Nunca ha sido fácil clasificar
la personalidad y la obra de Ramón. Cuando en 1988 se celebró el centenario de
su nacimiento, quedó de manifiesto que, a pesar de los actos de homenaje,
artículos y publicaciones, de su reivindicación, en suma, a consecuencia de una
despolitización del canon literario español y un mayor aprecio de lo moderno por
sí mismo, continuaba siendo un autor muy poco leído. Andrés Trapiello, en su
prólogo a la edición de Pombo
–el célebre cenáculo literario sustentado por Gómez de la Serna–, nos hablaba
significativamente del “caso Ramón”, excepcional en nuestras letras, a quien se
reconoce como una figura fundamental de la literatura contemporánea pero al que,
en verdad, apenas se lee y continúa siendo, por ello, sustancialmente ignorado.
Tal vez, como se ha señalado, sea la propia personalidad –desbordante– de Ramón,
su gran influencia pública en la vida cultural española lo que, paradójicamente,
ha ensombrecido la valoración de su labor creadora; el público –afirma
Trapiello– se acerca a su obra esperando recibir de ella mucho más o, mejor aún,
otra cosa: que les divierta pasivamente sin sospechar, en cambio, lo intrincado
de su personalísima visión del mundo, en la cual reside su originalidad y su
valor, pero también su dificultad; y de ahí el desapego
subsiguiente.
Otro estudioso ramoniano,
César Nicolás, al hablar de sus libros de greguerías nos proponía una
lectura “a zambullidas”, de golpe por cualquier parte para luego abandonarla,
diseminada y esparcida, en lugar de continua: “Una lectura interrumpida, a salto
de mata, con fulgurantes intermitencias. Texto polimorfo y perverso como pocos,
pues nos invita a nuevas zambullidas, a apariciones y desapariciones bruscas”...
Al fin, presente en la memoria su imagen vestido de torero pronunciando una
conferencia, o en un circo a lomos de un elefante, o retratado por Gutiérrez
Solana en su tertulia de Pombo, con la botella de Ron Negrita delante de sí,
podría sorprender a muchos, al adentrarnos en La vida dramatizada de Ramón Gómez de la
Serna, la grave hondura humana de su teatro, la introspección en el carácter o
hacia la psicología de los personajes, algo casi inexistente en otras de sus
obras. Partiendo del análisis de los textos pero sin perder de vista su contexto
ni que, en la trayectoria vital y literaria de Ramón, vida y obra se confunden
en un mismo proyecto artístico, el presente ensayo de José Paulino nos aporta
una visión general de todo el conjunto de su producción dramática, con el estilo
minucioso, cuidadoso del contenido y la expresión que caracteriza siempre a sus
escritos de erudición, con pasajes repletos de incisos y paréntesis de modo que
las afirmaciones generales contenidas no abarquen más allá de la generalidad que
deben abarcar, dejando a salvo las excepciones y los matices, pero a la vez sin
exceso de notas a pie de página ni de bizantinas referencias bibliográficas, de
estilo legible y con buena factura narrativa, accesibles por tanto para el
público en general y no circunscritos tan solo al ámbito de la comunidad
académica especializada.
Desgranados en diferentes
capítulos del libro, los escritos de creación dramática de Gómez de la Serna se
sitúan en tres momentos bien delimitados. En sus inicios literarios, en una
primera etapa marcada por un radical escepticismo ante los principios y valores
establecidos –Ramón fue un escritor “puro”, no intervino en asuntos políticos o
sociales, si bien profesó ideas libertarias en su juventud– publicó quince
dramas y una serie de pantomimas, entre 1909 y 1912, la mayoría en las páginas
de Prometeo. Sometida a una doble
coordenada, la crisis del arte en general y del pensamiento estético en Europa
–cuyo indicio será la proclamación “futurista” de Marinetti– y la crisis de la
forma dramática clásica –que se plasma en la influencia innovadora de autores
como Ibsen y Maeterlinck, Wilde o Valle-Inclán, e incluso Chejov– la producción
teatral tuvo así una importancia capital en la configuración del concepto de la
vida y del mundo de Gómez de la Serna y fue una de sus actividades creadoras
fundamentales de juventud; en ella encontró una fórmula artística, “síntesis
gráfica” de su “concepción monística, antipragmática y decadente de la vida”.
Serán piezas breves, de un solo acto la mayoría, profundamente subjetivas, con
personajes a menudo irreales o imprecisos dentro de un espacio cerrado,
opresivo; un teatro sin acción externa o un “teatro antiteatral”, sin intriga
(lo que nos hace pensar en el “antiteatro” de Ionesco) y donde la configuración
verbal del espacio y del tiempo adquiere asimismo su propia autonomía en las
acotaciones, integradas en el texto a un mismo nivel de
escritura.
