CARROÑEROS DE PAPEL
Los editores saben muy bien la importancia que tienen una portada atractiva y
un título sugestivo para vender un libro, de igual modo que lo primero que se
enseña –o enseñaba- a los que quieren ser periodistas es la importancia de un
titular para atraer la atención del lector. Con estos antecedentes parecerá que
la elección del título de este libro ha sido una decisión oportunista, pero no
hay tal. Responde a un hecho ocurrido hace ya bastantes años y que tuve la
ocasión de vivir con un buen amigo, prematuramente desparecido.
Me refiero al fotógrafo Juan Cid Cordero, a quien todos llamábamos Juanito.
Juanito era alto, desgarbado, cargado de espaldas y peludo. Yo diría que no
resultaba especialmente atractivo, pero poseía una notable capacidad de
seducción para con las mujeres. Extraordinariamente sociable y simpático, sabía
conectar con todo el mundo y hacer amigos, sea cual fuere su origen y forma de
pensar. Y lo conseguía a pesar de confesarse falangista de toda la vida –en sus
últimos años puntualizaba “anarcofalangista de derechas”-, lo que demuestra
fehacientemente que en la vida importa más el talante individual que la presunta
ideología que se profese, acaso porque aquél es un rasgo inmutable de la
personalidad de cada cual y ésta algo que muta con suma facilidad.
Trabajé con Juanito durante muchos años y creo haber sido uno de sus mejores
amigos, al punto de que actué como testigo de su enlace matrimonial –muy
efímero, todo hay que decirlo- y de muchos de sus amores, anteriores y
posteriores, como él lo fue también de buena parte de mi peripecia personal. En
consecuencia, hicimos la calle, que es lo que debe hacer todo periodista que se
precie, es decir, vivimos la bohemia nocturna de Barcelona, participamos en toda
suerte de cuchipandas y compartimos numerosos viajes.
Durante algún tiempo pusimos en marcha una agencia de colaboraciones llamada
Novopress, a través de la que comercializábamos reportajes de diverso
tipo, algunos políticos. Nuestro scoop más celebrado fue una entrevista al
ultraderechista Alberto Royuela, perseguido por la justicia y escondido, al que
Juanito localizó gracias a sus contactos con los miembros de la antigua Guardia
de Franco, a la que había pertenecido. Debo decir que no le sacamos todo el jugo
económico que hubiéramos podido porque, acaso peores negociantes que
periodistas, sucumbimos a las artimañas de mi compañero de promoción de la
Escuela Oficial de Periodismo, Jaume Serrats, a la sazón director del vespertino
Catalunya expréss y le vendimos el reportaje a un precio muy inferior a
su valor real.
Pero la política acabó siendo para nosotros una actividad secundaria ya que
con la normalización habida tras la culminación de la transición entró en una
mayor especialización periodística, de modo que accedieron a dicha tarea los que
de verdad estaban interesados en ella, amén de numerosos arribistas con vocación
de convertirse, cuando ganara su poltrona algún amiguete, en jefe de prensa de
cualquier covachuela de la administración.
Reorientamos rápidamente el trabajo dirigiendo nuestros esfuerzos a la
cobertura de lo que hoy en día se denominan “temas del corazón”, por aquel
entonces tratados de forma mucho más light, ingenua y respetuosa que ahora, lo
que nos obligó a acudir a guateques y presentaciones, escarbar cotilleos y
organizar improvisadas persecuciones de presuntos famosos.
Compartimos esta labor con periodistas de la talla de Jesús Mariñas, que
todavía no había trasladado su residencia de Barcelona a Madrid, José Manuel
Parada y Chelo García Cortés, pareja profesional y de piso, María Teresa
Berengueras, José María Romaguera, más conocido como Ámbar, el incombustible
José María Bayona, de Hola, a quien nadie osaba toser en temas de alta sociedad,
Raimundo Martínez, que lucia unos bigotes dalinianos, el simpático Julián Peiró,
el epicúreo Jaime Beltrán y, en fin, el insustituible y divertidísimo Tony
Monka.
Añado que con nosotros y en Novopress debutó como periodista una
jovencísima Karmele Marchante, hija del comandante de infantería del mismo
apellido, buenísima persona, por cierto, que ejercía como Jefe de Prensa del
Gobierno Militar y al que las modernidades de su hija le asustaban un tanto.
