1
Cuando menos lo esperaban, les sonrió la suerte. Siempre creían que era
la suerte la que les ponía en las manos la solución de un caso. Lo seguían
durante meses y años, pero se habían acostumbrado a pensar que, si no lograban
aclararlo, era el fracaso de su trabajo, pero que, si lo conseguían, era pura
suerte. El mundo era cada vez más complicado, y sabían por experiencia que,
incluso si un criminal estaba en sus manos, sólo parecía estarlo y en realidad
no lo estaba, y quizá no lo estaría nunca, porque había que contar con lo que
ellos, en la comisaría, llamaban «la Interferencia» o «las tres íes» que eran
‹‹los imponderables, los imprevistos, y las intercesiones››. Y todo sucedía un
poco o un mucho como ponerse a predecir el tiempo por las buenas, o como ocurría
con las esperas de los amaneceres en aquellas interminables noches de guardia,
en las que parecía que la mañana no llegaría nunca.
En las noches
tranquilas en comisaría, ‹‹las noches de oficina›› como también las llamaban,
tras haber bebido un café tras otro, fumado un cigarrillo tras otro, charlado y
agotado todas las conversaciones, tener medido a zancadas o a pasos cortos el
hall de la comisaría, y haber dado las vueltas de ordenanza por los calabozos, y
otras más; y también, tras haber leído periódicos, solucionado crucigramas y
jeroglíficos, atendido al teléfono unas cuantas veces, mirado y remirado la
calle por las ventanas, o haberla paseado delante de la fachada de comisaría; de
repente, allí estaba el rosicler de la mañana. Había un momento de claror en los
cristales esmerilados, y enseguida irrumpía aquel color rosado o de un rojo
intenso, o a veces de un blancor como si se tendiese una sábana sobre el mundo
entero. Y les sorprendía. Aunque sabían que vendría el día, siempre parecía que
llegaba de repente, cuando ya estaban rendidos o entumecidos por el sopor de las
últimas horas de la noche; cuando después de sentir escalofríos en la espalda,
se dormitaba, al fin y al cabo, aunque no se durmiese ni se estuviera dormido, o
se durmiera aunque se estuviese de pie y se anduviese. Siempre les sorprendían y
les aliviaban los amaneceres, como si hubieran dejado de estar seguros de ellos.
Cuando tenían entre manos un caso que creían irresoluble y de repente se
veía la punta de una solución, el comisario siempre ponía ese mismo gesto de
sorpresa y decía que por fin había amanecido; como en los días claros y fríos
del invierno, que eran los que ofrecían el amanecer más hermoso.
—¡Por
fin! —decían.
Pero el silencio caía sobre todos, cuando los casos no
sólo no se solucionaban, o no se llegaba en ellos ni a un vislumbre. Y silencio
mayor había llenado toda la comisaría, cuando hubo que archivar por fuerza mayor
y órdenes de arriba aquel expediente del pobre viejo al que habían dejado inútil
para toda su vida quienes fuesen los que eso habían hecho. El comisario había
dicho entonces:
—Esto ya no es delincuencia. Esto está más allá de los
delitos, y me parece que poco vamos a poder hacer nosotros, ni nadie.
¿Se acordaría ahora el comisario de que repitió eso días y días, como
para conjurar el desconcierto en el que se encontraba? Quizá ya no, pero como el
rosicler o las rosas de los amaneceres, todo junto, iba a ser ahora la noticia
que tenían que darle ellos, dos agentes como de paseo, porque, sin pensar
siquiera en el asunto, habían abierto no una puerta, sino quizás un boquete en
aquel asunto del viejo. Y descubiertos, y detenidos estaban, los que habían
hecho aquello al viejo y algunos cuantos más que estaban implicados en ello, y a
comisaría llegarían enseguida aquellos peces gordos. Porque, además, esta vez la
pesca era de verdaderos peces gordos, que son los que siempre se escapan de las
redes más estrechas, dijo el agente Sureda, que era quien telefoneaba a
comisaría.
—Gordos, gordos, pero gordos de verdad; aunque los tipos sean
delgados, pero ¡qué casa y qué muebles! ¡Qué hospital, o lo que sea!
Hizo un silencio, y añadió:
—Los compañeros están todavía
registrando, pero me dice el jefe que mandéis una ambulancia vieja, que quiere
llevarlos en ella, y darles una vueltecita por Madrid, por Atocha sobre todo, y
haciendo mucho ruido; y que no os asustéis cuando paremos a la puerta con la
sirena a todo gas. Pero que no digáis nada de esto al comisario; que sólo le
digáis que los individuos que dejaron como si fuera talmente una planta, al
viejo del barrio de Las latas, han caído por fin.
