Tribuna/Tribuna internacional
Cuba: antes y después de la crisis de Castro. Alternativas para España
Por Joaquín Roy, martes, 5 de septiembre de 2006
Durante casi medio siglo, la noticia más esperada ha sido el cambio de régimen cubano, por designios biológicos o por causas de violencia. Cuando, a la vista de la fortaleza del líder al asistir a la reunión de la cumbre de Mercosur en la localidad argentina de Córdoba, todos los observadores extranjeros se ponían de acuerdo en un consenso que básicamente implicaba una actitud de espera, sin prisas, estallaba la crisis con la retirada, anunciada como temporal, de Castro, y el traspaso de poderes a su hermano, Raúl, en cumplimiento de la legislación vigente.
I. Un insólito nuevo escenario
La causa ha sido una intervención quirúrgica (para atajar un problema médico que tiene todos los visos de ser serio) que mantendrá al caudillo cubano fuera del poder durante varias semanas, según predicen los comunicados oficiales y confirman las imágenes ofrecidas tras su aparición con motivo de su 80 cumpleaños. Con cierta rigurosidad de agenda, la celebración de su 80 cumpleaños se postergó para coincidir con el 50 aniversario de la fundación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba el 2 de diciembre. En contraste con la comprensible alegría expresada por el exilio cubano en Miami y la esperanza reprimida de la oposición interior, la cautela en diversos sectores gubernamentales del exterior, incluso en los Estados Unidos (con la excepción de unos deslices verbales iniciales), fue evidente y predecible también.
Curiosamente, el percance de Castro venía a interrumpir un aparente buen momento para el régimen, que pasaba por un período de dulzura internacional. Estaba de una dosis de oxígeno que no necesariamente se veía como transitoria. Castro se había permitido el lujo durante los tres últimos años, desde que se enzarzó a bofetadas en el 2003 con la Unión Europea por la protesta generada por los juicios sumarísimos y prisión contra la disidencia, y ejecuciones de secuestradores de naves, a prescindir del bienintencionado “diálogo constructivo” de los gobiernos que no están de acuerdo con la estrategia de los Estados Unidos. Aunque luego se hicieron las paces y la UE, liderada por España, suspendió a principios de 2005 las medidas temporales que llevaron a la incomunicación y la “guerra del canapé” (así llamada por la controvertida invitación de la disidencia a las recepciones diplomáticas), la relación desembocó en un estado de “irrelevancia mutua”. Cada una de las partes llegaron a la conclusión de que no podían influir en la otra y por lo tanto pudorosamente decidieron tolerarse sin aspavientos.
Castro incluso había llegado a evaluar que el limitado marco caribeño (mayoritariamente comprensivo y tolerante hacia el régimen cubano), en el que la UE había tratado de insertarla para que disfrutara de los beneficios del Acuerdo Cotonou (sucesor de Lomé) concedidos a los países ACP, no era suficiente para la mejor implantación de Cuba en un mundo cambiante. Washington está más ocupado en los escenarios más espinosos del Oriente Medio, tras el desastre de Irak y ahora en el laberinto del Líbano, por no hablar del anunciado colapso de Afganistán mientras Corea del Norte e Irán se aprestan a hacer jugar el arsenal nuclear o construirlo. Cuba era una nimiedad que solamente incomodaba electoralmente a Bush, mientras el mandato de su hermano en Florida se acaba.
Castro había descubierto, de la mano de su aliado Hugo Chávez, cargado de petrodólares, el más amplio teatro de América Latina, de una manera nunca vista desde la aventura del Che y el frustrado gobierno de Allende, o la alegría revolucionaria de los sandinistas. El continente está ahora en transformación, en la cresta de una ola de aparente triunfo populista, aunque corregido por los resultados de las elecciones en Perú y México. Para rizar el rizo, mientras Chávez daba el portazo a la Comunidad Andina y entraba como un elefante en la cacharrería de Mercosur, Castro lanzaba la bravata de que podía ingresar en la organización de integración sudamericana “en el momento que quisiera.” Además, el aceleramiento de un plan para comercializar los yacimientos de petróleo en las aguas de Cuba, en sociedad con intereses chinos y españoles (Repsol) había ya puesto nerviosos a las compañías petroleras norteamericanas que no querían ser menos en repartirse el pastel de las rendijas que la ley del embargo habían permitido a los estados productores de alimentos y medicinas a venderle cuantiosas partidas a Castro. Si a la comida ahora se unía el oro negro, el embargo se convertiría en un absurdo.