Karmele despuntaba ya como la periodista descarada y atrevida que luego sería,
pero como todavía no salía en televisión cuidaba menos su imagen, en la que
destacaba la rotundidad de unas piernas algo gruesas. Juanito, siempre al tanto
de los pormenores de la fisonomía femenina, le llamaba, a sus espaldas por
supuesto, la mariscala Goering (dando por sentado, ignoro con qué
fundamento, que el aviador alemán debió tener unas pantorrillas acordes con su
corpachón).
Andando en estos menesteres tuvimos que cubrir una información sobre cierto
accidente ocurrido en la atracción de una feria ambulante y a consecuencia del
cual había fallecido una niña. Juanito y yo indagamos sobre el origen de la
avería y la forma en que se había producido el deceso, provocando
involuntariamente la reacción indignada de alguno de sus familiares que,
agobiado por la tensión del momento, nos espetó a voz en grito:
-¡Carroñeros! ¡Todos los periodistas sois unos
carroñeros!
Nos miramos, algo asustados por el dramatismo del momento, aunque a la postre
hubimos de contener la risa por el epíteto que nos habían dedicado, a todas
luces desproporcionado con nuestros modestos méritos.
A partir de entonces recordamos de vez en cuando el rotundo calificativo con
buen humor y cuando a alguno de los dos nos parecía que el otro se propasaba en
el trabajo le recordábamos con ironía:
-¡No seas carroñero!
Qué no hubiera dicho nuestro olvidado interlocutor de saber la incontinencia
verbal y el grado de intromisión en la vida de los demás que vendría luego.
Antaño los temas que en catalán se denominan de sang i fetge
(literalmente sangre e hígado, pero figuradamente cualquier tema morboso o
sanguinario) se trataban con exquisita delicadeza, generoso uso de eufemismos y
circunloquios y cuando el tema lo requería, en el reducto de publicaciones
especializadas (bastará con recordar el semanario El caso de la familia
Suárez, donde veló sus mejores armas la aguerrida Margarita Landi o el Por
qué de Enrique Rubio, tan caballeroso y educado).
Como el periodismo en general, y el español muy en particular, ha ido
evolucionando hacia cotas de mucha mayor permisividad, parece que el
calificativo adjudicado tan apasionadamente por aquel hoy olvidado personaje
adquiere todavía mayor justificación, habida cuenta de las sentinas a las que no
han dudado en descender algunos presuntos periodistas, todo hay que decirlo con
gran complacencia de un público mayoritario, que ha ido perdiendo el sentido del
buen gusto. De ahí que me divierta observar el empecinamiento de nuestras
insignes corporaciones profesionales (Asociaciones de la Prensa, Colegios
Profesionales, consejos asesores de las tropecientas administraciones españolas)
en redactar y promover normas deontológicas que nadie está dispuesto a cumplir y
que ellas mismas jamás se han atrevido a exigir a nadie por la cuenta que les
trae o porque quién esté libre de culpa que tire la primera piedra.
Las páginas que siguen son por tanto el relato de las experiencias de un
periodista del montón que no llegó a estrella mediática –¡por Dios, qué cosa más
aburrida!-, ni se hizo millonario, pero tocó todas las teclas de este oficio,
menos la información deportiva, que es como el principado de Andorra, un rancho
aparte. No profundicé, como se verá, en las más morbosas, que son los sucesos,
el corazón y visto lo que corre, tampoco en la política y poco a poco fui
decantándome hacia el periodismo cultural, que es menos conflictivo, sobre todo
cuando no interfieren los políticos, capaces de negar la evidencia, aunque esto
no quiera decir que no intervengan pasiones, intereses, egoísmos, zancadillas y
oportunismos, sobre todo esto último. En resumidas cuentas, que nuestro acusador
de antaño no fue buen profeta, porque en el fondo he sido muy poco carroñero, lo
que no quiere decir que este oficio no tenga algo –y en algunos casos mucho- de
esto.
