Gente corriendo contra el viento
Amenazando ante
espejo
Mientras en algún callejón
Alguien inicia un viaje lento
A la
ciudad del infierno.
(E. Urquijo).
Cris había llegado sin apenas darse cuenta hasta Plaza de España.
Caminaba ajena a todo, como cuando estaba colgada y aunque aún no había
consumido nada se sentía en otro mundo, absorta en sus pensamientos, en sus
recuerdos que habían vuelto a trasladarle a otros tiempos, cuando todavía era
otra persona, pero también cuando empezó a ser lo que era en ese momento...
Nada, nadie.
—Hola Cris, ¿qué tal estás? –era Mohamed Sálmi (El Salami), un
tipo extraño y silencioso del que la gente desconfiaba, un hombre que huía de
los problemas y siempre se había mostrado muy amable con ella. Cristina lo
conocía del albergue, aunque hacía ya varias semanas que no lo veía por allí.
—Hola, ¿qué pasa?, no te había visto, ¿dónde duermes ahora?, porque no estás
en el albergue ¿no?
A ella le pareció (como en otras ocasiones) que él se
ruborizaba un poco cuando le hablaba.
—No, me echaron hace casi ya dos
semanas por llegar tarde. He estado con un paisano ayudándole en una tienda que
tiene en Lavapiés y me ha dejado dormir allí unos días. Pero ya no... He estado
también en el Don de Jesús pero anoche hubo puñaladas, no creo que vuelva hoy.
Ahora estoy esperando a un amigo a ver si me puede ayudar, si no ya veré,
intentaré ir al Pabellón, aunque me han dicho que también está lleno.
El Don
de Jesús estaba junto a la Catedral de la Almudena. Era uno de esos dispositivo
de emergencia para las noches de invierno, lo dirigía un sacerdote ayudado por
voluntarios y algunos de los propios acogidos. Contaba con pocos recursos, abría
sólo por la noche y ofrecía bocadillos y la posibilidad de dormir en apretados
jergones. La mayoría de sus usuarios era de origen magrebí y muchos de los
españoles se negaban por este motivo a ir allí. Lo cierto es que por diversas
razones, era lugar de continuas peleas, de hecho el año anterior hubo una
especie de motín, agredieron al cura y a sus colaboradores y tuvo que intervenir
la policía para desalojarlo, después de aquello estuvo cerrado durante varios
meses pero con la llegada del frío habían vuelto a abrirlo.
—¿Por qué no vas
al albergue por si acaso hay cama?
—Hasta mañana creo que tengo sanción por
no haber ido a dormir la última vez, luego ya iré a ver si hay suerte. No sé. La
verdad es que ahora con el frío que hace es bastante difícil conseguir allí
cama.
—Sí, es una putada –afirmó Cris.
Salami había llegado a España en
una patera hacía tres años. Durante meses trabajó en el campo en durísimas
condiciones, sobre todo en El Ejido, Almería, “en los plásticos” como decía él,
y luego en Cataluña, en la zona de El Maresme. Pero pronto empezó a tener
problemas de salud: bronquitis, neumonía, tuberculosis y hasta una lesión
crónica de espalda que le imposibilitaba ya para el trabajo físico y que cada
vez le daba más guerra. Así que finalmente llegó a Madrid e intentó que le
ayudasen desde los servicios sociales, pero siempre era lo mismo, le podían
facilitar comida y cama si había, pero nada de ayudas económicas, al fin y al
cabo era un “sin papeles”, un “ilegal”. De modo que llevaba ya una temporada
malviviendo y era perfectamente consciente de que había empezado a caer por una
pendiente por la que ya difícilmente podría subir.
Pese a todo, una cosa
tenía clara y es que a su país no quería volver de ningún modo, por un lado
regresar sería admitir que uno había fracasado por completo, pero además por
otro lado, no creía que allí le fuera a ir mejor. Según las noticias que le
llegaban a través de algunos compatriotas la situación estaba francamente mal,
así que para volver a la miseria prefería seguir aquí, aunque para él ya no
hubiera demasiadas diferencias entre uno y otro sitio. Había venido con un
montón de sueños pero se habían desvanecido, como también habían desaparecido
las fuerzas. Sólo habían pasado tres años y él era un hombre joven todavía, pero
se sentía como un anciano, derrotado, sin esperanzas y cansado, muy cansado.
—¿Te quedas aquí conmigo o tienes algo que hacer? –preguntó Salami mirando
fugazmente a los ojos de Cristina y bajando de nuevo la mirada.
—¡Ehhh ¿qué
passa tííía?! –a Cris no le dio tiempo a contestar y al girarse vio que se
acercaba a ella el Yoni.
—Hola Yoni, qué pasa.
—¡Eh tía ¿cómo lo llevas?
que no se te ve el pelo, coño! – miró al Salami con recelo y añadió:
—Vente
pa’cá que te cuento una cosita.
Cris miró a Salami y tocándole el hombro
como disculpándose dijo:
—Bueno, tengo que irme, nos vemos. Cuídate y
acércate al albergue a ver si tienes suerte, ve esta noche que va a hacer mucho
frío, si mañana te termina la sanción igual te dejan pasar si hay cama.
