La caligrafía cinematográfica, vislumbrada tanto en la descripción del
espacio físico como en el ritmo de la narración, está de hecho presente en el
origen de un libro que Penney inicialmente había preparado como guión, pero que,
debido a un “error de cálculo” –según palabras de la propia autora– fue
desarrollando hasta convertirse en una novela. Ambientada en la Canadá de 1860,
su trama se desenvuelve desde diversos frentes (introspectivo, de acción y
suspense, de crónica histórica, de criminología y leyes penales…) siempre con el
inhóspito paisaje de la tundra como marco, que le sirve a Penney para
adentrarnos en el mundo de los tramperos y de los indios nativos y mestizos y de
los primeros inmigrantes de su país: aquellos pequeños agricultores expulsados
de las tierras altas de Escocia (Highlands) entre mediados del siglo XVIII y
XIX, y que por esa causa protagonizaron un histórico episodio de emigración
masiva hacia el otro lado del Atlántico.
Penney nos traslada hasta Dove
River, imaginario pueblo decimonónico de colonos escoceses, enclavado al norte
de los grandes lagos, en el actual estado de Ontario. La presencia en él de un
hombre asesinado, Laurent Jammet, curtido cazador y vendedor de pieles,
simultánea a la desaparición de un adolescente considerado sospechoso del
crimen, conmueve y atrapa al lector, desde un comienzo, en la intriga de la
obra. La madre del ausente, la señora Ross –protagonista principal–, removida su
conciencia por la inquietud y desalentada ante la pasividad adoptada por su
marido, no dudará en emprender su búsqueda, acompañada de un indio mestizo como
guía. La autora rechaza así el arquetipo femenino del género y convierte a su
heroína en una mujer resuelta, dotada de la fortaleza física necesaria para la
aventura. En paralelo, miembros de una compañía comercial, en calidad de
investigadores judiciales, la acompañan y persiguen, sucediéndose a partir de
entonces una serie de acontecimientos inesperados en la que todos los personajes
ocultan parte de su ser interior, y todos tienen intereses más allá de los
evidentes.
La ternura de los lobos se
nos presenta ampliamente documentada e incluso, en algunos pasajes, de una gran
fidelidad histórica
Conforme vamos leyendo,
un amplio abanico de elementos agregados a la trama, como un secreto
arqueológico, dos niñas desaparecidas, un robo, una puñalada que sella una
amistad, unas relaciones sexuales “inapropiadas” o la fuga de un grupo de
convictos noruegos, elevan el suspense y aportan interés al relato, cuya
narración se va desgranando a través de dos voces distintas que, en un continuo
zigzag, van conduciendo la historia: una impersonal omnisciente y la otra de la
señora Ross, que nos relata su odisea presente y nos aclara algunos
interrogantes del pasado que aportan las claves esenciales a la intriga; el
hecho de ser la señora Ross el único personaje narrado en primera persona, no
hace sino subrayar su protagonismo, su fuerza y determinación. La ambigüedad en
el manejo del tiempo narrativo, mediante
flash-backs y vueltas hacia
delante continuas, es uno de los elementos más sofisticados de su estructura,
que da lugar a relatos paralelos y simultaneidad en los hechos.
Se ha
destacado por la crítica la veraz recreación, dentro de la obra, de los inmensos
y gélidos territorios del noroeste de Canadá –el frío es un elemento más de
patetismo en la historia, que hace a sus protagonistas más vulnerables–. Es
conocida la anécdota, sin embargo, de que Penney nunca visitó aquel país, ya que
padecía de agorafobia, llevando a cabo toda su documentación con mapas y libros
consultados en la Biblioteca Británica. Al confesar la autora esta circunstancia
temió, dada la atención mediática concitada, ser considerada “un fraude”
especialmente entre los lectores canadienses, pero en realidad fueron los
primeros en interesarse por su novela. Según su misma expresión, Penney concibe
el ejercicio literario como un “viaje emocional” que no precisa de más
herramienta que la propia imaginación, apoyada –en su caso– por una sólida labor
investigadora. Y en última instancia, la exacta fotografía geográfica o
histórica no es imprescindible en una obra de ficción: basta con que sea
verídica. Y
La ternura de los lobos se nos presenta ampliamente
documentada e incluso, en algunos pasajes, de una gran fidelidad histórica, como
cuando describe el poderío en aquel enclave de la Hudson Bay Company, al
controlar el comercio de las preciadas pieles de lobo y regir, de paso, la vida
de sus habitantes.