Les confieso que he disfrutado mucho como lector conociendo las experiencias
de otros periodistas que me precedieron en el relato de su vida profesional (*)
y pido a los hados que quien tenga este libro entre sus manos sea capaz de
llegar a la última página sin haberse aburrido demasiado y con la magnanimidad
necesaria como para otorgar su perdón a este modesto aspirante a carroñero que
no llegó a serlo, pero hurgó sin malicia, escribió con la mayor corrección
posible, trató de mantener una cierta dignidad en una profesión como ésta en la
que no es siempre posible hacerlo y disfrutó mucho ejerciendo un oficio que
nadie con sentido común aconsejaría a sus hijos. Porque, en resumidas cuentas y
parafraseando lo que dijo Churchill sobre la democracia, el periodismo es la
peor de las profesiones… excepción hecha de todas las demás.
EL INVENTO DE FRANCO
Mientras cursaba el Bachillerato Superior fui dilucidando sobre mi futuro
profesional y llegué a la conclusión de que quería ser periodista, carrera
entonces poco definida e incluso algo marginada. En efecto, la Universidad
española giraba todavía sobre las Facultades tradicionales de Derecho, Filosofía
y Letras, Ciencias, Medicina y Farmacia y la todavía bastante novedosa de
Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales. Ingenierías y Arquitectura tenían
la condición de escuelas especiales, los Conservatorios de Múisca eran rancho
aparte y había una serie de centros raros que ni tan siquiera estaban bajo la
égida del Ministerio de Educación, tales las Escuelas Sociales, que dependían de
Trabajo, las Oficiales de Náutica, que eran de Comercio, y Periodismo, que
funcionaba bajo la tutela del Ministerio de Información y Turismo, un totum
revolutum que intervenía desde la promoción de la naciente industria
turística al ejercicio de la censura de prensa y espectáculos.
Un día di el paso decisivo de anunciarle tal propósito a mi padre. Cuando lo
oyó torció el gesto en signo inequívoco de disconformidad. Le hubiera gustado
que mi decisión girara en torno a alguna de las carreras clásicas,
preferiblemente Derecho, que era la que habían hecho todos mis hermanos varones,
aunque ninguno de ellos la llegara a ejercer de forma permanente. Mantuvimos un
largo tira y afloja que duró meses, en el transcurso del cual intentó que
cambiase de opinión o, en el peor de los casos, que hiciese Periodismo como
complemento de otra carrera más respetable.
“Esto del periodismo es una cosa que se ha inventado Franco”
sentenció, como queriendo dar a entender que era algo pasajero que no podía
durar. Mi padre, que había nacido a finales del siglo XIX, tenía del periodismo
una imagen muy devaluada, acorde con la realidad de la anteguerra, que han
descrito con tanta propiedad algunos profesionales de aquella época.
Intenté convencer a mi progenitor de que lo del periodista bohemio,
autodidacta y muerto de hambre había pasado a la historia del costumbrismo y que
el periodismo se estudiaba en las Universidades de medio mundo desde hacía
décadas, pero no hubo forma de que cambiase de criterio. En algunas cosas, mi
padre era inamovible. Al final transigí y como peaje previo me matriculé en la
Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, en la que hice un par de
cursos, mientras me inscribía también en la Escuela Oficial de Periodismo de
Madrid.
Las escuelas de periodismo
En 1964 únicamente funcionaban en toda España tres centros en los que se
pudiera cursar dicha carrera: la ya citada Escuela Oficial, que había tenido una
sucursal en Barcelona, luego clausurada (cómo estaría de valorada que el
ayuntamiento le había prestado el edificio de Santa Mónica, hoy elegante museo,
pero que entonces acogía la muy respetable sede de la administración de los
mingitorios municipales), el Instituto de Periodismo del Estudio General de
Navarra, que dependía del Opus Dei y la Escuela de Periodismo de la Iglesia, que
tenía su sede en Valencia y puso una delegación en Barcelona, a la que iban los
que no lograban ingresar en la Oficial.