Alguno de aquellos dramas,
como La utopía, dedicado al escultor
Julio Antonio, se acerca al tema convencional del creador incomprendido y al
final suicida, con el arte como forma de realización personal; otros, como Cuento de Calleja y Desolación, tratan el doloroso final de
la infancia ante el descubrimiento del misterio radical de la existencia, el
amor y la muerte; mientras que Beatriz es una variante del tema de
Salomé y la cabeza del Bautista, ya tratado por Oscar Wilde y anterior a la
versión esperpéntica de Valle-Inclán. Otros de sus textos muestran un carácter
coral, poblados de personajes simbólicos y muy exigentes de recursos
escenográficos. El drama del palacio
deshabitado trata del final de una aristocracia fantasmal, donde la
presencia de la auténtica vida está ofrecida en los jóvenes que se entregan, en
semejante lugar recóndito, a su pasión y placer físico. En El laberinto, se agolpan y se hacen oír
los problemas de mujeres frustradas, reducidas en su humanidad por el hombre a
través del halago, la sumisión, la mentira y el egoísmo; aquí Ramón hace gala de
una sensibilidad por la condición femenina y la situación de la mujer
contemporánea a la que no debía ser ajena su relación con la escritora y
activista Carmen de Burgos (Colombine). Dentro de Los sonámbulos, se representa la vida de
unos refinados crápulas que vagan por un hotel de Venecia, proyectando sus
sueños más allá de lo real y lo carnal mientras que solo uno, “el extraviado”,
busca a una mujer, alguien real. Ya en Los unánimes, la escena se desplaza a la
ciudad moderna y los agonistas forman un submundo de descontentos y
revolucionarios.
La crítica ha señalado, sin
embargo, como la más conseguida de estas piezas iniciales El teatro en soledad, considerada
precedente de lo que, años más tarde, llevaría a cabo Pirandello en Seis personajes en busca de autor. En
ella, Ramón aborda en tres actos una forma de “teatro en el teatro” donde los
personajes actores vagabundean, dialogan y se gritan entre las palabras de los
tramoyistas, acomodadores, electricistas y conserjes, contraponiendo el drama de
la vida, el drama verdadero, al que fingen con la mentira amanerada. La novedad
de esta obra –resalta José Paulino– aparece en contraste con las que en ese
momento se escriben y estrenan, pero es verdaderamente la culminación de la
serie que Gómez de la Serna ha ido publicando y su despojamiento máximo, al
confiar todo a la palabra en libertad y fluir creativo (pág. 66). Tras ella
vendría El lunático, la última de
este periodo, donde, por el contrario, se produce un retroceso en la búsqueda de
la novedad dramática y –parece– “la liquidación simbólica (…) de su mundo y de
su estética finisecular” (pág. 70), que determinaría entonces el abandono del
teatro y su sustitución por otras formas literarias más
experimentales.
Como temas principales de este
teatro de juventud de Gómez de la Serna, han sido destacados el erotismo y la
preocupación social. Pero ambos temas están estrechamente vinculados. Una
constante en su producción inicial es la relación erótica hombre-mujer como el
único camino posible para llenar el vacío de la existencia, para alcanzar la
plenitud vital en un mundo carente de trascendencia. Y, de acuerdo con esta
concepción de la existencia, la religión, la moral o el principio de autoridad
se manifiestan como fuerzas negativas que impiden esa unión con la naturaleza,
entendida como puro impulso biológico. Estas ideas serán repudiadas
posteriormente por el autor y, a consecuencia de ello, tales dramas solo en
parte serían recogidos en las recopilaciones de sus obras. Pero son textos que
tienen interés por lo que algunos de ellos tienen de temprano reflejo de las
nuevas tendencias teatrales. Llama la atención que, por entonces, Ramón
acompañara su publicación con largas reflexiones sobre el teatro “real” y sus
deseos y aspiraciones de un teatro más vital y más libre, lo que prueba su
interés en dar con una fórmula dramática propia y el valor de autocomprensión y
expresión que encierran sus dramas (pág. 136). De forma acertada, alguno de
aquellos textos se incluye como apéndice al final del ensayo, junto a varios
fragmentos de la significativa conferencia “El concepto de la nueva literatura”,
pronunciada por Ramón en el Ateneo de Madrid en 1909; y otros escritos de la
misma época.
