Albert Garcia Ripoll (seudónimo), autor, se diferencia fundamentalmente de
su personaje homónimo, SCAT, narrador de la historia, por tres meses y
veinticuatro años de edad. A esta diferencia de edad, hay que añadir la lógica
distancia de características físicas diversas: sí, el color de los ojos del
escritor de esta novela, por ejemplo, no es el amarillo. La génesis del relato
se materializó cuando el autor regresó a su ciudad natal, Hospitalet de
Llobregat, después de seis años en Brasil. La visión de una sociedad totalmente
cambiada y en proceso de vertiginosos cambios animó una aguda reflexión en forma
de novela. Los capítulos de la historia se fueron contrastando con la
experiencia de jóvenes que conocían por dentro las bandas latinas, de otros que
habían protagonizado desagradables percances con
skinheads y,
especialmente, de entusiastas
graffiteros o
escritores que
sancionaron con generosa nota el argot y las técnicas que refiere el narrador
protagonista. La ingenuidad de algunos de estos lectores quiso ver como reales
una historia y personajes fruto de una seria documentación y de una fiel
observación de la realidad. De aquí el motivo del seudónimo, porque ambos, autor
y personaje creado, comparten, además, espacios geográficos comunes. Suponemos
que el autor ha traspasado a su narrador, aunque sea de modo inconsciente,
algunas vivencias y características de personalidad; pero, aunque pueda existir
una amalgama de modelos externos que perfilen al protagonista, a los personajes
les pasa lo que a los hijos: que acaban creando su identidad y se les quiere más
por su condición de hijos que por el benévolo saldo entre virtudes y defecto.
Con ayuda intertextual y salvando todas las distancias, el autor acabó
creyéndose aquello de “Albert Garcia Ripoll
c’est moi!”.
***
Escogí el mejor día. Sin mi padre en casa, los días de
turno de noche de mi madre en el Hospital, yo había aprendido a despabilarme
solo, incluso a prepararme cenas y desayunos. Lo mejor de todo es que tenía
total libertad y no tenía que dar cuentas a nadie de mi aventura nocturna. A las
doce y media de la madrugada me preparé la mochila con los botes de spray y los
bocetos, sin olvidar la cámara digital para inmortalizar ese posible instante de
mi obra finalizada. Esa misma semana había ido a la tienda de Montana, de Arc de
Triomf, en Barcelona, y todas las bombas estaban por estrenar, dispuestas a
explotar en un magma de colores. Me vestí y añadí un pasamontañas a mi
indumentaria de diario. Quizá había visto muchas películas, pero antes de salir
me coloqué unas lentillas azules, sin graduación, y, con una extraña intuición,
tomé la linterna antihumedad y aquel emisor de ultrasonidos que me había
regalado hacía tiempo mi tío Luis.
Sería la una, cuando subía la Rambla
—Just Oliveras— (allí vivo). Al llegar a la avenida Josep Tarradellas i Joan, la
sensación de silencio asustaba. Sentí frío. Era luna llena y el cielo estaba sin
una nube. Pasé enfrente de los Juzgados, que recordaban a un edificio fantasma
y, a la altura de mi instituto, crucé la calle y llegué al puente de Isabel La
Católica. De vez en cuando, un despistado vehículo aportaba un ruido de fondo.
Antes de llegar a los bloques de Can Serra, encontré el acceso a las vías del
tren de la estación de L’Hospitalet, que es final de algunas líneas. Me enfundé
el pasamontañas. Siempre había observado una verja rota y cualquier alambrada
que hayan repuesto no consigue mantenerse en pie más de un día. Evité cualquier
ruido, pero resultaba difícil si pisaba las piedras; por ello, decidí caminar
por los raíles manteniendo el equilibrio, hasta que de un salto accedí a los
andenes.
Los más supersticiosos creen en el ángel de la guarda. Visto
desde el paso del tiempo, algún espíritu parece haberme protegido aquella noche.
No hubo chivatazo de ningún vecino, que pudiese haberme visto desde los
edificios, a lo lejos, y nadie, empleados de RENFE o de seguridad, parecía que
se percatase de mi presencia, cuanto menos de mis intenciones. Si hubiera ido en
grupo o quizá si paradójicamente hubiese extremado más las precauciones, no
habría conseguido mi objetivo. La temeridad me ocultó en la noche. Nadie podía
haber imaginado mi descaro de ponerme a pintar el primer tren en la cabeza del
andén 12. Con certeza absoluta, el de seguridad descuidó las rondas y se
quedaría durmiendo o hablando con otros empleados en la sala del jefe de
estación. Lo cierto es que yo me dispuse estratégicamente entre dos trenes, a
quinientos metros de la estación, saqué los bocetos y algunas pinturas de la
mochila llena de compartimentos, uno para cada objeto.
