Director: Rogelio López Blanco      Editora: Dolores Sanahuja      Responsable TI: Vidal Vidal Garcia     
  • Novedades

    Wise Up Ghost, CD de Elvis Costello and The Roots (por Marion Cassabalian)
  • Cine

    Precious, película de Lee Daniels (por Eva Pereiro López)
  • Sugerencias

  • Música

    The West Rider Pauper Lunatic Asylum, CD de Kasabian (por Regina Martínez Idarreta)
  • Viajes

  • MundoDigital

    ¿Realmente hay motivos para externalizar la gestión de un website?
  • Temas

    Preparación científica para la vida moderna
  • Blog

  • Creación

    Entonces llegamos al fina, por Joshua Ferris
  • Recomendar

    Su nombre Completo
    Direccción de correo del destinatario
Marvin Harris: <i>La cultura norteamericana contemporánea</i> (en español desde 1984)

Marvin Harris: La cultura norteamericana contemporánea (en español desde 1984)

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Joaquín Leguina

Joaquín Leguina

Juan Velarde: <i>Cien años de economía española</i> (Encuentro, 2009)

Juan Velarde: Cien años de economía española (Encuentro, 2009)

Juan Velarde

Juan Velarde


Tribuna/Tribuna libre
La termita demográfica y la impostergable reforma del sistema de pensiones
Por Mikel Buesa, lunes, 1 de febrero de 2010
Hace casi una década, el demógrafo y político Joaquín Leguina recordaba, en un artículo periodístico en el que se comentaban las proyecciones de población para mediados de nuestro siglo, que «la demografía opera como las termitas; lenta, tozuda y oscuramente, pero con un poder destructor equiparable al de la dinamita». La termita demográfica es, en efecto, una de esas fuerzas que llevan la semilla del cambio social y que inexorablemente conducen a la prosperidad o a la catástrofe. Se vio en las sociedades occidentales —unas antes, como Estados Unidos, y otras más tardías, como España— cuando la caída de la natalidad, asociada a la masiva incorporación de las mujeres al mundo laboral, trajo consigo una buena parte del progreso posterior a la Segunda Guerra Mundial y, con él, los profundos cambios sociales que tan magistralmente retrató Marvin Harris en La cultura norteamericana contemporánea. Y lo vemos ahora cuando la estabilización de la fecundidad en unos niveles muy bajos y el alargamiento de la esperanza de vida de la población ponen en cuestión los fundamentos financieros del Estado del Bienestar.
En el lúcido documento elaborado por la Comisión convocada por la patronal del seguro, Unespa, para estudiar estos asuntos y presidida por el ex ministro de economía Rodrigo Rato, se señala con claridad que esos dos fenómenos poblacionales van a cambiar, en las próximas décadas, «el equilibrio demográfico de España», dando lugar a «un aumento sustancial de la importancia relativa del segmento de los mayores en todos los órdenes de la vida» y haciendo que «el sistema de pensiones públicas no sea sostenible a largo plazo con sus características actuales».

Para entender adecuadamente esta afirmación creo que es útil comenzar repasando los elementos que, hoy por hoy, configuran el sistema de pensiones. Desde que, en 1963, la Ley de Bases de la Seguridad Social reformó el sistema de pensiones, en España contamos con un sistema de reparto. En dicha ley se dio por cerrado el anterior sistema de capitalización que estaba a cargo de las Mutualidades Laborales; unas entidades éstas que, por haber prometido unas prestaciones superiores al rendimiento financiero de las cotizaciones acumuladas, estaban en quiebra.

La financiación de las pensiones se realiza con las cotizaciones de los trabajadores que están en activo. Esto quiere decir que, para que exista una situación financiera saneada, tiene que haber más activos que jubilados. Se estima que, para guardar ese equilibrio, se requiere que haya más de dos trabajadores que cotizan por cada persona que está jubilada

Con el sistema de reparto se introdujo una nueva forma de gestión de las pensiones que, en esencia, consiste en que los trabajadores cotizan a la Seguridad Social por la contingencia de jubilación, obteniendo así el derecho a cobrar una pensión en el momento de alcanzar la edad establecida para aquella —actualmente los 65 años—. Esa pensión se calcula en función de los años de cotización y de la cuantía cotizada en los años más recientes. La regla de cálculo vigente en este momento es la división por 210 de la suma de las cotizaciones de los 180 últimos meses, actualizada su cuantía según el índice de precios al consumo; y a la cantidad resultante se le aplica un porcentaje que varía según los años de cotización del trabajador, siendo el 100 por 100 cuando se han cotizado 35 o más años. Como resultado, el sistema garantiza una pensión que viene a ser, aproximadamente, del 80 por 100 en el caso de los trabajadores cuyo salario, antes de la jubilación, era equivalente a la mediana de la distribución correspondiente, aunque se reduce a la mitad o menos de las cuantías percibidas por la población de mayor nivel retributivo. Por su parte, la financiación de las pensiones se realiza con las cotizaciones de los trabajadores que están en activo. Esto quiere decir que, para que exista una situación financiera saneada, tiene que haber más activos que jubilados. Se estima que, para guardar ese equilibrio, se requiere que haya más de dos trabajadores que cotizan por cada persona que está jubilada —2,3 para ser más precisos—.