En este contexto de relativa gloria, con un notable sentido del humor, Castro se permitió la broma de advertir a sus enemigos que estuvieran tranquilos y que no viviría cien años. La ocurrencia parece ahora una premonición cruel y totalmente desprovista de sentido de responsabilidad terrenal. Castro dijo en el comunicado, presumiblemente dictado al entrar al quirófano, que el percance se produjo por la presión ejercida al asistir al cónclave de Córdoba, como para darle la importancia debida, que la tiene.
II. El dilema en el entorno de Cuba y más allá
En el mismo contexto del novedoso relevo temporal de Castro por sus problemas intestinales, lo cierto era que, paradójicamente para los inexpertos pero con rigurosa lógica para los que reparan con cuidado en todos los ángulos del drama cubano, Cuba como estaba (se supone hasta el percance de Castro que le ha obligado a delegar en poder) era el mejor de los mundos para todos los actores que tenían algo invertido en la evolución del régimen. En primer lugar, para los Estados Unidos, a pesar de la verbosidad de acoso proferidas por la administración de Bush, el impasse en el que se encontraba Cuba, sobretodo cuando la amistad con Chávez no era tan íntima, era una bendición comparativa.
Por ejemplo, Castro no apoyaba ya a guerrillas en Latinoamérica, y en su lugar curiosamente cooperaba con su némesis ideológica Alvaro Uribe en Colombia para contribuir al desarme por lo menos del ELN, servicio que el propio mandatario colombiano siempre le ha agradecido. Con los Estados Unidos mantenía una relación mutuamente beneficiosa, ya que le garantizaba la seguridad de Guantánamo, mientras Washington era acosado por todos los gobiernos (aliados y contrincantes) del planeta. Cuba es el único país de la galaxia que tiene garantizada una cuota de inmigración (20.000 visados anuales) en los Estados Unidos, un lujo que no tienen ninguno de los demás países latinoamericanos, ni siquiera el que más lo necesita, México.
Castro, a pesar de las acusaciones nunca demostradas, ha colaborado con los Estados Unidos en la represión del tráfico de drogas, negocio que si en algún momento estuvo implicado algún miembro del régimen, pudo haberlo hecho más por perjudicar a Washington que por negocio. Los que estaban más felices con las aparentes tablas eternas en la confrontación eran los militares norteamericanos: sabían que en el caso de enfrentamientos internos, no podrían quedarse viendo el drama desde los muelles de Cayo Hueso. Lo último que necesitaban con un mundo ya de por sí complejo después del colapso soviético, y mucho más después del 11 de Setiembre, era una Cuba en transición convulsa. De ahí que se ocuparan frenética y periódicamente en producir estudios y declaraciones en los que Cuba no figuraba como una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos. De ahí también que en su momento tomaran la iniciativa e insistieran en la necesidad de entablar contacto directo con sus colegas en Cuba, aunque no fuera más que para evitar malentendidos y que en algún momento alguien cometiera la torpeza que no se produjo en la crisis de los misiles. Pero, significativamente, lo que tuvo la anuencia en su momento, sobretodo hasta la llegada de George W. Bush poder, fue tajado de cuajo por el propio Castro, celoso al parecer de una posible autonomía de sus subalternos. Esta relación ahora sale a la superficie y se ha colocado en primera línea.