Al principio, la
muñeca me temblaba. El frío —quizá el miedo o la propia excitación— me agarrotó
la mano. Pasaron los primeros trazos y me olvidé de todo. Mi febril actividad y
concentración arrancaron las primeras gotas de sudor debajo del pasamontañas.
Experimenté la sensación de haber vivido esa escena con anterioridad. Creo que
había automatizado todos los trazos. Perdí la noción de tiempo. Primero, había
estampado mi firma entre dos puertas del vagón. En un arrebato de imaginación,
quise aprovechar la “C” invertida, logotipo de los trenes de Cercanías, pero
estaba muy alta y no me sentía cómodo; por lo que acabé perfilando los dígitos
de mi tag, respetando la “C”: “20 - C - 1 - 21”. El dibujo del rostro de Fátima
cobró vida más hacia la cabeza del tren, en posición más central: logré que la
lágrima que resbalaba de sus ojos brillara. No sé si alguna vez en mi vida voy a
alcanzar de nuevo el dominio total de degradación de aquellos tonos rojizos, y
la perfección de sombras para conseguir el efecto tridimensional. Por último,
las letras de “FAITH”, burbujas perfectas, completaban la mitad del vagón, entre
otras dos puertas. Iba a empezar a marcar el dibujo del tigre; pero mi ángel de
la guarda —o quizá una extraña premonición— me puso en sobre aviso de que había
llegado a mi fin. Con todos los bártulos recogidos, aún tuve tiempo de grabar
con el vídeo digital y de salir entre los trenes hacia los andenes centrales,
porque pretendía salir por los bloques de Can Serra.
De pronto, al
cruzar entre dos trenes para otro andén, me encontré, casi escondido, un
segurata sosteniendo un feroz dobermann, que arrancó a ladrar desesperadamente.
Creo que el susto fue mutuo, pero a mí especialmente me paralizó. También
hubiera sido absurdo intentar huir: la ropa ancha y baja de cintura no me
hubiese dejado correr. En breves segundos, la siniestra pareja se me fue
acercando peligrosamente. Accioné instintivamente el emisor de ultrasonidos y
comprobé que el perro se volvía loco, irascible; pero que reculaba un poco. Su
dueño observaba extrañado y se dirigió a mí, desafiándome:
—Apestas a
pintura, gillipollas.
Ante mi silencio como respuesta, se dirigió al
dobermann y empezó a gritarle, confundiéndose los dos tipos de ladridos:
—Ataca, Toro, atácale. Muérdele los cojones.
Se puso nervioso,
porque el animal no reaccionaba ni acataba sus órdenes. Y sacó el arma. Me
apuntó con el revólver reglamentario proporcionado por PROTECSA. Con la mano
izquierda asía con fuerza la correa del perro y me obligó a que me acercara.
Obedecí sin rechistar, al sentirme apuntado, incluso me olvidé de
accionar el emisor de ultrasonidos. Con esa proximidad, a menos de un metro, el
perro recuperó su instinto de ataque y el segurata difícilmente podía contenerlo
con una sola mano. Como si despertara de un sueño, accioné de nuevo con fuerza
el emisor de ultrasonidos y el perro se volvió loco, desquiciado, queriendo
escapar. Si el dobermann hubiera tenido rabo, lo habría tenido entre las
piernas, y las atemorizantes orejas, artificialmente en punta, perdían rigidez.
Aproveché ese instante, guiado por un impulso irracional, para centrar
todas mis fuerzas en la mano que empuñaba el arma. El efecto sorpresa funcionó,
porque nunca se hubiera esperado esa reacción mía. Él, en un acto reflejo,
apretó el gatillo. Como había tenido que dejar de pulsar el pequeño mando, el
perro se volvió a agitar nerviosamente, lo que dificultaba el control de su
dueño, que sostenía con fuerza la correa al mismo tiempo. Afortunadamente para
mi persona, en mi forcejeo, la bala perdida no se dirigió hacia mí sino que
encontró el cuerpo del animal (el de cuatro patas). El pobre bicho cayó casi
fulminado, en una horrible agonía. La rapidez de mi ataque, la magnitud de la
tragedia y mi propia llave de judo que le apliqué hicieron que el agente dejase
caer el revólver. Yo le sacaba más de una cabeza de altura y lo pude derribar
fácilmente.
En ese momento conseguí hacerme con la pipa y recuperar mi
mochila. Ahora era yo quien le apuntaba y, sin dejarle de apuntar ni una
fracción de segundo e iba caminando de espaldas por el andén en dirección a
Sants Estació, a la espera de abandonar aquel infierno. Revolcado en la sangre
del dobermann, cerca de su cuerpo agonizante, el segurata aún tuvo el coraje de
levantarse, como un animal herido, y se abalanzó en mi búsqueda. En eso radica
la valentía muchas veces: en el impulso de la desesperación. Y tuve que hacerlo.
Yo, que nunca había disparado, mantuve firme el pulso, cerré los ojos, apreté
los dientes y el gatillo, sucesivas veces.
