¿Cuál es el objeto de esas páginas? Unos pocos autores, unos grandes
autores que formarían parte de la historia literaria, del canon pasado y
reciente, y de la historia personal de Vargas Llosa, ciudadano hispano-peruano:
Joanot Martorell, Gabriel García Márquez, Gustave Flaubert, José María Arguedas.
Martorell aparece como motivo gracias a Cervantes, qué duda cabe, y gracias a la
estancia barcelonesa de Vargas Llosa. García Márquez es objeto de interés por
sus logros literarios de los años sesenta, el momento del
Boom de la
literatura latinoamericana, la época en que el propio escritor hispano-peruano
comenzaba a despuntar como novelista. Flaubert está presente en nuestro autor
como ejemplo del escritor total, abnegado y experimentalista, pero también por
el primer afrancesamiento de Vargas Llosa, cosa que empieza a verificarse a
finales de los años cincuenta. Arguedas despierta su interés desde fecha
temprana por formar parte de la historia literaria del Perú, por el indigenismo
del que aquél es muestra sobresaliente. En realidad, estos escritores serían
maestros de la narración, de la novela concretamente, y es a sus obras
principales a las que el novelista Vargas Llosa dedicará su atención y
observación a lo largo de los años:
Tirant lo Blanc,
Cien años
de soledad,
Madame Bovary,
Los ríos
profundos.
El estudioso y avispado alumno no se fija en casos
secundarios, sino en ejemplos egregios de los que aprender, de los que tomar
buena nota. ¿Y qué halla en esos clásicos? Encuentra la motivación, los
recursos, los instrumentos de la ficción: soluciones prácticas con las que
componer una novela. Incorpora la tradición, las restricciones de un género y
los logros comunes que sirven para contar una historia. O si se prefiere: con
esas obras de referencia, con esos pares a los que admira y de los que asimila,
Vargas Llosa se mide y se fuerza, se exige aplicación. Al igual que un galeote
de la pluma, el escritor se obliga. De hecho, podemos tomar a esos novelistas
como algunos de los interlocutores que el escritor hispano-peruano no tuvo
cuando empezaba, como algunos de los maestros literarios a los que personalmente
no pudo acceder o conocer siendo chico. Algo así admite en sus memorias,
El
pez en el agua (1993). Al glosar sus respectivas novelas y al analizar lo
externo (el autor, el contexto) o lo interno (el tiempo, el espacio, los
personajes, el narrador, la estructura), Vargas Llosa aprende y generaliza,
estudia lo concreto y teoriza, aplica los hallazgos de la filología y elabora un
vocabulario propio para desentrañar ese objeto llamado
novela.
Imaginemos a Juan Carlos Onetti
según imagen muy común, la del escritor en su exilio madrileño, ya en la última
etapa de su vida: Onetti recostado en una cama, extraño y con desgana (...) El
lecho es la renuncia operativa, la resistencia al estado de vigilia, pero es
también el espacio de nuestros deseos, de nuestras frustraciones. Las pesadillas
y los sueños son materia de Onetti, pesadillas y sueños bien reales de
individuos urbanos, ajetreados y limitados, personajes de interior, podríamos
decir
Si son tal como las presentamos, no
sorprenderá que el volumen de sus
Ensayos literarios que antes citábamos
acabe precisamente con unas
Cartas a un joven novelista. Ese texto, que
editaron originariamente Ariel y Planeta en 1997, es una suerte de colofón o
compendio de su teoría literaria y en sus páginas están buena parte de esos
vocablos o fórmulas que Vargas Llosa ha popularizado para analizar las novelas.
¿Qué expresiones son ésas? Forman el léxico de Vargas Llosa desde que escribiera
García Márquez: historia de un deicidio. Enumeremos esas fórmulas. Habla
de los
demonios para referirse a los objetos internos de los autores, a
sus obsesiones, a esos elementos inconscientes que determinan de algún modo las
distintas novelas o los diferentes relatos. Habla de la
verdad de las
mentiras, para aludir al poder de persuasión de una historia bien contada.
Habla del
deicidio para designar la rebeldía de los autores frente al
mundo y frente a lo dado, esos suplantadores de Dios. Habla de las
mudas
para calificar los cambios espacio-temporales o narrativos, los variados puntos
de vista desde los que se relata. Habla de la
caja china para nombrar el
recurso de las historias paralelas o derivadas, especulares. Habla del
dato
escondido para denominar el escamoteo o el narrar callando, narrar por
omisión, ese procedimiento que consiste en silenciar una parte explícita de la
historia para así provocar la ambigüedad o la conjetura del lector. Habla de los
vasos comunicantes para referirse a esos episodios que ocurren en tiempos
o espacios distintos y que el narrador hace confluir a partir de fundidos o
vínculos explícitos, a partir de diálogos que convergen.
