Creación/Creación
La Falange
Por Carmen Alcalde, jueves, 1 de febrero de 2007
El tiempo, la añoranza o el sabor de la batalla perdida pero vivida con intensidad te arrastran al puerto donde la ciudad gris permanece. Te quedas observando los cambios de la luz sobre las aguas del río, espectador presente del pasado.
—¡Vaya!, ¡qué sorpresa! ¿Qué haces aquí?
Sentí unas manos cálidas y familiares sobre mis hombros.
—Me recuerdas, ¿verdad?
A veces imaginamos evoluciones sensatas pero la vida nos sorprende. Había vuelto al punto de partida y ahora la tenía allí, revivida: Amada. Aún me parece estar viéndola, frente a mí, con aquella voz grave que tantos estímulos me había provocado.
—Tú no puedes comprenderme —lo dijo sin dejar de mirar mis ojos—, pero no eres distinta.
Eran frases extrañas que no entendí de inmediato y le pregunté balbuciente, si ser distinta era algo malo.
—No lo sé, pero tus compañeras suelen comentar que sí, que eres diferente, aunque yo no lo creo.
Era una afirmación segura, de las que se hacen notar aunque no hayas oído con claridad las palabras.
Con sólo verla y saber que se dirigía a mí me llenaba de sentido y me impregnaba de ese estado de gracia maravilloso que la decisión de las personas mayores te conceden cuando no se andan con rodeos.
Me pareció más alta con su el pelo alborotado. El mismo rostro algo alargado y sus ojos más grandes y claros, con una viveza alegre que resaltaba entre sus pestañas oscuras. En la comisura de los labios se le formaba un pliegue dulce que daba a su rostro un aire extraño, fascinante cuando sonreía.
—¿Podemos dar un paseo?
—¿Un paseo?
—Sí, claro. Caminar, charlar.
Anduvimos las dos por el mismo paisaje histórico y mal empedrado de las calles empinadas de Girona, intentando fijar con palabras esas quimeras que seducen y descarrían en el albor de la vida.
Era Amada, de nuevo. Había entrado de instructora en la Sección Femenina de Falange y se encargaba de impartir la cultura física y el nacionalsindicalismo a nuestra juventud.
De pronto se detuvo y se quedó mirándome con sus ojos entornados de tal manera que irradiaban un magnetismo torrencial.
Su cuerpo se había vuelto atlético, terso, ágil, erigiendo con sus movimientos un símbolo viviente, atractivo y físicamente liberado de la mujer. Nada que ver con nuestra imagen de femineidad monjil, de mojigatería y de cursilería. Nada con aquel mundo de toca, hábito y oración en el que nos habían subyugado las monjas.
Lo que más parecía interesarle era saber de mí, conocerme y seducirme para afiliarme a las Flechas Azules de la Sección Femenina de la FET y las JONS. Había que renacer, forjar la mente de la nueva juventud española. “Porque una joven como tú, con estudios y una mente despejada, a la fuerza debe tener un sentido del orden muy agudizado”.
Y aunque me quedé en blanco, enseguida supe que sus palabras me proponían soñar. Debía poner en orden mis sentimientos. Un amor se había escapado por mi culpa. Ahora alguien me elevaba el alma sembrando en ella una sonrisa de irresistible atracción.
—Creo que no se trata, aunque así esté definido, de que la mujer, en su función humana, sirva de perfecto complemento del hombre para formar con él una necesaria unidad social. Las mujeres no seremos tan tontas. ¿No te parece?
Sus ojos oscuros, penetrantes, se iluminaron y respiraron, como la comisura de sus labios, en una especie de burlona complicidad.
Desde que se introdujo la Falange en los colegios religiosos, las monjas no le tenían ninguna simpatía. En realidad representaba una competencia de proselitismo descarado. La seducción como arma para reclutar lo mejor de la juventud femenina española de posguerra era una descarada provocación, una “competencia desleal” para el proselitismo de las monjas.
—Te gustará estar con nosotras.
Renuncié a hablar dejando que sus labios continuaran explicándome mi propio futuro. De repente rompió a reír. Una risa tremendamente sensual que me arrebató.
