Aunque alude al caso de Grecia en cuanto a la constitución de un sistema
político similar al italiano, el libro está algo cojo en el aspecto comparativo,
por lo que conviene dejar sentadas algunas cuestiones. Entre finales del siglo
XIX y el primer tercio del siglo XX, con distinto ritmo según los países, Europa
experimentó la irrupción de las masas en la vida pública, básicamente canalizada
a través del socialismo y el nacionalismo. Los sistemas políticos de las
distintas naciones, desde los liberal-democráticos hasta las monarquías
parlamentarias liberales, hubieron de adaptarse a este fenómeno que carecía por
completo de referentes. Los más sólidos, con culturas políticas arraigadas en
instituciones vigorosas y sociedades civiles consolidadas, como Gran Bretaña,
Francia y los países nórdicos, lograron resistir el embate, ampliado la base
social del sistema mediante reformas profundas que recogieron las nuevas
inquietudes y demandas, pudiendo superar con éxito la encrucijada. No sucedió lo
mismo en el resto del continente, especialmente en el sur, este y centro, sobre
todo después de la Primera Guerra Mundial, donde se fueron imponiendo distintos
modelos de corte autoritario sobre los escombros del antiguo edificio sustentado
por las monarquías parlamentarias. Italia, aunque con características
singulares, no fue un caso excepcional.
Donald Sassoon pone de
inmediato de relieve ante los lectores que la crisis de gobierno que terminó
colocando a Mussolini como primer ministro se condujo por cauces estrictamente
legales. La
Marcha sobre Roma, del 28 al 29 de octubre de 1922, sólo fue
una mera coreografía posteriormente interpretada de forma sesgada como un acto
de imposición de poder fascista, cuando lo que realmente ocurrió el 31 de
octubre no sobrepasó de ningún modo el reglamentario juramento de lealtad ante
el rey Víctor Manuel III y la presentación de una lista de gobierno en la que
sólo figuraban cuatro ministros fascistas. La pregunta clave, según Sassoon es
por qué el rey cometió tan tremendo error,
que más
adelante se revelaría fatal para el destino de Italia. Y
aquí entran en juego las circunstancias políticas y sociales de la época, en
particular los efectos de la Primera Guerra Mundial, pero no sólo, aunque muy
por encima, según el autor, de Benito Mussolini, un hombre hábil, que supo jugar
sus bazas y aprovechar la oportunidad.
Para que los fascistas pudieran presentarse en el momento final
como la mejor alternativa, tuvo que producirse una concatenación determinada de
hechos (...) El principal fue la impotencia de las facciones liberales para
conseguir que las nuevas fuerzas (socialistas y católicos) ocupasen el lugar que
les correspondería en un orden de carácter liberal democrático. La división
entre los partidos de masas y las expectativas revolucionarias del ala extrema
hegemónica en el socialismo italiano, tuvieron mucho que ver en esta frustración
histórica
El sustrato sobre el que se recorre la pendiente que lleva
a Mussolini es primordialmente el de la crisis del sistema liberal parlamentario
nacido tras la unificación de 1871, en el que no existían partidos propiamente
dichos sino organizaciones de notables basadas en redes clientelares que
respondían a intereses locales y particulares, nunca colectivos, lo que
conllevaba la constante de la componenda y la corrupción, sello indeleble que
marcó a perpetuidad la imagen del régimen. Por lo demás, el sistema de sufragio
censitario constituyó la expresión más terminante de la exclusión de la inmensa
mayoría de la población, que quedó extramuros del sistema. Los gobiernos se
constituían a través de alianzas entre políticos de dos tendencias, liberal y
conservadora, el denominado transformismo, muy similar al sistema
canovista español. Todo fue razonablemente bien mientras predominó la
desmovilización política, pero comenzó a tensarse con las nuevas fuerzas y
grupos que irrumpieron en el panorama político: socialistas, nacionalistas y
catolicismo social. El primer intento de regeneración llevado a cabo por Crispi
fracasó en 1896 con la catástrofe militar de Adua (Etiopía), que dejó una
cicatriz ten profunda como el 98 español.
