Apología
«¿Qué verdad es ésta que las montañas limitan y
que resulta
mentira en el mundo que más allá de
ellas se extiende?»
Michel de
Montaigne,
Apología de Raymond Sebond
Pero justamente a
mí, venir a hablarme de Alejandro Bevilacqua. Mi querido Terradillos, ¿qué le
puedo decir yo de ese personaje que cruzó mi vida hace ya treinta años? Si
apenas lo conocí, o si lo conocí, lo conocí superficialmente. O más bien, para
serle sincero, no quise conocerlo de veras. Es decir, lo conocí bien, ahora se
lo confieso, pero de una manera distraída, a regañadientes. Nuestra relación
(por llamarla de algún modo) tenía algo de cortesía oficial, de esa nostalgia
compartida y convencional de los expatriados. No sé si me entiende. Nos juntó el
destino, como quien dice, y si me obliga a jurar, la mano sobre el corazón, si
éramos amigos, yo me vería obligado a confesarle que no teníamos nada en común,
excepto las palabras
República Argentina grabadas en letras de oro sobre
nuestros pasaportes.
¿Es la muerte de ese hombre la que lo atrae a
usted, Terradillos? ¿Es la visión, esa que sigue alimentando mis pesadillas a
pesar de no haberla visto yo con mis propios ojos, de Bevilacqua tendido sobre
la acera, el cráneo destrozado, la sangre corriendo calle abajo hasta la
alcantarilla, como queriendo huir del cuerpo inerte, como si no quisiese ser
parte de ese abominable crimen, de ese final tan injusto, tan inesperado? ¿Eso
busca?
Permítame dudarlo. No un periodista enamorado de la vida, como es
usted. No un hombre de terreno, como yo lo definiría. Usted, Terradillos, no es
un corredor de necrológicas. Al contrario. Usted, indagador del mundo, quiere
conocer los hechos vitales. Usted quiere narrarlos para sus lectores, para esos
pocos interesados en un artífice como Bevilacqua cuyas raíces hurgaron alguna
vez la región de Poitou-Charentes. Que es la también la suya, Terradillos, no lo
olvidemos. Usted quiere que esos lectores conozcan la verdad, concepto peligroso
si alguna vez lo hubo. Usted quiere redimir a Bevilacqua en su tumba. Usted
quiere darle a Bevilacqua una nueva biografía armada de pormenores basados en
recuerdos reconstruidos con palabras. Y todo eso por la paupérrima razón de que
la madre de Bevilacqua nació en el mismo rincón del mundo que usted. ¡Vana
empresa, amigo mío! ¿Sabe lo que le recomiendo? Que se dedique a otros
personajes, a héroes más coloridos, a celebridades más llamativas de las cuales
el Poitou-Charentes puede enorgullecerse de veras, como ese mariconcito
heterosexual, el oficial de marina Pierre Loti, o ese mimado de las
universidades yanquis, el calvo Michel Foucault. Éste es mi consejo. Usted,
Terradillos, sabe redactar sabias crónicas; se lo digo yo, que de esas cosas
conozco. No pierda su tiempo con nebulosidades, con los confusos recuerdos de un
viejo rezongón.
Y vuelvo a preguntarle: ¿por qué yo?
Vamos a
ver. Mi lugar de nacimiento fue una de las tantas escalas del prolongado éxodo
de una familia judía de las estepas asiáticas a las estepas sudamericanas; los
Bevilacqua, en cambio, llegaron derechito de Bérgamo a lo que fue a llamarse
Provincia de Santa Fe a fines del siglo dieciocho. En la lejana colonia, esos
antepasados italianos y aventureros instalaron un matadero; para conmemorar la
sangrienta hazaña, en 1923 el alcalde de Venado Tuerto le dio el nombre de
Bevilacqua a una de las callecitas menos burguesas de la zona oriental.
Bevilacqua
père conoció a la que sería su mujer, Marieta Guittón, en una
parrillada patriótica; a los pocos meses se casaron. Cuando Alejandro cumplió un
año, sus padres fallecieron en el desastre ferroviario de 1939, y la abuela
paterna decidió llevarse al niño a la capital de la República. Allí, en el
barrio de Belgrano, abrió un negocio de delicatessen. Bevilacqua (quien, como
usted sabrá, tenía la enojosa virtud de ser escrupuloso en los detalles) me
explicó que no siempre la familia se había ocupado de tripas y fiambres, y que
hacía siglos, allá en Italia, algún Bevilacqua había sido cirujano en la corte
de cierto cardenal u obispo. Orgullosa de aquellas vagas y distinguidas raíces,
la señora Bevilacqua (que prefirió siempre ignorar las ramas hugonotes de la
familia Guittón) era lo que llamábamos en mi juventud una chupacirios, y creo
que, hasta el infarto que la dejó inválida, no faltó a la misa un solo día de su
septuagenaria vida.