Me rendí a sus encantos. Todo tenía la apariencia de una hoguera incombustible, algo que afianzaba la solidez de un futuro abrumado de promesas. Lo mejor era callarse.
Las jóvenes de entonces, en su mayoría, preferíamos la gimnasia y el baloncesto a la religión y a las matemáticas. A mis diecisiete años la Sección Femenina me ofrecía grandes excitaciones como la posibilidad de exaltación del cuerpo y la fascinación de una convivencia alegre y reidora que en los colegios de monjas hubiera parecido, como mínimo, insensata. Además ¡qué satisfacción a nuestro ego!: vestíamos camisa azul y falda de corte sastre, prietas las filas, recias, marciales. Y cuánto poderío en los desfiles por las calles de Girona, boina roja y brazo en alto. Es verdad que ignorábamos todo respecto a su organización e ideología.
En casa no estaban para lindezas. Les alegraba mi entusiasmo, el fin de mi continuado malhumor, pero en aquella sociedad de provincias las chicas de la Sección Femenina no eran bien vistas. En una Girona formada por una sociedad burguesa y no beligerante, de familias privilegiadas que educaban a sus hijas en colegios de pago, se sabía muy bien lo que representaba la Falange. Pero a mí me convencía aquello de que: “no es tolerable que masas enormes vivan miserablemente mientras unos cuantos disfrutan de todos los lujos” como decía José Antonio Primo de Rivera. La desenfrenada ambición de los hombres de negocios, estraperlistas y comerciantes de mi ciudad les hacía recelar de la Falange y de su adoctrinamiento.
No obstante, las chicas de la Sección Femenina aunque no resultaran simpáticas tampoco eran peligrosas. A fin de cuentas sólo aprendíamos a correr, a saltar, a nadar, a saber que éramos dueñas de nuestro cuerpo libre y poco más. Sin culpabilidades por los estragos del hambre, la miseria, el tifus o la tuberculosis que azotaba la otra mitad de nuestra sociedad. Los obreros resistían con sus cartillas de racionamiento, su Auxilio Social, su leche en polvo y el queso que los americanos ya no se comían. Era otro pueblo que lloraba humillado mientras yo desfilaba cantando brazo en alto el Yo tenía un camarada. ¡Cuánta ignominia!
Pero la juventud femenina y masculina de Girona no tenía defensas contra la Falange puesto que el nacinalsindicalismo, igual que la religión, se impartía como enseñanza obligatoria en colegios religiosos y escuelas estatales. Un ladrillo, aburrido, pero luego aparecía el hechizo de las jóvenes instructoras de Educación Física sobre las adolescentes reprimidas y coaccionadas por las monjas. El deporte y la gimnasia constituían para muchas de nosotras, sumergidas en un ambiente de baño con camiseta y de rosario diario, una liberación corporal, un ingrediente desconocido que rompía la monotonía de una enseñanza absurda e irracional. Para las más adictas a las monjas, por el contrario, constituía un auténtico tormento, un complejo de inferioridad física que se manifestaba en su torpeza corporal inhibidora. La envidia las dominaba al ver la agilidad, la hermosa expresión corporal de las instructoras y nosotras, sus fervientes adoradoras.
Las instructoras de la Sección Femenina tenían órdenes precisas de sus mandos, más burócratas, ácidas y viejas, de seleccionar para la práctica posterior de su proselitismo a las muchachas que se distinguían por sus aptitudes físicas más que por su inteligencia. Los años me enseñarían que esta selección machista sería el pan nuestro de cada día. Esta es la verdad de nuestro sexo: nadie quiere de secretaria, ni siquiera de criada, a una mujer que no brille por sus atractivos físicos. Y en este aspecto, la discriminación estética entre las chicas, fueran o no de Falange, quedaba bien patente. El arte de la seducción se ejercitaba a conciencia entre las futuras falangistas. Caían miradas dulces de complicidad entre la instructora y las alumnas de las clases de gimnasia. Referencias personales sobre algunas de nosotras que se distinguían de las demás. Encuentros casuales y furtivos durante los cuales, entre charlas y competiciones de básquet, se intercambiaban palabras ocultas impregnadas de una alta sensualidad que nos penetraba.
