restante, hasta la rendición de Alemania y Japón, 
“en lo esencial” cristalizaron las decisiones que se habían tomado entre 1940 y 
1941
El mayor problema que puede suscitar el 
planteamiento de la obra es si convence o, por el contrario, adolece de 
determinismo el marco temporal de estos decisivos diecinueve meses. Para 
Kershaw, a partir de diciembre de 1941 aún quedaba mucho camino por recorrer en 
la guerra, pero no deja de subrayar que en el transcurso del tiempo restante, 
hasta la rendición de Alemania y Japón, “en lo esencial” cristalizaron las 
decisiones que se habían tomado entre 1940 y 1941. Señala el autor que hasta el 
proyecto Manhattan se implantó en las fechas que él significa. Sin 
embargo, no ocurre lo mismo con el programa nuclear alemán, el cual, tras un 
comienzo vacilante, se había consolidado en 1942 cuando tomó cartas en el asunto 
Albert Speer, ministro de Armamentos y Producción Bélica (aunque rápidamente 
puso el proyecto bajo el control del mariscal Göring). Pudo haber sido clave 
para dar un giro a los acontecimientos cuando más adelante viraron contra los 
intereses de las potencias del Eje, si bien es cierto que no parece que Hitler, 
complacido en términos generales con los resultados bélicos, tuviera en esas 
fechas especial interés en emplear a fondo sus recursos cuando daba por hecho 
que tenía la victoria al alcance de la mano. 
Pueden existir, por tanto, 
algunas objeciones al punto de arranque del historiador británico. Con todo, 
además de sugerentes, son plausibles las bases de las que parte Ian Kershaw en 
su labor, un notabilísimo estudio de la configuración de la Segunda Guerra 
Mundial tanto por el enfoque dinámico, es decir, el análisis de las 
interacciones entre unas decisiones y otras, como por las conclusiones sobre los 
modelos de comportamiento según los patrones autoritarios o democráticos de los 
modelos políticos existentes en los países implicados. A lo que hay que sumar la 
trascendencia de la personalidad de los dirigentes en relación con las 
determinaciones o fuerzas impersonales que condicionaban sus decisiones 
(potencial económico, comportamiento del enemigo, planificación y evaluación 
burocrática...).