Usted, amigo Terradillos, piensa que yo puedo
pintarle un retrato de Bevilacqua sentido, febril, fidedigno, que usted volcará
en la página con tales calidades, inventándole además algún brochazo de color
poitevino. Pero justamente, eso es lo que no puedo hacer. Sí, Bevilacqua se
confiaba a mí, me revelaba los detalles más personales de su vida, me llenaba la
cabeza de nimiedades íntimas, pero la verdad sea dicha, yo nunca entendí por qué
Bevilacqua me contaba todas estas cosas. Le aseguro que yo no hacía nada para
alentarlo. Al contrario. Pero quizás porque imaginaba en mí, su conciudadano,
una solicitud inexistente, o porque había decidido tildar mi obvia falta de
afecto de sobriedad sentimental, lo cierto es que se me aparecía en casa a cada
momento del día y de la noche, sin parecer notar que el trabajo me apremiaba, y
que yo necesitaba ganarme la vida, y se ponía a hablarme del pasado como si el
flujo de palabras, de
sus palabras, le recreara una realidad que sabía o
sentía, a pesar de todo, irremediablemente perdida. Inútil para mí tratar de
convencerlo de que yo no era un exilado; que con diez años menos que él me había
ido de Argentina casi adolescente y con ganas de viajar; que, después de echar
tímidas raíces en Poitiers, me había instalado por un tiempito en Madrid para
escribir tranquilo, a pesar de ese obligado resentimiento que sienten los
argentinos hacia la capital de la Madre Patria, sin por lo tanto resignarme al
cliché de vivir en San Sebastián o Barcelona.
No tome a mal mis
comentarios: Bevilacqua no era uno de esos maleducados que se le sientan en el
canapé y después usted no los despega ni con benzina. Al contrario. Era una de
esas personas que parecen incapaces de la menor grosería, y era esa misma
calidad que hacía que fuese tan difícil decirle que se fuera. Bevilacqua tenía
una especie de gracia natural, una elegancia sencilla, una presencia anónima.
Flaco y alto como era, se movía lentamente, como una jirafa. Su voz era a la vez
ronca y tranquilizadora. Sus ojos encapuchados, latinos diría yo, le daban un
aspecto somnoliento, y lo fijaban a uno de tal manera que era imposible mirar
para otro lado cuando él hablaba. Y cuando extendía sus dedos finos, amarillos
de nicotina, para prenderse a la manga de su interlocutor, uno se dejaba
prender, sabiendo que toda resistencia era inútil. Sólo al momento de
despedirse, yo me daba cuenta que me había hecho perder la tarde entera.
Quizás una de las razones por las que Bevilacqua se hallaba tan a gusto
en España, y sobre todo en esos años todavía grises, era que su imaginación
parecía siempre aferrarse a la realidad no concreta sino aparente. En España, no
sé si usted estará de acuerdo, todo quiere rendirse a la evidencia: a cada
edificio le ponen un cartelito, a cada monumento su etiqueta. Claro que los
auténticos conocedores saben que una ciudad-aldea como Madrid es otra cosa,
oculta, embozada; que las etiquetas son falsas y que lo que ven los turistas no
es sino una
mise-en-scène. Pero por alguna extraña razón las sombras que
sus ojos le revelaban tenían para él una virtud mayor que la de su memoria o sus
sueños, y aunque había sufrido, década tras década, las falsificaciones de la
política y los embustes de la prensa en nuestra tierra natal, creía con
sorprendente fe en las falsificaciones de la prensa y los embustes de la
política de su tierra adoptada, arguyendo que aquéllas eran mentiras y éstos
hechos veraces.
A ver si me entiende: Bevilacqua distinguía entre lo
falso verdadero y lo verdadero falso, y lo primero le parecía más real. ¿Sabía
usted que tenía pasión por los documentales, cuanto más áridos mejor? Antes de
saber que estaba publicando una novela, yo nunca hubiera sospechado que tuviese
talento para escribir una ficción, ya que era la única persona que yo conocía
capaz de pasarse toda una noche viendo una de esas películas que cuentan la vida
en un frigorífico asturiano o un sanatorio algamiteño.
