Guillermo Stein llegó al colegio a mitad de curso y lo hizo en bicicleta.
Ninguno de nosotros iba al colegio en bicicleta.
La bicicleta de Guillermo
Stein era una bicicleta italiana, de color negro, muy alta. Casi no se le veía,
al recién llegado Stein, sobre la bicicleta, de no ser por aquel impermeable
colorado que llevaba sobre los hombros, una capa de plástico anudada al cuello
por la que se deslizaba la lluvia hasta el suelo. Porque aquel fue el año de
todas las lluvias: no cesó de llover durante todo el curso. Por eso ninguno de
nosotros iba al colegio en bicicleta. Bajo la hilera de paraguas vimos llegar a
Guillermo Stein: vimos su espalda enfundada en el impermeable colorado y junto
al reflector del guardabarros trasero, una placa ovalada y blanca con dos letras
negras —C. D.— y un escudo con un lema en latín, unicornios y flores de lis.
Guillermo Stein venía al colegio con una bicicleta que pertenecía al Cuerpo
Diplomático de una nación, cuyo escudo no aparecía en el Atlas Universal.
Pero ésa no fue la única novedad de la llegada del alumno Stein. Cuando
Guillermo Stein llegó al colegio, murió el padre Azcárate: apoplejía. El eco de
la palabra restalló en claustros, patios y aulas. La apoplejía, entre nosotros,
tenía el sello de la ira de Dios y un tinte siniestro, como de monstruo marino.
Aún recordábamos las filípicas del difunto en contra de Lutero, una de sus
obsesiones escolásticas. Y cómo los ojos se le salían de las órbitas al
describir los síntomas de la enfermedad del cismático alemán. A-po-ple-jí-a,
silabeaba furibundo sobre la tarima, mientras todos rogábamos en silencio que,
al llegar la hora de nuestra muerte, ésta no viniera del brazo de la peste
luterana.
Lutero y Stein; la apoplejía y el impermeable colorado; las
lluvias y aquel escudo que no figuraba en las páginas del Atlas, donde todos los
escudos parecían mariposas de exóticos colores sujetas por alfileres en las
cajas de un coleccionista.
—Mala señal —dijo Palou—. No me extrañaría que
acabáramos suspendiendo. Stein es un tipo raro y a mí no me gustan los tipos
raros. Descompensan.
Palou era el capitán de nuestra clase. Palou era fuerte
y astuto y nos capitaneaba a todos los demás desde la sombra, con esa impunidad
que sólo poseen los que son fuertes y astutos al mismo tiempo. Era un mal
comienzo para Stein, la clasificación de Palou. Para Palou el equilibrio era la
clave secreta de la vida, un equilibrio salvaje del que sólo él conocía las
medidas: descompensar era un verbo terrible para Palou, una condena sin juicio
previo.
Aquella mañana en la que llegó Stein, le tocó a mi sección velar
el cadáver del padre Azcárate. Cuando el padre Laval, prefecto de nuestro curso,
nos comunicó la orden del día, una difusa y silenciosa tensión nos atenazó en
los pupitres; salvo al alumno Stein, que permaneció abstraído en sus cosas, como
si explorara las junglas de aquella nación cuyo escudo no aparecía en el Atlas.
A ninguno de nosotros nos gustaba velar a los muertos en la cripta del colegio.
Pero menos que a ningún muerto, al padre Azcárate: temíamos que el rastro de su
enfermedad hubiera quedado grabado en el rostro de cera de su cadáver.
Imaginábamos la angustia de Lutero dibujada en los labios y la mirada del cuerpo
que ahora íbamos a velar.
La guardia en la cripta duraba veinticuatro horas
en turnos de media hora y grupos de siete, dirigidos por los cónsules de cada
asignatura. Este rito funerario lo oficiábamos los que ya habíamos cumplido once
años pero aún no dieciséis. Formaba parte de las costumbres del colegio y estaba
destinado a forjar nuestro temple y a trabar conocimiento con el sueño pasajero
de la vida. Yo era cónsul de Historia y a mi grupo le tocó velar el primer
turno: el peor, porque tal vez el muerto no había muerto y de repente abría los
ojos y forcejeaba con la mortaja para salirse del ataúd. O incluso estando
muerto, sabíamos que podía escucharnos desde que, en unos ejercicios
espirituales, la tenebrosa voz del padre Riche nos habló de la muerte aparente y
de cómo los muertos, al principio y aunque estén muertos, oyen todo lo que
ocurre en el mundo de los vivos. La cuestión era si los muertos también
adivinaban lo que pasa por la mente de los vivos. Entonces estábamos perdidos,
porque mientras velábamos el cadáver del padre Azcárate, todos estábamos
pensando en Lutero; o lo que era peor: en qué pecados habría cometido el padre
Azcárate para que Dios le hubiera castigado con la misma enfermedad y muerte que
al hereje.
