En la Iglesia no hay fieles, sólo unos pocos zombis instintiva e
inevitablemente agresivos: concretamente, tres muertos vivientes. Por supuesto
son de movimientos lentos, desarbolados, y de mirada fría, sin alma. Parecen
despistados, como si hubieran perdido al grupo de congéneres del que formaban
parte. Eso es lo raro: siempre caminan juntos, formando
manadas, aunque
su andar desarticulado y torpe no les dé uniformidad humana. Ahora, esos tres
muertos vivientes se han extraviado. O eso es lo que pensamos. ¿Qué hacen en un
recinto sagrado? ¿Es una profanación?
Rick Grimes y los suyos no se
interrogan:
los eliminan
expeditivamente, sin contemplaciones. Antes de que sus
acompañantes y él se dispongan a marchar, pide quedarse solo unos instantes.
Rick desea estar ante la efigie del Cristo crucificado. No sabíamos que tuviera
creencias religiosas. En cualquier caso, los espectadores suponemos que el
policía quiere orar o hacer alguna súplica, tal es la extrema situación en la
que están. Y, cuando pensamos eso, acertamos. La conjetura se cumple: con
unción, con respeto, Grimes pide a Jesús una señal, algo que le infunda
esperanza, que le dé ánimos para seguir. Exactamente no reclama una ayuda, sino
eso: una señal, una simple pista. Algo así como “Dios está conmigo, con
nosotros”. Un nuevo amanecer.
Rick reconoce no ser un buen creyente: no
cumple puntualmente con los ritos piadosos; tampoco con los compromisos que
tienen marcados los fieles. Lo admite: él sólo cree en la familia, en su propia
familia, y por ello –tal vez por ello— ha descuidado las obligaciones que tiene
contraídas con Dios Padre. Aun así, espera de Jesús una señal. El grupo ha
perdido a una niña, una muchacha que puede estar ya muerta, y eso el Crucificado
no puede consentirlo. La jovencita estaba bajo la responsabilidad de Grimes,
pero la dejó guarecida y escondida en el recodo de un río, en un pequeño refugio
natural, para así poder eliminar al par de zombis que les amenazaban. Pero, bien
mirado, un muerto viviente no amenaza: no da pistas e indicios del mal o daño
que quiere infligir; simplemente avanza para devorar.
Rick matará a los
dos zombis, en efecto. Los eliminará con saña y sin reparo alguno, precisamente
para que no quede de ellos la menor esperanza de vida. Grimes puede continuar,
pues. Pero cuando regrese para recoger a la muchacha, ella ya no estará. A
partir de ese momento comienza una angustiosa búsqueda. Él, primero, y luego
buena parte de los supervivientes, de sus compañeros, hacen batidas por todo el
bosque, buscando restos. ¿Restos, de qué? ¿De carne humana, de cabellera, de
ropas? Está anocheciendo y los caminantes pueden sorprender a la niña en
cualquier momento; pueden comérsela con esa voracidad insaciable que Grimes y
los suyos ya han visto y tan bien conocen. Los humanos no quieren pensar lo
peor: que ya esté difunta. Pero no se dan por vencidos. Sobre las espaldas de
Rick pesa la responsabilidad de dicha pérdida y, por eso, porfía. Es justamente
entonces cuando Grimes y los suyos llegan a la Iglesia, esa con la que empezaban
estas líneas.
Dos. Cristo aún está en la cruz.
Malherido, totalmente magullado, con incisiones y úlceras que sangran. La efigie
--tópica, previsible y mil veces repetida en la imaginería religiosa-- es de
gran realismo. Vemos a Jesús antes del desprendimiento, con la corona de espinas
y la sangre roja, bien roja, que cae por su rostro dolorido, casi exánime. Ese
color tan vivo le da mucho verismo a la figura. No sabemos si Cristo ha muerto o
aún está moribundo. Pero sabemos que es justo el momento en que el Hijo del
Padre pronuncia o ha pronunciado aquellas palabras de soledad o reproche: “¿por
qué me has abandonado?”.
Eso que dice Jesús puede ser una simple
constatación: es cierto que lo que Cristo padece es la soledad que precede a la
muerte humana; pero es cierto también que, por su naturaleza divina, el Hijo
podría haber sido salvado por el Padre. Pero no. Ahí lo vemos, en los instantes
inmediatamente anteriores al desprendimiento: clavado, sin que su cuerpo inerte
haya recibido la sepultura y el descanso eternos. ¿Descanso eterno? Sabemos que
Jesucristo resucitará; sabemos que regresará a la luz, a la vida, antes de
marchar al Reino de los Cielos para permanecer a la vera de Dios Padre.