Con este sistema de reparto, el equilibrio financiero de las pensiones depende de dos variables. Por una parte, del número de pensionistas que haya por cada trabajador ocupado; cifra ésta que, a su vez, está determinada por la tasa de cobertura de las pensiones —pensionistas/personas en edad de jubilación—, de la tasa de dependencia de ancianos —personas en edad de jubilación/personas en edad de trabajar— y de la tasa de ocupación —personas empleadas/personas en edad de trabajar—. Y, por otra, de la generosidad del sistema; es decir, de la cuantía de la pensión media.

Teniendo en cuenta lo anterior, la evolución futura del sistema está ligada de manera determinante a la evolución de la población. Si ésta envejece rápidamente y cada vez hay más personas mayores de 65 años con respecto a las que están en edad de trabajar —entre 16 y 65 años—, las dificultades serán mayores. Además, si el empleo de las personas que tienen edad para trabajar disminuye —como ocurre ahora con la ampliación del paro— también se resentirá el equilibrio financiero de las pensiones. Y lo mismo pasa si la edad media de jubilación, como revela la práctica cotidiana, es menor que la establecida como obligatoria.

La combinación de estas tendencias señala que entre 2020 y 2025 el gasto de las pensiones empezará a ser mayor que el de las cotizaciones, produciéndose así un déficit en el sistema (...) Por tanto, el problema de las pensiones se planteará con intensidad dentro de 10 o 15 años y, de una manera acuciante, dentro de 20 o 25 años

Los estudios que han tratado de analizar el futuro de las pensiones tienen en cuenta todos estos elementos y, en lo que atañe a la demografía, se suelen basar en las previsiones de población a largo plazo que realiza el Instituto Nacional de Estadística. Éstas se basan en hipótesis razonables sobre la evolución de la natalidad, la mortalidad y el saldo migratorio, y señalan que debido a que la primera es muy baja y a que la esperanza de vida es muy amplia y paulatinamente creciente, la población en edad de jubilación va a aumentar mucho. De esta manera, si actualmente viven en España 7,6 millones de mayores de 65 años —el 16,6 por 100 de la población total—, al iniciarse la quinta década del siglo serán 16,4 millones —el 30,8 por 100 de los algo más de 53 millones de habitantes que habrá en 2050—. Para sostenerlos, actualmente se dispone de una población en edad de trabajar —de entre 16 y 64 años— de 31 millones de personas, lo que supone un 67,6 por 100 del conjunto de los españoles. Pero en 2050 sólo serán 29,3 millones, bajando la proporción hasta el 55 por 100. Esto significa que, si ahora la tasa de dependencia de ancianos es de un poco más de 4 potenciales trabajadores por cada mayor de 65 años, al medir el siglo esa ratio se quedará en 1,8, con lo que el equilibrio financiero del sistema de pensiones no podría asegurarse aún en el supuesto extremo de que todas las personas en edad de trabajar se encontraran empleadas y cotizando a la Seguridad Social.

En definitiva, la insuficiencia de la población autóctona en edad de trabajar se compensará con la inmigración, pero el efecto de la entrada de extranjeros será sólo parcial, con lo que la tasa de dependencia de ancianos crecerá de manera continua hasta mediados de este siglo. Por otra parte, una vez que se supere la crisis actual, es previsible que el empleo siga creciendo y, por tanto, haya un aumento del número de personas que cotizan a la Seguridad Social. Pero ello no podrá frenar el aumento del número de pensionistas que habrá en el futuro con respecto al número de las personas con empleo; y así, cada empleado tendrá que cotizar para sostener a un número cada vez mayor de jubilados.

La combinación de estas tendencias señala que entre 2020 y 2025 el gasto de las pensiones empezará a ser mayor que el de las cotizaciones, produciéndose así un déficit en el sistema. Como hasta esas fechas, por el contrario, se habrán ido acumulando superávits que alimentarán las reservas del sistema —es lo que se suele denominar como la hucha de las pensiones—, se podrá afrontar la situación de desequilibrio durante algún tiempo gastando el capital atesorado. Pero esta posibilidad sólo existirá durante unos diez años, por lo que, entre 2030 y 2035 se prevé que el sistema entre en un déficit irremisible cuyo sostenimiento financiero será inviable.