En fin, en ese panorama anterior a la enfermedad de Castro, lo que primaba era el status quo. De ahí que la puesta en marcha de la Comisión de Asistencia para una Cuba Libre, que había publicado ya su segundo informe para Bush, ofreciendo 80 millones de dólares de ayuda a una Cuba sin los Castro, no era más que una invitación a la irritación pública del régimen cubano, tan necesitado como siempre de tales torpezas norteamericanas como en el caso histórico de la Ley Helms-Burton, relegada en naftalina casi desde su aprobación hace diez años. Incluso la web de la propia Comisión en el Departmento de Estado no la menciona como parte de la legislación del embargo, cuando es su estricta codificación, al transformar lo que estaba al libre albedrío del Presidente en ley federal. Esta neutralización de la nefasta ley parecía un guiño a la Unión Europea, en continuación del compromiso de 1998.
Por lo tanto, Cuba con Castro, como estaba antes de la retirada temporal del líder, después de la evidente supervivencia después de los peores años tras la desaparición de la Unión Soviética, como estaba, era el mejor de los mundos para todo el entorno caribeño. No era un contundente competidor en inversiones y en turismo, se comportaba moderadamente en el plano político. Esa comodidad era ahora traspasada al resto del continente y la colaboración en el Mercosur, a pesar de los evidentes obstáculos jurídicos, no se veía como una dimensión negativa, sino que eran muchos los observadores que la consideraban una bendición ya que contribuiría a una posible democratización y lenta instalación de una más amplia economía de mercado.
En resumen, era un factor más para la lenta transición, aunque a regañadientes se asumía la conveniencia de que fuera precedida de una sucesión, todo lo temporal que se quiera, pero consistente en una entrega de poder al hermano de Fidel, una operación aderezada por una componenda colectiva, como efectivamente sucedió inicialmente. Pero ahora, para sorpresa general, este guión posible puede haber llegado de golpe.
En actualidad, los enigmas residen en primer lugar en el término temporal de la propia delegación de los poderes de Castro. Mucho depende de la extensión de este impasse inédito para ver cómo se comportan los distintos actores en el interior. En ningún momento era de descartar una ampliación de la prudencia en la disidencia (a la que habrá llegado el momento de demostrar su verdadera valía de cara al futuro de Cuba). Si los opositores toman pasos en falso, más allá de de la inteligente estrategia llevada a cabo hasta ahora, forzados por las limitaciones enormes impuestas por el régimen, pueden solamente recibir como recompensa una serie de palos de ciego lamentable desde un régimen en período delicadísimo. Esta cautela forma también parte del consenso que probablemente de manera inteligente ya han tomado diversos actores externos, desde el Canadá hasta Argentina, y en toda la Unión Europea, liderada ahora más que nunca por España. Es en estos momentos cuando se puede confirmar la bondad de la política de haber estado (con excepción de algunos años oscuros del gobierno de Aznar) en comunicación con la Cuba real y la oficial.
III. Las actitudes en Washington, Miami y La Habana
Ante el novedoso desarrollo generado por la indisposición de Castro, no estuvo clara inicialmente la inteligencia demostrada por administración de Bush. Tampoco pueden calificarse de satisfactorias las señales emanadas desde el exilio, aunque destacan en plano positivo las llamadas a la sensatez y la prudencia desde los sectores más moderados. Mientras tanto, las voces más estridentes que demandaban el mantenimiento de las condiciones drásticas para tratar al régimen cubano y anunciaban planes de recuperación de propiedades confiscadas, no consiguieron más que alarmar a Washington que procedió a efectuar una corrección sutil en sus mensajes iniciales. En lugar de recordar las condiciones para abrir las relaciones, se trocó el orden: primero debería darse prioridad a la estabilización y el proceso de democratización, y luego se encararían los temas periféricos. En todo momento, se enfatizaba que competía a los cubanos el tener el control del futuro de su país. La Casa Blanca pretendía de esa manera garantizar a los cubanos que no actuaría de forma irresponsable y que nada tenían que temer (invasión, amenazas, exigencias).