—El comisario
está con «el cliente».
—¿Con qué cliente?
—¿Con quién va
a ser? El de siempre desde hace bastantes meses, parece que eres nuevo. El
violador de cada semana, que parecía que estaba de servicio. Pero esta vez le
hemos cogido in fraganti, porque la patrulla llegó a los gritos de la muchacha,
aunque ésta lo ha negado todo luego; y ha dicho que estaban divirtiéndose; y el
abogado del violador ha amenazado, además, al comisario, porque dice que le
torcimos el brazo, o los deditos; y que luego le torturamos psicológicamente en
comisaría. Así que le va a saber a hojuelas al comisario la noticia de esta
detención —concluyó el agente.
El agente que telefoneaba estaba
exultante por cómo habían rodado las cosas. Y, además, por verdadera chiripa
como en el caso de Al Capone al que le habían podido, por fin, echar el guante
no por sus asesinatos y extorsiones, sino por evasión de impuestos. Lo sabía
todo el mundo, y ellos, los compañeros de comisaría, se lo habían contado mil
veces, aunque les parecía como un cuento o chiste, o que, en cualquier caso,
sería una de las cosas que sólo podían suceder en América, o a lo mejor, sólo en
las películas. Porque ¿cómo un tío tan listo como Al Capone iba a dejarse pillar
por una tontería así? ¿Es que no tendría Al Capone abogados y consejeros
financieros? A montones los tendría, de manera que la conclusión a que llegaban
ellos era la de que, como para los peces gordos y señores del dinero el no pagar
impuestos, o pagar poquito, era un simple detalle de nada, los abogados de Al
Capone tuvieron un desliz, o un descuido, o un mal cálculo. O se toparían con un
juez más listo que ellos, de los que se leen antes la letra pequeña que la
grande en los contratos y en todo lo demás, y ahí pillaron a Al Capone, en las
mallas más estrechas de la red. A nadie parece que se le había ocurrido mirar
antes ahí, como si no se supiera que los alacranes están siempre debajo de las
piedras lisitas, que parecen invitar a sentarse sobre ellas. Pero se tardó años
en hacerlo, y vaya usted a saber por qué. No se sabía nunca a qué atenerse con
estas cosas.
—Eso debió de ser una traición entre caballeros gánsters,
porque los asuntos de estos señores que tienen tanto poder y están tan altos
como los políticos, como no se traicionen entre sí, no hay manera de acercarse a
ellos —concluía siempre esa conversación, cuando se hablaba de Al Capone, el
agente Argüello, que ya estaba jubilado, y que todavía cuando se le encontraban
les preguntaba:
—¿Y qué? ¿Ya habéis cogido a algún Al Capone?
Y
ellos se reían siempre; pero ahora él, el agente Luis Mercado, comenzaba a
creer, a pies juntillas, que lo de Al Capone podía ser verdad tal y como se
contaba, porque ¿acaso estos otros peces gordos, que ahora tenían entre sus
manos, no habían tenido también un descuido, de lo fiados y seguros que se
creían?
2
El viejo, aquel viejo al que ellos, quienes quiera que fuesen,
habían convertido en un vegetal seco o una cosa, había vivido así mucho tiempo,
y ya parecía que viviría siempre así. Aunque nunca había dejado de tener una
presencia verdadera que a todos parecía querer decir algo, incluso si no movía
los labios, no lanzaba ni un quejido, ni tampoco ofrecía una sonrisa, y ni
siquiera sus ojos se iluminaban de algún modo. Parecían los suyos los ojos de
cristal de un maniquí; aunque desde la última primavera podía decirse que, por
lo menos una o dos veces, aquellos ojos no solamente habían mostrado como un
destello, sino que habían hablado y como sonreído también, y habían transmitido
como un inicio de sonrisa a los labios. Y esto fue por una cosa de nada y que
nadie podría haber adivinado que iba a sacarle de su ser como de cosa, al que
estaba reducido, sin chullir ni mullir. Y el caso fue que la señora Claudina, su
prima y en cuya casa vivía, le mostró unos berros y unos espárragos silvestres
que le habían regalado a la señora Engracia, su vecina, y ésta se los había
pasado a él, al viejo, al señor Eliseo, porque sabía que le gustaban mucho. Y,
además, porque le recordarían a su pueblo, del que siempre estaba hablando,
antes de lo que le había ocurrido; y no porque los espárragos fueran de su
pueblo, que no lo eran, sino porque todos los espárragos y los berros eran de
todos los pueblos del mundo y alegraban a todas las gentes por un algo que
tenían que no se sabía lo que era pero que no tenían otras verduras, decía la
misma señora Engracia; y que, por eso, era natural que al señor Eliseo fuera lo
que más le gustaba.