En resumen, el retraso en la edad de jubilación es la medida más efectiva para afrontar el reto que la termita demográfica impone, de manera inexorable, al sistema de pensiones en España. Este retraso tendría que acompañarse de la supresión de los incentivos destinados a las prejubilaciones

Por tanto, el problema de las pensiones se planteará con intensidad dentro de 10 o 15 años y, de una manera acuciante, dentro de 20 o 25 años. Esto significa que, cuando se habla del problema de las pensiones, no se está diciendo que los actuales pensionistas se van a quedar sin cobrar, como muchas veces se argumenta por los sindicatos y el Gobierno, más imbuidos por la demagogia que por sus deberes institucionales. Se está diciendo que los que se jubilen dentro de una década —y posteriormente— van a empezar a tener problemas y, por eso, tenemos que buscar ahora las soluciones que impidan que esos problemas estallen en el futuro.

¿Qué soluciones se apuntan como las más viables? En esencia, los estudios disponibles apuestan por el alargamiento de la vida laboral hasta los 67 o 68 años como la solución más potente. Es lo que se ha hecho recientemente en otros países y, como acaba de publicarse en un estudio del Banco Central Europeo, se trata de la medida más potente, de manera que, en el conjunto de los países de la zona del euro, «si se elevara la edad efectiva de jubilación … en dos años, los derechos por pensiones se reducirían en un 5,2 por 100». Una decisión de este tipo, por sí sola, puede asegurar el equilibrio financiero del sistema, cosa que no ocurre con otras que se han propuesto, como es el aumento del número de años que se tienen en cuenta para calcular la pensión y, en consecuencia, la reducción de la generosidad de las pensiones que se otorgan. Lo mismo se puede decir con respecto al alargamiento hasta 50 años del período de cotización para lograr la pensión máxima, de manera que los estudios disponibles estiman que sus efectos serían muy insuficientes. Y lo mismo ocurriría si las pensiones se revalorizaran anualmente por debajo del crecimiento de los precios. Finalmente, la vía, sugerida por algunos, de aumentar las cotizaciones sería muy inconveniente porque aumenta los costes del trabajo en las empresas, afecta negativamente a su competitividad y acabaría por provocar una reducción en las exportaciones, lo que no conviene para el equilibrio exterior de la economía española.

En resumen, el retraso en la edad de jubilación es la medida más efectiva para afrontar el reto que la termita demográfica impone, de manera inexorable, al sistema de pensiones en España. Este retraso tendría que acompañarse de la supresión de los incentivos con los que cuentan las grandes empresas para prescindir de los trabajadores de más de cincuenta años a través de las prejubilaciones. Éstas, además de introducir un agravio comparativo entre los trabajadores de la misma generación que están empleados en los diferentes sectores de la economía, resultan extremadamente inconvenientes para el equilibrio financiero del sistema de pensiones, por lo que podría ser interesante gravarlas con un impuesto específico equivalente al valor actualizado de las prestaciones futuras que, con cargo a la Seguridad Social, pueden obtener los trabajadores prejubilados.

Con respecto a las pensiones y los pensionistas se hace mucha demagogia. Los partidos políticos tienen la tendencia a difundir entre las personas mayores la falsa idea de que, si gobiernan ellos, sus rentas van a mejorar. Implícitamente les transmiten el mensaje de que las pensiones las da el Gobierno, cuando la verdad es que quien las financia son los trabajadores en activo. También los sindicatos se han acostumbrado a la demagogia en este sentido, como si las pensiones fueran una conquista social arrancada con sangre, sudor y lágrimas a los capitalistas. Otra falsedad más. En España el sistema de protección social comenzó a dar sus primeros pasos a principios del siglo pasado cuando un político moderado, Antonio Maura, a la sazón presidente del Gobierno, creó el Instituto Nacional de Previsión (1908). Desde entonces el Estado del Bienestar experimentó un conjunto de transformaciones que paulatinamente fueron mejorando la protección social. La culminación de este proceso tuvo lugar durante los Gobiernos de Felipe González cuando se universalizaron los derechos a recibir una pensión, por parte de los mayores de 65 años, y a la atención sanitaria, cerrándose así el último fleco de un sistema que ya cubría a más del 95 por 100 de la población española. Esas mejoras no fueron nunca el fruto de la lucha sindical, sino más bien el resultado de las iniciativas de políticos más bien conservadores preocupados porque las condiciones de vida de los trabajadores no derivaran en estallidos sociales, como muy bien expuso el profesor Juan Velarde en su libro Cien años de economía española. Y hay que decir que sus logros, hasta el presente, fueron notables. Por ello, ahora que la termita demográfica hace impostergable la decisión de reformar el sistema de pensiones, lo que se espera de los gobernantes y de quienes ejercen la oposición sobre ellos es que aborden este problema con realismo, basándose en los mejores estudios disponibles, y planteen su solución alejados de cualquier tentación populista, haciendo pedagogía democrática y tratando a los ciudadanos como personas adultas capaces de entender y asumir las medidas que se propongan.
  • Suscribirse





    He leido el texto legal


  • Reseñas

    Roberto Arlt: El criador de gorilas (por José Cruz Cabrerizo)
  • Publicidad

  • Autores