Como deferencia descentralizadora, el tribunal que juzgaba los exámenes de
ingreso –había numerus clasus y no era fácil entrar, a mí me costó tres
años- se desplazó durante unos años a Barcelona y nos convocaba en un aula de la
universidad. Las pruebas empezaban con un test de curiosidad
periodística en el que se preguntaban cuestiones de actualidad, a cuál más
peregrina. Advertidos de ello, los aspirantes nos pasábamos las semanas
anteriores leyendo todos los periódicos hasta en los detalles más nimios e
irrelevantes, tratando de evitar, como solía ocurrir, que nos cogieran por
sorpresa. Como anécdota cabe recordar que cada año se repetía una extraña
pregunta: “¿Qué significa ongi etorri?” , una expresión vasca que nadie
conocía, entre otras razones por la muy poderosa de que el vasco no era lengua
vehicular de la enseñanza de aquellos tiempos, lo que constituía sin duda una
sutil ironía de los redactores del famoso test. Luego había una prueba de
redacción y no recuerdo cuál otro examen más, acaso de cultura general.
Cuando superabas esta carrera de obstáculos dejabas de ser un Don Nadie y
adquirías la condición de alumno de la Escuela Oficial, con derecho al
carné del centro. Para conservarlo adecuadamente vendían unas carteras parecidas
a las de los periodistas, que exhibían en su portada el escudo nacional y la
leyenda “Dirección General de Prensa”, lo que te confería una cierta
respetabilidad. No era una patente de corso, ni otorgaba los privilegios del
carné oficial de periodista, pero lo podías exhibir sin desdoro en determinadas
circunstancias. Cabe recordar que los poseedores del carné oficial de periodista
gozaban entonces de algunos privilegios nada despreciables.
Después de haber tenido otras ubicaciones, cuando yo ingresé en aquel centro
estaba situado en la trasera del Ministerio de Información y Turismo, una mole
de granito construida en la prolongación de la Castellana –entonces, avenida del
Generalísimo- que, con el tiempo, se ha convertido en sede del Ministerio de
Defensa. La parte posterior daba sobre la calle del Capitán Haya, cuya otra
acera, en mi primer curso de carrera, era una sucesión de solares sin edificar y
cuando la terminé, estaban todos construidos. Excusado es decir que la zona
situada más allá del Ministerio hasta la Plaza del Castilla tenía el aspecto de
un páramo solitario. Por supuesto íbamos y veníamos desde Cibeles en
tranvía.
La carrera constaba de tres cursos –luego la alargaron a cuatro- con
asignaturas teóricas y otras de carácter práctico y finalizaba con una tesina y
un examen de grado, que debían realizar también los alumnos de las otras
escuelas. En el programa se entremezclaban materias variopintas: las había de
carácter general (historia de España y universal, historia de las ideas
políticas, geografía política y económica, cultura contemporánea, sociología,
literatura, etc) y muchas de contenido profesional (redacción, reporterismo,
historia del periodismo, técnicas del periodismo impreso y audiovisual,
ilustración, fotografía, publicidad, teoría de la opinión pública, etc). No
faltaban cuestiones especializadas como agencias informativas, crítica teatral,
cine, periodismo deportivo y materias propias del momento, como “doctrina social
católica”, en la que debo confesar que obtuve el único sobresaliente de mi
expediente.
Un profesorado excelente
No quiero pecar de nostalgia, porque todo el mundo cree que cualquier tiempo
pasado fue mejor, lo que es una gran mentira, pero la comparación entre los
planes de estudio de la Escuela Oficial de Periodismo y los de las actuales
Facultades no desmerecen en nada a aquellos e incluso los dejan en muy buen
lugar. El contenido de las enseñanzas, sin olvidar, como queda visto los
aspectos humanísticos, era esencialmente práctico y orientado específicamente al
posterior ejercicio de la profesión.
Esta misma
orientación se reflejaba en la composición del profesorado, en el que coincidían
una amplia representación de las figuras más señeras del periodismo español con
un grupo de destacados profesores universitarios. Tuve, entre otros, a Juan
Beneyto, que era director de la Escuela y presidente del tribunal de ingreso el
año en que lo aprobé y me examinó luego de “Historia de las ideas políticas”,
Jesús Fueyo, director del Instituto de Estudios Políticos –precedente del actual
Centro de Estudios Constitucionales- y catedrático de universidad, que daba
“Mundo actual”, Luis González Seara, que lo era del de la Opinión Pública y
dictaba la materia propia de su especialidad, la historiadora Carmen Llorca para
la Historia Universal, José Altabella, Emiliano Aguado, el publicitario García
Ruescas, Victoriano Fernández Asís, un gurú de la televisión y el mítico Juan
Aparicio, que había sido anteriormente el gran pope de la prensa, con poderes
omnímodos que al decir de los que le conocieron íntimamente no sólo utilizó para
ordenar y censurar, sino también para favorecer en algunos casos a personas que
habían quedado marginadas o en entredicho por culpa de la política.
