Flores que esperan el frío
(editorial Trea) es un libro hermoso, intenso,
perfilado. Cuando se lee el último verso se sabe que nos hemos convertido en
otra persona. Ahí, creo yo, radica el poder transformador de la poesía. Después
de un buen libro se mira de otra forma.
Abrir este libro es
situarse en medio de una tormenta, una tormenta que lo ha arrasado todo, como al
irnos a dormir, de repente, llega el sueño y comenzamos a soñar. Nadie sabe qué
nos ha llevado allí. Tampoco se sabe dónde comienza la tormenta. Se abre ante
nosotros un mundo caído, con restos de belleza por el suelo. Creo que no hay
belleza más terrible que la extinta, aquella que se muestra como un rastro de
humo de un mundo que fue hermoso y ya no está. Desde ese instante, el libro
inicia un itinerario de búsqueda donde hacerse existencia. Todo en este libro es
existencia leve, que nace desde una raíz que deja ciego a quien la alcanza. Hay
una voz que se presenta sola, desunida de algo, dividida de aquello que la
nombra. No hay peor soledad que aquella que se sabe lejana a aquello que la hace
posible. Por ello cada uno de los versos que nacen aquí se atan a todo lo
viviente. De ese mundo derrumbado, arrasado por la tormenta cruel, nace la vida.
La prologuista del libro, Berta Piñán, acierta en ver cómo todo se liga a lo
pequeño para contemplar el mundo. Esa delicada compañía es la que favorece el
viaje hacia aquello que está lejos y dota de sentido. En su poema “Sobre la
superficie” escribe: Es como si las cosas
se hubieran ido de ti o tú de las cosas/ y la belleza se mantuviera exacta,
sobre la superficie,/ esperando ser vista,/ formando parte de esa capa de polvo/
que hace más hermosas las botellas, el vidrio, los armarios. Parece que la
belleza se mantuviera indemne ante tanto frío pero, quién sabe si tal vez aceche
a esa misma belleza ese frío amenazante. Ahí late este hermoso libro, en la
espera goteante del frío, sabiendo lo efímero de ese nacimiento. Recuerdo ahora
el poema “Pan y vino” de Hölderlin, allí se ve cómo el poeta que es hombre no
puede soportar durante un instante la plenitud de lo divino que nunca llega a
verse. No hablo aquí de esa divinidad, pero sí de una belleza que se sabe
efímera, a punto de quebrarse. A cada paso que se muestra en todos y cada uno de
los poemas de este libro puede verse. La explosión de la hermosura es efímera.
La búsqueda de aquello que se ama, enraizado en lo más profundo del ser de quien
escribe, se siente rodeada de fragilidad hecha carne y naturaleza. Dice su poema
“Quise establecerme en la cercanía de tu piel”:
El cielo era una
pantalla de cuarzo líquido
y los besos muertos se
abandonaban en fríos ramales de orquídeas.
Mi corazón, juglar
temerario
empeñado en arar tierra
de piedra,
mordiéndose las alas y
la arrogancia,
poseía el
vacío,
la estepa blanca como
heredad.
Y por más que quisimos
atribuirle razones a la indefensión,
al dolor, no
encontramos nada,
sólo la
muerte.
La naturaleza del amor
es su ausencia, el recorrido helado por parajes de nieve. La indefensión de lo
amado se explica tan sólo a través de la muerte. Ese es el frío de las flores,
aquello que arrasa con lo hermoso porque no soporta su plenitud durante mucho
tiempo (esto acontece también en el poema “Indefensión”). Su poema “Dibujando”
dice:
En el azul de la noche
llenas tus ojos de agua, líneas teñidas de sol o de alambre, indicios de vida,
flores pequeñas. […] Todo nace para ti en este instante que
detienes.
Aquello que muere es
aquello que salva, aquello que ha estado parado, sin tiempo, como tan sólo le
ocurre al futuro –ese tiempo que nunca llega y siempre vive- pero cuando muere
nos queda entre las manos el mismo frío de la nieve derretida entre los dedos.
Sentimos el frío, pero no vemos aquello que lo provoca. Es el mundo de los
hombres ciegos que tiemblan. Pero Esther Muntañola logra
mostrar esto que digo con una delicadeza tal que no se hace irrespirable. Hay
libros donde no existe el aire, donde todo se reduce a una habitación vacía
llena de fotografías, como si su naturaleza fuera tan sólo morir y recordar. No
es el caso de este libro. Todo lo lejano, todo lo que aguardó su frío y llegó
sin piedad, es una presencia tenue que roza como rozaban los
presagios.
