Por suerte tampoco todas las novelas son iguales. Las hay necesariamente de
evasión, de esas que poniendo tinta de por medio ayudan al lector a darle
esquinazo a la realidad. Y tenemos el caso de aquellas cariacontecidas que
impostan esa pose, la de “yo te voy a sacar de esta realidad”, pero que lo que
hacen es sentarnos a mirarla, la realidad, como quien levanta una pieza en
perspectiva caballera. Y no solo eso, sino que además en este tipo se introducen
elementos para el reconocimiento personal y para la reflexión mediante el viejo
método de “me saco un ojo para que tú te saques los dos”, yo te cuento un poco
pero eres tú quien me va a contar a mí o, mejor dicho, quien va a tirar de su
propio incómodo hilo interior, y todo salteado a fuego medio con un erotismo que
aporta valor añadido.
De todas las líneas que tiene impresas gran parte
se constituyen en ensayos preclaros, prácticos, útiles, y fáciles de entender
para un lector en zapatillas de casa: ¿Existe la entrega total de la madre?
¿Dónde está el límite? ¿Es la maternidad el certificado de “utilidad” de una
mujer? La entrega incondicional de la madre a su descendencia, ¿tiene un origen
biológico o social? ¿Erotismo es a maternidad lo que bata de guata floreada es a
pasarela de moda? ¿Qué pasa cuándo el hombre ha logrado perpetuar sus genes, o
“tener descendencia”? No apto para parejas que ya tienen buscado el salón de
celebraciones y los trajes esperando la prueba, página 103: “
El amor no es
más que la mística de las necesidades, el disfraz de las insuficiencias, la
mentira que encubre nuestra desprotección. A más inseguridad más amor, he aquí
una ecuación que considero perfecta. Cuando las mujeres pueden abandonar a su
hombre sin el temor a morir de hambre o de ignominia, le abandonan. Desaparece
como por encantamiento el amor eterno. Nadie habla ya de él. Nunca existió sino
como poética de la desnuda y gris necesidad”.
La autora no toma el atajo de lo
escabroso, del tremendismo impactante para que nos sacuda la onda expansiva y
asegurarse el efecto, sino que la acción es una espiral, una macabra escalera de
caracol que desciende a los infiernos interiores, pero que no acaba en el
desenlace. Todavía después deberemos seguir leyendo/bajando
peldaños
Pero
Mi amor desgraciado
tiene dentro y ante todo, una historia de ficción fácil de contar: El cruce
tangencial primero y secante después de los caminos de dos mujeres. Hay una
narradora de quien no llegamos a saber su nombre. Y está Héléne, presente mucho
antes de que lo sepamos. Dos mujeres que siguen dos caminos. El paralelo: una es
la loba esteparia peleada con el mundo; la otra sufre una especie de negación
enfermiza y patológica de todo aquello que no sea su marido, su verdadera otra
mitad. Y un camino divergente: la una se cura de su “dolencia”, de su necesidad
de apartamiento emocional monacal, a partir de la locura y de la conducta atroz
de la otra, a quien quiere compadecer, a quien quiere entender, a quien quiere
parecerse, hasta que se da cuenta de que Hélène puede ser víctima de un marido
que ha potenciado el afán de ella por poseerlo, pero también es una verduga fría
y desposeída de cualquier sentimiento de empatía o de conciencia del otro (p.
199: “
Hélène me ha devuelto la generosidad sin pretenderlo, su extremismo ha
provocado que regrese a mí la ternura, la bondad y la paciencia. No soy como
ella. No soy como ella, me repito. Aunque pueda comprenderla existe una
diferencia que no es sólo de grado entre nosotras. Entre sus sentimientos y los
míos hay una distancia infernal”.)
La historia circula en algunos tramos
por las vías del género negro, y por eso es mejor que ya no le cuente más, so
pena de desentrañar los hechos. Solo advertirle que se prepare para el crescendo
de luces de alarma que se le irán encendiendo en el panel de avisos conforme se
acerque al clímax de la acción. Y resaltar el hecho de que la autora no
toma el atajo de lo escabroso, del tremendismo impactante para que nos sacuda la
onda expansiva y asegurarse el efecto, sino que la acción es una espiral, una
macabra escalera de caracol que desciende a los infiernos interiores, pero que
no acaba en el desenlace. Todavía después deberemos seguir leyendo/bajando
peldaños hasta el punto de que tras la vuelta de tuerca final el lector,
recordando el borroso principio de la novela, no será capaz de volver a esas
primeras líneas con tal de no recibir el golpe de gracia ahora que ya sabe lo
que sabe.
Ya en lo puramente técnico, la verdad es que Lola López
Mondéjar tiene la rara habilidad de pintar en palabras el mundo interior de sus
personajes, uno “ve” dentro de ellos, no hay nada etéreo, nada de esas frases
vacías como hebras que se nos quedan al masticar algunas judías verdes demasiado
fibrosas que terminan formando un bolo en la boca. Cómo consigue Lola López
Mondéjar poner en palabras llenas de peso semántico el mundo emocional de estas
mujeres no lo sé. Igual podríamos hablar de “sentimientos en acción”, porque
estos realmente sirven a la acción. O quizá el secreto reside en la
administración justa de los recursos: uno tiene siempre un pie en la calle, en
la vida, más dura que pura, a través de la expresión de agotamiento de una
cajera de supermercado, de un camarero atento, o de una chica fagocitada por un
París sin miramientos a la que en el peor momento se le rompe la bicicleta.
Mi amor desgraciado no es un libro de autoayuda. Pero sí que es
un manual del explorador emocional. Ya dije que en sus páginas uno se reconoce:
desde el fantaseo sexual a los sencillos deseos que siempre hemos reprimido:
mojarse con la lluvia (p. 39); el tiempo y sus efectos en la amistad (p. 40), la
imperiosa necesidad de una mínima soledad que nos devuelva el sentido de unidad,
de encuentro con uno mismo. Ese uno mismo que se pelea con el otro uno mismo en
torno a si alguien verá el título de la novela que está leyendo en la consulta
de la dentista. Dos pedazos de uno mismo, como estas dos mujeres que podrían ser
una batiéndose también en la arena.