Había algunos “cocos”, como José Bugeda, que dictaba sociología utilizando el
manual de Ogburn y Nimkof y no te daba el pase sin que acreditaras un
conocimiento más que mediano de tal mamotreto. Tras dos penosos suspensos, me
salvé porque cuando fui a examinarme por tercera vez el tal Bugeda se había ido
a un congreso en el extranjero y me calificó en su nombre el entonces director,
Bartolomé Mostaza, mucho más benévolo, quien no sólo me aprobó, sino que me dio
¡un notable!.
Otro docente muy temido era Luis Fernando Bandín, director del diario
Informaciones, que daba una asignatura de “Técnicas del periodismo
impreso”. La prensa estaba todavía anclada en la tecnología tipográfica y por
tanto de lo que se trataba es que la domináramos en todos sus extremos. Para
ello planteaba siempre un examen en forma de ejercicio práctico al que debíamos
acudir provistos de tipómetro Didot. Para los lectores de las generaciones
actuales aclararé que tal adminículo era una regla que consignaba la altura en
cíceros y puntos –las dos medidas base de la tipografía- correspondiente a los
diferentes cuerpos de letra, con su equivalencia en sistema métrico decimal. La
prueba consistía en calcular en centímetros el bloque de una información cuyo
contenido nos daba señalando los espacios e indicando los diferentes cuerpos de
letra en que debía ir el titular y los sumarios. Aquí no valían elucubraciones,
ni fantasías literarias. Había que dar los números exactos y precisos o no
aprobabas.
Pedro Go y su historia del periodismo
español
El caso más polémico era el de Pedro Gómez
Aparicio, conocido a sus espaldas como Pedro Go. Director durante tropecientos
años de la Agencia Efe y especialista en política internacional, el
alias le venía porque colaboraba en el “Diario hablado” de Radio Nacional con
unos comentarios de actualidad política que la audiencia reputaba como
especialmente plúmbeos y era leyenda establecida que cuando el locutor daba paso
a su intervención los oyentes se apresuraban a apagar el aparto sin tener tiempo
de oír su nombre completo, con lo que resultaba una frase interrumpida que decía
“Y a continuación, comentario de actualidad internacional a cargo de Pedro Go…”
(y el clic del interruptor).
Pues bien, Gómez Aparicio estaba enfrascado en escribir la gran historia del
periodismo español y para superar su asignatura, que versaba precisamente sobre
este tema, habías de pasar por la piedra y hacerle un trabajo monográfico sobre
cualquier periódico, pero no el que tú quisieras, sino el que él expresamente te
indicaba. Dicho de otra manera, disponía con absoluta liberalidad del alumnado
de la Escuela Oficial para investigar pro domo sua en bibliotecas y
hemerotecas de toda España, lo que facilitaba mucho su tarea, le evitaba
incómodos desplazamientos y le ahorraba gastos.
El problema surgió cuando empezó a publicar su historia del periodismo en
cuya redacción había utilizado como base los trabajos de sus alumnos. No sé si
por indicación de alguien o por honestidad propia, resolvió la papeleta
citándonos a pie de página tras la utilización de la documentación aportada por
cada cual. El resultado no deja de ser divertido porque la obra enciclopédica
está plagada de referencias a los alumnos de la Escuela Oficial de Periodismo
que en realidad le habíamos hecho el trabajo más ingrato.
Justo es reconocer, sin embargo, que daba algunas facilidades y casi siempre
procuraba asignarte algún periódico de tu propio ámbito geográfico. A mí me
correspondió un órgano republicano de Barcelona aparecido a mediados del siglo
XIX que no me apetecía demasiado. Le presenté una contraoferta: estudiar el
diario anarcosindicalista Solidaridad Obrera, portavoz de la CNT en la
misma ciudad condal desde principios del siglo XX hasta 1939 y aceptó. Aquella
investigación fue la base de mi posterior tesina de Licenciatura en la
Universidad Autónoma.