En este panorama se dramatizaba una vez más que el balance histórico mostraba el fracaso sonoro de la política del embargo, y en su lugar resultaban evidentes más que nunca los beneficios políticos concedidos al régimen castrista, que de esa manera pudo ocultar las carencias de su sistema económico. Por lo tanto, la oportunidad que entonces se abría era sumamente importante. Washington podría aprovechar una extensión más allá de lo urgentemente razonable de la suplencia de Castro, para retar a Raúl con una oferta espectacular: el levantamiento incondicionado del embargo. Pero las señales iniciales y las perspectivas de que tal operación fueran factibles en un futuro a medio plazo eran nulas.
Esta operación no solamente está ya avalada por decenas de estudios sopesados, sino que también ha estado (y lo está todavía más) bajo la presión de los sectores y los estados norteamericanos productores de alimentos que en un goteo ya considerable han estado comerciando con Cuba, en una cuantía que ya supera los beneficios del turismo. Puede haber llegado el momento para que los sectores moderados del exilio tomen la iniciativa y prioricen la táctica de convencer al resto y entonces al Congreso de los Estados Unidos para que suspendan la ley Helms-Burton (que está totalmente neutralizada) y apliquen con sabiduría las condiciones impuestas para la transición. Raúl no tendría más remedio que elegir entre dos alternativas: rechazar cualquier trato o colaborar pragmáticamente.
En este escenario puede también haber llegado el momento ver cómo evolucionan los mecanismos mentales a ambos lados del estrecho de la Florida. En el seno del exilio cubano en Miami la inercia de la supervivencia de la dictadura cubana condicionó durante casi cuatro décadas no solamente la estrategia de los Estados Unidos hacia Cuba (sobretodo desde el ingreso de algunos cubanoamericanos como miembros del Congreso), sino incluso la propia existencia del modo de vida cotidiano. El anticastrismo se convirtió en una provechosa industria, sobretodo en los medios de comunicación. Al otro lado, la resistencia ante el acoso de los Estados Unidos tuvo su apropiada réplica.
En una variante que recordaba la boutade atribuida primero a los comentarios de la derecha en España en los primeros años de la transición (“con Franco vivíamos mejor”) el exilio temía que algún día llegara a llorar que “contra Castro vivíamos mejor”. En La Habana, gracias a la fallida política norteamericana, se temía que también algún día se llegara a exclamar con nostalgia que “contra los Estados Unidos vivíamos mejor”, aparte de que una notable minoría, naturalmente, llegaría a meditar que “con Castro vivíamos mejor”. De ahí que tanto el régimen cubano como el núcleo duro del exilio cuando detectaban que el gobierno de los Estados Unidos o las circunstancia internacionales eran propicias para una tregua o, peor, para un arreglo (como en el caso de los compromisos denunciados como alianzas con la UE), se formaba una coalición perversa y ambas facciones irreconciliables se ponían aparentemente de acuerdo para desenterrar las hostilidades. El caso más notorio fue cuando la ley Helms-Burton tiene dudosa aprobación en el Congreso: Castro decidió derribar las avionetas de Hermanos al Rescate y Clinton se plegó a las presiones aprobando la ley.
Lo que la oposición interior, el núcleo duro del exilio y, naturalmente, el sector intolerante del gobierno norteamericano, también temían, y todavía temen más en las actuales circunstancias es que un también notablemente amplio sector de la población cubana pudiera algún día reclamar que “con Castro vivíamos mejor”, o si no “mejor” al menos sin las incertidumbres que el aterrizaje en el capitalismo abierto e incierto (como el imperante en República Dominicana, Jamaica o México) les propinarán de golpe con el cambio drástico de régimen.
Esta posibilidad es la que se abre ahora, dependiendo de la velocidad de los acontecimientos, y que a pesar de las predicciones rosáceas que se hacen con la filosofía tradicional en manos (“No Castro, no problem”, rezan las pegatinas en Miami), se abre como un enigma que no tendrá respuesta hasta el momento real en que Castro desaparezca de veras, Raúl quede neutralizado o milagrosamente (muy dudoso) transformado en un demócrata, o que (más plausible), algunas figuras intermedias se hagan cargo de la administración del país, en lo que puede ser el formato más plausible del período que puede abrirse cuando la enfermedad de Castro se pueda convertir en incapacidad permanente o muerte.