La imagen nos resulta familiar. La hemos leído o nos la han leído en los
Evangelios e incluso la hemos visto muchas veces reflejada o repetida en el
cine. Es, con toda seguridad, uno de los momentos de mayor intensidad dramática,
emocional. Incluso quienes no profesamos la confesión cristiana hemos de admitir
que la agonía de Jesús conmueve. Alguien, al que sabemos hijo de Dios, se deja
prender, se deja crucificar. No opone resistencia y así, con dolor propiamente
humano, agoniza y muere en medio de grandes tormentos. Se entrega por nuestros
pecados. Se entrega en soledad y por todo el género humano.
Es a esa
efigie a la que Rick Grimes se dirige. Es una figura tallada, la representación
de Cristo. ¿Pero a quién se dirige realmente? En un cierto sentido, Cristo es
–o, mejor dicho, será-- un muerto viviente, alguien que habiendo fallecido
regresa a la vida. Su rito sacrificial se repite en los oficios religiosos desde
hace miles de años: la sangre y el cuerpo de Cristo lo toman los creyentes, la
comunidad que espera salvarse con el alimento sagrado. Esperan un nuevo
amanecer. Los fieles comulgan, irrigan su espíritu con la materialidad del vino
y de las hostias consagradas.
Tres. Lo que digo puede
tomarse como una irreverencia, casi como un sacrilegio, como una profanación de
la imagen y de la divinidad de Jesús en la que millones de personas creen. Pero
si la expreso, si la verbalizo, es porque me induce a ello lo que veo en la
pantalla, en ese capítulo de
The Walking Dead. ¿Eran conscientes los
guionistas del sentido conjetural que podía darse a lo visto? ¿Sabían de
antemano que podía interpretarse quizá de manera impía? De la efigie inerte, de
esa figura reproducida con tanto verismo, Grimes y nosotros esperamos una
respuesta, esa señal. Esperamos, en fin, que reviva: no es posible que la
Providencia tolere tanto mal; no es posible que permanezca en silencio. Del
mundo prácticamente ya no quedan humanos, un cataclismo y para mayor
inri
una niña ha podido ser devorada por uno o varios zombis. ¿Qué hace el Padre para
evitarlo?
En los siglos XVII y XVIII al Ser Supremo se le tenía por un
Dios
oculto. Se le concebía como a ese Sumo Hacedor que deja a los
hombres actuar, equivocarse o acertar, obrar piadosamente o incurrir en el
pecado. Así, la libertad (trágica) no es incompatible con la distante vigilancia
de un Dios que ya no sería tan colérico como el bíblico. En fin, esa visión de
la Providencia fue un avance. Según esto, los hombres vivirían bajo el principio
de la libertad y Dios no sería ese Ser entrometido, indignado e irascible de
otros tiempos. Resulta, como digo, un avance que los individuos pudieran hacer
así las cosas, sin verse gobernados constantemente por el Todopoderoso.
Sin embargo, ya para entonces, en el Setecientos, lo que no resultaba
fácilmente explicable era el silencio de Dios ante la violencia y los desastres
que infligen daño gratuito a los seres humanos: a uno, a docenas o a miles. Ya
sé que éste es un viejo argumento de los ateos. Ya lo sé: un argumento que se
remonta al terremoto de Lisboa en 1755 y a la pregunta clásica que formulara
Voltaire: ¿merecían los lisboetas mayor castigo por sus vicios que los parisinos
o los londinenses? ¿Qué Dios es ese que permite dicho horror?
Pero, bien
mirado, ese interrogante es similar a la demanda que Jesús formula al Padre
cuando agoniza en la Cruz, cuando no se explica su silencio o aparente apatía:
¿por qué me has abandonado? Para los teólogos, el abandono, el presunto
abandono, probaría la grandeza del Padre, que quiere compartir con los hombres
su dolor por el sufrimiento y la pérdida del Hijo. Y ese silencio probaría
también la libertad que Dios deja a los individuos para obrar el bien o el mal.
La cuestión que formula el Crucificado permanece y expresa, sin embargo, el
horror de la humanidad doliente ante el Todopoderoso, cuyos designios serían en
efecto inescrutables. Luego, Jesús resucita, sí. ¿Pero y los seres humanos?
¿Resucitarán? ¿Habrá eternidad, un nuevo amanecer, tras la hecatombe final?