Raquel
Pero el personaje más importante de la escuela no era el director, el
secretario, ni ninguno de los profesores, sino Raquel Sierra, la oficial de
secretaría, que permanecía incansable horas y horas –muchas más de las que tenía
obligación- tras el mostrador. Raquel era toda una institución, cuya opinión
ningún director se atrevía a contradecir. Atendía a todo el mundo con
profesionalidad, pero se decía que lo hacía mucho más amablemente con los chicos
que con las chicas, lo que yo creo era una maldad puesta en circulación por
alguna alumna desairada. En todo caso no era recomendable indisponerse con ella,
porque su autoridad era indiscutida e indiscutible y de ahí que todo el mundo
hubiese de templar gaitas.
Tras un ceño aparentemente adusto Raquel tenía un gran corazón y era capaz de
actos de generosidad sorprendentes e inimaginables en funcionario análogo de
cualquier otro centro docente. Ahí va una prueba. En cierta ocasión me desplacé
a Madrid en mi primer coche, un pequeño pero eficaz SEAT-600 que sufrió algún
tipo de avería. Consultada sobre la forma de resolver el incidente, Raquel no se
limitó a indicarme dónde podía llegar a arreglarlo cerca del Ministerio, sino
que además ¡se ofreció a dejarme su propio coche si lo necesitaba para mis
quehaceres!
Vida de estudiantes
Empecé la carrera con un grupo de compañeros entre los que recuerdo a la
luego acreditada novelista Cristina Fernández Cubas, Pilar López Surroca, Alicia
Marsillach, hermana del famoso actor y director teatral, Rafael Pradas –luego
concejal comunista- y Leopoldo Espuny y la acabé en septiembre de 1967 con María
Asunción Guardia, Jaime Serrats –titular a lo largo de su vida profesional de
numerosos cargos, no sólo periodísticos- y, según compruebo en el librito de las
promociones del centro que se editó cuando éste desapareció para dar paso a la
nueva Facultad, Ricardo de la Cierva, Pedro Erquicia, Antonio Aradillas, Lucio
del Álamo Gómez y Luis Escobar de la Serna.
Los alumnos libres constituíamos una especie de francotiradores que
aparecíamos por la Escuela en los meses de junio y septiembre para acudir a los
exámenes. Nuestra formación era, por tanto, autodidacta porque, a pesar de que
cada año se nos prometía la impartición de directrices para que pudiéramos
preparar los contenidos “a distancia”, tan buenos propósitos nunca llegaron a
materializarse. Al principio fuimos a examinarnos en grupo, e incluso nos
alojamos en la misma pensión. El primer año, en la pensión Nuria de la calle
Fuencarral, que todavía existe. Nadie podía adivinar entonces que la calle,
entonces popular y provinciana, se convertiría con los años en uno de los ejes
del Madrid gay.
Pero parábamos poco por esta zona porque nos pasábamos el día en los locales
de Capitán Haya, de aula en aula, para presentarnos a cada una de las
convocatorias de examen, orientados en tal trance por Joaquín, el conserje bajo,
bigotudo y simpático, que también regentaba el bar del segundo piso, auxiliado
por un botones llamado Alejandro. Como a mediodía disponíamos de muy poco
tiempo, almorzábamos en el comedor del Ministerio, al que se nos permitía
acceder gracias al carné de la Escuela y cuyo menú costaba 35 pesetas. Ahora
mismo parecerá un precio módico pero en su momento no lo era tanto. Por ello y
en los días en que íbamos más holgados de tiempo y menos de dinero tomábamos el
tranvía y nos desplazábamos hasta la sede de la Delegación Nacional de
Sindicatos, en el Paseo del Prado –hoy, Ministerio de Sanidad y Consumo- en cuyo
sótano funcionaba un comedor más proletario con menús a 19 y 26 pesetas, según
los posibles de cada cual. No diré que fueran días de bohemia, pero sí de vida
estudiantil, que completábamos con alguna visita a los teatros de la capital. En
todo caso y si Adolfo Marsillach estaba actuando en alguno de los locales, la
visita en compañía de su hermana Alicia era cosa obligada.
