Ficción
Es probable, y más que probable, que dentro de todos nosotros perviva una vieja herida a medio cicatrizar, situada allá en la lejana infancia. Nos referimos a algo sucedido poco después de adquirir la habilidad del lenguaje en su función más básica: la conativa o apelativa. Hubo un tiempo feliz en que descubrimos que decir “agua” equivalía a obtener agua o en el que decir “no” bastaba para imponer nuestras primeras negativas. Poco después, algún aciago día, llegó el desengaño y la rabia: por más que gritamos “mamá” en la guardería, mamá no apareció (al menos hasta cuatro horas después, una eternidad en la que nos dio tiempo incluso a distraernos y divertirnos un rato). El asunto es que mamá no apareció cuando queríamos, luego la palabra no es la cosa, ni siquiera la inmediatez de la cosa, sino una promesa ambigua teñida de esperanza y a menudo inoperante ante los tozudos hechos. Remedando a Wittgenstein, puede que los límites de mi lenguaje sean los límites de mi mundo, pero no los del mundo pensado a mi gusto, y en todo caso serán unos límites conflictivos porque el lenguaje de cada cual está minado por sueños y deseos íntimos ante los que el mundo suele mostrarse indiferente. De ahí la gran ira infantil. Principio de placer y principio de realidad, que diría el viejo Freud. De todo esto trata Este no es mi bombín, de Jon Klassen.