No sabemos. Como no sabemos –no queremos saber— qué vendrá tras el
primer capítulo de la segunda temporada de
The Walking Dead. El balance
de esa entrega inicial es emocionalmente insoportable: una niña desaparecida,
probablemente muerta, y luego, para cerrar el capítulo, un niño, el hijo de Rick
Grimes abatido por una bala. ¿Muerto? Ignoramos quién es el autor. Lo veremos en
las siguientes entregas y veremos cuál es el desenlace de este disparo. Estos
niños, los Hijos a quienes tanto idolatramos, aparecen en este capítulo como
víctimas de la situación, tan excepcional. Son los Padres quienes deben proteger
a la progenie y quienes han de asegurar la preservación de la especie. Tras una
devastación cuyo origen ignoramos, tras el derrumbe de la civilización, los
supervivientes ya no pueden garantizar la vida humana.
Este dramatismo,
con muerte o violencia infantiles --posibles, sólo posibles--, nos remite al
principio de la serie: en el primer capítulo de la temporada inicial, Rick
Grimes dispara a una muchacha que lleva un peluche. El ayudante del Sheriff ve a
una jovencita que camina sucia y con torpeza. La ve de espaldas, andando entre
desechos, entre despojos, entre coches abandonados. Cuando se dé la vuelta y
veamos su rostro, cuando Rick distinga su cara destrozada por una espantosa
úlcera, ya sabemos qué va a pasar: estamos ante un zombi y la única solución es
destrozarle la cabeza.
Retengamos lo fundamental. Un zombi es un muerto
que amanece distinto, que cobra vida; un ser que de algún modo resucita y que
ataca inevitable, vorazmente, a los vivos. Es rudimentario, primitivo, animal.
Si nos muerde, entonces cualquiera de nosotros se convierte en zombi. Los
muertos vivientes no pueden calmar o saciar su voracidad con otros alimentos.
Son carnívoros y precisan fundamentalmente de carne humana. Un zombi
generalmente camina mal, como desarbolado y a trompicones. Es probable que la
parte más delicada de su cuerpo, las articulaciones, hayan sufrido o estén
sufriendo un deterioro. Los huesos también se pudren. Caminan, sí, pero sin
norte ni dirección, sin plan premeditado ni objetivos racionalmente concretos:
van juntos y suelen ser numerosos, aunque no tienen esa uniformidad de la que
serían capaces un ejército o una banda de atacantes.
Parecen guiados por
el puro instinto del hambre, sin inteligencia. ¿Qué ocasiona este trastorno de
la naturaleza? ¿Cuál es la causa de estos zombis que proliferan? Hay distintas
hipótesis, diferentes conjeturas, pero en lo básico y en lo esencial no hay
seguridad. Algo ha debido de hacer mal la humanidad, algún pecado propiamente,
para que esta plaga se extienda. Los zombis, por su número y por el contagio,
son en efecto como una peste bíblica ante la que no hay esperanza. Sólo la pura
supervivencia y la defensa propia. O, como mucho, el auxilio de Dios.
Cuatro. The Walking Dead es una serie de
producción elaborada y generosa de la cadena AMC. El encargo lo recibió
inicialmente Frank Darabont y las audiencias han sido millonarias. No parece que
hayan reparado en gastos para empezar o tras la expectativa inicial. Aunque se
basa en un cómic homónimo, de Robert Kirkman, el éxito no se debe a la
historieta en sí, a la fidelidad literal, sino al medio televisivo. De hecho,
está dirigida a un espectador que algo sabe de zombis, pero
que no tiene
necesariamente erudiciones de las que alardear. La serie
está destinada al gran público y a éste se le pide que se deje llevar por una
historia de terror, de acoso, de suspense, de persecución, de huida, de
ciencia-ficción. Los zombis son como tú, como nosotros, sólo que algo más
deteriorados. En ellos se distingue nuestro futuro corporal: esa podredumbre,
esa descomposición que a todos alcanzará. Pero en esta serie los zombis
pertenecen también a un mundo terminal. Todo tiene que dar la impresión de final
de época: estamos asistiendo al cese de la civilización.
Sólo vemos a
unos pocos supervivientes humanos, con Rick Grimes entre ellos como cabeza o
jefe de grupo. No sabemos si hay muchos más, y en todo caso sus miedos y sus
avatares son los nuestros. Toda la puesta en escena, recreada mayoritariamente
en exteriores, reúne objetos reales e imágenes digitales que aumentan la
impresión de irrealidad, de final, de abandono. Las cosas ya no funcionan o
están descolocadas: o bien porque los cachivaches y los vehículos se han
estropeado, o bien porque no hay humanos que puedan activarlos.