Pero este libro no es
un canto estoico a la resignación de la pérdida, sino todo lo contrario. Se nos
presenta esa fragilidad para escribir aquello que puede quebrarla. En su hermoso
poema “Preisner” concluye:
Conozco una partitura
antigua
en la que crecen las
notas, verticales, agudas;
sé que esas voces
romperían la niebla.
Sé que esas voces
romperían la niebla.
Confieso que me
emocioné al leer estos cuatro versos –no fue la única vez con este libro-.
¿Cuántas veces una pequeña aparición –ya sea un poema, una voz, una partitura-
no ha roto el corazón aparentemente inquebrantable del vacío? Y hay algo más en
estos cuatro versos. Las notas crecen, como si fueran pequeños animales,
pequeños seres vivos que llegan hasta quien lee el poema. Todo en este libro es
un canto a la vida desde aquello que ya no está. Es hermoso y, además, está muy
bien construido. En su poema “En tierra de Carlo Magno”, el poema se cierra con
una salutación a la vida desde el encuentro de los
cuerpos:
Sabes que no podría
recorrer tu corazón en bicicleta
-no podría andar en tu
corazón cerrado-;
así que bebamos, quiero
reír esta noche,
quiero llorar esta
noche,
quiero bendecir esta
noche
con tu
cuerpo.
Respiré el aire de los
Carmina de Catulo en estos versos,
pero siempre con una naturalidad que hace que la poesía de Esther Muntañola haya
sido hija de una gran tradición, pero completamente independiente. No se
encuentra en sus versos la contorsión de la influencia, el rictus de hierro de
lo otro. Eso hace que el lector se
sienta agradecido, al menos yo así me siento.
Este
libro nos ofrece lugares pequeños, manos que aguardan la lluvia y el calor, la
respiración breve de lo vivo. No me queda más que mostrar mi felicidad por su
existencia, su más que merecida existencia.
***
YO YA NO SÉ SI TENGO TU
BOCA
Al amanecer crece luz blanca
entre los edificios, luz en
ámbar,
luz tendida
sobre el cielo abarcable de los amantes.
En
tanto,
en todo este vacío despiadado,
llevamos a solas el cuerpo a
casa.
La obstinación de la vida cada mañana.
LUZ
Intensamente llega la
luz
y todo lo
desborda.
La tierra cada vez más
abierta
como un humano
corazón,
el mío.
A TRAVÉS
El mar es el cielo desde
aquí.
Luces temblonas como candiles en el
agua
iluminan el azul. Las
manos
huelen a tierra cuando escribo
esto,
como si el agua de lejos les diera
vida.
He nadado ese cielo de calles altas,
inclinadas.
Voy dejando mi ropa en el camino.
Son las siete,
tiempo para
ver.
Pájaros, atentos, me miran el
alma.
El cielo es el mar desde
aquí;
y el insomnio,
y la ley del
aire.
Quiero respirar de nuevo algo que
siga vivo.
FLORES QUE ESPERAN EL
FRÍO
La noche volvía enferma al mar, nos
detuvimos en el ámbar de la luz marchitándose, en el agua de
los días que se fueron. Teníamos un poco de luz sobre las
manos, en los límites de nuestros cuerpos azules, en el
cabello sumiso al viento, esparcido. Teníamos la certidumbre de la
derrota, del verano en fuga hacia mel horizonte, de las salamandras
pequeñas que recorrían la terraza, de las flores que esperan el
frío. Teníamos la boca triste, la piel triste, los ojos tristes
insumisos, el silencio abrochado, la última cópula, la última verdad
mintiéndonos deprisa. Existimos en nuestras sombras alargadas sobre
sal, en nuestros ojos poseyéndose indecentes ante el
cielo, en los pájaros, que llegaban de la nada a disputarse la tierra.
Éramos hermosos. Nuestra piel olía a vida
escandalosamente.
TAMBIÉN LLEGA LA
NIEVE
También llega la
nieve.
Cubre tu corazón, el agua, la tierra
seca del invierno.
Llega la nieve
y es bendición su
silencio
sobre las
cosas,
su silencio en el
mundo.
Hermosa como una
mirada
en el asombro de la
vida.