Juan Antonio González Fuentes
El pasado jueves no pude ir a la tertulia radiofónica en la que soy habitual desde hace casi una década. A la misma hora tuve que acudir a la presentación de un libro en el Museo de Bellas Artes de Santander. En mi lugar hizo de contertulio
José Antonio Lasheras, director del
Museo de Altamira en
Santillana del Mar. Según me han contado después, y como no podía ser quizá de otro modo, Lasheras habló del museo, de sus proyectos, de sus contenidos, de sus avances…, y al final del programa, ya cerrados los micrófonos, invitó a los presentes a visitar el museo durante el fin de semana, coincidiendo con la celebración del día de los museos.
La invitación me incluía, así que el sábado por la tarde, después de descansar del partido de fútbol habitual, y de haber avanzado bastante en la lectura de un libro sobre
Edgar Neville, me pasaron a recoger en coche y viajamos hasta Santillana del Mar. La tarde presagiaba lluvia, y el jersey era una prenda imprescindible. De repente el otoño había regresado, casi cuando el verano tenía que llamar a la puerta.
Museo de Altamira
El viaje hasta Santillana desde Santander es encantador, al menos si lo haces por la carretera general, una vez abandonada la autopista en Torrelavega. Praderas verdes y sinuosas se extienden a ambos lados del camino, y de vez en cuando una casona montañesa, con sus vacas o sus caballos pastando, enriquecen un paisaje con algo de postal edulcorada.
No tardamos mucho en llegar hasta las mismas puertas del recinto. Una cola de visitantes más que notable denotaba que no habíamos sido los únicos en decidir pasar la tarde del sábado en el museo. El coche lo tuvimos que dejar casi tirado a unos centenares de metros del lugar para después subir la casi empinada cuesta a pie. Como íbamos “enchufados” (privilegio que a uno le hace sentir la ambigüedad de la culpa y del orgullo), no tuvimos que sumarnos a la fila india que esperaba su turno de acceso, y los vigilantes del recinto nos franquearon amablemente el paso.
No tardó mucho en hacer su aparición Lasheras, al que esperábamos tomando café en la cafetería del hermoso edificio diseñado por uno de los mejores arquitectos y pintores españoles del último medio siglo, el santanderino
Juan Navarro Baldeweg. La construcción proyectada por Navarro Baldeweg parece surgir del interior de la colina en la que está ubicada, y la integración con el entorno es completa y feliz.
José Antonio Lasheras, después de unos momentos de charla en los que hablamos de la primera novela de
Jon Juaristi,
La caza salvaje, que empieza y termina en
Altamira, nos dirigió, junto a otros visitantes, hacia la entrada de la llamada neocueva, una pared de madera anodina que no delata las maravillas que resguarda. Situados frente a esa pared enorme e inmóvil, de repente, con sorpresa, asistimos a su mágico movimiento, un movimiento que dejaba paso franco a una pequeña habitación en la que había unos asientos de diseño y una pantalla gigante. Cuando el último de nosotros traspasó el umbral, la pared volvió a moverse para situarse en su posición original. En ese mismo instante, unas imágenes proyectadas en la pantalla nos hicieron viajar a todos en el tiempo a velocidad de vértigo hasta unos 16.000 años antes de Cristo.
Así comienza una visita con mucho de aventura y escalofrío, con otro mucho de historia, de arqueología, de artes plásticas, de colores, sonidos, sabores, olores…, una visita virtual a lo que fuimos como género animal hace miles y miles de años, y todo a apenas treinta minutos en coche del sofá de mi casa. La proyección que te hace avanzar y retroceder en el tiempo acabó, y Lasheras, inmejorable cicerone, nos condujo al interior de la neocueva de Altamira.
¿Qué es la neocueva? Una reproducción perfecta, centímetro a centímetro, de la cueva original de Altamira. Pero ahora que lo pienso, ¿es sólo una reproducción? Quizá algo incluso mejor (entiéndaseme, claro), pues la neocueva escenifica cómo fue la cueva de verdad cuando fue habitada por nuestros antepasados lejanos hace decenas de miles de años. ¿Qué quiero decir? La entrada de la cueva original no es ni remotamente parecida a la que conocieron sus habitantes. Desprendimientos de rocas, movimientos de tierra, etc…, han modificado casi radicalmente el entorno. Quien visite la cueva de Altamira original no puede hacerse, a golpe de vista, cabal idea de cómo era habitar la cueva, pues sólo puede contemplar, esencialmente, la sala de las pinturas y el resto del interior de la gruta, es decir, las zonas más escondidas, y no la zona cercana a la entrada que era en la que tenía lugar la vida de las personas: donde cocinaban, jugaban, trabajaban, comían...
En la neocueva, por el contrario, el visitante se hace una idea perfecta de cómo funcionaba aquel grupo humano. Se contempla la entrada/salida de la cueva como si fuera una extensa ventana abierta al exterior, una ventana que permite la entrada de la luz y la contemplación del anochecer, la visión del cielo permanente del cielo y las nubes, de los árboles, del paisaje que rodea la cueva. Las zonas más próximas a este cielo abierto es donde vivían, en el sentido más amplio, los antiguos habitantes. Proyecciones virtuales enseñan al visitante a grupos de estos humanos trabajando y relacionándose entre sí en esas zonas intermedias de la cueva. Y ya en la zona más profunda, en lo que serían las habitaciones del fondo de una gran casa, están las salas oscuras donde se encuentran las pinturas, donde apenas llegaba ya la luz, las habitaciones de la penumbra y la magia. En ellas, los bisontes más hermosos y expresivos de la pintura universal fueron pintados aprovechando los volúmenes de las paredes. Los caballos más hermosos, las ciervas expresionistas, las caras fantasmagóricas, las manos surrealistas..., decoran y expresan unas paredes recogiendo la luz y el canto de la humanidad entera. Es sobrecogedor, con toda la carga telúrica, sagrada y ritual que pueda tener esta palabra.
Visitar la neocueva de Altamira es una experiencia asombrosa, un viaje en tiempo real a un pasado remoto perfectamente reproducido y acondicionado para que el viajero se sienta por completo inmerso en otra realidad, completamente distinta a la que acaba de dejar tras una pared de madera. Es impresionante. Una lección perfecta en su eficacia de historia y arte. El sábado viajé en el tiempo miles de años hacia atrás. He regresado cambiado de la experiencia. Si pueden viajen también ustedes en el tiempo, visiten la neocueva de Altamira en Santillana del Mar..., entenderán de repente muchas cosas, vivirán una experiencia difícil de obviar el resto de sus vidas.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.