Tribuna internacional
Las tardes de los lunes y los miércoles del semestre de otoño doy clases sobre la Guerra Fría a varios cientos de estudiantes de Yale. En esos momentos me obligo a recordar que apenas ninguno de ellos tiene memoria de los acontecimientos que describo. Cuando hablo de Stalin y de Truman, incluso de Reagan o Gorbachov, es como si hablara de Napoleón, César o Alejandro Magno. La mayoría de los alumnos del curso de 2005 sólo tenían cinco años cuando cayó el muro de Berlín. Saben que la Guerra Fría modeló sus vidas de distintas maneras, porque les han contado cómo afectó a sus familias. Algunos, muy pocos, comprenden que en el caso de haberse tomado otras decisiones en determinados momentos críticos a lo largo de aquel conflicto tal vez ni siquiera habrían nacido. Lo cierto es que mis alumnos se matriculan en esta asignatura sin apenas conocimientos de cómo empezó la Guerra Fría, de lo que fue o de por qué concluyó como lo hizo. Para ellos es tan sólo historia, y en ese sentido no es distinta de las Guerras del Peloponeso. Sin embargo, a medida que descubren la gran rivalidad que dominó la última mitad del siglo XX, casi todos se sienten fascinados, muchos horrorizados y algunos —normalmente después de la clase sobre la crisis de los misiles cubanos— salen del aula temblando. «¡Caramba!», exclaman (suavizo un poco su expresión). «¡No teníamos ni idea de haber estado tan cerca!» Y a continuación añaden invariablemente: «¡Impresionante!». Porque sucede que la Guerra Fría es, para la generación posterior a este período, algo lejano y peligroso al mismo tiempo. Se preguntan si alguien tenía razón para temer a un Estado que resultó ser tan débil, tan incompetente y tan «efímero» como la Unión Soviética; pero también se preguntan y me preguntan: «¿Cómo logramos salir con vida de la Guerra Fría?». La intención de dar respuesta a estas preguntas me llevó a escribir este libro, tanto como la de explicar —en un plano mucho menos cósmico— otras de las cuestiones que suelen plantearme mis alumnos.