—Aquí no rezamos como las monjas —nos decían cuando pisábamos sus locales—. Nosotras preferimos cantar La mirada, clara y lejos/ la frente levantada, somos deportistas y bailamos danzas regionales. ¿Quieres afiliarte?
Aquello nos producía impacto: desfilar junto a los muchachos por las calles de Girona, el yugo y las flechas en la solapa de la camisa azul, el alzacuellos y el cinturón de cuero con hebilla en la cintura. La mirada (clara y lejos) en los balcones de banderas roja y gualda, marcar el paso brazo en alto, la boina roja en la cabeza y nuestro grito de victoria en los labios: ¡Gloooria, gloooria, gloooria y victoria…!
Viajes por toda España en campeonatos deportivos de baloncesto y natación, con la obligada dispensa de exámenes si coincidían en el calendario las fechas de nuestras convocatorias nacionales. Descubrí la convivencia con las falangistas de otras ciudades, las grandes concentraciones en los albergues de juventudes, el placer del cuerpo en unos horarios tan distintos a la severidad monjil: izar bandera, desayuno, deporte, comida, deporte, cena, fuego de albergue. Éramos unas muchachas espléndidas que abandonaban aquellos conceptos heredados de la visceralidad religiosa, agobiante, de las monjas. Era la pretensión de disfrutar un incipiente descubrimiento de la voluptuosidad.
En un anochecer, acampadas alrededor del fuego se destacó Amada con su guitarra iniciando una hermosa muñeira llena de melancolía. Describía la desesperanza de la separación de dos amantes al amanecer. Sin saber cómo, me encontré en medio del círculo frente a ella. Su mano presionó la mía y una turbación insólita me poseyó. Hubo un breve silencio que nadie se atrevió a romper.
La admiré, turbada y temblorosa, no sé si por su belleza, su desenvoltura o por aquel sentimiento extraño que me transportaba a una región tentadora. Desataba mi sensualidad y me perdía en el tiempo como si flotase en las nubes y la fascinación golpease el corazón hasta hacerlo pedazos.
Sus manos presionaron ligeramente las mías, acercándome hacia ella. Entonces contemplé en sus ojos aquella especie de fulgor que me hechizara desde un principio. Me susurró al oído:
—Sigues perdida. Buscas y no te encuentras.
Yo estaba en trance. Sentía que todos los momentos eran preciosos.
Algún tiempo después llegué a preguntarme si Amada habría sido mi auténtica experiencia terrenal. Un obsesivo capricho de adolescencia que se colaba en mis fantasías. En medio de la noche aparecía a mi lado y la besaba. Nos besábamos. Pero aquello debía ser absurdo. Sin embargo adivinaba que mi destino siempre sería el de perseguir a una mujer hasta el fin del mundo, a otra Amada. Notaba que toda relación con el deseo es desesperante e ilimitada.
En la Falange no acostumbraban a usar ni la galantería ni el feminismo. La galantería no es otra cosa que una estafa para la mujer. Se la soborna con unos cuantos piropos para arrinconarla en una privación de todas las consideraciones serias. Se la distrae con un jarabe de palabras, se la cultiva como una supuesta estúpida, para relegarla a un papel frívolo y decorativo. Nosotros sabemos hasta dónde cala la misión entrañable de la mujer y nos guardaremos muy bien de tratarla nunca como una destinataria de piropos. Tampoco somos feministas. No entendemos que la manera de respetarla consista en sustraerla a su destino y entregarla a funciones varoniles.
José Antonio Primo de Rivera nunca fue partidario de la causa emprendida por su hermana Pilar, pero murió antes y ésta fue nombrada por el Caudillo delegada nacional de la Sección Femenina de Falange de FET y de las JONS. A través de Auxilio Social y los lavaderos del frente, movilizó a miles de mujeres, estableciendo comedores, guarderías, centros médicos y asistenciales durante y después de la guerra. Luego vino el retorno a la obligada maternidad, el destino en lo universal, el único: ser buena madre y buena esposa. El fin esencial de la mujer, en su función humana, era servir de complemento al hombre, formando con él, individual y colectivamente, una perfecta unidad. Y años más tarde, en 1948, Pilar Primo de Rivera afirmaba: “La Sección Femenina ha de tener una actitud de obediencia y subordinación a sus mandos absoluta. Como es siempre el papel de la mujer en la vida. La sumisión al hombre”.