He dicho todos y he cometido un error; el error que se comete
cuando se rompe el equilibrio conocido: el olvido. Me he olvidado de Stein. A
Stein le tocó en mi grupo, junto al lado izquierdo del rostro del padre
Azcárate, justo enfrente de mí. Guillermo Stein no miró, ni durante unos
segundos, al padre Azcárate. Nos miraba a nosotros, observándonos como
observábamos a las amebas y los paramecios en el laboratorio de Ciencias
Naturales. Como si los seis miembros restantes de fúnebre cuerpo de guardia
fuésemos amebas y paramecios y el padre Azcárate tan invisible como las lentes
del microscopio.
Cuando acabó nuestro turno fuimos relevados por el
siguiente. El cónsul de Matemáticas era Palou y mientras efectuábamos el cambio
de guardia —en una maniobra de medias vueltas en posición de firmes, que estaba
entre la formación gimnástica y la parada militar—, me preguntó con la vista
acerca de Stein, como si preguntara sobre la fermentación de una rara especie de
gramíneas en medio de un examen. Con disimulo, me encogí de hombros, como se
encogen de hombros los cobardes en medio de un examen. Algunos miembros de la
comunidad rezaban arrodillados en los reclinatorios: sotanas negras sobre
terciopelo rojo y una temblorosa y asfixiante luz amarilla, de cirios empapados
en incienso. Las cabezas inclinadas eran una exposición de calvas: de la
incipiente coronilla a la bola de billar. Nunca entendí por qué los curas
empiezan a perder el pelo por el occipucio y tampoco llegué a advertir ningún
rasgo diabólico en el rostro del padre Azcárate.
Subimos en formación hasta
el aula, mientras la lluvia caía sobre el claustro a ráfagas y nos salpicaba la
ropa. Cuando moría un Padre, la actividad académica del colegio se paralizaba
durante un día. Se suspendían las clases y esas horas de trabajo y recreo se
dedicaban al estudio y la oración. Y a la temida media hora de guardia en la
cripta.
En aquella primera hora de estudio, Stein se dedicó a ordenar sus
cosas en el pupitre. Yo vigilaba sus movimientos y cómo sus objetos iban
introduciéndose en el único santuario privado que cada uno de nosotros poseía en
el colegio. Los vigilaba debido a mi curiosidad, pero también para tener algo
que contarle a Palou cuando subiera de la cripta. Guillermo Stein había llegado
en la bicicleta de un misterioso cuerpo diplomático y con un maletón de piel de
cerdo que tenía dos carteras con dos hebillas en el frontis. Era un maletón de
profesor, más que una maleta de alumno, y tenía el mapa de África en la zona
posterior: una mancha oscura, no defecto de la piel, sino provocada por un
descuido: el derrame de una botella de colonia, tal vez, o el contacto con el
fuego. El mapa de África se divisaba a la perfección desde mi pupitre.
Stein
abrió la tapa verde, pintada como se pintaban las portezuelas de los carruajes,
y la apoyó sobre la línea de tinteros y lapicero. El interior de las bisagras
refulgía en la oscuridad del cajón. Pude observar algunas de las pertenencias de
Stein: 1) Tres cuadernos rojos tamaño folio. 2) Siete libros forrados en papel
azul de Prusia. 3) Una caja metálica de tabaco Craven-A: roja como su
impermeable y con la cabeza de un gato negro entre las letras doradas. 4) Una
fotografía de grupo, color sepia con muchas plumas y polainas, que sujetó con
chinchetas en la cara interior de la tapa del pupitre. 5) Un calidoscopio. 6)
Una caja de habanos. 7) Otra fotografía, de bordes dentados en blanco, que me
pareció la fotografía de una mujer vestida con traje de chaqueta: la introdujo
en uno de sus cuadernos. 8) Una pluma de baquelita, un lápiz alemán y otro,
intacto, sin puntas, de dos colores: azul y rojo. 9) Una gastada cartera color
canela, de piel de cocodrilo.
