UNA NOCHE DE
OTOÑO
Detrás de mi jardín se pueden ver dos árboles que asoman
por el otro lado de la tapia. Uno es un jinjolero, el otro también es un
jinjolero.
Ahí encima, el cielo de la noche es distante y extraño,
y yo nunca he visto un cielo así de distante y extraño. Parece que quiere
alejarse de los hombres y desaparecer para que los hombres no le vean más. Sin
embargo, el azul de ahora es excepcional. Hay estrellas que parpadean como si
fueran ojos, unos ojos fríos e indiferentes que son como labios que esbozan una
sonrisa, unos ojos que parecen estar absortos en pensamientos profundos. La
escarcha se ha posado abundantemente sobre la mala hierba de mi
jardín.
No
sé cómo la gente le llama a la mala hierba, ni cuál es su verdadero nombre.
Recuerdo que había una flor roja y menuda en la plenitud de su vida. Esa
florecilla está todavía abierta, pero es diminuta como ella misma. En la noche
fría, contraído y apocado por el helor nocturno, soñó que llegaba la primavera y
el otoño, soñó que los poetas enflaquecidos se secaban las lágrimas sobre sus
últimos pétalos y le decían que siempre habrá una primavera después del otoño y
del invierno. Una primavera que traerá con ella mariposas y abejas que nos dirán
con sus poemas cantados que la primavera ha llegado. La florecilla roja sonreirá
entonces y no olvidará la melodía de su poesía aunque empalidezca miserablemente
el color rojo de los pétalos por el efecto de las heladas.
A
los jinjoleros se les han caído todas las hojas; pero antes de que eso se
produjera, había dos niños que jugaban a lanzar a la gente que pasaba los
jínjoles que quedaban en los árboles. Ahora ya no queda ningún fruto colgado de
las ramas de los jinjoleros. Tampoco queda ninguna hoja. El jinjolero sabe cuál
es el sueño de las florecillas rojas: que tras el otoño viene la primavera.
También sabe cuál es el sueño de las hojas secas: que tras la primavera viene el
otoño. El jinjolero se ha quedado sin hojas, se ha quedado desnudo. Sin embargo,
esta era la época en la que sus copas rebosaban de frutos y hojas. Las ramas del
jinjolero estaban tensas como un arco por el peso de sus frutos. Pero hay
algunas ramas en la parte inferior que protegen al árbol de las agresiones. Son
las más largas y las más tensas, como varas metálicas, de entre todas las ramas
del árbol. Están tan enderezadas que parecen cuernos que atraviesan el cielo
distante y extraño provocando, con su presencia, el parpadeo espectral de las
estrellas. Las ramas perforan el espacio y atraviesan la luna llena acentuando
su blancura.
Este cielo, que acoge el parpadeo espectral de las
estrellas, se ha vuelto azul. Se le ve más inquieto, como si pensase abandonar
el mundo de los hombres y protegerse de la presencia de los jinjoleros. Solo la
luna no le molesta. Pero la luna también renuncia a la compañía de las ramas y
se desplaza en secreto hacia el este mientras que los árboles desnudos parecen,
al igual que antes, traspasar el cielo distante y extraño con sus ramas como si
quisieran superar el ciclo de la vida y de la muerte que ese mismo cielo
comporta con su movimiento y sin importarles el parpadeo de sus muchas
estrellas.
Se
ha oído el alarido de dolor de un niño. No, no era el alarido de dolor de un
niño, sino el alarido estridente de un pájaro que había levantado el vuelo en
medio de la noche.
Y
fue en medio de la noche que oí unas carcajadas que, al parecer, no querían
despertar a los que dormían, pero que se oyeron por las cuatro esquinas del
firmamento. Era de noche y no había otra gente. El estruendo de las carcajadas
pasó al instante de mis oídos a mi boca y me obligaron a volver a mi habitación.
Una vez dentro, encendí la lamparilla inmediatamente.
Se
las oye musitar detrás de la ventana. Son chinches y las hay en abundancia. Se
han apelotonado unas con las otras junto al cristal. No hace mucho, algunas de
ellas entraron en la habitación por la ranura que hay en la parte baja de la
ventana. Y al entrar, se dieron de bruces con la pantalla de la lamparilla y se
pusieron a cuchichear de nuevo. Ahí se quedaron, pegadas a la tulipa de papel
transparente que habían puesto como protección a la lamparilla. Una de las
chinches entró dentro de la lamparilla por la parte de arriba y se topó con el
fuego de la llama. Yo creía que ese fuego era real. Un par o tres chinches se
habían acomodado en la parte baja de la tulipa y se las oía respirar
profundamente. La tulipa había sido puesta la noche anterior y era de un papel
blanco como la nieve. La pantalla de papel tenía pliegues que parecían olas y en
una esquina habían dibujado una gardenia de color carmesí.
La
gardenia de color carmesí recuperó la plenitud y el jinjolero volvió a poseer el
sueño de la florecilla roja; el jinjolero, por su parte, se curvó además como el
chalote, formando una arcada…, y yo volví a oír las mismas carcajadas en medio
de la noche. Me apresuré en trocear y picar lo que en esos momentos era mi
cuerpo y mi alma. Me puse a ver los pequeños bichos azulados que se habían
posado sobre la pantalla de ese papel níveo. Eran unos bichos que tenían la
cabeza grande y la cola pequeña. Eran como pepitas de girasol e igual de grandes
que un grano de trigo. Pero su color era de un azul garzo que me recordaba al
jade. Era adorable, pero al mismo tiempo era digno de
compasión.