Pero el bullir y deslumbre de los ojos del señor
Eli, al mostrarle esos berros y espárragos, fue solamente como si hubiera sido
un relámpago que enseguida pasó, aunque fue el primer relámpago, y volvió a
relumbrar otro día, meses después, cuando su vecino el señor Teófilo, que le
estaba afeitando, le dijo:
—Y ahora el bigote, señor Eli. Pero no se
ría, no sea que le dé un corte sin querer.
Entonces, el viejo, el señor
Eli, sonrió, y como nunca nadie le había visto hacerlo, y sus ojos parecía que
también sonreían, de lo vivos que se volvieron.
—Es que ya va tornando
en su ser y en sí mismo el señor Eli, y, cuando una persona vuelve en sí, y en
su ser, ya todo es diferente —sentenciaron todos los que habían visto aquel
prodigio.
Así que, aunque el médico al que llamaron les desengañó,
ellos, la señora Claudina y todos los demás, siguieron en su confianza, incluso
si el señor Eliseo no volvió ni a plegar ni a desplegar los labios en un gesto,
ni sus ojos a dar señales de y, como se le veía que hacía fuerzas pero no podía
expectorar, se las arregló también con los ojos para pedir que le limpiaran la
salivilla que sentía en la comisura de los labios. Y la señora Claudina
argumentó:
—Luego, si sabe que tiene salivilla, es que se da cuenta de
que siempre fue muy limpio, y quiere seguir siéndolo. De manera que lo que de
aquí en adelante sucedió fue, desde luego, que en ese momento acabaron las
conversaciones sobre él y su desgracia que se venían teniendo en su presencia,
porque siempre recaían en la maldad que habían hecho con él cuando le habían
hecho lo que le habían hecho, dejándolo como una piedra o el tronco de un árbol,
y siempre había alguien que no se contenía en esos comentarios, y decía:
—Y Dios le haría mil mercedes, si se le llevase a descansar. La señora
Claudina saltaba entonces rápidamente, jesuseando y protestando:
—¡Dios
no lo quiera, y ojalá Dios me conserve muchos años su compañía y arrimo! Sólo
Dios sabe el amparo que es un ser así, que a lo mejor es más ser que nosotros
somos, según la presencia que tienen cuando los tenemos cerca.
Así que
era, ahora, cuando todo el mundo se sentía pesaroso de haber hablado todo lo que
le había venido a la boca delante del señor Eli, porque todos lo habían hecho
con la mejor intención y misericordia, claro estaba, pero ya no estaban seguros
de cómo él podía haberlo entendido e interpretado, porque esto era un misterio,
y ni delante de los muertos debía de hablarse porque a lo mejor oían y
entendían, y las conversaciones serían entonces como paladas de tierra que les
sepultaban vivos. Y esto era lo más horrible que podía suceder a una persona,
así que ellos se sintieron entonces, un poco como los enterradores en vivo de
aquel hombre.
Pero lo que había extrañado en el barrio, entonces, cuando
sucedieron los hechos, fue que la policía hubiera soltado a los que habían
detenido, cuando rescató al señor Eli; pero luego también que nunca más se
supiera nada de ellos. Y era como si se los hubiera tragado la tierra. Aunque el
señor Andrés dijo que las cosas seguirían su curso, y había que hacerlas con la
ley en la mano; y que, a veces, había incluso que soltar a la gente que había
hecho fechorías, porque no se tenían pruebas, e incluso para que la que tenía
menos culpa tuviese una segunda oportunidad, y se acostumbrase a vivir como todo
el mundo. Pero no tuvo mucho éxito con estas explicaciones.
—¡Pues vaya
leyes! Mejor que no las hubiera, y nos pudiéramos defender nosotros solos
—comentaban quienes le escuchaban.
—¡Pues, gracias a esas y a otras
leyes, no nos echarán de aquí, de este poblado del basurero y de las latas, ya
lo verán ustedes!
Y aseguró también que, un día u otro, los que hicieron
lo que le hicieran al señor Eli terminarían por dar cuenta entera a la Justicia,
y todos ellos, los del barrio, vivirían para verlo. De manera que, unos días más
tarde, apenas había amanecido, el mismo señor Andrés ya estaba aporreando la
puerta en casa del señor Eli y la señora Claudina, para comunicarles que él
había estado el día anterior en la comisaría donde renovaban los carnés de
identidad, a renovar el suyo, y allí no se hablaba de otra cosa entre los
policías que del golpe que habían dado a unos ‹‹saca-sangre, saca-ojos,
saca-hígados, saca-corazones, y saca-de-todo›› que llevaban en el negocio años.
