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Philip Roth: <i>La humillación</i> (Mondadori, 2010)

Philip Roth: La humillación (Mondadori, 2010)

    TÍTULO
La humillación

    AUTOR
Philip Roth

    EDITORIAL
Mondadori

    TRADUCCCION
Jordi Fibla

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 155 páginas. 17,90 €



Philip Roth

Philip Roth


Reseñas de libros/Ficción
Philip Roth: La humillación (Mondadori, 2010)
Por Alejandro Lillo, jueves, 1 de abril de 2010
La humillación, de Philip Roth, es una novela corta de aspecto sencillo que puede llevar a engaño. Frente a esas narraciones voluminosas –tan de moda últimamente- que pretenden contarlo todo pero que apenas dicen nada, Philip Roth ha escrito una obra de signo contrario. Escueta y aparentemente liviana, La humillación resulta ser una obra exigente que invita a la lectura pausada y reflexiva, y cuya excelencia no está tanto en lo que se relata sino en lo que queda al margen, en sus silencios.
¿Qué sucedería si a Cristiano Ronaldo o a Messi se les olvidara jugar al fútbol? ¿Qué pasaría si de la noche a la mañana perdieran su habilidad para meter goles o para regatear? Piensen si lo prefieren en Pau Gasol. Imaginen que perdiera su confianza en el tiro y dejara de anotar. O supongan que Rafa Nadal, por alguna causa inexplicable y repentina, no acertara a golpear la pelota de tenis. ¿Cuál sería la reacción de los aficionados? ¿Y la de ellos, los propios interesados? ¿Qué sería de sus vidas, cómo afrontarían una situación tan desconcertante?

Sobre este asunto versa la última novela de Philip Roth, pues eso es lo que le ocurre a Simon Axler, un importante actor teatral norteamericano, uno de los más laureados del país. Con más de sesenta años y una larga carrera repleta de éxitos a sus espaldas, un día, sin previo aviso, pierde su talento, su capacidad para actuar. Sin motivo aparente, deja de gustar y de convencer al público y, lo que es peor, deja de convencerse a sí mismo. El sentimiento de vergüenza y frustración es tan grande que Axler se derrumba, sobrepasado por una situación que por primera vez en su vida no puede dominar: “por la noche no podía dormir más de dos o tres horas, apenas comía, todos los días pensaba en matarse con el arma que tenía en el desván (una Remington 870 de repetición manual)”.

Sin control sobre su vida y con una sensación de fracaso insoportable, Axler piensa seriamente en el suicidio. Podemos intuir los vaivenes propios de la carrera de un artista, la presión a la que debe de estar sometido, más aún si se es un actor de éxito. Estar en la cresta de la ola no es fácil, requiere mucho esfuerzo y sacrificio, muchas renuncias. Sin embargo también es ésta una profesión agradecida, privilegiada en muchos sentidos, como todas aquellas que tienen que ver con el éxito social y la fama. ¿Tan duro es el golpe que recibe Simon Axler como para venirse abajo de forma estrepitosa? ¿Tan grave es para su existencia dejar de actuar con algo más de sesenta años tras cuarenta de aplausos prácticamente ininterrumpidos? A las personas la vida les propina golpes muy duros y aún así sacan fuerzas para seguir avanzando. El propio Axler ha tenido, al igual que cualquier individuo, altibajos y crisis a lo largo de su carrera, como “cuando sus ancianos padres fallecieron en un accidente de automóvil. (…) En esa ocasión lloró y siguió adelante. Siempre seguía adelante. Encajaba con dificultad las pérdidas, pero nunca afectaban a su actuación”. Salvo ahora, porque lo cierto es que su capacidad de actuación era algo que no le había fallado nunca, no al menos de forma tan rotunda, tan brutal. Este nuevo escenario, desconocido para él hasta entonces, le hace reflexionar sobre lo caprichoso del destino humano, sobre cómo un mundo y una vida construida a lo largo de los años pueden desaparecer de golpe, sin causa aparente y de forma arbitraria, pues todos estamos “por completo a merced del «aire leve»”: “…todo es caprichoso. La omnipotencia del capricho. La probabilidad del cambio total. Sí, el impredecible cambio total y el poder que tiene”.