Ahora no vaya a
pensar que yo no le tenía aprecio. Bevilacqua era —usemos el
mot juste—
un tipo sincero. Si le daba su palabra, uno se sentía obligado a creerle, y
nunca se le ocurría a uno que su gesto fuese vacío o convencional. Tenía la
forma de ser de ciertos hombres que yo veía de chico en Buenos Aires, vestidos
de traje cruzado, delgados como fideos, el pelo negro engominado bajo el
sombrero del shabat, que los viernes por la mañana saludaban a mi madre camino
del mercado; hombres (según mi madre, que de eso sabía) de lenguas tan limpias
que uno podía saber si una moneda era o no de plata colocándosela en la boca: si
era falsa, se volvía negra al mero contacto con su saliva. Yo pienso que mi
madre, siempre tan severa en sus juicios, hubiera echado una mirada a Bevilacqua
y lo hubiese declarado un
Mensch. Es que tenía algo de caballero de
provincia, Alejandro Bevilacqua, una cierta calma y falta de curiosidad que
hacía que uno moderase los chistes en su presencia y tratase de ser lo más
exacto posible en las anécdotas. No es que le faltase imaginación al hombre,
pero no tenía talento para la fantasía. Como Santo Tomás Apóstol, insistía en
toquetear una aparición antes de creer en ella.
Por eso me quedé tan
sorprendido la noche en la que se me apareció en casa y me dijo que había visto
un fantasma.
Vamos a ver. Las innumerables mañanas, tardes y noches que
pasé oyendo a Bevilacqua entonar áridos pasajes de su vida, viéndolo fumar
cigarrillo tras cigarrillo jabalonados entre dos largos dedos color ámbar,
viéndolo cruzar y descruzar las piernas para de pronto ponerse en pie y dar
grandes zancadas por mi habitación, se convierten en mi memoria en un solo y
monstruoso día habitado exclusivamente por este hombre escuálido y gris. Mi
memoria, cada día más dada al lapsus, es a la vez precisa e imprecisa. Quiero
decir que no consiste en un tejido de nítidos recuerdos, sino en un
amontonamiento de muchos recuerdos minuciosamente confusos, contaminados, diría
yo, de literatura. Creo recordar a Bevilacqua, y pienso en retratos de Camus, de
Boris Vian...
Yo ahora comparto con aquel Bevilacqua, si no la
escualidez, ciertamente el tono grisáceo. Por lo demás, yo, inconcebiblemente,
he envejecido, tengo panza; él, en cambio, sigue teniendo la edad de cuando lo
conocí, que hoy en día tildamos aún de joven y que por entonces llamábamos
madurez. Yo he proseguido, como quien dice, la lectura de aquella narración que
iniciamos juntos, o que inició Bevilacqua en una Argentina que ya no es nuestra.
Yo conozco los capítulos que siguieron a su muerte (iba a decir «desaparición»
pero esa palabra, amigo Terradillos, nos está prohibida). Él, por supuesto, no.
Quiero decir que su historia, esa que tejió y destejió tantas veces, es ahora
mía. Soy yo quien decidiré su suerte, soy yo quien daré sentido a su itinerario.
Ésa es la misión del sobreviviente: contar, recrear, inventar, por qué no, la
historia ajena. Tome cualquier cantidad de hechos en la vida de un hombre,
distribúyalos a su gusto y placer, y allí tiene usted un cierto personaje, de
una verosimilitud incontestable. Distribúyalos de una manera una pizca
diferente, y ¡caramba! El personaje ha cambiado, es otro, pero igualmente
verdadero. Todo lo que puedo decirle es que pondré el mismo cuidado en relatarle
la vida de Alejandro Bevilacqua que desearía yo que pusiese mi narrador, cuando
llegue el momento, en relatar la mía.
Porque no se trata aquí de hacerle
un autorretrato. No es Alberto Manguel quien a usted le interesa. Y sin embargo,
una breve incursión en este brazo tributario será necesaria para poder luego
navegar con más atino el río padre. Le prometo que no me demoraré en mis riberas
ni arrastraré una barredera por mis fondos. Pero necesito explicarle ciertos
hechos compartidos y para eso, algún aparte será inevitable.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al comienzo de la
novela de
Alberto Manguel,
Todos los hombres son
mentirosos (RBA Libros, 2008). Queremos hacer constar nuestro
agradecimiento a
RBA
Libros por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.