Tribuna/Tribuna libre
María Zambrano o la continuidad de la filosofía española
Por Miguel Veyrat, miércoles, 2 de mayo de 2007
Paul Celan habló de la poesía como una carta arrojada al mar en una botella. José Luis Abellán (1) retoma en espíritu la metáfora para enviar en una cápsula de tiempo una carta de amor a María Zambrano. Su encendido aunque sereno y fielmente documentado ensayo “María Zambrano, una pensadora de nuestro tiempo”, se apoya primeramente en un minucioso estudio de los orígenes intelectuales de aquella poeta disfrazada de filósofa, situándolos en el florecimiento intelectual de la ciudad de Segovia en el primer tercio del S. XX, bajo el influjo institucionista de Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, representados en primer lugar por el padre de María, Blas José Zambrano acompañado de Antonio Machado, ambos docentes en la capital castellana por aquellos días. Ellos supieron rodearse de un nutrido grupo de artistas, pintores, ingenieros, militares y pensadores ilustrados que dio origen a numerosas revistas, círculos, libros y fundaciones como aquella primera Universidad Popular Segoviana.
Segovia fue pues el lugar donde la pensadora se embebió de cultura durante
sus estudios primarios y secundarios y ello quedó reflejado en su ensayo “Un
lugar de la palabra, Segovia” con el descubrimiento de la raíz de su obra, la
palabra poética. Pero fue también donde tomó cuerpo otra raíz profunda que debía
marcar su vida itinerante de eterna exiliada física y espiritual. En efecto, la
familia Zambrano había padecido ya “exiliada” en Castilla donde nadie de sus
antepasados había jamás vivido. En su libro de memorias Delirio y Destino
escribe, hablando de su abuelo, que murió “pobre lejos de sus encinares de
siglos”. Todo ello la predestina, apunta Abellán, a un Exilio perpetuo
que para ella será ya un Destino claro y doloroso. En el ensayo citado,
ella misma confiesa que su vocación filosófica tiene su origen en el sentir de
aquel destierro primero, que luego prolongará sucesivamente en diferentes
episodios de destierro y ruptura, a los que llama quizás ya con una perspectiva
religiosa, “pasos”.
LA GUERRA CIVIL, PASO INICIÁTICO
El
“paso” iniciático fundamental de la Via Dolorosa de María Zambrano será
entonces el de la Guerra Civil con la derrota republicana, que le hace abandonar
precipitadamente España en compañía de su marido. Después, “de destierro en
destierro, en cada uno de ellos el exiliado va muriendo, desposeyéndose,
desenraizándose” y efectivamente, la historia de la pensadora a partir de ese
primer hecho será una continua ruptura con las posibles patrias de tránsito. El
seguimiento de tal itinerario, que va a influir definitivamente en el
pensamiento místico basado en el progresivo desasimiento de nuestra filósofa,
exiliada incluso de sí misma, es una parte fundamental del apasionante ensayo
que estamos comentando.
Tras su breve paso por México, la etapa de las
islas de Cuba y Puerto Rico será la que marque un descubrimiento definitivo,
catalizador de su pensamiento: La Razón Poética, que en 1944 describe así en
carta a Rafael Dieste: “Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos
principios” ni una “Reforma de la Razón” como Ortega había postulado en sus
últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho,
algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que
apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética… es lo que vengo
buscando. Y ella no es como la otra; tiene, ha de tener muchas formas, será la
misma en géneros diferentes”. Un nuevo uso de la razón, más complejo y delicado,
que llevara en sí mismo su crítica constante, acompañado de la conciencia de la
relatividad.
Europa, y en Europa Roma, pero mucho después la soledad del
campo en la granja alpina de La Pièce, marcan paralelamente su itinerario
biográfico con su transformadora “expulsión del mundo”, de acuerdo con su propia
premonición: “no somos de este mundo”. Ello supone, deduce Abellán, que la María
Zambrano que empezó su vida profesional como filósofa, vinculando su filosofía a
la poesía, acaba convirtiéndose en mística, para hallar el “exilio logrado”, su
destino cumplido, que ella expresa así: “No tener lugar en el mundo, ni
geográfico, ni social, ni político, ni ontológico. No ser nadie, ni un mendigo:
no ser nada”.
Siguen muy bellas y hondas páginas sobre el exilio español
del 39, tema en el que el profesor Abellán es una autoridad, y en particular
sobre la vivencia cuasi-mística de María Zambrano en un “flotar en el aire sin
raíces”, tras el desgarro iniciático, que la lleva a la elaboración teórica del
“sueño creador” —dando pie a un ensayo con ese título— a medida que se produce
el proceso de desnudamiento que como en la “noche” de los místicos se va
destilando poco a poco. Sin embargo, el tiempo, en María Zambrano, no se anula
como en los místicos sino que se convierte en argumento transfigurador y
definitivamente en palabra: “Sin duda que de esta esencia trágica del ser hombre
depende la función figurativa actualizada constantemente aun en sueños y,
primariamente, en sueños. Función figurativa que se da espontáneamente en
historia. Y el modo propiamente creador en argumentos en los que la historia
declara su sentido y queda salvada en poesía: Tragedia, novela y, transfigurado
ya, en pura poesía”.