Pero a pesar de estas y otras declaraciones solemnes, lo cierto fue que las falangistas componían la imagen opuesta de la femineidad, de la mojigatería y de la cursilería. En los patios de las delegaciones oficiales se izaba la bandera en la actitud viril del brazo en alto fascista, una réplica exacta de otras juventudes nacionalsocialistas promocionadas por Mussolini y Hitler para reorientar a las nuevas generaciones. Pero, fraude o no, teníamos nuestro derecho a tomar la palabra y una manera de encontrar la identidad perdida, que antes jamás habíamos podido soñar. A una juventud de postbachillerato se le ofrecía libertad en vez de quietud y sumisión.
La homosexualidad, el lesbianismo, eran palabras impronunciables entonces: algo desconocido en su lenguaje. Muchas sentían esta inclinación. Su práctica era motivo de expulsión inmediata, por lo cual estos sentimientos se vivían como un infierno silenciado y de pecado que enrojecía las propias conciencias. Pese a ello, los deseos afloraban en los tímidos y furtivos contactos en las habitaciones colectivas, en los Fuegos de Noche que celebrábamos en los campamentos, amparadas por la oscuridad, durante los viajes por toda España en los campeonatos de básquet o en los conciertos por América de los Coros y Danzas. Siempre surgía una confidencia, un recuerdo, la necesidad de apoyo, de saber, de comprender, de expresar aquel narcisismo corporal en la plenitud de los diecisiete años. Y todo lo que tenía de misterio, de intriga y de prohibido, provocaba un placer aún mayor, gozos y sombras en aquellos terribles dramas de amor.
Mi abuela materna pagó la estancia en un vetusto y hermoso castillo de las Navas del Marqués de Ávila para sacarme de encima el lastre del Servicio Social Obligatorio. (Como en mi infancia pagaba la bula que me dispensase el ayuno de los viernes).
La jefe de estudios tenía un aspecto dinámico, viril y orgulloso. Su cabello rubio, rizado. Un espejismo que nos cautivó a todas. Una tarde después de la clase me sorprendió su confidencia:
—Llevo semanas de intensos sufrimientos. No duermo, me desespero. Paso unas madrugadas de verdadera tortura. Me escuecen los ojos. ¡Dios, cómo sufro! La gente vive y no se imagina lo que está sucediendo detrás de un rostro. Mira como tiemblan mis manos. Siento vértigo. Y este sol caliente. Es cegador.
La vi dudar un instante, revolverse inquieta. Corrió hacia un banco y se sentó, fatigada. Me parecía transformada, como si no supiera qué hacer ni cómo controlar aquel cuerpo suyo tan vital y atractivo. No era fácil imaginar que aquella hermosa mujer estuviese desmoronándose interiormente. Me sorprendía y me abrumaba tanto como las nubes grises que cubrían el cielo con aires de tormenta.
—Deja de mirarme y siéntate a mi lado —lo dijo con firmeza al tiempo que volvía la cabeza al frente.
Cumplí en el acto la orden y permanecí allí junto a ella, no demasiado cerca, sin saber qué decir. Ella miraba a lo lejos aparentemente poco dispuesta a prestarme más atención. Al cabo de unos minutos de un largo silencio se giró y dijo:
—Explícame la palabra feliz.
—¿Qué?
—Sí. La palabra feliz, porque habrá un espacio, un lugar para ser feliz.
—No sé. Lo dudo.
