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Federico de Onís: <i>Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932)</i> (Renacimiento, 2012)

Federico de Onís: Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932) (Renacimiento, 2012)

    TÍTULO
Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932)

    AUTOR
Federico de Onís

    EDITORIAL
Renacimiento

    EDICIÓN Y ESTUDIO INTRODUCTORIO
Alfonso García Morales

    OTROS DATOS
ISBN: 9788484727040. Sevilla, 2012. 1.211 páginas. 50 €



Federico de Onís Sánchez (Salamanca, 1885 - Puerto Rico, 1966) en 1915 (fuente de la foto: www.aldeadavila.com)

Federico de Onís Sánchez (Salamanca, 1885 - Puerto Rico, 1966) en 1915 (fuente de la foto: www.aldeadavila.com)


Reseñas de libros/No ficción
Federico de Onís: Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932) (Renacimiento, 2012)
Por José Miguel González Soriano, lunes, 3 de junio de 2013
Allá por la primavera de 1903, en vísperas de Semana Santa, unos gravísimos sucesos sobresaltaban a la ciudad de Salamanca. Dos alumnos de su famosa Universidad habían muerto miserablemente, atravesados a balazos, a manos de la Guardia Civil, cuyo responsable último, entonces, era Antonio Maura como ministro de Gobernación. Un incidente baladí supuso el origen del drama: un alumno de Derecho y un joven transeúnte, tras enzarzarse en una pelea, fueron llevados a comisaría. Allí, el estudiante se quejaría de la actuación del inspector; y este respondió agrediéndole. Tras conocer los malos tratos de que fuera objeto, sus compañeros hicieron suya la ofensa y, en la mañana del 2 de abril, acordaron no asistir a clase y manifestarse a la entrada de la Universidad, dirigiéndose hacia el edificio –próximo– del Gobierno civil, donde profirieron voces e insultos y apedrearon los balcones del despacho del gobernador. El catedrático de griego y rector salmantino, Miguel de Unamuno, queriendo a toda costa impedir que los estudiantes saliesen de la actitud pacífica que normalmente habían guardado, se puso en pie en las gradas del Gobierno, en medio de un diluvio de piedras; y desde allí habló a los exaltados jóvenes. Un canto rodado rompió entonces el botón de su americana, pero no por agresión voluntaria sino porque Unamuno se presentó cuando más recia era la pedrea. Cesó esta en el acto; y el rector fue oído por sus alumnos…

Sin embargo, en ese momento fuerzas de la Guardia civil invadieron el lugar cargando sobre los manifestantes, por lo que varios de ellos se refugiaron en el interior de la Universidad. Entonces, una sección de infantería comenzó a abrir fuego contra la fachada del edificio y, al empezar la descarga, tres estudiantes se asomaron a la ventana de una de las clases, para presenciar desde allí los hechos. Alcanzado por las balas, el menor de ellos caía muerto mientras sus compañeros se arrojaban al suelo para intentar salvar la vida. No habían tirado piedras ni podían tirarlas hallándose dentro del aula y con las ventanas cerradas; los proyectiles atravesaron los cristales, horadándolos, sin rajarlos. Al mismo tiempo, en el edificio del Instituto, situado detrás de la Universidad, una nueva partida de guardias civiles disparaba sin previo aviso sobre los estudiantes allí concentrados: otro más perdía la vida y el catedrático de francés, Antonio Boyer, resultó milagrosamente ileso, con su capa perforada hasta por nueve balas… Al día siguiente se verificaría el entierro de las jóvenes víctimas, presidido por las autoridades locales y por diferentes miembros de la Universidad –alumnos incluidos–. Las revueltas estudiantiles se reprodujeron como protesta en diversas ciudades españolas y, en un motín registrado en Madrid, moriría otro muchacho apodado “el Hospicia”, cuyo cadáver sería alzado por la oposición gubernamental, a guisa de bandera, contra Maura…

 