Más allá de los sucesos y de los datos históricos,
sin embargo, en la novela de Penney
destaca, por encima de todo, la
introspección, la observación de sus propios actos o estados de
conciencia, efectuada por la autora en unos personajes, a menudo
taciturnos, que sin embargo perciben el sentimiento amoroso como su verdadero
anhelo vital. Así, recordamos –por ejemplo– la maravillosa descripción del alma
de María, la hija del magistrado Knox, a quien la circunstancia de ser poco
agraciada frente a su hermosa hermana Susannah le había hecho volcarse en los
estudios, al tiempo que desarrollar un carácter seco y un concepto desengañado
de la vida. Lejos por lo tanto Penney de las teorías conductistas anglosajonas
que en otro tiempo predicaban cómo un autor sólo puede conocer a los personajes
por lo que dicen o hacen, y no en su interioridad. En
La ternura de los
lobos, eso sí, las rígidas convenciones sociales de la época convierten los
sentimientos de sus protagonistas casi siempre en inconfesables, incomunicables;
el pasado, la ambición, los deseos y la lucha por sobrevivir delimitan su
presente y, en cierto modo, su futuro.
Almas complejas e insondables, por
tanto, las que pueblan La ternura de los lobos, así como su posible
destino. Su continuo caminar en busca de los otros es, en realidad, una
búsqueda de ellos mismos; frente a la dureza de las circunstancias no cabe la
resignación
Hay momentos en que la novela
pareciera transitar en el hilo de una dudosa exactitud temporal, atacada por una
sensación de nebuloso anacronismo.
Así
lo señala J. Ernesto Ayala-Dip (
Qué leer, nº142),
que la define como “un relato casi de frontera incrustado en un halo de
existencias contemporáneas”. Un ejemplo: al observar esa introspección de la que
hablábamos, ninguno de los
personajes de la obra –salvo los miembros
noruegos de una secta– considera la fe y el sentimiento religioso como vía de
realización o de consuelo íntimo, lo tienen descartado u olvidado; y esto es un
hecho que, ciertamente, responde más a un rasgo de la mentalidad de nuestra
época que la de aquélla, impregnada por la presencia de Dios. También podría
resultar hasta cierto punto inverosímil la felicidad y plenitud con la que el
joven desaparecido disfrutaba su relación homosexual con el trampero asesinado,
sin el predecible sentimiento de culpa que debiera arrastrar, por entonces, un
adolescente tras el acto con un adulto, por muy enamorado que estuviera de él
–sí es más creíble, en cambio, su tensa relación con el núcleo familiar que lo
acogido al descubrirlo o su reacción de huida tras la muerte de aquél–. Sin
embargo, podría aducirse, frente a los posibles anacronismos de ese denso magma
humano que puebla la novela, que, según el crítico antes citado, “es su manera
de ser actual y a la vez atemporal (…) Como si la búsqueda de afecto, de sentido
vital y de confianza en el prójimo no fuera patrimonio de una edad o una era
histórica sino de la naturaleza humana en general”.
Almas complejas e
insondables, por tanto, las que pueblan
La ternura de los lobos, así como
su posible destino.
Su continuo caminar en busca de los otros es, en
realidad, una búsqueda de ellos mismos; frente a la dureza de las circunstancias
no cabe la resignación, y el hermetismo del final de la novela indica que el
viaje de su existencia está aún por concluir. Igualmente el de su autora, que
prepara ya su segunda novela –ubicada esta vez en la Inglaterra contemporánea–,
mientras que su premiada
opera prima se dispone a iniciar –también ella–
una nueva andadura, gracias a su inminente estreno en la pantalla grande;
circunstancias ambas que prometen futuros momentos de mayor gloria a toda una
revelación literaria llamada Stef Penney.