El relevo lo tomó Giovanni
Giolitti, político en extremo inteligente, sagaz y con gran sentido del Estado,
que puso en marcha un proyecto de modernización del Estado siguiendo los modelos
europeos de democracia liberal encarnados por Gran Bretaña y Francia. Pretendía
la incorporación al sistema político de las ya pujantes fuerzas de principios de
siglo, sobre todo de los socialistas y sectores católicos, basándose en un
programa de reformas que incluía, además de importantes avances sociales y la
neutralidad del Estado en los conflictos entre el capital y el trabajo, la
aplicación del sufragio universal, que fue aprobado en 1912. Pese a los momentos
de colaboración, la estrategia chocó con las reticencias del Vaticano, que
seguía en su enconada pugna con la Monarquía liberal italiana, el miedo del
sector moderado de partido socialista a perder el apoyo de los trabajadores y la
renuencia de los grupos económicos conservadores, que consideraban que el Estado
debía velar por sus intereses. Frente a los cálculos de Giolitti, las aventuras
coloniales exteriores para recuperar el prestigio perdido en Adua, como la
invasión de Libia en 1912, resultaron contraproducentes al desatar un
nacionalismo de carácter autoritario y antiparlamentario que fue permeando el
personal del aparato del Estado y la juventud, muy bien acompañados por una
clase intelectual y artística (D´Annunzio, Marinetti...) que denigraba la vieja
política y propugnaba la acción y la rebelión contra el aburrido
convencionalismo burgués, creando el caldo de cultivo emocional para las
tentaciones fascistas.
La Primera Guerra Mundial desarboló ese difícil
pero plausible proceso de ampliación democrática del sistema emprendido por
Giolliti. Primero, con la división permanente de la opinión, que superó el marco
temporal de la conflagración, entre dos polos, los neutralistas, siempre a la
defensiva, y los intervencionistas, muy agresivos, no sólo compuestos por
sectores de derechas. Segundo, por la frustración nacional resultado de los
acuerdos de Versalles, que imponían severas limitaciones a unas expectativas de
ampliación territorial realmente desmesuradas. Tercero, por los cambios
económicos y sociales que la guerra había ocasionado, con el incremento de la
movilización política, la grave agitación obrera de 1919-1920 (bienio
rosso), los problemas ocasionados por la readaptación de la economía, los
encontronazos sociales y laborales entre las clases propietarias, industriales y
terratenientes, y los obreros y campesinos, que habían tomado conciencia con la
guerra, así como la actividad de las asociaciones paralimitares de
ex-combatientes.
No se debe leer el pasado con
la perspectiva que da el tiempo transcurrido, de tal modo que hay que contemplar
la evolución italiana en sus propios términos y en los del contexto mental e
histórico continental que le vio desarrollarse. Respecto al primero, como señala
el filósofo Benedetto Croce: “el liberalismo hacia 1914 era un sistema, un
régimen, y había dejado de ser un ideal, una emoción”
De las elecciones de 1919 resultó una situación de
parálisis parlamentaria que condujo a una crisis política de gran calado. Los
liberales continuaban divididos entre belicistas y pacifistas, mientras que para
los grupos mayoritarios, católicos y socialistas, con la facción moderada (que
acabaría escindiéndose) arrinconada por los maximalistas, la colaboración era
inviable. A esta altura, Benito Mussolini, un antiguo miembro del ala radical
del partido socialistas (de cuyo órgano de expresión, Avanti, llegó a ser
director), expulsado en 1914 por su postura intervencionista, era un personaje
perfectamente secundario. Casi ningún medio se hizo eco de la creación del
movimiento fascista el 23 de marzo de 1919 en Milán. Poco a poco, sin un plan
predeterminado, los fascistas se fueron haciendo un lugar mediante la política
del palo y la zanahoria. Empleando la violencia y contando con la pasividad
cómplice de las fuerzas de orden público y autoridades civiles, como si fueran
un estado dentro de otro estado, las escuadras fueron demoliendo en los campos y
ciudades la hegemonía de la izquierda, atrayéndose el apoyo de los propietarios,
las clases medias y los grandes y medianos terratenientes e industriales.
