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Lu Xun: <i>La mala hierba</i> (Bartleby Editores, 2013)

Lu Xun: La mala hierba (Bartleby Editores, 2013)

    AUTOR
Lu Xun

    TÍTULO
La mala hierba

    EDITORIAL
Bartleby Editores

    TRADUCCCIÓN Y NOTAS
Blas Piñero Martínez

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-92799-57-2. Madrid, 2013. 222 páginas. 17 €



Lu Xun en 1930 (foto procedente de wikipedia)

Lu Xun en 1930 (foto procedente de wikipedia)


Creación/Creación
Lu Xun: La mala hierba (Bartleby Editores, 2013)
Por Lu Xun, martes, 2 de abril de 2013
«Publicada por vez primera en forma de libro en 1927 La mala hierba es una obra única y singular en el contexto de la literatura china moderna. Refleja, como pocos textos de la época, toda la violencia, las obsesiones, las contradicciones y las aspiraciones de la modernidad en las letras chinas a principios del siglo XX, y lo hace creando un lenguaje simbólico y subjetivo que no renuncia a presentarse ante el lector como testimonio del estado material y espiritual de su país según la tradición del discurso histórico. Al mismo tiempo, Lu Xun se sirve en estas prosas de la combinación de dos recursos retóricos, la alegoría y la confesión, para desmitificar los valores ideológicos y las imágenes portadoras de esos valores que se habían defendido y perpetuado en la sociedad china a través del texto escrito durante siglos. El resultado no deja de ser sorprendente para quienes se introduzcan por primera vez en este universo onírico que se mueve entre el delirio y la alucinación, un universo extraordinariamente personal que rehúye la distinción entre géneros» (Blas Piñero Martínez)


UNA NOCHE DE OTOÑO

Detrás de mi jardín se pueden ver dos árboles que asoman por el otro lado de la tapia. Uno es un jinjolero, el otro también es un jinjolero.

Ahí encima, el cielo de la noche es distante y extraño, y yo nunca he visto un cielo así de distante y extraño. Parece que quiere alejarse de los hombres y desaparecer para que los hombres no le vean más. Sin embargo, el azul de ahora es excepcional. Hay estrellas que parpadean como si fueran ojos, unos ojos fríos e indiferentes que son como labios que esbozan una sonrisa, unos ojos que parecen estar absortos en pensamientos profundos. La escarcha se ha posado abundantemente sobre la mala hierba de mi jardín.

No sé cómo la gente le llama a la mala hierba, ni cuál es su verdadero nombre. Recuerdo que había una flor roja y menuda en la plenitud de su vida. Esa florecilla está todavía abierta, pero es diminuta como ella misma. En la noche fría, contraído y apocado por el helor nocturno, soñó que llegaba la primavera y el otoño, soñó que los poetas enflaquecidos se secaban las lágrimas sobre sus últimos pétalos y le decían que siempre habrá una primavera después del otoño y del invierno. Una primavera que traerá con ella mariposas y abejas que nos dirán con sus poemas cantados que la primavera ha llegado. La florecilla roja sonreirá entonces y no olvidará la melodía de su poesía aunque empalidezca miserablemente el color rojo de los pétalos por el efecto de las heladas.

A los jinjoleros se les han caído todas las hojas; pero antes de que eso se produjera, había dos niños que jugaban a lanzar a la gente que pasaba los jínjoles que quedaban en los árboles. Ahora ya no queda ningún fruto colgado de las ramas de los jinjoleros. Tampoco queda ninguna hoja. El jinjolero sabe cuál es el sueño de las florecillas rojas: que tras el otoño viene la primavera. También sabe cuál es el sueño de las hojas secas: que tras la primavera viene el otoño. El jinjolero se ha quedado sin hojas, se ha quedado desnudo. Sin embargo, esta era la época en la que sus copas rebosaban de frutos y hojas. Las ramas del jinjolero estaban tensas como un arco por el peso de sus frutos. Pero hay algunas ramas en la parte inferior que protegen al árbol de las agresiones. Son las más largas y las más tensas, como varas metálicas, de entre todas las ramas del árbol. Están tan enderezadas que parecen cuernos que atraviesan el cielo distante y extraño provocando, con su presencia, el parpadeo espectral de las estrellas. Las ramas perforan el espacio y atraviesan la luna llena acentuando su blancura.