Y que esos tenían que ser los que le habían sacado al señor Eliseo su sustancia
de persona, o mucho se equivocaba él. Y explicó:
—O sea que aquellos
individuos están haciendo como una despensa, valga la comparación, y allí van
metiendo en el frigorífico todos esos organismos, y, si hace falta un hígado
pues se va a buscar un hígado, si hacía falta un corazón pues un corazón, y no
digo más porque hay mujeres delante, pero también de eso, y para tener niños o
deshacerlos; para todo. ¿Y de dónde viene todo eso a la despensa? Del señor
Eliseo, y de todos nosotros.
—¡Pues que lo paguen! Que lo paguen con la
cárcel, y también que den una indemnización a los que han robado los organismos.
Todos estuvieron de acuerdo, y, al fin y al cabo, eso mismo era lo que
decía el periódico al día siguiente. Aunque también añadía que había que esperar
al juicio, y que todavía tardaría; lo que pareció muy mal a todos, si bien se
mostraban también conformes con tal de que aquellos individuos no se escapasen
como sucedía a veces, ni tampoco saliesen de la cárcel con fianza, y se
estuvieran paseando por la calle, y hasta haciendo observaciones y cogiendo
datos para hacer otra vez de las suyas.
—Si salen y me los encuentro
—dijo el señor Andrés— les saco los ojos aunque sea con la navaja.
Pero
aquello pareció mal a todos, y después de esta desaprobación abierta y general,
el propio señor Andrés dijo que había sido un pronto suyo decir eso, porque,
además, ¿adónde se iba a encontrar él con aquellos peces gordos? Porque en
Madrid, como en todo el mundo, cada oveja iba con su pareja, y como si hubiera
muchos madrides, y, estando tan cerca, ni se cruzaban los unos con los otros.
El periódico hablaba de varias detenciones, y de la incautación de
órganos congelados y de material genético.
—¿Y qué material es ése?
—preguntó la señora Rosalía.
—El de hacer niños, ya ve usted.
La
señora Rosalía se puso colorada, y respondió:
—Parece mentira, señor
Andrés, que a sus casi ochenta años, ande diciendo todavía esas cosas,
dirigiéndose, además a personas que, como yo, y aquí también la señora Claudina,
sabe usted de sobra que somos dos mujeres solteras. Podía usted tener más
educación y delicadeza.
El señor Andrés bajó los ojos, y respondió:
—Es que no es lo que usted está pensando, señora Rosalía. No es lo que
usted está pensando. Es cosa de células.
—Ya me sé yo muy bien lo que
son esas células o celdas que usted dice, y que no son de monja precisamente. Ya
me contó a mí la Isidora que le había visto con una revista de esas de mujeres
desnudas.
—Pues no es verdad, porque era una revista de la barbería, y
yo no tengo la culpa de que vengan allí mises, ¡ya ve usted! Y debieron haberme
visto hojeándola al solillo, mientras me llegaba la vez.
La señora
Rosalía tenía ya dispuesta una sonrisa sardónica, pero la señora Claudina se
interpuso en la discusión con la advertencia de que se dejasen de aquellos
discutinios y diferencias, que, además, nunca le habían gustado al señor Eliseo,
que estaba oyendo toda la conversación. Y, cuando en ese momento le miraron,
desde luego que se le iluminaron los ojos, y no sólo sonrió, sino que hizo el
‹‹¡ju, ju, ju!›› gangoso que siempre había hecho cuando se reía. Y ni
querían creerse los demás lo que habían oído, de sorprendidos que quedaron;
porque, si esto no era un milagro, que viniera Dios y lo viese.
Era como
un adelanto o novedad en la enfermedad del señor Eliseo, y enseguida corrió la
noticia. Y en la comisaría se estaba al tanto, de vez en cuando, de lo que le
ocurría al pobre viejo, y entonces se renovaba aquel pesar de no haber podido
solucionar el asunto por los ‹‹imponderables, imprevistos e intercesiones›› de
siempre, pero prácticamente ya lo tenían asumido.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al comienzo de la
novela de
José Jiménez Lozano,
Agua
de noria (RBA Libros, 2008). Queremos hacer
constar nuestro agradecimiento a
RBA
Libros por su gentileza al
facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.