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Elisabeth Bowen: <i>La muerte del corazón</i> (Impedimenta, 2012)

Elisabeth Bowen: La muerte del corazón (Impedimenta, 2012)

    TÍTULO
La muerte del corazón

    AUTOR
Elisabeth Bowen

    EDITORIAL
Impedimenta

    TRADUCCCION
Eduardo Berti

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-15130-38-3 . Madrid, 2012. 402 páginas. 23,95 €



Elisabeth Bowen

Elisabeth Bowen


Reseñas de libros/Ficción
Elisabeth Bowen: La muerte del corazón (Impedimenta, 2012)
Por José Cruz Cabrerizo, jueves, 7 de febrero de 2013
No sé si la pregunta, ¿Quién escribió La muerte del corazón? tendrá un plus dificultad que la predisponga a ser formulada en el dificilísimo “Saber y ganar” de La 2. Yo desde luego, (antes de leer la novela, claro está), habría respondido que es obra de Corín Tellado. A ver si me falta razón si digo que rezuma cierto tufillo a fotonovela, traducción palabra por palabra del original The death of the heart.

Un título equívoco; una escritora de la que desconocía su existencia y por tanto no había leído… Creo que está claro mi “por fortuna”: si te hacen un regalo ahora, afortunadamente no te lo habían hecho antes. A lo mejor le resulta contradictorio. Tan contradictorio como que se muera el corazón, la máquina que impulsa la vida. En cualquier caso se lo digo con la mano ahí mismo, en el corazón: es un gran regalo leer libros que se viven. Y eso aún cuando el segundo personaje más importante de la novela (Anna), en la página 20 considere todo esto  Uno de esos líos de familia desprovistos de la menor dignidad”.

 

Con dieciséis años cumplidos, Portia, hermana de Thomas (el marido de Anna) solo por parte de padre, ya huérfana, va a vivir (supuestamente), durante un año a casa de su medio hermano.  Una boca más que alimentar no es un problema en el elevado tren de vida de esta familia. A Anna la podríamos considerar una mujer rica. Página 198: “Las mujeres que compran por teléfono no conocen los placeres del verdadero comercio. Las mujeres ricas viven tan distanciadas de la vida que muchas veces no llegan a ver ni su propio dinero”.  Sin embargo desde las primeras páginas la incomodidad, el malestar, el rechazo, la antipatía que Portia (de comportamiento intachable en su nuevo hogar), genera en Anna es uno de los caminos por los que periodicamente transita todo el relato. De hecho a lo largo de toda la obra hay una especie de periódica llamada a subrutina (por hacer un símil informático) a ese tema recurrente, y en una especie de espiral, de algodón de azúcar que engorda conforme el azúcar da vueltas en la máquina, se van sumando materiales que dan fe. Vuelta a lo mismo, el lector no debe perder de vista la leve sensanción de que su protagonista estorba, no debe enfriarse en él el efecto ciertamente incómodo de ser testigo de una historia moderadamente desapacible, y la autora da en el blanco. Porque sospechamos y se nos confirma que Anna puede ser una mala persona, pero luego hay un lado más humano de esa Anna que se ¿flagela? pensando en qué es lo que tiene esa chiquilla para producirle semejante repulsión, y ese es el primero de los logros técnicos de esta novela (que en algunos pasajes más interiores, más reflexivos, se acerca peligrosamente a la para mí inasible escritura de la Virginia Wolf con la que se le compara y de la que es coetánea): ser capaz de crear esa Anna tan contundente, pero que sin embargo se mueve en una zona tan difusa de los valores analógicos, del blanco al negro pasando por el gris claro y el gris marengo. ¿Tenemos que detestarla o perdonarla?

