La música que en esta primavera prolifera en distintos ambientes puede ser un lenguaje de unidad y entendimiento entre personas de distinto origen, lengua o ideología.
Alicia Chust en su libro
Tango orfeones y rondallas (Ediciones Carena, 2008) ilustra cómo, ante la imposibilidad de entenderse entre sí, los hablantes de más de cien idiomas concentrados en los arrabales de Buenos Aires, tuvieron que inventarse un lenguaje común que comenzó con la gesticulación, siguió con la amalgama de palabras pronunciadas con énfasis y gesticulación que dio como resultado el lunfardo y acabó por la invención de un lenguaje musical: el tango. Es lógico y, a la vez, milagroso: el lenguaje musical es mucho más entendible y seductor que el idioma articulado. Es más, manejado con la impericia que lo están haciendo ahora los políticos nacionalistas o estatalistas (que en lo único que se diferencian es en la mayor o menor amplitud de las fronteras) el idioma se puede volver un frontón que dificulte el entendimiento entre las gentes.
El domingo 27 de abril, los cientos de personas que atiborraban el salón del Ateneo barcelonés tuvieron ocasión, fuera cual fuera su lugar de origen, durante la hora que duró el concierto musical, de sentir, gozar, y comprender el más exquisito lenguaje armenio: se trató de un concierto musical en el que se interpretaron obras de
Sergei Aslamazian: gran genio de la música armenia.
Manejado con sabiduría el lenguaje articulado es capaz de producir esas sinfonías de música muda y cadenciosa que llamamos poemas o novelas. En este caso también esas obras superan los estrechos aunque maravillosos ámbitos del idioma en que están escritos.
Tal fue el caso de la poesía recitada por
Diana una niña de cinco años, en la
presentación en Mislata (Valencia) de
Los hijos del Ararat (Ediciones Carena, 2008), el treinta de abril. Escrita originalmente en armenio y recitada en castellano el fragmento poético concluía afirmando más o menos: “Podéis destruir Armenia… pero en cualquier lugar del mundo, cuando se encuentren dos armenios, estará comenzando a formarse un nueva”. Indudablemente, en donde dice Armenia, cada asistente ponía el nombre de su tierra de origen… Tal vez por ese sentimiento de añoranza, seguido después de la evocación del genocidio, y la rememoración de los antepasados, por lo que el acto resultó tan emotivo.
Virginia, una conquense, al final del acto era una de las más afectadas por ese dardo sentimental que
Ararat Ghukasyan y
Marc Morte habían lanzado al público al desglosar el contenido de la novela:
-Yo he adoptado dos armenias –decía mientras echaba la mano sobre el hombro a una chica joven- está es mi hija y aquella de allí mi hermana. Son compañeras de trabajo y desde que nos conocemos nos tratamos como familia. Compré el libro el otro día y durante las dos últimas noches he tenido pesadillas. Pero para compensar estos recuerdos tan tristes nos vamos a ir a bailar sevillanas la Feria de Abril que se celebraba en Mislata, una ciudad con 45.000 habitantes de los que, según el censo, el 13 % pertenecen a 96 países diferentes.
Cartel de la Feria de Abril de Cataluña (2008)
También las sevillanas, la rumba catalana y la pluralidad cultural, ideológica y étnica eran las protagonistas, a la noche siguiente de la 37ª edición de la Feria de Abril de Cataluña que aún se celebra en el recinto del Forum. Tuve la suerte de acompañar a dos grandes figuras del baile grande: José de la Vega y Alberto Alarcón cuya armonía de movimientos, gestos y palabras trascienden del tablao al más mínimo detalle cotidiano. Todo el recinto era una explosión de baile, bullicio y alegría. Los maestros del baile constataron de nuevo cómo la gente se iba transformando con la ayuda del jerez y las sevillanas y, tras un impagable chocolate con churros se despidieron dejándome sólo ante el peligro.
Mi relación con el baile no puede decirse que sea armónica. Antes pensaba que mi poca habilidad se debía a los seis años de internado en el seminario en donde haber bailado en vacaciones podía constituir motivo de expulsión. Dicha inhabilidad se prorrogó durante mi juventud en la que huía de las discotecas. Pero la cosa es mucho más profunda, porque, cuando ya en la treintena, sin tener que usar el baile para atraer a las mujeres, traté de apuntarme a los cursos de sevillanas que imparte Ana Márquez, ésta, tras hacerme una prueba, dictaminó:
-En el único grupo que tienes cabida es en el que imparto para ciegos…
Siempre pensé que mi tendencia a escribir venía provocada por la frustración de no haber tenido cualidades para ser músico, después la achaqué a mis desastrosos resultados como orador, pero ahora me doy cuenta de que me refugio en la escritura porque no sé bailar. ¿Qué puede hacer un irredento “esaborío” en una sociedad como la de Andújar, mi pueblo, que se tira bailando día y noche la última semana de abril y las cincuenta y una restantes, bailando también para preparar la fiesta?
Sin embargo gozo enormemente del baile. No sólo de las pocas veces que, ayudado por los calimochos me lanzo a bailar, sino que disfruto viendo a los demás ejercitando ese rito, presente en la humanidad desde sus más remotos orígenes. Sobre todo cuando, como ocurrió la otra noche, los celebrantes eran de variados orígenes, idiomas e ideologías. Reinaba parecido ambiente en la caseta del PP que en la del PSUC Viu. Por momentos soñé que el recinto ferial era el germen de una nueva sociedad que celebraba, con lenguaje musical, la llegada efectiva de la igualdad, el disfrute directo de la alegría, la fraternidad, la fiesta de la diferencia. Pensé que las sevillanas, la rumba, los aires latinos estaban poniendo las bases de un lenguaje gozoso al que se iría incorporando el resto de la humanidad con lo mejor de sí mismos. Cuando me alejaba, después de recoger a mi hijo y a su amigo, disfrutaba tanto que me había olvidado de mi incapacidad para sumarme a la fiesta.