Cinco. Hay un
fotograma
que identifica la serie y que es, sin duda, una de sus
representaciones más potentes. Pertenece a la primera temporada, al principio
mismo de la historia. Es un plano general. Al fondo, sobre un cielo sombrío,
crepuscular e incluso tóxico, divisamos unos rascacielos. Parecen deshabitados y
ya inútiles. La imagen, en picado, nos muestra la autovía de salida y entrada de
la ciudad. En la parte izquierda de la instantánea vemos hileras de coches
abandonados, automóviles de gentes que probablemente trataron de huir, personas
que seguramente perecieron cuando intentaban escapar. ¿De qué? Lo que queda está
muerto, completamente inerte. La autovía es auténticamente un cementerio de
coches, pero no como los depósitos habituales, sino a la manera de un túnel:
como una vía cegada en la que murieron todos.
En dirección contraria, en
la parte de acceso, no hay un solo vehículo. Es la entrada a la ciudad. Todos
querían salir. Sólo vemos a un tipo que marcha hacia urbe a lomos de un caballo
y con rifles colgados en la espalda: únicamente distinguimos a él y a su sombra
proyectada sobre el asfalto de cinco carriles vacíos. Va vestido con uniforme y
no sabemos muy bien si es un vaquero o un sheriff. Contrasta con la modernidad
urbana de la gran ciudad, con sus autopistas y sus coches ahora inservibles. En
la imagen, hay, en efecto, algo de primitivo, un regreso a lo primario. Parece
haberse producido el Apocalipsis y alguien, ese vaquero o sheriff, desafía el
miedo y la amenaza, la soledad. Sabemos quién es.
Es Rick Grimes,
ayudante del Sheriff. Se encamina hacia Atlanta. No hay reto que le detenga.
Cada vez que va a emprender una misión viste su uniforme, su camisa limpia y
recién planchada; se toca con su sombrero; y pertrechado con sus armas
reglamentarias u otras auxiliares afronta lo que venga. O enfrenta a los zombis,
que –ahora sí— los sabemos supervivientes de un apocalipsis y de una
metamorfosis. Grimes y los suyos son como pioneros de un mundo que hay que
refundar. Forman una pequeña comunidad errante que se encamina hacia un punto
incierto en el que otros humanos quizá estén. Es una historia de zombis, en
efecto. Pero esta serie es también una
road movie. Y es una
historia de
indios y vaqueros. Allá donde acampen siempre estarán la
sombra o la presencia amenazantes de los enemigos. Es como en los viejos films
de caravanas. Las carretas avanzan. ¿Hacia dónde? Se adentran en un territorio
hostil. Los anteriores dominadores son oponentes fieros y repugnantes. Se
parecen a Grimes y los suyos, pero ya no son propiamente humanos. Y frente a su
asechanza sólo cabe destruirlos, exterminarlos.
Seis. FranK
Darabont, primer productor y responsable de la serie, reforzó este sentido de
acoso, de acecho. Vemos siempre a un grupo pequeño atacado por la horda
primitiva, por un enemigo impreciso, mayor y mortífero, por auténticos
monstruos: lo monstruoso es algo informe o gigantesco por cuerpo o por número;
pero es también un organismo con algunas de sus partes anormalmente alteradas o
deterioradas. Este exceso, aquello que no es corriente, es lo que nos trastorna
y lo que nos inquieta, lo desmedido: si además esas figuras nos vigilan y
amenazan en un medio cotidiano (o precisamente por ello), entonces el horror se
despierta. Allí, en las calles y en las casas, en las autopistas o en el bosque,
está el mal. Es algo inconcreto y de causas desconocidas, sin alma, sin reparos
morales.
La tierra poblada por los zombis es ya una
alegoría de la
sociedad humana, tan frágil, tan expuesta a la acometida
bestial de los seres monstruosos; pero es también el microcosmos en el que toda
relación se agrava y se atora, en donde todo crimen tiene su asiento. Ahora
bien, Grimes y quienes le acompañan no se resignan al temor cerval: se proponen
hacer frente al hostigamiento, a la amenaza del destino. El coraje, la
supervivencia de la humanidad, el valor de lo humano: todo ello está en juego
para una sociedad que vive un pánico justificado e infantil. Como en las viejas
películas de indios y vaqueros, cuando los colonizadores marchaban hacia el
Oeste. Por terribles que fueran los enemigos, siempre en un escalón más bajo de
humanidad, los elegidos avanzaban asentándose, arraigando.
¿Avanzará
The Walking Dead?
Ah,
continuará…