La ventaja que tiene Raúl Castro es que, de momento, domina las fuerzas armadas (aunque su división interna en cuanto a lealtades personales es notable), clave para la transición, pues es la única institución con cohesión suficiente en Cuba, y con poder en las empresas estatales que administran los militares reciclados. Pero toda esta influencia podría venirse abajo si el régimen colapsa totalmente y se encuentran los necesarios sustitutos en el propio interior de la incipiente sociedad civil para encargarse de la necesaria gerencia de una Cuba en verdadera transición.
El enigma reside en si ese sector (sobre los cimientos del movimiento disidente), fuera de los múltiples colectivos que de una manera u otra han colaborado, por necesidad o conveniencia, con el pesado e ineficiente mecanismo del régimen, tiene de veras la energía y los medios para ocupar el vacío. De ahí que, de momento, la estrategia de Washington se base en fiarse más de un “malo conocido” (los militares) que en un bueno por conocer, sobretodo porque no hay que descartar la generación de convulsiones sociales y enfrentamientos sociales en cuanto Cuba comience a transformarse en un país “normal”.
¿Por qué esa alternativa es parte de la agenda actual? Porque las prioridades para Washington no son exactamente los intereses del núcleo duro del exilio ni siquiera las demandas de la disidencia interna. La agenda actual está dominada por lo que se llama el interés nacional, que no necesariamente tiene que coincidir con el interés de la nación cubana que el núcleo duro del exilio ha visionado para su país. Confundido, herido, insultado, manipulado, ahora ni siquiera se atreve a enfrentar a la Casa Blanca.
IV. Las alternativas para España
¿Qué puede hacer España en este panorama? Mucho, y con alta responsabilidad. Por fin puede haber llegado el momento para que se pueda evaluar con métodos objetivos y empíricos la política tenaz de mantener la relación en un doble nivel. En un guión seguido fielmente desde la derrota en 1898, España ha mantenido la relación tanto con la Cuba oficial como, sobretodo, con la Cuba real. Con la excepción lamentable de unos años durante la administración del Partido Popular que terminó en 2004, los sucesivos gobiernos españoles, de todo signo, incluido el franquismo, han permanecido con las líneas de comunicación abiertas con los diversos regímenes cubanos, incluso en los momentos más duros de la intransigencia castrista.
Desde el ingreso de España en la Unión Europea, los diversos gobiernos españoles, incluso del PP de Aznar, ha tomado la responsabilidad de liderar los esfuerzos europeos y ha señalado el camino a seguir, con todas las equivocaciones aciertos del caso. Fue el gobierno de Aznar el que en 1996 consiguió la aprobación de la Posición Común de la UE ante Cuba, y fue el mismo gobierno el que presionó para la adopción de una medidas temporales de presión a Castro, que con el paso inmediato del tiempo se vieron como contraproducentes. Y fue el gobierno de Zapatero quien lideró la suspensión de dichas medidas al principio de 2005. Pero el consenso que ha quedado es la necesidad de mantener la comunicación con el gobierno cubano, sea el que sea, pues es la mejor manera de estar también al lado de la sociedad civil.
Durante todos estos años, la política de la UE, en un consenso frágil y no desprovisto de contradicciones, ha mostrado un evidente contraste con la estrategia de Washington. Mientras las medidas puestas en práctica por el gobierno norteamericano, prácticamente desde el triunfo de la Revolución Cubana y mediante la imposición del embargo, han estado encaminadas a conseguir el cambio drástico de régimen, la actitud europea ha estado pensada para facilitar la puesta en marcha de unas circunstancias más idóneas para garantizar una transición pacifica.