De periodista a licenciado
Poco después de haber acabado la carrera y siendo José Luis Villar Palasí
Ministro de Educación, éste propuso dar un vuelco al anquilosado sistema
educativo y promovió la aprobación, previa una amplia consulta nacional, de una
nueva Ley General de Educación. Coincidió con la etapa en que ejercía la
dirección de la Escuela Oficial de Periodismo el mítico director del diario
Pueblo Emilio Romero quien, con muy buen juicio, creyó que era una
oportunidad de oro para incorporar los estudios de periodismo y demás medios de
comunicación social a la Universidad, lo que se consiguió con una de las
disposiciones finales o transitorias de la mencionada ley. Fue el punto de
partida de la creación de las Facultades de Ciencias de la Información.
A consecuencia de ello la administración dictó una norma legal en la que se
establecía la estricta equiparación entre los antiguos títulos de Periodista que
expedía el Ministerio de Información y los nuevos de Licenciado y contempló
también la posibilidad de que los graduados con arreglo al sistema anterior
pudiésemos obtener el título que se creaba. A tal fin se estableció un proceso
de convalidación en el que cada Facultad hizo de su capa un sayo y alguna se
esmeró en poner las máximas dificultades imaginables porque ya se sabe que los
parvenus son siempre los jueces más severos.
La Universidad Autónoma de Barcelona obligó a la generalidad de los
convalidantes a pasar por las humillantes horcas caudinas de cursar tres
asignaturas, como si su formación hubiese quedado coja y precisase de este
complemento indispensable. A algunos nos eximieron de tan vejatorio requisito
porque habíamos desempeñado funciones docentes –yo había sido profesor titular
de cátedra en la Escuela Oficial de Publicidad-, lo que parecía avalar nuestra
idoneidad académica y sólo nos sometieron a un examen de grado de tipo general,
al que me presenté, entre otros, con Josep Pernau y a la redacción de una tesina
de licenciatura. Recordé mi investigación sobre la prensa anarcosindicalista
realizada quince años atrás y la retomé como propuesta para superar este nuevo
trance, con el beneplácito de Nazario González, decano de la Facultad de
Ciencias de la Información, que me favoreció con su consejo e incluso con
algunas pautas para llevar a cabo una investigación más ambiciosa que la
anterior.
Investigador de la prensa anarcosindicalista
Dicho y hecho: pedí un par de meses de permiso en el trabajo y me encerré en
la Hemeroteca Municipal, donde viví, mientras exhumaba la colección de
Solidaridad Obrera para “vaciar” documentalmente el diario, la intriga
que estaba gestando por quien aspiraba a suceder a Pedro Voltes Bou, yerno del
marqués de Castell Florite, antiguo presidente de la Diputación y embajador de
Franco en Londres, como director de esta institución, cuya destitución estaba
cantada desde la constitución del nuevo ayuntamiento democrático. La venganza es
un plato que se come frío y Voltes, catedrático de universidad y autor prolífico
de una obra de divulgación histórica siempre muy interesante, la ha ejecutado
años después, dedicando en sus divertidas memorias “Furia y farsa del siglo XX”
ácidos juicios sobre el interfecto y su poco elegante comportamiento en tal
trance.
La fortuna me favoreció porque hay que ver lo longevos que han sido algunos
anarcosindicalistas, a pesar de lo asendereada que fue su vida y aún tuve tiempo
de entrevistar, antes de su muerte, a significados personajes que podían
contribuir con su testimonio a enriquecer la documentación de mi tesis. Así
conocí a Federica Montseny –la primera mujer ministra en la historia de España,
aunque según alguno de sus coetáneos se dedicó más a viajar y mitinear que a
regir su efímero departamento-, Rafael Vidiella, José Clara, Severino Campos,
Igualdad Ocaña, José Robusté y Hermoso Plaja, entre otros. Todos estaban muy
viejos, pero conservaban fresca la memoria, aunque Montseny se había quedado
casi ciega.
Por cierto que en alguno de los numerosos puestos callejeros que abundaron en
los años de la transición política había encontrado un libro con la reedición de
algunas de las novelitas que la llamada por sus enemigos “Miss FAI” escribió y
que editaba su padre para solaz de la clase obrera. Se trataba de novelitas
románticas con la singularidad, frente a las convencionales, de que defendían el
llamado amor libre, es decir, el amor si papeles ni bendiciones. Las
leí con interés y me sorprendió comprobar que, en el fondo, eran de una
ingenuidad y, si mucho se me apura, de un conservadurismo, impresionante.