Uno de aquellos tres jóvenes que, tras asomarse a la ventana de la Universidad, logró por fortuna sobrevivir esquivando las balas de los Mauser, se llamaba Federico de Onís, había nacido en Salamanca el 20 de diciembre de 1885 y era hijo del bibliotecario y encargado del Archivo de la Universidad salmantina, amigo íntimo de Unamuno desde la llegada del catedrático vasco a la ciudad del Tormes. Brillantísimo estudiante de la Facultad de Letras, donde estaba matriculado, continuaría el vástago Onís, pues, tras el penoso incidente referido, recibiendo la impronta del magisterio unamuniano –su primer gran referente intelectual y moral–, de quien habría de asimilar un espíritu crítico y europeísta fruto de la crisis histórica del fin de siglo y del agravamiento del “problema de España”, bajo la impresión de la humillación nacional sufrida tras la pérdida de las últimas colonias, del que podían constituir un síntoma aquellas protestas juveniles como anteriormente las huelgas de contribuyentes y el cierre de tiendas sucedidos entre 1899 y 1900, la oleada anticlerical que envolvió al país tras el estreno de Electra (1901) o el resultado –desolador– de la encuesta sobre “Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno en España” organizada por Joaquín Costa en 1902. El problema de España fue uno de los principales ejes temáticos de la obra de Unamuno, en la cual, durante su juventud, la exaltación casticista, la valoración de la tierra castellana –reveladora de una nueva sensibilidad estética– y la idea de “intrahistoria”, de lo esencial y permanente de nuestro país en su decurso histórico, se combinará con el anhelo de europeización, de articulación del españolismo con la cultura europea (“Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos de pueblo”, proclamaría).

 

Tras obtener su licenciatura, Onís se trasladó en 1905 a Madrid, para realizar el doctorado en Filosofía y Letras; y tuvo como director de tesis a Ramón Menéndez Pidal, el segundo de sus grandes maestros, figura gigantesca de la erudición española del siglo XX, comenzando una fructífera relación mutua proseguida después en el Centro de Estudios Históricos, donde tendrían oportunidad de compartir su visión castellanista del alma española desde la ciencia histórica y filológica. Entre tanto hizo oposiciones al Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, siendo destinado a León en 1907 y, en 1909, tras obtener el grado de doctor, logró un puesto de profesor auxiliar en la Facultad de Letras de la Universidad de Oviedo, comenzando así su carrera docente como profesor de Lengua y Literatura españolas. Sería entonces cuando conociese a quien encarnaría su tercera gran influencia intelectual, el filósofo Ortega y Gasset, regresado de Alemania con un ímpetu y prestigio extraordinarios para proclamar la “europeización” de España como camino inexcusable para el país, entendiéndola como una necesidad de mayor ciencia y cultura (“España –sentenciaba Ortega– es el problema y Europa la solución”). Su vocación europeísta sumó a un fiel aliado, entre otros varios intelectuales, en Onís quien, en un célebre discurso de apertura del curso 1912-13 en la Universidad de Oviedo, calificaría a Ortega como “la capacidad más fuerte y original que hemos tenido en filosofía desde hace mucho tiempo, y el creador de toda una nueva visión de los problemas nacionales”.

 