 

Y la duda es un smog que nos niebla la visión emocional de los personajes más "londinenses". Hay en ellos lo que llamaríamos en inglés un "biasing", una deriva que se aparta del valor fijo y nos despista respecto a si debemos considerarlos más amigos que enemigos de Portia o viceversa. Sea el caso de Matchett la sólida gobernanta en la que intuimos cierto sesgo de desequilibrio a juzgar por la veneración casi religiosa que profesa a los muebles, a la limpieza, a la necesidad enfermiza de estar ocupada, y que sin embargo es la más cercana a  Portia (se puede decir, la más preocupada por su felicidad y por los peligros que acechan a esa hembra en ciernes). O el odioso, donjuanesco, y no del todo cuerdo Eddie, protegido y títere bufo de Anna. Y el peso pesado Saint-Quentin Miller (con solo dos apariciones fugaces es capaz de desplegar lo que suponemos es la superficie de toda su mezquindad y tiene tiempo de acusar a los demás de sus propios pecados).

 

Lo mismo que no nos bañamos dos veces en el mismo río, nada en este libro permanece inmutable. Elisabeth Bowen moldea al narrador a conveniencia y con total acierto, y si el que cuenta a Anna es estirado y distinguido, el que narra por ejemplo a la señora Heccomb (la antigua gobernanta en casa de la familia de Anna) es relajado, amigable.

 

Así que no debe extrañarnos que cuando nos trasladamos con Portia a  Seale en la costa del condado de Kent, precisamente a casa de la señora Heccomb (“Waikiki” nada más y nada menos se llama la casa, así que ya podemos imaginar lo lejos que está de la engolada Windsor Terrace), descubramos una cantidad ingente de detalles domésticos incluida una lista de la compra en la página 198, los literales de alguna correspondencia que Portia recibe, páginas enteras de su diario íntimo… El libro se puebla ahora de  personajes recios, claros, contundentes, de una pieza sin costuras, ruidosos y hasta levemente vulgares. Tal es el caso de los hijastros de la señora Heccomb (a quienes Anna considera poco menos que Atilas del buen gusto y el refinamiento) y sus amigos, que eso sí, hasta son capaces de llamar la atención en el tranquilo club Pavillion de su localidad.  Página 219: “…Portia encontraba en Waikiki la honrada dureza del estado primitivo, donde reina el máximo de rigidez…

 

Pero al corazón de Portia lo mata no solo el rechazo (hablo en sentido figurado, no estoy desvelando ningún final). También ayuda la certeza de saber que se empieza a transitar por la vía de la soledad, su peso opresivo tras la muerte primero del padre y después de la madre; las barreras que el mundo empieza a descubrirle a esa adolescente (afectivamente desvalida, al fin y al cabo); las rendijas por las que se va filtrando la evidencia de la falsedad vital en que permanecen instalados Anna y Thomas. No me voy a extender en detalles demasiado reveladores, así que solo voy a transcribir un párrafo de la página 74: “En su vida hogareña (en su nueva vida hogareña, tan llena de enigmas, era testigo del constante disimulo de la gente y se preguntaba, no sin candor, por qué razón todo el mundo afirmaba cosas que en el fondo no pensaban, mientras callaban lo que pensaban realmente.” Y voy a dar un nombre clave y un brochazo: Comandante Brutt. Hasta ahí le digo, lo demás es cosa suya.

 

Terminando por el principio le digo que antes no he tenido ocasión de alabar lo agradable que es que en las primeras veinte páginas de un total de cuatrocientas dos, uno ya esté metido en el ajo como si fuera de la familia. Es realmente confortable que el relleno de gomaespuma venga después, cuando uno va necesitando que lo aparten de ese ambiente “opresivo” de Windsor Terrace.

 

La verdad es que “La muerte del corazón” es un título que uno no puede sacarse de la cabeza. En su doble vertiente. O sea, que de una parte la novela deja huella. De la otra,  el título no hay por donde cogerlo si  uno quiere leer el libro en un espacio público: ¿un hombre sin tunning metrosexual leyendo un título rosa? Tenía que soltarlo otra vez, qué remedio. Página 108: “Brutt solía dar por sentado que la gente sentía lo que decía.

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    Shibumi, de Trevanian (reseña de Bernabé Sarabia)
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