—Si pudieras entender o tan siquiera imaginar que en un instante tan sólo la vida puede ser distinta. Nunca nadie sabrá cómo la amaba. Todavía ahora, en las noches sin sueño, me obstino en creer que la vida puede ser distinta
Me quedé observándola, intrigada y dolida. ¿Cómo no iba a entender lo que era amar? Había pasado días y noches suspirando por el amor de mi madre. Había volcado todo mi afecto en un amor imposible y doloroso a la superiora de aquel convento. Yo sí sabía de carencias. ¿Cómo no entenderla si desde el día en que me habló había despertado en mí sentimientos renovados? Un afecto que se iba cristalizando en breves y esporádicos encuentros en los que charlábamos de literatura “la grande, la inmensa, la que revuelve los sentidos y conmociona la mente” solía decirme. Y yo esperaba, cada vez con más ansia, acercarme a ella, permanecer más tiempo a su lado, sentir la presencia de su cuerpo elástico que me transmitía flujos de seguridad y fortaleza. Era casi como un refugio al que calladamente se acude para salvaguardarte de la desesperación y el infortunio.
Y ahora estaba allí intentando mantenerse firme, como alejándose de mi presencia. No obstante, también era cierto que ella me había escogido en ese momento en que uno se forja su propio sufrimiento y cada inspiración desgarra los pulmones.
—Tranquilízate. —Le dije mientras apoyaba mis manos sobre su brazo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lanzó un profundo suspiro, mientras me abrazaba fuertemente. Me abandoné a la ternura de sus sollozos, segura, satisfecha. Y me abrigué con el calor de sus convulsiones.
No sé cuánto duró aquel largo abrazo, yo temblaba, excitada. Susurraba para mis adentros palabras que temía decirle y sólo murmuré:
—¿Quieres explicarme?
—Es agotador detestar a alguien que se ama.
—Me gustaría ayudarte.
—Ya lo has hecho y te lo agradezco. Eres una buena amiga.
No había esperanza. La fisura que mostraba su alma parecía agrandarse irremisiblemente.
—¿Te acompaño?
Su sonrisa recuperaba su tono de victoria, pero sus ojos permanecían llorosos. La tristeza y el dolor seguían existiendo fuera. Con delicadeza pasó un dedo por mi mejilla, como limpiándome una lágrima que confundía con las suyas.
—No te aflijas. Hay que salir de esto. Ser fuerte y tragarse la rabia.
Súbitamente estalló un rayo con un resplandor hiriente. Empezaron a caer gruesas gotas de agua con una brusquedad desacostumbrada. Ella se puso en pie de un salto, yo la imité.
—¡Vete! ¡Corre! —dijo empujándome a la vez que se disponía a escapar de la lluvia.
—¿Nos veremos? — le grité mientras se alejaba.
No me respondió, pero sí detuvo su carrera un instante. Se volvió y me saludó con un gesto de la mano.
No volví a verla. Su desaparición de las clases se justificó diciendo que iba a casarse, que había marchado a San Sebastián donde la esperaba su prometido. Pero ninguna de las compañeras que habíamos intimado más con ella llegamos a creer que aquello fuese cierto. Era una mujer que nunca hablaba de amor, de pasión sí. Tardé tiempo en comprender su desaparición.
El castillo de Ávila era una vieja reliquia medieval. Vistosamente reconstruido para dedicarlo a acoger con solemnidad la escuela-albergue para los Mandos e Instructoras de Servicio Social. Estaba destinado a hijas de familias burguesas capaces de pagar dos mil pesetas de aquellos tiempos cada mes por evitar el obligado aprendizaje de labores y cocina. El Servicio Social debían cumplirlo, en aquel entonces, todas las mujeres entre l7 y 35 años que optasen a un título académico, un puesto en la función pública, abrir una cuenta bancaria o solicitar el pasaporte. En dos meses de internado en el castillo se liquidaba el discriminatorio y penoso deber femenino de servir a la patria con una canastilla de labores. Pero además, era una trampa abierta de proselitismo hacia la mujer. La Falange sólo admitía a las universitarias a través del sindicato SEU. Pilar Primo de Rivera no era universitaria. Desde 1934 a 1975 miles de mujeres se incorporaron a la organización política, en actividades públicas, gracias al cinismo de una organización que predicaba, para las mujeres casadas el retiro al hogar con el fin de servir de perfecto complemento al hombre y para las solteras la mayor actividad deseada.
Un mes en tierras de Castilla da para mucho. En los primeros días todo fueron encuentros, presentaciones y expectativas. Deleitarse con el cálido resplandor que emanaba de las Jefas. Fortalecerse con las charlas instructivas complementadas con preguntas y sugerencias en donde se cimentaba la conciencia de una clase gobernante, de ahí el rigor y la disciplina.