Si nos fijamos
bien, esas
Cartas a un joven novelista son la interlocución que él no
tuvo o el diálogo personal del que no pudo disfrutar cuando sólo era un
novelista en ciernes. Adopta el expediente epistolar (al modo de las
Cartas a
un joven poeta, de Rainer Maria Rilke, por ejemplo). ¿Y para qué hace eso?
Primero, para hablar al muchacho que Vargas Llosa fue, teniendo consigo mismo un
gesto de piedad y de indulgencia, de afecto e ironía. Y segundo, para mostrar lo
que él ya aprendió, ejerciendo la mejor pedagogía, un modo de leer bien y
escribir mejor: otro gesto, pues, de desprendimiento y generosidad con sus
discípulos potenciales. Esas obras y esos autores los ha ido tratando a lo largo
del tiempo y, precisamente, a lo largo de los años los ha ido analizando hasta
componer un pequeño edén con sus escritores predilectos.
La verdad de las
mentiras –el libro de prólogos que Vargas Llosa firmó a finales de los años
ochenta y luego reeditado y comentado en
Ojos de
Papel— también puede y debe leerse así: como el del ejercicio
analítico del novelista, como las confesiones del escritor cuando revela los
ejemplos en que se inspira, como las inquisiciones y los tanteos del lector en
busca de interlocutor.
En ese cielo literario faltaba otro ángel tutelar
al que dedicarle un volumen, un caso local y universal a la vez, un guía. Es el
de Juan Carlos Onetti (1909-1994), un maestro de la generación anterior, un
novelista de Montevideo que se abrió al mundo, atento a los logros de la ficción
contemporánea. Ahora, cuando se cumplen cien años de su nacimiento, Mario Vargas
Llosa le dedica una obra que resume toda su trayectoria, que sintetiza toda su
preocupación creadora: de manera explícita, la del escritor uruguayo; de manera
implícita, la del propio autor hispano-peruano.
La vida no nos consuela ni nos
repara. Somos desecho y finitud, en efecto, y nuestra desaparición carecerá de
épica: moriremos como escombros oxidados, como los restos de aquel astillero que
Juan Carlos Onetti concibió para una novela homónima: El astillero
(1961)
Imaginemos a Juan Carlos Onetti según
imagen muy común, la del escritor en su exilio madrileño, ya en la última etapa
de su vida: Onetti recostado en una cama, extraño y con desgana (o con desgano,
según el americanismo tan frecuente). Como tantos de sus personajes, al
novelista lo recordamos remiso, impasible, desaliñado, con un whisky cercano:
rodeado de sábanas, ajeno al mundo, quizá incapaz de resolver eficazmente lo
común; distante, sumido en una ensoñación compensadora, fantaseando con algo que
no existe, oponiendo resistencia a la vida gris, ordinaria e insólita a un
tiempo. O quizá lo imaginamos como él pensó a William Faulkner: “capacitado para
ver vivir y mantenerse, a la vez, fuera de los hechos”, con una cualidad
fantasmal que “si los lectores meditan podrán atribuir”, dice Onetti, “a los
personajes más importantes de su obra y a sus mismas peripecias”. Eso es lo que
le leo en uno de sus textos, en uno de los que forman las
Confesiones de un
lector, que se editaron póstumamente en Alfaguara (1995).
Cuando
hablo de cualidad fantasmal no me refiero, claro, a la sábana previsible con la
que se cubre el espectro, sino al lecho como espacio de desaparición, de
reclusión y también de observación. Oponiendo resistencia a la vida gris,
ordinaria e insólita a un tiempo, decía más arriba. En efecto, lo ordinario es
la cama: el dominio de lo cotidiano y el lugar de los sueños, el ámbito de lo
onírico. El lecho es la renuncia operativa, la resistencia al estado de vigilia,
pero es también el espacio de nuestros deseos, de nuestras frustraciones. Las
pesadillas y los sueños son materia de Onetti, pesadillas y sueños bien reales
de individuos urbanos, ajetreados y limitados, personajes de interior, podríamos
decir. Igualmente, en la cama la persona está en duermevela, en esa fase
imprecisa del día en que no nos hemos incorporado a la realidad, mezclando lo
soñado con lo vivido, lo deseado o lo temido con lo sabido. El primer gran
personaje de Onetti, Juan María Brausen de
La vida breve (1950), empieza
a componer un mundo distinto, a juntar lo real y lo ficticio en la cama,
precisamente en la cama, semidespierto, aturdido. Allí, tumbado, lamenta el
ultraje que la vida le ha infligido: su querida Gertrudis se ha sometido a la
extirpación de una mama. Allí, distante, escucha conversaciones ajenas, vecinas,
las palabras de la prostituta Queca, situaciones que no ve pero sobre las que
conjetura e interviene. Allí, fantasioso, comienza a edificar una ciudad de
ficción hecha con restos diurnos y con sueños nocturnos, una realidad
alternativa llamada Santa María y habitada, entre otros, por el doctor Díaz
Grey.