Porque si La humillación es una obra magnífica no lo es tanto por lo que se cuenta en ella, sino más bien por lo que se nos escamotea, por lo que calla, por la información y el conocimiento que nos proporcionan sus silencios

La humillación parece que se presenta, pues, como una reflexión sobre la fragilidad de la realidad que construimos. Pero si esto fuera así, ¿por qué Philip Roth no analiza los motivos, las causas o el origen de esa repentina ausencia de talento? A lo largo de la obra no encontramos ninguna explicación de por qué sucede ese extraño fenómeno. Hay referencias a la vejez, es cierto, a la merma de capacidades que la misma conlleva, a los estragos que causa el inexorable paso del tiempo. Es cierto que la edad de Axler es respetable, pero en una sociedad técnicamente avanzada como la nuestra una persona como ella puede disfrutar de una buena calidad de vida al menos durante diez o quince años más. No parece que la edad sea motivo suficiente para justificar su pérdida de facultades, tratándose además de un suceso tan repentino: “¿Se trataba puramente del paso del tiempo, que trae consigo deterioro y derrumbe? ¿Era una manifestación de la vejez? Su aspecto físico era todavía impresionante (…) No había nadie más riguroso, estudioso y serio, nadie que cuidara mejor de su propio talento o que se adaptara mejor a las condiciones cambiantes de una carrera teatral a lo largo de tantas décadas. Dejar de ser el actor que era de una manera tan precipitada resultaba inexplicable”.

Tal vez a Roth le basta con constatar que lo que le sucede a Simon Axler acontece verdaderamente, que el éxito se acaba y pasa, que las facultades se pierden, que las habilidades desaparecen, que en la vida ocurren cosas que la trastocan y la hacen tambalearse. Es algo que se produce constantemente, algo que tarde o temprano vamos a experimentar todos, algo que no tiene que ver necesariamente con la vejez. Sin embargo, hundirse de esta manera hasta el punto de querer suicidarse por no poder actuar como venía haciéndolo hasta entonces parece algo exagerado. Hemos visto que ya antes ha sido capaz de superar otros momentos difíciles, que se ha repuesto de desgracias y dramas familiares. ¿Por qué en esta ocasión es diferente? Philip Roth nos da la pista ya desde el principio de la novela a través de las palabras que emplea para describir esa pérdida de talento en el actor teatral, pues utiliza un lenguaje totalizador, absoluto, para referirse al trabajo de Axel (la cursiva es mía):

Jamás había fracasado en el teatro, todo cuanto emprendiera tuvo fuerza y éxito y entonces sucedió lo terrible: no podía actuar (…) Nadie estaba interesado, nadie acudió (…) Nada de eso le servía ahora para representar ningún papel. Todo cuanto le fuera útil para ser quien había sido, contribuía ahora a que pareciera un lunático. (…) En el pasado, durante su actuación no pensaba en nada (…) Ahora pensaba en todo (…) Se pasaba toda la jornada entregado a pensamientos que jamás en su vida había tenido antes de una representación”

Para Simon Axler su profesión no es una faceta cualquiera de su existencia, más o menos importante, que le proporciona más o menos satisfacciones, sino que es su vida entera. Perder la capacidad de interpretar es perderlo todo. ¿Qué queda cuando desaparece lo que es todo para nosotros? Nada. Un vacío absoluto: “… esperaba olvidarse de quién era y convertirse en la persona que actuaba, pero seguía allí, vacío por completo (…) Cada mañana, al despertar y reencontrarse con su vacío, llegaba a la conclusión de que no podía vivir un día más despojado de sus habilidades (…) Una vez más se concentraba en el suicidio”.

La vida de Simon Axler aparece en la novela como algo muy concreto, (...) difícilmente universalizable. Sin embargo, cuando Roth elige que su protagonista sea actor de teatro clásico la cosa cambia. De una forma u otra nos está remitiendo al teatro que se practicaba en la antigua Grecia, al uso de máscaras

Pero esa sensación de vacío, de total desesperación, tiene algo de ridículo, precisamente porque nos sigue pareciendo excesiva. Comparada con otras tragedias, como la muerte de un hijo o la pérdida de la persona amada, el colosal hundimiento de Axler y sus deseos de suicidio por la pérdida de su capacidad interpretativa no provocan lástima ni compasión en el lector, sino más bien extrañeza.

Y es precisamente en esa sensación de extrañeza donde creo que está una de las claves de La humillación. Esa reacción desmedida por parte de Axler es la que nos va a permitir interrogarnos sobre lo que se oculta, sobre lo que no se nos dice en la novela. Porque si La humillación es una obra magnífica no lo es tanto por lo que se cuenta en ella, sino más bien por lo que se nos escamotea, por lo que calla, por la información y el conocimiento que nos proporcionan sus silencios. Si no tenemos en cuenta esos silencios nos perderemos una parte fundamental de la obra, no acabaremos de entender el porqué de la humillación de su protagonista.

