Reseñas de libros/Ficción
Antonio Tabucchi: El tiempo envejece deprisa (Anagrama, 2010)
Por Eduardo Laporte, jueves, 1 de abril de 2010
Tiene un ritmo de producción calmado, Antonio Tabucchi, quien desde 2005, con su monólogo Tristano muere, no ofrecía novedades a la imprenta. Está presente a través de sus artículos en prensa y cuando los asuntos políticos de su país le indignan tanto que no puede evitar quedar más que salpicado. El presidente del Senado italiano le exigió una indemnización de un millón y un cuarto de euros por un artículo que publicó en L'Unità. No es de los que se muerden la boca, Tabucchi, que diferencia con nitidez la función del artículo periodístico de la función de la literatura. ¿Cuál es la función de esta última? Eterno debate. Crear e irradiar una suerte de belleza, cuando menos. Y eso es lo que consigue el autor este italiano aportuguesado en El tiempo envejece deprisa, nueve relatos que saben a buen vino, a vino que deja un poso entre balsámico y nutritivo en el alma. Bueno, quizá no tanto, pero casi.
Es complicado enfrentarse a una crítica
literaria sobre un libro de relatos, más cuando éstos no presentan una unidad
temática, como suele darse en libros de relatos sobre las más diversas cosas:
relatos sobre la mujer, relatos sobre el mundo laboral, relatos sobre el exilio.
En este caso, el único elemento cimentador de estas ficciones es que proceden de
un mismo autor lo que, por otra parte, no es poca cosa en cuanto dar una unidad
estilística al conjunto. En cualquier caso, el libro se vende como un ramillete
de relatos, no hay doblez alguna. Leí hace poco una polémica
amable en el blog de Javier Calvo (El dios reflectante,
Mondadori) en el que acusaba a Manuel Vilas de vender su última obra literaria,
Aire Nuestro, como una novela cuando en realidad era un conjunto de
relatos. Decía Cabrera Infante que “novela es todo lo que el autor presente como
tal”, así que si Bernardo Atxaga proponía Obabakoak como novela, pues
quizá lo fuera. Disquisiciones de género no ofrece, por suerte, el libro de
Tabucchi, que discurre por unos cauces más bien clásicos, si bien sus relatos se
leen con cierta frescura. Hay un estilo antirretórico, sorprendemente fresco y
que recuerda al concretismo descriptivo de la serie 'Nocilla'
de Fernandez
Mallo en el último relato (El contratiempo) que puede agradar
a lectores de cualquier generación. El resto de los relatos son más
convencionales, aunque hay interesantes punzadas al tiempo presente, tan
fragmentario y mezclado, como el de un ex general húngaro comiendo en un
McDonalds porque le gusta el tipo de carne que allí dan, o como el de un
festival de cine que proyecta películas de quien fuera el cineasta oficial del
régimen comunista polaco. Así es el siglo XXI, extraños contextos en los que el
pasado más grave se mezcla con la frivolidad de un festival de cine variopinto
de una ciudad costera y Tabucchi no quiere quedarse descolgado de su tiempo,
fantasma éste que quizá planee por su escritorio de tarde en tarde.
¿Qué
hay en esos nueve relatos? Sobre todo una pátina de nostalgia y una mirada al
pasado. Hay personajes marcados por el siglo XX, es un libro de alguien que,
como Tabucchi, es hijo del siglo XX. El día de su nacimiento, los americanos
bombardeaban Pisa para liberarla de los nazis. Su padre se los llevó, a él y su
madre, en bici, a la casa de los abuelos, más lejana, para protegerle del
asedio. Pero Tabucchi pertenece a esa generación en la que los ecos de las
barbaries del siglo XX le llegaron por testimonios, no en carne propia. No es un
Günter Grass que vivió de cerca el conflicto alemán, dentro del
cuerpo de las SS nada menos, sino más bien un Ángel González con
respecto a la guerra civil española: el espanto le llega reverberado. Y no es
mala cosa, porque puede llegar a atemperar, a provocar un discurso narrativo sin
estridencias. También es cierto que se tocan en el libro conflictos más
recientes, como el de la guerra de Kosovo (a través de un oficial italiano que
sufrió radiaciones de uranio) o el de la Alemania Oriental, que Tabucchi vivió
como un ciudadano europeo más. También hay cuentos localizados en los comunismos
del Este, Hungría, Rumanía y Polonia, que cuentas historias concretas de
personas concretas, y que devuelven al lector el gusto por la milenaria
tradición de contar historias.
Hace Antonio Tabucchi un sano uso de
la ficción; sus relatos son inventados, pero bien podrían ser
reales
El encanto de estos cuentos en
absoluto pretenciosos reside en esa sencillez que acaba siendo poética. Tabucchi
no pretende pasarse por quien es, y conoce sus recursos a la perfección y sabe
de qué es capaz y que no. Obras como Sostiene pereira o La cabeza
perdida de Damasceno Monteiro nos trasladan a esa ficción amable, con un
filtro poético que no cae en empalagosidades, pero que resulta tremendamente
digestivo. Como la historia de Lázsló, el antiguo oficial del ejército húngaro
que acude, ya mayor, a Moscú para reunirse con un comunista “mejorista” al que
le tocó la redacción del informe que daría con sus huesos en la cárcel, cuando
la invasión soviética. No guardó rencor Lázsló, cuando salió de la cárcel y
quiso conocer al ruso Dimitri, con quién disfrutó de los días quizá más hermosos
de su vida. Muestra de ese estilo antirretórico pero eficaz al tiempo que
hermoso, es esta descripción que hace el autor sobre su personaje el comunista
Dimitri, en Entre generales: “...era un hombre iracundo y jovial, infeliz
acaso, que, jovencísimo, en la guerra contra los nazis había sido condenado por
su valor, pero no era capaz de odiar a los húngaros y no entendía por qué debía
hacerlo”.
Los relatos de El tiempo envejece deprisa proporcionan
una conmoción moderada, una mínima catarsis. Son pequeñas porciones de belleza,
de humanidad, que resultan muy gratas. Esa idea extendida de que una novela debe
pegar un puñetazo al lector nada más abrir la cubierta, puede ser válida a
veces, pero como norma general no nos gusta estar recibiendo hostias a diestro y
siniestro. Hay una suerte de belleza que impregna las páginas de relatos como el
de Nubes, y también el viaje a esas historias que hicieron menos
terribles los sistemas totalitarios, como el de Festival. En este último,
la situación del cineasta oficial que sólo con la presencia de su cara provoca
condenas menores a la disidencia, es una suerte de homenaje al espíritu de los
Justos entre las Naciones que está entre los relatos más redondos del libro.
Porque hay otros, todo es cierto, que dejan una sensación más fría, aunque con
un sabor de boca siempre positivo.
Para terminar diré que hace Tabucchi
un sano uso de la ficción; sus relatos son inventados, pero bien podrían ser
reales. Usa bien la ficción porque organiza esa realidad (inventada) para
ofrecer de la mejor manera posible una situación humana en una coordenadas
espacio-temporales equis. Hablábamos antes de la función de la literatura, que a
veces reside precisamente en no tenerla. Lo quiera o no lo quiera, Tabucchi
enseña a través de sus cuentos. Enseña a conocer como sólo lo puede hacer la
literatura la trastienda de las guerras, de las fallidas ingenierías sociales
del pasado, y de cómo afectan a la vida cotidiana, a las emociones y la
felicidad de la gente, que son aspectos en absolutos baladíes, por mucho que
haya historiadores apolillados que no quieran verlo.