Aún sin ser historiador, tuvo la gentileza de avalar mi trabajo como director
Lorenzo Gomis. Lo presenté con su aval al tribunal y mereció un sobresaliente
“por mayoría”. Siempre tuve la sospecha de que me regatearon esa misma
calificación “por unanimidad”, que le da mayor brillantez académica, porque osé
rectificar a un miembro del tribunal un dato erróneo que aparecía en alguno de
los trabajos que había publicado. Como cabe suponer, lo hice mucho antes de
conocer que el rectificado iba a ser uno de los jueces de mi aptitud porque
hubiera evitado el enfrentamiento, por lo demás irrelevante. En España y en la
China atreverse a enmendar la plana a quien ha de examinarte es temeridad harto
imprudente.
De este modo la prensa anarcosindicalista me permitió enlazar mis dos
experiencias académicas en una misma carrera y me dio la oportunidad de colgar
un vistoso título de Licenciado en Ciencias de la Información, sección de
Periodismo, que la verdad es que nunca me ha servido para nada.
Y de técnico de Publicidad a licenciado en Publicidad y Relaciones
Públicas
Puedo añadir que viví otra experiencia análoga en la Universidad Complutense,
en cuya Facultad de Ciencias de la Información convalidé la carrera de
Publicidad, que había realizado cuando estuve vinculado a la entonces Escuela
Oficial de esta materia. En la Complutense me tropecé con una sorpresa: la
rotunda oposición del director del departamento de Publicidad, de cuyo nombre no
quiero acordarme, quien, saltándose la ley a la torera, se negaba a tramitar
ningún expediente de convalidación porque no era partidario de dicho trámite. En
todos los lugares del mundo la disconformidad con una norma legal se resuelve
con la dimisión del discrepante. Eso es lo que hacen la personas decentes. Las
que no lo son permanecen impertérritas en su puesto disfrutando de todas las
gabelas del mismo, pero negándose a cumplir la ley y fastidiando al
personal.
Resolvió la chusca e ilegal situación el decano, Ángel Benito, uno de los
profesores más prestigiosos y respetados de España en su materia y hombre
sensato. Me concedió su amparo con generosidad, al extremo de ofrecerse él mismo
a aparecer como director de la tesis de convalidación (en un gesto que suponía
la rotunda descalificación de su compañero de claustro). La defendí el mismo día
que mi compañero José Luis Pécker, una de las figuras más señeras de la radio
española, que también hubo de pasar por tal trance y ambos nos licenciamos en
esa misma jornada, en su caso en Periodismo y yo en Publicidad y Relaciones
Públicas.
Con estas credenciales pensé incluso en hacer el doctorado, pero el programa
de cursos de tercer ciclo en el Departamento de Periodismo de la Universidad
Autónoma me parecía muy poco sugestivo. Afortunadamente había cambiado la
regulación del tercer ciclo universitario, y una de las novedades introducidas
era la posibilidad de realizarlo en cualquier departamento que pudiera
considerarse afín a la formación del doctorando. Pedí y obtuve hacerlo en el de
Historia contemporánea y aunque luego no llegué a redactar la tesis doctoral,
los cursos realizados me fueron validados para la obtención del Máster en dicha
especialidad.
Todos estos créditos académicos no remediaron el flagrante incumplimiento de
los deseos de mi padre porque nunca llegué a licenciarme en Derecho que sí era,
en su opinión, una carrera respetable y no le faltaba razón. Puedo decir en mi
descargo que fui consecuente con mi decisión, porque he ejercido la profesión
que elegí, cosa que no todo el mundo puede alegar.
(*) César González Ruano puntualiza que escribió sus memorias
Mi medio siglo se confiesa a medias (Nogue, Barcelona, 1952) a los 47
años, es decir cuando “está uno en los mismos umbrales de la vejez” por lo que
el autor de estas páginas, que ha incorporado el número 6 a su calendario vital,
se considera legitimado para hacer lo propio ya que supone que ha atravesado
holgadamente dichos umbrales…
Nota de la Redacción: el texto pertenece al libro de Pablo-Ignacio de
Dalmases, Oficio de carroñero.
Un periodista en la calle (Ediciones Carena,
2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones
Carena, José
Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.