Ligado, por tanto, a uno de los más activos núcleos krauso-institucionistas por su docencia en la Facultad ovetense, a los trabajos filológicos pidalianos a través del CEH, y a las actividades orteguianas mediante la Residencia de Estudiantes y después en la llamada Liga de Educación Política, la figura intelectual de Federico de Onís iba adquiriendo contextura propia y, como todo buen discípulo, entraría en pugna y se distanciaría –para acabar volviendo a él, antes o después– de su primer mentor, Unamuno, cuya evolución ideológica le había llevado a postergar los problemas materiales para atender más los espirituales; y sustituir –tal vez por su talante paradójico y prurito de ir contracorriente, además de otros factores, semiocultos, de competencia generacional y afán de liderazgo– su anhelo de “europeizar a España” por la pretensión de “españolizar a Europa”, acompañada de una reafirmación de los valores castizos y del famoso “¡Qué inventen ellos!” España no podía limitarse, según Onís, a ser reserva espiritual del mundo moderno como pretendía el rector salmantino; sino que había que invocar su indispensable europeización aunque –eso sí– en un sentido profundamente nacionalista, como una reacción característica a la modernidad semejante a la de otros países europeos, enfrentando la cuestión europeísta, aunque parezca paradójico, en clave puramente nacionalista y liberal, al replantearse cómo avanzar hacia la modernidad conservando al mismo tiempo los valores considerados propios, que se veían amenazados.

 

Su espíritu, en una controversia muy de época, se dividía así –en palabras de Alfonso García Morales– “entre el enamoramiento romántico de la excepcionalidad española y el proyecto ilustrado de normalidad europea”. En 1915, ya como catedrático, regresaría a Salamanca para ejercer funciones docentes en la Universidad, su “casa”, casualmente cuando Unamuno acababa de ser destituido como rector, a causa de turbias maniobras de la llamada “alta” política. Un año después, sin embargo, la trayectoria vital de Onís iba a dar un giro decisivo al desplazarse a Nueva York –en un principio, solo de forma temporal– para reorganizar los estudios hispánicos en Columbia University. Ya no regresaría más a España… Y desde entonces, el hispanoamericanismo progresista, la búsqueda de una comunidad cultural transnacional tras la ruptura de la unidad política imperial entre España e Hispanoamérica, se convertirá en un leitmotiv y en su anhelo crítico fundamental, erigiéndose como el vértice del impulso americanista que se produjo en España en las primeras décadas del siglo XX, favorecido por el suceso de la Gran Guerra –derribador en buena medida del mito europeo– y por la presencia en nuestro país de figuras como Alfonso Reyes o Henríquez Ureña que fortalecieron en esos años los intercambios culturales e intelectuales que ya se venían produciendo desde mediados del XIX. Su europeísmo cultural adquiría así tintes “panhispánicos” al reclamar un replanteamiento del papel de España frente a los países del Nuevo Continente, certificando la necesidad de un giro en su proyección que sobrevolase las repetidas escenografías, plagadas de fáciles tópicos sobre los lazos cordiales entre España y América, para situarse en los terrenos de la realidad social y cultural de forma más intelectual que sentimental, sobre la base del pleno reconocimiento mutuo.

 

Onís aprovechó la oportunidad que le brindó el continente americano para desarrollar los estudios hispánicos, y decidió fijar allí su residencia. Durante su estancia en Columbia, fundó el Instituto de las Españas (1920), representó a las Juntas de Relaciones Culturales y de Ampliación de Estudios y realizó frecuentes viajes a otras universidades, como las de Oxford y Puerto Rico. Y sobre todo, durante más de quince años, trabajó en la preparación y edición de su magna obra Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932), fundamental –todavía hoy– a modo de testimonio del buen hacer tanto compilador como crítico, con la que buscaba perfilar la imagen de una época con criterio historicista, fijando un paradigma vigente en la comprensión del modernismo español e hispanoamericano. El hispanoamericanismo sería indudablemente el fundamento ideológico de la misma: “España e Hispanoamérica —confirma García Morales, profesor de la Universidad de Sevilla y encargado de esta presente reedición, la primera efectuada en España— aparecen en ella juntas e iguales, como una sola entidad cultural basada en la lengua y amparada bajo la fórmula armónica de «unidad y variedad»”. Y es el modernismo la época en la que ese hispanoamericanismo “…alcanza su mejor expresión, en la que la poesía española e hispanoamericana, en libre unión llegan a la originalidad y a la universalidad”, motivo por el cual cabe considerarlo no únicamente un movimiento literario sino una época y una actitud; célebre se haría la definición de Onís inserta en esta Antología: “El modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX (…) con todos los caracteres de un hondo cambio histórico”.

