Pero
vamos a lo que vamos. Considere por un momento mi escasez mental, y entonces un
simple ejemplo práctico le bastará para medir el calado, para poner en valor las
letras de Roberto Arlt: leí “Noche terrible” y “Una tarde de domingo” (los dos
títulos que daban cuerpo a aquel volumen de las cien pesetas), en la segunda
mitad de los noventa. En el 2013 tengo la suerte enorme de encontrarme con los
agrupados en El criador de gorilas,
momento en que me embarga una poderosa sensación de extrañamiento, de que ese no
es el escritor que yo recordaba. Si le daba la razón a mi memoria eso sería
vanidad. Si pienso en mi debilidad cerebral, mi autoestima cae más allá de los
límites que recomiendan los libros de autoayuda. Así que lo más fácil para mí
fue generar el falso recuerdo de que existían dos hermanos Arlt escritores, uno
que escribía tal y otro cual.
Por
si no ha quedado meridianamente claro, que a veces me cuesta explicarme: el
impacto que habían tenido en mí aquellos dos primitivos relatos, resultó ser el
del ácido sobre la piedra xilográfica. Tantos años después (mérito exclusivo del
autor, no de las dendritas de mis neuronas, ya le digo), todavía conservaba un
brumoso esquema mental de la escritura “estilo Arlt” que me ayudó a “no
reconocer” al verdadero Roberto Arlt de este Criador de gorilas, cuyo estilo era tan
disímil.
Corolario:
nueva lectura de aquellos relatos de referencia + una consulta a Internet
después = ya tuve que matar al
siamés, al Antolín Arlt que los engranajes de falso recuerdo me habían
inoculado.
Y
es que no hay vida más allá de Roberto, el de los dos polos. Dicho lo cual, como
el Piter protagonista de “Ven mi ama Zobeida quiere hablarte” que abre esta
reseña, yo también voy a azuzar mi mala reputación. Pero sin acritud, solo
opinando de aquello de lo que no tengo ni idea.
Existe
un Arlt churrigueresco, exhaustivo, deslumbrante en las descripciones, perito
que en pocas líneas recorre las micro y las macro magnitudes del personaje
mientras con la otra mano gira los engranajes de las articulaciones sociales,
con el que entendemos a qué se refería Cortázar al decir aquello de que un
relato debe ser un ente totalmente esférico. Este es el primer Arlt que conocí y
que puede encontrar en los dos relatos nombrados líneas
arriba.
Y
el segundo Arlt, el que prescinde de cualquiera de los útiles anteriormente
citados y que en esta agrupación de relatos cobijados bajo el título ya citado
de El criador de gorilas, maneja dos
recursos. Uno, el personaje herramienta, un ser al que ya no se le presta
espacio para el mínimo monólogo interior y sus vaivenes. El personaje es puesto
al servicio de la acción, mero súbdito de los aconteceres en una forma que
recuerda al cuento antropológico.
Dos,
las perfectamente disueltas artimañas del maestro que nos embauca con la
oralidad de su narración como si de
un encantador de serpientes de la plaza de Djemmaa El Fna se tratara. Imprimir
ritmo y evitar la minuciosidad
descriptiva que abre vetas colaterales que distraen la atención. No encender
luces de alerta que el lector debe retener para acoplar al final de la
narración… Ahora mismo no sé si los camaleones son reptiles, pero Roberto Arlt
es un autor camaleónico que hace sonar lo escrito en la cabeza del lector de tal
forma que lo hipnotiza como dicen que hacen las serpientes con los pobres
pájaros, para mudarlo en escuchante (paradigmático a propósito de relatar las
propias aventuras de viva voz, y de serpientes, “Accidentado paseo a Moka”).
Las
narraciones que se atesoran en este El
criador de gorilas emanan del viaje que realizó durante más de un año (1935)
por España, territorios coloniales españoles de aquel tiempo en Marruecos, y
norte de África. Evidencias documentales las habrá porque parece que estos
relatos fueron publicados en el periódico que le pagó el viaje hasta aquí, y su
trabajo. Evidencias temáticas, no tiene más que leerse el libro. Y ahora (aunque parezca que lo he
copiado de la contraportada), le repetiré que hay unas finísimas trazas que
evidencian la transformación del Roberto Arlt narrador argentino en el otro
Roberto Arlt que contó con instinto y
sagacidad suficiente como para aprehender (dicho en las tres acepciones
que recoge el diccionario de la RAE) la esencia de la oralidad oriental, el
olfato del guiador de camellos que con sus hazañas, en la noche estrellada, es
capaz de captar la atención de los que se reúnen en torno a la fogata.
Aunque
quedarse solo con eso es jibarizar su trabajo. Por ejemplo en el plano meramente
geográfico, estos relatos transitan más allá de los territorios que pisara
Roberto Arlt. El hilo de las narraciones nos mueve desde Liberia (brujería y
superchería en “Los hombres fieras”) a Ceilán; desde lo que suponemos El Congo
hasta Madagascar. Ahora bien, el Azerbaijan de “Acuérdate de Azerbaijan” no es
el territorial, sino el nombre del personaje cuya venganza se edifica desde la
paciencia oriental. La misma que seguro está necesitando para leer esta reseña.
Pero es que temática y estilísticamente da para una sesuda tesis doctoral. Por
ejemplo, el arranque de “Halid Majid el Achicharrado” en la página 19 está tan
sazonado de la más fina ironía de crónica de sociedad a lo Dorothy Parker, que
es un crimen no indicarlo. Relato dentro de otro relato, hay mucha chicha en
este que sirve de referente de lo que podríamos denominar “complejidad
transparente”. ¿Cuento antropológico de modernidad rabiosa? No sé cómo llamarlo,
pero como todos los vecinos recogidos en estas páginas, viene con una enseñanza
ejemplarizante adherida.
La
historia no es más que una sucesión de relatos que se amañan a conveniencia. El criador de gorilas, destilado en el
alambique de la pura invención ficcional, contiene más verdad que muchos libros
de historia juntos. Dicho con ampulosidad: sería el mapamundi existencial de un
tiempo pasado, que delimita un territorio corral de intrigas y teatro de
operaciones para el espionaje en voz alta, imán para gentes con vidas poco
ejemplares. Rincón al que la pátina de exotismo y pintoresquismo se le empieza a
afear y hay que darle brillo (“Los bandidos de Uad-Djuari” se encargarán de
ello).
¿Que
qué otros aderezos temáticos contiene? Traición y tradición, castigo, crueldad,
miseria, lo mágico desdibujado por lo onírico (el único quizá más flojo “Odio
desde la otra vida”), lo puramente mágico (broche de oro para el libro,
“Historia del señor Jeffries y Nassim el egipcio”), y un antihéroe “blanco” en
“La factoría de Farjalla Bill Ali” (magnífica la planificación del volumen, que
se abre y se cierra con verdaderos diamantes).
Y
aunque lo disimulen muy bien, una proporción importante de las historias hunde
sus raíces en la negrura de la codicia. “El cazador de orquídeas” (página 116:
“Yo mentiría si dijera que la muerte del
«ojo
de Alá»,
como le llamábamos un poco burlonamente nos importó. Estábamos envenenados de
codicia. Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente.”).
En
fin, que pocas veces quince relatos con la extensión justa (el más largo, doce
páginas) bastaron para construir un universo tan amplio y distinto, tan bien
medido como para saciar sin hartazgo. Y eso de la mano de un solo escritor. Sin
la prótesis del hermano postizo que me había fabricado.