Este cielo, que acoge el parpadeo espectral de las estrellas, se ha vuelto azul. Se le ve más inquieto, como si pensase abandonar el mundo de los hombres y protegerse de la presencia de los jinjoleros. Solo la luna no le molesta. Pero la luna también renuncia a la compañía de las ramas y se desplaza en secreto hacia el este mientras que los árboles desnudos parecen, al igual que antes, traspasar el cielo distante y extraño con sus ramas como si quisieran superar el ciclo de la vida y de la muerte que ese mismo cielo comporta con su movimiento y sin importarles el parpadeo de sus muchas estrellas.

Se ha oído el alarido de dolor de un niño. No, no era el alarido de dolor de un niño, sino el alarido estridente de un pájaro que había levantado el vuelo en medio de la noche.

Y fue en medio de la noche que oí unas carcajadas que, al parecer, no querían despertar a los que dormían, pero que se oyeron por las cuatro esquinas del firmamento. Era de noche y no había otra gente. El estruendo de las carcajadas pasó al instante de mis oídos a mi boca y me obligaron a volver a mi habitación. Una vez dentro, encendí la lamparilla inmediatamente.

Se las oye musitar detrás de la ventana. Son chinches y las hay en abundancia. Se han apelotonado unas con las otras junto al cristal. No hace mucho, algunas de ellas entraron en la habitación por la ranura que hay en la parte baja de la ventana. Y al entrar, se dieron de bruces con la pantalla de la lamparilla y se pusieron a cuchichear de nuevo. Ahí se quedaron, pegadas a la tulipa de papel transparente que habían puesto como protección a la lamparilla. Una de las chinches entró dentro de la lamparilla por la parte de arriba y se topó con el fuego de la llama. Yo creía que ese fuego era real. Un par o tres chinches se habían acomodado en la parte baja de la tulipa y se las oía respirar profundamente. La tulipa había sido puesta la noche anterior y era de un papel blanco como la nieve. La pantalla de papel tenía pliegues que parecían olas y en una esquina habían dibujado una gardenia de color carmesí.

La gardenia de color carmesí recuperó la plenitud y el jinjolero volvió a poseer el sueño de la florecilla roja; el jinjolero, por su parte, se curvó además como el chalote, formando una arcada…, y yo volví a oír las mismas carcajadas en medio de la noche. Me apresuré en trocear y picar lo que en esos momentos era mi cuerpo y mi alma. Me puse a ver los pequeños bichos azulados que se habían posado sobre la pantalla de ese papel níveo. Eran unos bichos que tenían la cabeza grande y la cola pequeña. Eran como pepitas de girasol e igual de grandes que un grano de trigo. Pero su color era de un azul garzo que me recordaba al jade. Era adorable, pero al mismo tiempo era digno de compasión.

Respiré hondamente y luego encendí un cigarrillo, le di una calada y expelí el humo. A estos héroes delicados de un azul garzo como el jade y que se habían posado en silencio sobre la lamparilla, les hice una sentida reverencia.

15 de septiembre de 1924

 

LA DESPEDIDA DE LA SOMBRA

No sabría decirte hasta qué hora duerme la gente, pero sé que luego les viene una sombra que viene a despedirse y dice:

La felicidad que me falta está en el paraíso, pero yo no deseo ir a ese lugar. La felicidad que me falta está en una prisión, pero yo no deseo ir a ese lugar. La felicidad que me falta está en vuestro mundo dorado, pero yo no deseo ir a ese lugar.

Tú, no obstante, eres la felicidad que me falta.

Amigo, yo no puedo seguirte, y tampoco quiero detenerme.

No, no quiero.

Y grito como un loco porque no quiero pararme; lo que quiero ahora es vagabundear sin rumbo fijo.

