Escribir una novela es una tarea ardua y compleja. Los lectores, en
ocasiones, no valoramos esas dificultades, el trabajo que cuesta concebir y
ejecutar correctamente una historia. Al encontrarse el mercado editorial
atestado de libros, pensamos que escribirlos es sencillo, que tampoco cuesta
tanto. Sin embargo, el esfuerzo y la dedicación suelen ser notables y, para
colmo, el resultado no siempre es satisfactorio: siempre existe el riesgo de que
la novela no cumpla con las expectativas.
Esto es lo que le sucede a
Marcos Montes, el último libro publicado de David Monteagudo, el exitoso
autor de
Fin (El Acantilado, 2009). El título de esta novela corta se
corresponde con el nombre y primer apellido de su protagonista, un personaje más
bien joven y responsable que trabaja de perforador en una explotación minera. Lo
hace “a más de dos kilómetros de profundidad, en la zona más apartada y remota
de la mina”. Allí, mientras horada la roca, Marcos Montes tiene tiempo para
pensar, para evadirse de una vida dura y exigente. Pero la mañana en la que
comienza la novela no va a ser como las restantes. El joven se levanta algo más
distraído y, como todos los días, deja en la cama a su mujer embarazada mientras
él desayuna y se prepara para acudir al trabajo. Todo parece suceder con la
normalidad acostumbrada. Sin embargo la mina, huelga recordarlo, es una lugar
peligroso y algo va a pasar allí dentro, algo que va a colocar a todos los
afectados en una circunstancia límite. Como afirma uno de los personajes:
“Estamos en una situación excepcional, que en nada se parece a los problemas con
los que nos enfrentamos cada día. Olvidaos, por lo tanto, de vuestra escala de
valores”.
Marcos Montes, pues, presenta una atractiva trama que,
lamentablemente, se queda en mera tentativa, en un texto que, aunque denota
buenas maneras y un interesante talento literario, no llega a alcanzar el
objetivo que se propone: llegar e impactar al lector.
Aunque las razones
de estas carencias son varias, la principal tiene que ver con un asunto difícil
y delicado, muy complicado de medir y evaluar pero que resulta fundamental a la
hora de estructurar cualquier narración en vistas a crear un efecto. Me refiero
a la ordenación y dosificación de la información y a la previsibilidad de lo
narrado. Pero antes de argumentar los errores que detecto en el tratamiento de
estos dos elementos, conviene recalcar la honestidad de la que en todo momento
hace gala la novela y, con ella, su creador, David Monteagudo.
El efecto que la novela de
Monteagudo quiere causar nace de una presentación honesta de los hechos. Se
basa, por tanto, en la honradez narrativa, y eso es algo digno de elogio. Quizá
lo que le sucede a la obra es que peca de todo lo contrario, de un exceso de
transparencia
No hay engaño en
Marcos Montes. Su autor no trata de escamotear la información para luego,
con un postrero y tramposo golpe de efecto, darle la vuelta al argumento y
descolocar al lector. El efecto que la novela de Monteagudo quiere causar nace
de una presentación honesta de los hechos. Se basa, por tanto, en la honradez
narrativa, y eso es algo digno de elogio. Quizá lo que le sucede a la obra es
que peca de todo lo contrario, de un exceso de transparencia. Esto provoca que
el lector lo vea todo claro desde el principio, que sospeche enseguida qué es lo
que está pasando, cómo va a acabar la aventura de ese minero que, una mañana
como cualquier otra, dejando a su mujer en la cama, desciende a las entrañas de
la tierra para ganarse el pan con el que dar de comer a su futuro hijo.
Marcos Montes apunta maneras, sí. La trama está bien escrita y
pensada, con diálogos ágiles y algunos pasajes que recuerdan a
Ensayo sobre
la ceguera, la excepcional novela de José Saramago. Sin embargo, como decía,
la dosificación de la información no es la adecuada. El lector actual está ya
muy curtido y atento y no es fácil sorprenderle. Quizá sí resultara más sencillo
antes, cuando las películas, la televisión y la multiplicación de discursos y
narraciones no lo impregnaban todo. Se dice que el diablo sabe más por viejo que
por diablo, y eso es un poco lo que sucede con el lector actual, que se ha
convertido en un experto en descubrir lo que va a suceder si el camino ya ha
sido trillado, que está alerta y que no se le escapa detalle alguno. Realmente
hay que hilar muy fino para impactarle y sorprenderle.
Del mismo modo,
al terminar la novela y reflexionar sobre ella se tiene la sensación de que la
trama se queda corta y que la idea que mueve e impregna el texto se podría haber
alargado y desarrollado más.
Marcos Montes abre una serie de
posibilidades que apenas son exploradas y explotadas y que podrían haber llevado
la novela por otros derroteros, quizá más complejos e
interesantes.