Hasta 1929, Ramón no volvería
a interesarse por el género dramático. Es su etapa de mayor popularidad cuando
acepta el encargo de estrenar una obra de la que el público espera la mayor
novedad. Sin embargo, el estreno de Los
medios seres, “farsa fácil” que publicó primero en Revista de Occidente antes de su
representación en el teatro Alcázar, no satisfizo tales expectativas y fracasó,
a pesar de su llamativa puesta en escena donde los personajes aparecen con la
mitad del cuerpo totalmente negra, como símbolo de la personalidad incompleta,
parcialmente realizada y parcialmente frustrada, y quienes –al igual que el mito
platónico de El banquete– ansiaban
completarse, dadas las carencias inevitables de un solitario objeto amoroso,
frente a los obtusos “seres completos”, siempre peligrosos y autoritarios.
Apunta José Paulino que, en relación con su teatro juvenil, Los medios seres es una obra que aparece
muy desconectada, tanto por la distancia temporal como por el drástico cambio de
planteamiento al escribir para la
representación, lo que conlleva una concesión a la convencionalidad en su
resolución; y precisamente por esa falta de radicalidad de la propuesta, la
crítica del momento, decepcionada, se mostró reticente o negativa. El estreno
supuso, además, la borrascosa ruptura de la relación de Gómez de la Serna con
Carmen de Burgos, por mor de un efímero flirt con su hija. Al año siguiente, en
1931, realizó un viaje a la Argentina de donde regresó en compañía de Luisa
Sofovich, su futura esposa, muchos años más joven que él y madre de un niño de
meses.
Sería Luisa, precisamente,
quien inspiraría el último intento teatral ramoniano, el drama Escaleras (1935), que nunca llegó a
estrenar. Antes, en 1932, escribió el libreto de una ópera, Charlot, con música
de Salvador Bacarisse y promovida por la Junta Nacional de Música, que tampoco
alcanzó las tablas y no fue recuperada hasta los años ochenta. La aparición en
ella de dos Chaplin simultáneos, el personaje cinematográfico del vagabundo y el
Chaplin real, “elegante, calavera y borrachín”, no deja, sin embargo, de ser
atractiva y evoca en su recurso del desdoblamiento otras obras de autores
contemporáneos como Max Aub (con la farsa de El desconfiado prodigioso) aunque sin la
misma pretensión intelectual. Escaleras, por su parte, se relaciona
estrechamente con las circunstancias biográficas del autor, la grave enfermedad
de Luisa que empujaría a Ramón a la escritura de una alegorización muy
reveladora de sus angustias. En la misma reflexiona sobre el amor y la felicidad
a través del simbolismo que representan dos tramos de escaleras, el de la
Felicidad y el de la Desgracia, ante los cuales las parejas de enamorados habrán
de adentrase a ciegas. Dentro del carácter abstracto del planteamiento, Ramón
construye su drama como testimonio de la posibilidad de superación de la
desgracia y el infortunio, con el amor, precisa José Paulino, “ya no como
impulso instintivo y natural de realización y consumación vital en el momento
fugaz, sino como relación última de carácter espiritual y salvador” (pág. 109).
Tras la
Guerra Civil y su marcha de España, Gómez de la Serna ya no volvería a ensayar
el género teatral. Al final de su vida, incluso, conforme a su evolución
ideológica hacia formas violentas de la reacción antidemocrática, sus firmes
creencias religiosas –tal vez a modo de consuelo, melancólico, ante la
proximidad de la muerte– le llevarán a poner especial énfasis en hacer olvidar
sus opiniones y obras del primer periodo, por lo que tenían de crítica a la
religión como elemento coercitivo de la libertad humana. Pero si, como
asegura Andrés Trapiello en el trabajo anteriormente citado, Ramón es en sí
mismo un Rastro, “un Rastro inacabable, universal, arcaico, es decir,
laberíntico y completo”, donde uno puede encontrar de todo y “el que vale
encontrará cosas valiosas y el que no, vulgares”, en el teatro de su anarquía
primera, aun a despecho de los reconcomios del propio Ramón de senectud,
podremos encontrar sus lectores de hoy algunas claves fundamentales para
comprender íntegramente su personalidad literaria, transcripción de su original
y creadora experiencia de la vida plasmada desde una total sinceridad. En el
Rastro ramoniano, nos dice Trapiello, “hallará cosas extraordinarias el que las
lleva, en cierto modo, en sí mismo”. Si merece o no la pena rebuscar dentro de
él depende de lo que aspiremos a encontrar en la literatura. Quien se adentre en
su obra dramática podrá encontrar una honda visión reflexiva del ser humano y un
cómplice con el que compartir la insondable complejidad del
mundo.