LA TRADICIÓN ÓRFICO-PITAGÓRICA
Es por
ello, concluye Abellán, que el pensamiento de nuestra pensadora está muy cerca
de los místicos aunque no pueda confundirse con ellos. Su realización es onírica
y su filosofía se halla más bien en el orbe de lo órfico-pitagórico. Tradición
abandonada por Aristóteles que es en efecto retomada por Zambrano en su ensayo
“El hombre y lo Divino”, iniciando un método que había permanecido inédito en
Occidente, es decir la búsqueda de un “saber sobre el alma”: “El indecible
padecer del alma cuando se siente a sí misma, al encontrarse, se resolvió en el
pitagorismo por la aceptación del orfismo y de su aventura protagonista: el
descenso a los Infiernos, a los abismos donde lo que sucede es indecible. Y como
es indecible, se resolverá en música. Y en la forma más musical de la palabra:
poesía”.
Bien, debo confesar que desde mi condición de poeta y partiendo
de la afirmación hecha por Zambrano en su temprano libro “Filosofía y poesía” de
que “el filósofo busca, el poeta encuentra”, siempre pensé que aunque partiendo
del mismo aristotélico asombro ante el mundo, el método que funda la filosofía
moderna basado en el descubrimiento del arte de razonar por Platón y que expulsa
a la lírica de la paideia, era incompatible con la actividad poética, libre y
salvaje, basada en el encuentro casual de la palabra con el pedernal del
pensamiento que por la chispa de la emoción enciende la poesía. Creencia mía
basada en el estudio teórico de la tríada formada por Leontiev, Luria y Vygotsky
en el que la palabra precede siempre al pensamiento pues ésta es emitida en
busca de una función social de comunicación, que una vez captada la atención del
“Otro” genera el pensamiento. Será pues la modulación de ese sonido primigenio,
hecho de cooperación razonada —pero a menudo grito de angustia que surge
incontrolable ante el asalto de la naturaleza o del abismo interior—, aquello
que produce la construcción del pensamiento dialéctico y normativo pero también
el desgarro lírico del poético. Pensaba yo, acaso erradamente, que “o se trata
de razón o de poesía”, pero que no podía darse en ningún caso una “razón
poética”…
LA “RAZÓN MEDIADORA”
El libro de Abellán me ha
hecho reflexionar de nuevo sobre el tema, acaso porque sufrí un creciente
rechazo hacia María Zambrano en un momento en que creí descubrir en ella una
entrega religiosa en su aproximación a lo mistérico, dejando de leerla —porque
no creo en el alma ni en la “otra” vida y sí en la mente, que con la muerte
física del cuerpo desaparece llevándose con ella toda razón y pasión que antes
contuviera—, sin entender el mensaje filosófico entregado a mitad de camino
entre mística y poesía que es, en definitiva, lo que ella llama “razón poética”.
Pero razona Abellán que así afronta la pensadora la crisis del racionalismo
europeo —raíz de su actual agonía— mediante un diálogo entre cielo e
inferos que nos abra acceso a la “razón mediadora”, versión a su vez de
su razón poética, que será el “único camino para reconvertir la historia
sacrificial de Occidente en una historia ética donde el fondo trágico de la
naturaleza humana quede superado en la construcción de una sociedad democrática,
regenerada de sus dolencias ancestrales. El sentido iniciático del proceso
señalado, queda así asumido en un proyecto de regeneración moral de la
sociedad”.
El libro concluye con un apéndice, para mí fundamental para su
entera comprensión, donde brilla el magisterio del autor de la ya famosa
“Historia crítica del pensamiento español” al centrar el gran debate sobre la
crisis de la razón que protagoniza toda la filosofía española del siglo XX. Su
análisis parte de la radicalidad del planteamiento de Unamuno en “El sentimiento
trágico de la vida”: “La razón es enemiga de la vida… Todo lo vital es
irracional y todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente
escéptica”. Cree Unamuno en contra de la mitologización de la otra vida
propuesta por Platón, a la que llama “inmortalidad mentirosa”, que la
imaginación es la facultad del poeta o del artista romántico, dejando el
problema filosófico incólume. Así lo heredará Ortega, que da un salto
cualitativo elaborando el concepto de “razón vital”, forma de resolver la
antinomia entre “razón”y “vida”.