Hoy, al analizar el resultado de ambas agendas, puede llegarse a la conclusión de si la norteamericana ha fracasado, la europea todavía tiene pendiente la entrega de las notas. Solamente cuando la transición esté consolidada se podrá dar el veredicto. Por lo tanto, si en los meses anteriores a la crisis de Castro se podría haber caído en la tentación del abandono de una estrategia que era rechazada por el propio régimen castrista (desdén por la ayuda al desarrollo, resistencia a las condiciones, insultos personales), ahora esta alternativa debe quedar descartada. Se impone, en su lugar, la adopción de una agenda que mantenga la oferta sobre la mesa. Y España tiene ahora una nueva oportunidad para demostrar su liderazgo mientras se discute el contenido de la anunciada Estrategia Común que el Consejo decidió plasmar para setiembre, a la vista de la falta de progreso de la relación y la actitud intolerante y desdeñosa de las autoridades cubanas.
Esta actitud no solamente está respaldada por la lógica de la responsabilidad histórica sino porque se inserta en unos de los momentos cruciales, precisamente en el contexto más amplio de una región del planeta (América Latina) que está pasando por una etapa de desinterés por parte de la administración estadounidense, al tiempo que está meciéndose a los caprichos de la inercia europea solamente atenta a temas puntuales como los riesgos a las expropiaciones por parte de los gobiernos populistas.
Si, como se teme en numerosos círculos académicos y mediáticos tanto en Estados Unidos como en Latinoamérica, Washington yerra una vez en su análisis y conducta con Cuba, se habrá abierto una oportunidad dorada para la alternativa europea que deberá complementar las tentaciones lógicas del régimen cubano de optar por la llamada “vía china”. El plan de la UE de insertar a Cuba en el entramado de los ACP es ahora válido. Aunque modesto geográficamente, es una plataforma para complementar la agenda iniciada hacia al MERCOSUR, que se bien puede poner nervioso a más de un gobierno, no dejaba de mostrar su lado positivo pues obligaba a Cuba a reformar ciertos esquemas económicos si quería disfrutar de algunas de las ventajas comerciales del bloque comercial.
También cobra una nueva dimensión la diferente estrategia dentro de la Comunidad Iberoamericana, cuyo esquema se muestra ahora con un perfil innovador tras la instalación de la Secretaria General en Madrid bajo el liderazgo de Enrique Iglesias. Ha llegado, por lo tanto, el momento de contribuir a la reinserción efectiva de Cuba en su medio natural, caribeño, latinoamericano e iberoamericano. Y España tiene mucho que decir y hacer para que esa operación sea un éxito.
En cuanto a los interlocutores a tratar, en un plazo medio, y mientras el tema del liderazgo no presente cambios drásticos, se debiera leer con corrección que el formato temporal ofrece una estructura con cierto perfil colectivo, coordinado por la figura de Raúl Castro, quien quedaría, a falta de un símil mejor, como una especie de presidente de república, con más poderes que los meramente ceremoniales. Pero lo que no puede arriesgar España ni la Unión Europea es enviar señales contradictorias de que la política a seguir con Cuba depende ostensiblemente de los movimientos que se noten en La Habana. La bondad de la estrategia seguida hasta hora es la que se juzgará en el futuro. Debido a que se trataba siempre de una puesta de futuro, habrá llegado el momento de comprobar su efectividad.
Los cambios, si debe haberlos, serían de matices y de ajuste, tanto en lo que atañe a las relaciones con el gobierno en un periodo de post-sucesión o de pre-transición (pues así se desarrollará probablemente la evolución del impasse actual) o con la sociedad civil incipiente, sobretodo con la disidencia organizada que ha acaparado la atención pública hasta ahora. Con prudencia y cautela, pero con firmeza, las líneas tendidas hacia los disidentes debieran acrecentarse. Con oportunismo, la mano tendida hacia el gobierno debiera mostrar señales inequívocas que convencieran a las autoridades cubanas de la conveniencia de mantener la comunicación. Una vez el sistema se revele como decidida en la senda de la transición, las ofertas debieran convertirse en acciones efectivas.