Que un famoso actor de teatro clásico -alguien que ha cosechado éxito y dinero- se quede sin talento y nadie acuda a ayudarlo, que cuando su vida se hunde nadie se preocupe por él, es algo cuanto menos llamativo. Su mujer, con la que se casó a los cuarenta años ya cumplidos, al ver su desmoronamiento, “huyó a California para estar cerca de su hijo”, tenido en un matrimonio anterior. ¿Huyó? ¿Qué clase de esposa huye cuando su marido se hunde? ¿Qué tipo de relación se oculta tras ese verbo? ¿Y dónde están los hijos de Axler? Quizá no aparecen para ayudarle porque no los tiene, dado que se casó por primera vez a los cuarenta años. De acuerdo, quizá no tuvo hijos pero, ¿y el resto de su familia? ¿Y sus amigos? Recibe llamadas, sí, numerosas llamadas que él acaba por no atender, pero nadie acude a visitarle, a ayudarle personalmente, tan sólo su viejo representante, un hombre de más de ochenta años que le hace una breve visita en su casa. ¿Cómo puede ser que un hombre de su fama y su éxito no tenga familia ni amigos? ¿Cómo puede ser qué nadie acuda a ayudarle? Planteemos la cuestión de otra manera: ¿Qué clase de persona ha sido Simon Axler?

En realidad poco sabemos de él, casi no conocemos nada de su vida anterior a ese momento en el que, con más de sesenta años, sus dotes interpretativas le abandonan. Lo único que sabemos es lo que el narrador nos quiere contar, un narrador en tercera persona focalizado en el propio Axler y que, por tanto, sólo nos muestra los hechos desde su perspectiva. Sabemos, eso sí, que es actor de teatro clásico. ¿Por qué de teatro clásico? ¿Por qué no un empresario de éxito, un prestigioso profesor universitario, o, ya ubicados en el plano interpretativo, un destacado actor de cine? ¿Por qué un actor de teatro clásico precisamente?

No podemos seguir viendo a Simon Axler como un caso aislado. Lo cierto es que también nosotros somos extraños para nosotros mismos. No hacemos más que quitarnos una máscara para ponernos otra, y quizá detrás la careta tampoco haya nada

La vida de Simon Axler aparece en la novela como algo muy concreto, muy individual, algo difícilmente universalizable. Sin embargo, cuando Roth elige que su protagonista sea actor de teatro clásico la cosa cambia. De una forma u otra nos está remitiendo al teatro que se practicaba en la antigua Grecia, al uso de máscaras, de caretas de quita y pon que varían y se intercambian en función del papel representado. El problema de Simon Axler es que despojado de su talento como intérprete, de sus múltiples máscaras, cuando tiene que enfrentarse consigo mismo no se reconoce: “gritaba al despertarse en plena noche y encontrarse encerrado en el papel del hombre privado de sí mismo…”. Acostumbrado como está a ser otro, a actuar, a representar papeles y a fingir, cuando el espectáculo se acaba y tiene que enfrentarse consigo mismo, con lo que ha sido su vida, con la decadencia y la proximidad de la muerte, se ve como un desconocido, como un extraño, como “un hombre cuerdo que interpretaba a un demente. Un hombre estable que interpretaba a un hombre deshecho. Un hombre con dominio de sí mismo que representaba a un hombre incapaz de dominarse (…), como un hombre que quería vivir interpretando a un hombre que quería morir”. Tras la máscara sólo hay una vida vacía que él sigue empeñado en interpretar, incapaz de afrontar de otra forma ese vacío que él mismo se ha creado. La solución que encuentra será, pues, empezar de cero, volver a los orígenes, comenzar de nuevo. Eso es lo que narra la novela, no tanto el hundimiento de Simon Axler como su nuevo comienzo, los intentos de recomponer su vida y recuperar el talento. Y vaya si lo consigue. Pero, como hemos visto, el texto escrito es sólo la punta del iceberg. Entre sus páginas, en sus silencios, hay todo un mundo por explorar.

Simon Axler es un actor, sí, pero ¿es que acaso nosotros no interpretamos? ¿No actuamos en nuestra vida cotidiana? ¿No nos ponemos la máscara de hijo solícito, de marido atento? ¿No nos la quitamos para actuar entre los amigos como el gracioso o el bravucón del grupo? ¿No representamos el papel de padre consentidor o estricto?
No podemos seguir viendo a Simon Axler como un caso aislado. Lo cierto es que también nosotros somos extraños para nosotros mismos. No hacemos más que quitarnos una máscara para ponernos otra, y quizá detrás la careta tampoco haya nada. Nos pasamos la vida interpretando papeles y al final, si nos descuidamos, no nos reconocemos. Algunos de esos papeles los elegimos nosotros, otros se nos imponen, pues también estamos, como Simon Axler, a merced del “aire leve”. En cualquier momento nuestra existencia puede dar un cambio de ciento ochenta grados y asomarse al vacío. ¿Dónde esta el peligro entonces? En que nos suceda como al protagonista de La humillación, que cuando el papel a representar sea importante, en ese instante decisivo, nos equivoquemos con el texto, nos quedemos bloqueados o seamos incapaces de interpretarlo con éxito y convicción. Aunque ustedes no lo sepan todavía, la novela nos enseña que nos va la vida en ello.
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