Cuando acabó la operación, el alumno Stein
cerró con cuidado su pupitre y girándose hacia atrás me sonrió. Yo sonreí
también, sin encogerme de hombros como hacen los cobardes y suelo hacer yo
cuando no sé qué decir, ni qué responder.
Desde la tarima, el padre Laval
empezó a rezar el rosario en voz alta.
Por la noche, en casa, comenté la
llegada de Stein a mis abuelos. Yo no vivía con mis padres: yo vivía con mis
abuelos. Mis padres siempre estaban de viaje. Mis padres eran postales color
ámbar; mis padres eran postales en blanco y negro a las que una máquina había
teñido de unos colores chillones e inverosímiles, tan chillones e inverosímiles
como los colores del celofán que envuelve los caramelos. Mis padres, pues, eran
mis abuelos, que no eran mis padres y mis padres, vistas de La Promenade des
Anglais, en Niza; del puerto de Marsella y sus pailebotes; de las casetas de
playa de San Juan de Luz; de los acantilados blancos de Dover y los cafetines de
El Cairo, Tánger o Alejandría. Había muchos cafetines, puertos de mar y calles
con chilabas, asnos o automóviles de lujo en el rostro rectangular de mis
padres, que siempre estaba garabateado por detrás con la letra de mi madre, una
letra que apenas decía nada sino estamos bien, esto es muy bonito, apenas veo a
tu padre de tanto que trabaja y cuídate mucho, tus padres que te quieren.
Estábamos cenando en el fumador de casa: cenábamos siempre en el fumador de
casa, bajo una lámpara de alabastro que daba una luz tan amarilla como las velas
de la cripta y la radio encendida. A mi abuelo le gustaba cenar con la radio
encendida porque a aquellas horas solían emitir un concierto de piano.
—El
piano facilita la digestión —decía mi abuelo—, y afina los sentimientos. Un
hombre ha de cuidar su digestión y tener siempre afinados los sentimientos; si
no, corre el peligro de transformarse en una bestia.
Eso decía mi abuelo,
entre la cascada de notas de piano, la bendición de la mesa, la tortilla
francesa, el pan con tomate y la fruta. Yo estaba pelando una manzana cuando les
comenté lo de la llegada de Stein, una manzana roja con líneas color ocre como
las manchas de las manos de mi abuelo. Mi abuela miró a mi abuelo, cuando dije
Stein y mi abuelo se ajustó la montura de sus gafas cuando oyó la palabra Stein
y Stein me pareció, por primera vez, el silbido de una cobra, el sonido de una
bala antes de dar en el blanco. Y me pareció que a ellos también les sonaba
Stein a algo que no se ve y que porque no se ve encierra un peligro y que por
eso me sonaba a mí al silbido de una cobra o al sonido de una bala antes de dar
en el blanco.
No dijeron nada y me resultó extraño que no dijeran nada,
porque mis abuelos me hablaban de las familias de otros alumnos y de cómo los
habían conocido y si tenían fincas, o una casa muy bonita cerca de las murallas,
frente al mar, y si algún miembro de su familia había estado muy enfermo, o lo
habían herido en la guerra y tenía la cruz del mérito militar, o si gozaban de
una salud de hierro y se morían precisamente de eso, de una salud de hierro.
Pero de Stein no dijeron nada, como si aquella noche el concierto de piano les
interesara más que de costumbre.
Cuando me fui a la cama relampagueaba y la
luz de los relámpagos iluminaba mi habitación como si fuera de día, pero con una
luz diferente a la del día, una luz tan intensa como el chasquido de un látigo o
la caída del pozal en la cisterna de casa. Abrí la caja de cartón donde guardaba
el rostro de mis padres y miré, como todas las noches, mi colección de postales.
Las miré y no las leí porque no las leía nunca: me las leía mi abuela y después
de hacerlo los ojos se le nublaban y cambia ban de color, del mismo modo en que
cambia de color el agua de un estanque cuando una nube oculta el sol. Aquella
noche soñé con el padre Azcárate que ardía en las llamas del infierno y me
desperté sudando de madrugada y vi las postales a los pies de mi cama porque
seguía relampagueando y todo mi cuarto estaba iluminado, como si fuera de día,
pero con una luz diferente a la del día.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al comienzo de la
novela de José Carlos
Llop, El informe Stein (RBA Libros, 2008).
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA
Libros por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.