—Vale, no sé, ya veré, adiós –contestó sin levantar la cabeza.
La verdad
es que a Cris le caía bastante bien e incluso le daba un poco de pena, estaba
siempre como triste (igual que ella) y le hubiera gustado quedarse con Salami,
pero sabía que con el Yoni podía tener heroína, de modo que se fue con él.
Yoni era un yonky del albergue, un tipo moreno, alto, delgado como un junco
y con los ojos saltones, llevaba el pelo corto y de punta y se dedicaba a
trapichear, conocía a todos los demás toxicómanos pero solía ir a su bola y no
parecía faltarle nunca de nada, aunque tampoco se le veía nunca demasiado
colgado. Parecía que el tío controlaba.
—¡Tía tengo pelas, me ha salido una
historia guapa que te cagas! –dijo cogiéndola del brazo mientras caminaban–.Voy
a pillar una “cunda”, si te vienes te pongo.
Cris no dijo nada pero siguió
andando a su lado.
Allí mismo en el lateral de la plaza estaba el coche con
el conductor fuera y dos yonkys tirados en el asiento trasero. El Yoni se
acercaba siempre a los poblados a pillar en uno de estos destartalados
vehículos, donde compartía viaje con otros, normalmente a cien duros por cabeza.
Otras veces el tipo que conducía se conformaba con que cada uno le diera una
parte de lo que pillara. “Los taxis del infierno” los llamaba Cristina.
Yoni
que conocía al conductor subió delante y Cris montó detrás con los otros dos
tipos, uno de ellos estaba sin duda de mono y se acurrucaba en el asiento con
los brazos cruzados sobre la cintura. Sudaba bajo el sucio chándal como si
viniera de correr una maratón y estaba en los huesos. Temblaba. Murmuraba cosas
ininteligibles. Vomitó un poco sobre sí mismo y sobre el asiento. El otro en voz
baja le decía cosas al oído intentando tranquilizarlo. Tenía calambres y
retortijones.
Cris sabía perfectamente lo que era aquello, el frío, los
dolores musculares, la angustia, el vacío, la diarrea, las náuseas, la
desesperación...
Nuevamente dejó vagar sus pensamientos, pero esta vez no
había nada concreto, no recordaba nada especial, sólo miraba con la cara pegada
a la ventanilla pasar las calles, la gente, los coches, la carretera, como
imágenes en blanco y negro de una película triste, como su propia vida...
Poco a poco la ciudad cambiaba ante sus ojos y de las calles del centro,
llenas de vida, pasaron a la carretera. Coches, vallas publicitarias, naves
industriales, paisajes desérticos. Enseguida (o eso le pareció a ella) llegaron
a las Barranquillas, un poblado absolutamente fantasmal, hundido en un agujero
junto a una pequeña ladera de escombros. A simple vista, según iba uno
acercándose podría parecer un viejo decorado de algún film malo de
spaguetti–western o el típico poblado chabolista sin más, pero de lo que se
trataba en verdad era del infierno a sólo unos pasos de la ciudad.
El lugar
se componía de una serie de callejas formadas por los barracones y chabolas
donde se vendía la droga. Un lodazal por el que deambulaban los yonkys como
muertos vivientes, perros famélicos y ratas. Cris había leído en un periódico
gratuito de los que daban en el metro, que se calculaba que unas cuatro mil
personas pasaban cada día por allí. Cuatro mil condenados –pensó– como yo misma.
Había un pequeño centro de atención básica y algún coche de voluntarios que
se dedicaban a intercambiar jeringuillas usadas por otras nuevas y repartían
condones. Por todas partes se podían ver tipos pinchándose, cayéndose al suelo,
“volando” mientras se arrastran o quizás muriendo en ese preciso instante. En
cualquier rincón había siempre alguien tirado que acababa de consumir, otros que
recogían jeringuillas usadas del suelo y los más patéticos de todos: los que
llamaban “machacas”, individuos que ya no tenían ni fuerzas para desplazarse
allí cada día por lo que habían decidido quedarse en aquel agujero. Estaban al
servicio de alguna de las familias de la droga, limpiaban para ellos y les
hacían todo tipo de recados o lo que fuera a cambio de dormir en un rincón, algo
de comida y heroína. Muchos de ellos se metían sin saberlo una mezcla que les
daban de heroína y cocaína (ambas adulteradas) y así, si algún día el mercado de
una de ellas estaba mal, los mantenían con la otra. Lo cierto es que aquellos
pobres diablos se meterían por la vena cualquier cosa que les dieran. Cris
conoció a uno que como no le daban suficiente recogía del suelo agujas con los
restos, las mezclaba y se inyectaba. Obviamente murió devorado por el SIDA.
El coche se detuvo cerca de uno de los barracones y bajaron todos menos el
conductor.
—Espérame por aquí princesa –aconsejó el Yoni y correteó hacia la
segunda chabola.
Cris viéndole de espaldas, imaginó que era un esqueleto con
pelos en la cabeza o uno de aquellos zombis que salían en el vídeo de
“Thriller”.