Respiré hondamente y luego encendí un cigarrillo, le di
una calada y expelí el humo. A estos héroes delicados de un azul garzo como el
jade y que se habían posado en silencio sobre la lamparilla, les hice una
sentida reverencia.
15 de septiembre de
1924
LA DESPEDIDA DE LA
SOMBRA
No
sabría decirte hasta qué hora duerme la gente, pero sé que luego les viene una
sombra que viene a despedirse y dice:
La
felicidad que me falta está en el paraíso, pero yo no deseo ir a ese lugar. La
felicidad que me falta está en una prisión, pero yo no deseo ir a ese lugar. La
felicidad que me falta está en vuestro mundo dorado, pero yo no deseo ir a ese
lugar.
Tú, no obstante, eres la felicidad que me
falta.
Amigo, yo no puedo seguirte, y tampoco quiero
detenerme.
No, no quiero.
Y
grito como un loco porque no quiero pararme; lo que quiero ahora es vagabundear
sin rumbo fijo.
No
soy más que una sombra. Quiero dejarte y hundirme en la oscuridad. La oscuridad,
pese a todo, también querrá juntarse conmigo y la luz, pese a todo, hará que yo
desaparezca.
Y
pese a todo, no quiero seguir errando por un camino de luces y sombras porque yo
no soy la oscuridad.
Y
pese a todo, seguiré vagabundeando por un camino de luces y sombras porque no
distingo las luces del crepúsculo de las del alba. Alzaré con mis manos negras
como la ceniza una taza de vino y me la beberé; luego, no sé cuándo, me marcharé
lejos de aquí y lo haré en soledad.
Y
grito como un loco por si anochece porque la noche oscura vendrá a engullirme.
Si no, si por casualidad amanece, será la luz del día que me hará desaparecer de
este mundo.
Amigo, ese momento no está lejos.
En
la oscuridad me dejo ir, así, sin rumbo fijo.
Tú
quieres hacerme un regalo. ¿Qué puedo ofrecerte yo a cambio? Si no me paro, me
esperará la oscuridad y el vacío. Nada más. Sin embargo, yo solo deseo entrar en
la oscuridad o desaparecer en la luz de tus días; deseo, simplemente, el vacío y
no profetizar sobre lo que siente tu corazón.
Yo
lo deseo, amigo…
Me
marcharé lejos de aquí y en soledad; y tú no estarás conmigo, ni las sombras
volverán a habitar el misterio de la oscuridad. Sólo yo me hundiré en la
oscuridad y el mundo me pertenecerá.
24 de septiembre de
1924
LOS MENDIGOS
Camino por la calle junto al muro alto y desconchado.
Piso el polvo, el polvo que se ha desprendido del muro. Al mismo tiempo, hay
gente que camina por la calle. Se ha levantado un viento suave y las ramas de
unos árboles altos asoman por encima del muro. Esas ramas tienen unas hojas
secas que tiemblan sobre mi cabeza. Se ha levantado un viento suave y el polvo
lo ocupa todo.
Un
niño se me acerca y me pide limosna. Va vestido con un pantalón fino y una
camisola, pero no parece que se vaya a acabar el mundo. Más bien parece que
forma parte de una obra de teatro, pero a mí el lamento de ese niño me
avergüenza.
Al
mismo tiempo, hay gente que camina por la calle. Se ha levantado un viento suave
y el polvo lo ocupa todo.
Un
niño se acerca y me pide limosna. Va vestido con un pantalón fino y una camisola
fina, pero no parece que se vaya a acabar el mundo; es mudo y mueve las manos
para llamar mi atención.
Yo
odio ese gesto que hace con las manos. Quizá no es mudo y mueve las manos porque
esta es la manera de actuar de los mendigos.
Yo
no le doy ninguna limosna. Mi corazón no tiene limosnas para dar a nadie. Yo
estoy por encima de las limosnas; me ofenden, no me fío de ellas y las
odio.
Camino, por la calle, junto al muro ruinoso. Unos
ladrillos rotos tapan los agujeros del muro, pero dentro del muro no hay nada.
Se ha levantado un viento suave que anuncia al otoño y al invierno. Ese viento
penetra mis ropas. El polvo lo ocupa todo.
Creo que yo pediría limosna de otra manera: hablaría,
¿pero cómo?; y si me hiciera el mudo, ¿qué gestos haría con las
manos?
Al
mismo tiempo, hay gente que camina por la calle.
Yo
nunca podré dar limosna. Mi corazón nunca tendrá limosnas para dar a nadie. Yo
he logrado estar por encima de las limosnas porque me ofenden, no me fío de
ellas y las odio.
Yo
me serviría de cualquier cosa para medir limosnas sin tener que abrir la
boca.
Al
menos, no me quedaré sin nada.
Se
ha levantado un viento suave y el polvo lo ocupa todo. Al mismo tiempo, hay
gente que camina por la calle.
El
polvo; sí, el polvo…
…
El
polvo…
24 de septiembre de
1924
Nota
de la Redacción: agradecemos a Bartleby Editores en
la persona de su director Pepo
Paz, su generodidad por permitir la publicación de estos
tres poemas en prosa de Lu
Xun, correspondiente al libro La
mala hierba (Bartleby, 2013), en Ojos de
Papel.