La vida en el castillo estaba sazonada con constantes tentaciones. El pecado, como una piel pegada al cuerpo, rondaba por cada uno de nuestros actos. Estábamos inmersas en la transgresión de todos los conceptos tradicionales. La Sección Femenina era un caldo de cultivo para la efervescencia de amores prohibidos e inevitables dentro de una convivencia exclusivamente femenina.
Eran las diez de la mañana de un día de abril, soleado, claro y posiblemente no muy cálido. Extrañamente nadie había tocado diana y aún permanecíamos en nuestras habitaciones. Los altos ventanales seguían cerrados y ninguna referencia externa, excepto el aislamiento, llegaba hasta nosotras.
Había crecido el nerviosismo y la inquietud. Teníamos prohibido levantarnos sin que se diera la orden. Esperábamos como cada día el campanazo del patio para salir corriendo a izar bandera. Casi al medio día todo era silencio. Un silencio que se prolongaba entre la extrañeza y la expectación. Nos arreglábamos y nos movíamos entre preguntas y sugerencias.
Acababan de dar las doce cuando se abrió la puerta y apareció la Jefe de Día, aspecto grave, gesto lento.
—Dentro de diez minutos, todas en la sala de mandos.
Su voz y su presencia, inolvidables. Desapareció rápida y tras el primer respiro todo fueron corridas, encontronazos y dispersión sin orden ni concierto. Jamás habíamos tenido una convocatoria semejante y, si para la mayoría aquello provocaba un sentimiento de curiosidad y extrañeza, a otras nos inundó una intuición de tragedia, una impresión siniestra.
En la Sala de Mandos una voz nos anunció a la Jefe de Curso. Se presentó con los ojos desorbitados, patética. Su voz, apenas perceptible, nos comunicó:
—La jefe de estudios ha muerto esta madrugada.
Un extraño temblor ponía más tragedia en sus palabras. Apenas podía mantenerse en pie. Salió alucinada de la Sala de Mandos, con su cuerpo dominado por grandes convulsiones. La ayudante nos anunció que se había decretado día sin clases y sin actividades y nos recluimos en el silencio sagrado y odioso de nuestra habitación. Yo, en particular, lloré largo rato con una ira seca, gigantesca y una pena honda que doblaba mi cuerpo en dos.
La jefe de estudios, aquella mujer alta, de cabello rizado y rubio, de cuerpo estético había muerto por amor. Amó apasionadamente a la directora del castillo. Todas lo sabíamos, todas lo callábamos, cómplices, con solidaridad y con temor. Nos constaba y se confirmó porque entre las profesoras había una víbora envidiosa esperando en guardia permanente el momento de atraparlas por sorpresa y delatarlas. Y lo consiguió.
Aquella mujer regordeta, de ojos saltones, voz chillona y pelotera, espiaba infatigable los movimientos de las dos mujeres con la esperanza de sorprenderlas en una actitud sospechosa. Su paciencia fue recompensada. Desde hacía una semana el rumor ya corría por los patios del castillo. La víbora las sorprendió al anochecer, en el palomar, las manos cogidas y los labios unidos.
Altos mandos de la Delegación Nacional acudieron desde Madrid para celebrar un consejo de urgencia. La jefe sería expulsada por desviación sexual. La directora, con el fin de evitar un escándalo nacional, terminaría el curso y en verano se revisaría su caso.
Aquella misma noche, entre delirios, angustia y desesperanza por verse separada de su amor, acusada de perversión sexual, preparó sus maletas, las puso sobre la cama y mientras aguardaba la hora del tren se quedó dormida para siempre con dos tubos de anfetaminas en el estómago.
Al día siguiente abandoné aquel castillo maldito, perseguida por la imagen y el recuerdo de otra Amada perdida. La cercanía de su cuerpo al mío, tantas veces sentida, el roce frecuente de sus manos sobre mí, inolvidables manos, me acompañó y constituyó una pesadilla en otras noches de sueños imposibles. Amada, juro que volveré a reconocerte.
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Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este capítulo de la novela de Carmen Alcalde, Vete y ama (2005).