 

Por todo ello, es el modernismo el que marca los límites de la obra; modernismo que Onís define como “negación” y “reacción” contra la literatura precedente. La distinción posterior de Salinas entre 98 y modernismo fue muy combatida por Onís (y por Juan Ramón Jiménez, Gullón… y casi toda la crítica actual). Aunque no quiere dar sentido monolítico, de bloque, a este movimiento que no es escuela sino época –como un nuevo Renacimiento–, no cabe duda  de que el enfoque “epocal” del modernismo, acuñado por Onís, deriva del deseo de englobar toda la literatura hispánica del fin de siglo bajo el marbete de modernismo, o alrededor de él como eje fundamental, desterrando explícitamente la idea más extendida de aplicar ese término a la poesía caracterizada por “ciertas formas y espíritu que puso en circulación Rubén Darío”, así como la acusación de “afrancesamiento”. El resultado final son 1.200 páginas, 153 poetas antologados (“solo” 39 españoles) y más de un millar de poemas, con un diseño general configurado por seis grandes bloques que cubren desde la transición del Romanticismo al Modernismo (donde incluye a Ricardo Gil, Manuel Reina y Salvador Rueda, que quedan a partir de aquí como una tríada casi indisoluble) hasta lo que él llama “ultramodernismo” (con la irrupción de los primeros nombres del 27: Salinas, Guillén, Gerardo Diego, García Lorca –quien colaboró directamente con Onís en la Antología– y Alberti). Dos de estos bloques se centran de forma exclusiva en la obra de Rubén Darío y de Juan Ramón, cimentando su papel de iniciadores y maestros en dos momentos distintos de la evolución lírica. No podía –desde luego– faltar Unamuno en esta compilación, pero poéticamente Onís tenía su propia “debilidad” personal, que no era otra sino Antonio Machado, a quien le dedica la obra.

 

Durante la trabajosa gestación de tan monumental empresa, Federico de Onís –nos explica García Morales– vivió “el pequeño pero torturante drama del perfeccionista” en pos de la obra ideal, total, mientras la vida literaria no se detiene, la bibliografía aumenta y otros colegas se le adelantan. Al aparecer al fin, en diciembre de 1934, la crítica se mostró casi unánime en sus alabanzas, y en estudios posteriores Onís siguió profundizando y matizando la concepción del modernismo expuesta en la Antología. La tragedia de la Guerra Civil le retrotrajo al pesimismo sobre el ser de España de su primera juventud: dedicó a Unamuno varios de sus últimos trabajos e –ironías del destino– aquel hombre que lograra milagrosamente sobrevivir, siendo un muchacho, a aquel asalto universitario por parte de la Guardia Civil, acabaría sus días por voluntad propia un 14 de octubre de 1966. Pero quedaba para siempre su florilegio admirable como resumen y acopio de lo más notorio de una de las más esplendorosas épocas literarias. Más allá de su aparato filológico, válido aún y sin precedentes, está ante todo el gusto por leer y releer a un elenco de poetas –bien conocidos unos, otros no– de irrepetible calidad. Juan Ramón Jiménez, que acompañó su proceso de edición, diría a sus alumnos portorriqueños, dos décadas después de su salida, que “este libro, agotado hace bastantes años (…) es el único texto serio que hay sobre el tema de mi clase (…) No hay nada más completo que quede. Es decir: no existe ningún libro que pueda parecerse, no hay nada que pudiera suplirlo”. Cabe agradecer, por tanto, la oportunidad que nos brinda de nuevo Renacimiento de poder disponer de él y disfrutarlo. Porque hoy, más que nunca, en los problemáticos tiempos presentes, como diría otro gran lírico posterior, “…poesía necesaria / como el pan de cada día”.
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    Amable Arias: La mano muerta (reseña de Rogelio Blanco Martínez)
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