Vargas Llosa rastrea a Onetti en sus obras, indaga en su
biografía, examina sus maestros (James Joyce, Louis-Ferdinand Céline, William
Faulkner, etcétera). Pero también nos muestra sus disfraces, las máscaras que el
narrador uruguayo emplea para tratar del hombre moderno, de su derrota y de sus
tímidas rebeldías, de la anomia y de la fatalidad, del desconcierto y del
cinismo, de los esfuerzos que fracasan. La vida no nos consuela ni nos repara.
Somos desecho y finitud, en efecto, y nuestra desaparición carecerá de épica:
moriremos como escombros oxidados, como los restos de aquel astillero que Juan
Carlos Onetti concibió para una novela homónima:
El astillero (1961).
Ya lo dije tiempo
atrás cuando la glosaba. Permítaseme reproducirlo ahora: “La vida
es absurda, escandalosamente corta y absurda; la vida nos limita y niega una
tras otra las esperanzas que ideamos y con las que nos estimulamos. Las empresas
más enérgicas y obstinadas en las que nos empeñamos están condenadas al fracaso:
bien por la estupidez en la que incurrimos irreparablemente, bien por la
fatalidad absurda que nos cercena. Hasta los trabajos más respetables, hasta las
vidas más acomodadas, hasta las existencias menos temerarias, aquellas con las
que claudicamos para mejor adaptarnos o integrarnos, son siempre una ruina
previsible, el fin ocioso que a todos aguarda”.
Vargas Llosa sigue en plena forma
aunque sólo sea para contarnos lo mismo con historias parecidas, con historias
que remiten frecuentemente a un muchachito que debió crecer sin padre o sin la
referencia masculina. Historias de varones huérfanos que buscan interlocutor:
que buscan al padre perdido o al padre severo y
decepcionante
Por eso necesitamos la ficción.
Así, si leemos
La vida breve, descubrimos, según había subrayado Vargas
Llosa en sus
Cartas a un joven novelista, “que el verdadero tema de la
novela no es la historia del publicista Brausen, sino algo más vasto y
compartido por la experiencia humana: el recurso a la fantasía, a la ficción,
para enriquecer la vida de las gentes y la manera en que las ficciones que la
mete fabula se sirven, como materiales de trabajo, de las menudas experiencias
de la vida cotidiana. La ficciones no es la vida vivida, sino otra vida,
fantaseada con los materiales que aquélla le suministra y sin la cual la vida
verdadera sería más sórdida y pobre de lo que es”.
El viaje a la
ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti desarrolla, completa y documenta esa
impresión temprana en poco más de doscientas páginas. ¿Algo objetable en dicha
operación? La impresión que los lectores pueden tener cuando se acercan a esta
obra de Vargas Llosa es que el esquema teórico y analítico ya estaba armado
mucho tiempo atrás: en los años sesenta, en los años setenta, en aquel ensayo
que el escritor hispano-peruano dedicó a García Márquez y en aquellos otros que
vinieron después (Gustave Flaubert, Victor Hugo, etcétera). Los lectores que le
han seguido han de reconocerle genio, una cualidad especial para sumar algunas
obras memorables. Y ha de reconocerle también oficio, una capacidad particular
para escribir con disciplina novelas y ensayos que no añaden gran novedad a lo
que ya había logrado.
Ésa era la
impresión, por ejemplo, que me causó Travesuras de la niña mala (2006):
la del didactismo, la de la repetición.
Pero qué digo:
bendita repetición. Vargas Llosa sigue en plena forma aunque sólo sea para
contarnos lo mismo con historias parecidas, con historias que remiten
frecuentemente a un muchachito que debió crecer
sin
padre o sin la referencia masculina. Historias de varones huérfanos
que buscan interlocutor: que buscan al padre perdido o al padre severo y
decepcionante (
La ciudad y los perros, 1963;
Conversación en La
Catedral, 1969). Algo semejante sucede con el ensayista. El lector llamado
Mario Vargas Llosa regresa para mostrarnos nuevamente quiénes fueron sus
idolatrados escritores, sus guías juveniles: como ese posible Onetti, que
aprendió a novelar al tiempo que aprendía a mentir.