No soy más que una sombra. Quiero dejarte y hundirme en la oscuridad. La oscuridad, pese a todo, también querrá juntarse conmigo y la luz, pese a todo, hará que yo desaparezca.

Y pese a todo, no quiero seguir errando por un camino de luces y sombras porque yo no soy la oscuridad.

Y pese a todo, seguiré vagabundeando por un camino de luces y sombras porque no distingo las luces del crepúsculo de las del alba. Alzaré con mis manos negras como la ceniza una taza de vino y me la beberé; luego, no sé cuándo, me marcharé lejos de aquí y lo haré en soledad.

Y grito como un loco por si anochece porque la noche oscura vendrá a engullirme. Si no, si por casualidad amanece, será la luz del día que me hará desaparecer de este mundo.

Amigo, ese momento no está lejos.

En la oscuridad me dejo ir, así, sin rumbo fijo.

Tú quieres hacerme un regalo. ¿Qué puedo ofrecerte yo a cambio? Si no me paro, me esperará la oscuridad y el vacío. Nada más. Sin embargo, yo solo deseo entrar en la oscuridad o desaparecer en la luz de tus días; deseo, simplemente, el vacío y no profetizar sobre lo que siente tu corazón.

Yo lo deseo, amigo…

Me marcharé lejos de aquí y en soledad; y tú no estarás conmigo, ni las sombras volverán a habitar el misterio de la oscuridad. Sólo yo me hundiré en la oscuridad y el mundo me pertenecerá.

24 de septiembre de 1924

 

LOS MENDIGOS

Camino por la calle junto al muro alto y desconchado. Piso el polvo, el polvo que se ha desprendido del muro. Al mismo tiempo, hay gente que camina por la calle. Se ha levantado un viento suave y las ramas de unos árboles altos asoman por encima del muro. Esas ramas tienen unas hojas secas que tiemblan sobre mi cabeza. Se ha levantado un viento suave y el polvo lo ocupa todo.

Un niño se me acerca y me pide limosna. Va vestido con un pantalón fino y una camisola, pero no parece que se vaya a acabar el mundo. Más bien parece que forma parte de una obra de teatro, pero a mí el lamento de ese niño me avergüenza.

Al mismo tiempo, hay gente que camina por la calle. Se ha levantado un viento suave y el polvo lo ocupa todo.

Un niño se acerca y me pide limosna. Va vestido con un pantalón fino y una camisola fina, pero no parece que se vaya a acabar el mundo; es mudo y mueve las manos para llamar mi atención.

Yo odio ese gesto que hace con las manos. Quizá no es mudo y mueve las manos porque esta es la manera de actuar de los mendigos.

Yo no le doy ninguna limosna. Mi corazón no tiene limosnas para dar a nadie. Yo estoy por encima de las limosnas; me ofenden, no me fío de ellas y las odio.

Camino, por la calle, junto al muro ruinoso. Unos ladrillos rotos tapan los agujeros del muro, pero dentro del muro no hay nada. Se ha levantado un viento suave que anuncia al otoño y al invierno. Ese viento penetra mis ropas. El polvo lo ocupa todo.

Creo que yo pediría limosna de otra manera: hablaría, ¿pero cómo?; y si me hiciera el mudo, ¿qué gestos haría con las manos?

Al mismo tiempo, hay gente que camina por la calle.

Yo nunca podré dar limosna. Mi corazón nunca tendrá limosnas para dar a nadie. Yo he logrado estar por encima de las limosnas porque me ofenden, no me fío de ellas y las odio.

Yo me serviría de cualquier cosa para medir limosnas sin tener que abrir la boca.

Al menos, no me quedaré sin nada.

Se ha levantado un viento suave y el polvo lo ocupa todo. Al mismo tiempo, hay gente que camina por la calle.

El polvo; sí, el polvo…

El polvo…

24 de septiembre de 1924


 


Nota de la Redacción: agradecemos a Bartleby Editores en la persona de su director Pepo Paz, su generodidad por permitir la publicación de estos tres poemas en prosa de Lu Xun, correspondiente al libro La mala hierba (Bartleby, 2013), en Ojos de Papel.
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