Entonces sí que eché a
correr, lo que aquella ropa ancha me permitía. Y lo vi postrado en aquel andén a
pocos metros del perro. Las últimas palabras que llegaban a mi cerebro mezclaban
interjecciones de dolor y las palabrotas más hirientes.
Para bajar de
nuevo al puente de Isabel La Católica, tuve que meter el arma en la mochila,
aunque no quedaba ningún departamento reservado para aquel intruso. Ya, bajo el
puente obscenamente iluminado, a su mitad, abandoné mi frenética carrera. En un
instante de frialdad inconscientemente acepté que me arrestasen efectivos de los
mossos, de la policía nacional o de la guardia urbana. El sentimiento de culpa y
remordimiento cambia a las personas, y yo entonces creía que llevaba una muerte
a mis espaldas. Ése era el peso que no me hacía andar más rápido. Sólo pasaron
coches particulares. Me fijé en un volkswagen Phaeton negro profundo (efecto
perla), circulando a esas horas de la madrugada: ¡menuda pasada! Creo, sin
embargo, que nadie sospechó de mi persona. Supongo que tampoco ningún héroe
popular avisó a la policía. Y de pronto divisé el edificio de La Farga y, al
lado, imponente, el de la antigua fábrica Vilumara, convertido en mi instituto.
No me atemorizó saltar el alto muro de la escuela, rematado en cerámica
modernista. Soy medio gato —ya saben— y caí bien, aunque como ratón asustadizo
fui a refugiarme en los subterráneos de la antigua textil, después de saltar la
verja del parking de profesores. Del manojo de llaves seleccioné la correcta a
la primera y el candado cedió. Y entré en el agujero. La ex fábrica de
manufacturas y estampación Vilumara posee un intrincado laberinto de pasillos
bajo tierra, creado entre otros motivos, como sistema de ventilación para
asegurar la temperatura y humedad adecuadas para la fibra de hilo. Hoy en día y
hace años, igual, el abandono y subida del nivel freático (ya no quedan bòbiles)
hacía impracticables bastantes tramos del recorrido. Yo intenté caminar por
aquel laberinto y, medio perdido, con la única ayuda de la linterna antihumedad,
logré encontrar un ladrillo flojo en el muro. En la cámara entre los dos
tabiques aún hoy en día el revólver debe de descansar en paz. Uno a uno fui
ocultando también los botes de spray, en aquel improvisado ataúd. El ruido
metálico al chocar con los otros ponía nerviosas a las ratas. A cada spray
enterrado, SCAT iba muriendo un poco más. Acabé utilizando un fragmento de barro
de suelo del túnel para sellar el ladrillo despegado.
Estaba cansado y
me atraía la tentación enorme de cerrar los ojos y dormirme plácidamente. La
racionalidad me exigió, no obstante, abandonar aquel agujero. Por muy gato que
yo fuese, las ratas —correteando por allí nerviosas y excitadas— no me iban a
respetar si bajaba la guardia.
Dudando de si era conveniente o no salir
de mi escondrijo, acabé por marcharme. Todavía faltaba tiempo, algunas horas,
para que llegasen los primeros profesores o alumnos. Cerré el candado y limpié
el barro de mis deportivas Nike. Sé que alguien observó cómo salte la verja del
parking de la calle Girona. Quizá fuese obsesión paranoica. Temía que a esas
horas ya media ciudad me estuviera persiguiendo. Con la mochila vacía —ahora
sólo con los bocetos, la linterna y la cámara digital—, me sentí liviano de
equipaje y, en cierto modo, aliviado del peso que me oprimía.
Al otro
lado del muro, opté por tomar calles secundarias. Ya en casa —mi madre aún no
había llegado—, llené la bañera de agua caliente y me tumbé, mientras el
contenido de una lata helada de coca-cola me cosquilleaba la garganta. Caí
rendido por el sueño y me desperté por el agua, que se había enfriado
totalmente. Me dolían los ojos, porque me había olvidado de quitarme las lentes
de contacto azules. Me afeité. Me puse ropas serias, formales y hasta pijas, con
zapatos de cordones. El resto de ropa y las bambas las coloqué en una bolsa, con
la intención de deshacerme de ellas lo más rápido posible. Por primera vez en
aquel curso, seleccioné los libros que tocaban y me dirigí puntual al insti.
Aquel año continuó siendo quizá el peor de mi vida; pero, al pasar
aquella noche y madrugada, cuando conseguí hacerme el primero y último tren,
quedó atrás la pesadilla más horrible. Nunca pensé que podría volverse a
repetir. Ese día SCAT murió y Albert Garcia Ripoll, el mejor alumno, renació de
sus cenizas.
Nota de la Redacción: este texto pertenece a la novela de
Albert Garcia
Ripoll,
SCAT
(Ediciones Carena, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al
director de
Ediciones
Carena,
José
Membrive, por su gentileza al facilitar su publicación en
Ojos de
Papel.