Esa es la plataforma de reflexión sobre
la razón vital, convertida en “razón histórica”, donde se hace evidente la
presencia de lo temporal en el hombre y el consiguiente rechazo a una verdad
sub specie aeternitatis como proponía la “razón pura”, que hereda Zubiri
para quien el hombre será un “animal de realidades” tal como está abocado a una
“inteligencia sentiente”, que no sólo intelige sino que siente, dando nueva
realidad al pascaliano Unamuno del: “Piensa el sentimiento, siente el
pensamiento”. Cree Abellán que existe un hilo lógico y coherente desde Unamuno a
Zubiri, que alcanza su culminación en María Zambrano y su “razón poética”.
Recupera para ello uno de los libros fundamentales de la mística filósofa, “la
tumba de Antígona”, haciendo de la Perséfone sembradora periódica de la
vetegación y los frutos desde el mundo de las sombras, la mensajera de Antígona,
la muchacha enterrada viva, como de alguna manera lo estuvo también la propia
María Zambrano, fecundando su alma desde el fondo de los abismos. Por eso esta
pensadora le da cada vez más importancia al oído, dice Abellán, el sentido que
nos abre a la música de las profundidades, frente a la vista, que ha sido el
sentido predominante en la filosofía occidental.
¿LA RAZÓN COMO
POIESIS?
Quedarían pues asumidos en un nivel superior los
planteamientos de Unamuno y Ortega: La imaginación y la “razón vital” subsumidas
en la “razón poética” que acoge a los dos. Desde ese punto de vista —y me parece
el argumento fundamental que Abellán aporta al viejo debate de la “ruptura” de
Zambrano con su maestro Ortega y con la tradición filosófica española—, la
“razón poética” aparece como poiesis, es decir, como razón inventora. El
hombre, concluye el profesor Abellán, es ante todo “inventor”, es decir, hacedor
de un proyecto que le constituye como artífice de su destino, y “Desde esta
perspectiva, María Zambrano realiza una doble hazaña: Por un lado, la “razón
poética” asume el sentido de la tradición occidental al involucrar en ella tanto
a la “razón pura” como a la “razón vital”, sin olvidar a otros posibles modos de
razón, que, en definitiva, son versiones del logos frente al
mitos. Por otro lado, este tipo de “razón” nos abre al conocimiento del
alma, tradicionalmente vedado a la reflexión filosófica, con lo que ésta
experimenta una ampliación y enriquecimiento insospechado”. Para terminar afirma
Abellán que “si la razón es plural, como se ha demostrado, la misma filosofía
participa de esa condición. Hoy ya, definitivamente, no es posible hablar de
filosofía sino de filosofías —una condición a fin de cuentas de toda democracia
entendida con radicalidad”.
Debo concluir mi lectura de este libro,
apasionado como una carta de amor como dije al principio —y el lector hallará
pruebas de ello en otro apéndice compuesto por la correspondencia entre el autor
y la pensadora, incluida la transcripción de una charla telefónica conmovedora—
sin dejar de ser ameno y novedoso en ningún momento, con mi convicción acerca de
la verdad de la frase ya mencionada de María Zambrano: “El filósofo busca, el
poeta encuentra”. El filósofo utiliza un método en su búsqueda donde la
imaginación está excluida por principio mientras el poeta expresa libremente la
emoción vital sin corsé alguno, encontrando —no “inventando”— la palabra
nombradora a cada momento, pese a las preceptivas en que históricamente los
filósofos, organizadores normativos de la vida social, han querido encerrar al
poema: El peligroso poema, aquel grito que llega hasta el abismo y que con su
eco retumbando en las sombras del conocimiento despierta lo más auténtico y
noble del ser humano: “La Pasión pura”. La pasión que revoluciona la mente y la
trastorna —dando lugar a la aparente paradoja ontológica formulada por
Baumbarten al considerar la experiencia estética como una cognitio
sensitiva (2)—, cosa que jamás podrá hacer la razón organizadora y
ordenadora del pensamiento, por muy “vital” o muy “poética” que quiera
apellidarse. A menos que exista el
alma.
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NOTAS:
(1)
El autor de María Zambrano, una pensadora de nuestro tiempo (Anthropos,
2006) es catedrático de la Universidad Complutense y presidente del Ateneo de
Madrid. Ha adquirido prestigio internacional como historiador de las ideas,
ámbito en el que ha publicado más de cincuenta libros e investigaciones. Entre
esa voluminosa producción destaca su Historia Crítica del pensamiento
español (8 tomos), con múltiples ediciones.
(2) Gadamer iluminará la
propuesta de Baumgarten en su ensayo Die Aktualität des Schönen, Phillipp
Reclam, jun., Stuttgart 1977.