Giolitti cometió el error capital de pretender incorporar a los
fascistas dándoles espacio en las listas electorales que capitaneaba (Bloque
Nacional), con lo que sumaron el aval de legitimidad y respetabilidad que
necesitaban para ser aceptados por los sectores acomodados a quienes asustaban
sus desafueros violentos (también habían atacado a los católicos). Por su lado,
Mussolini no desperdició la oportunidad que se le ofrecía, moderó su discurso y
buscó la reconciliación con instituciones fundamentales como la Monarquía y la
Iglesia. Los poderosos, que creían poder controlarlos, querían que alguien se
encargase de aniquilar la amenaza revolucionaria y los fascistas de Mussolini,
que nunca hubieran podido tomar el poder por la fuerza, constituían la mejor
baza de todas las que se podían barajar en aquella coyuntura.
Para que
los fascistas de Mussolini pudieran presentarse en el momento final como la
mejor alternativa, tuvo que producirse una concatenación determinada de hechos
que muy bien pudieron no tener lugar. Primero, el conveniente aderezo de gestos
y proclamas moderadas (liberalismo económico, adhesión a la monarquía, fin del
anticlericalismo, institucionalización de la influencia de la Iglesia en la
sociedad...) y el control de unos actos violentos que los últimos gobiernos
liberales no se sentían capaces de abortar. El principal fue la impotencia de
las facciones liberales para conseguir que las nuevas fuerzas (socialistas y
católicos) ocupasen el lugar que les correspondería en un nuevo orden emergente
de carácter liberal democrático. La división entre los partidos de masas y las
expectativas revolucionarias del ala extrema hegemónica en el socialismo
italiano, tuvieron mucho que ver en esta frustración
histórica.
La desconfianza hacia los regímenes
liberales, el experimentalismo, el cultivo de la acción por la acción y la
tentación autoritaria estaban muy extendidos en la sociedad europea. No es
extraño, pues, que los regímenes dictatoriales, en su mayoría de tipo
conservador y nacionalista, que pretendían convertirse en una base estable para
el desarrollo económico y social de cada país, se propagaran como setas por el
centro, este y sur de Europa
Con todo, la última palabra la tuvo el Rey. Fue él quien
propuso a Benito Mussolini como primer ministro. Donald Sassoon detalla con
magistral claridad las razones que llevaron al monarca a adoptar esa opción, que
fue más bien fruto del descarte de otras que se fueron desbaratando. Es
importante señalar que hasta 1929 Mussolini se mantuvo en gran medida dentro de
los cauces constitucionales y que el que luego sería un
régimen
totalitario carecía de precedentes, por lo que nadie
estaba avisado de lo que podría acaecer.
Por lo tanto, se debe insistir
en no leer el pasado con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, de tal
modo que hay que contemplar la evolución italiana en sus propios términos y en
los del contexto mental e histórico continental que le vio desarrollarse.
Respecto al primero, como señala el filósofo Benedetto Croce: “el liberalismo
hacia 1914 era un sistema, un régimen, y había dejado de ser un ideal, una
emoción” (cita tomada del muy recomendable
Manual de Historia Universal
editado por Historia 16 obra de Juan Pablo Fusi, y que lleva por título
Edad
Contemporánea, 1898-1939, Madrid, 1997, p. 132). En cuanto a lo segundo,
Juan Pablo Fusi ayuda a comprender el marco contextual: “La guerra había
destruido el optimismo y la fe en la idea de progreso y en la capacidad de la
sociedad occidental para garantizar de forma ordenada la convivencia y la
libertad civil. Una parte cada vez más numerosa de la opinión confiaría en
adelante en soluciones políticas de naturaleza autoritaria” (p. 224)
En
definitiva, la desconfianza hacia los regímenes liberales, el
experimentalismo, el cultivo de la acción por la acción y la tentación
autoritaria estaban muy extendidos en la sociedad europea. No es extraño, pues,
que los regímenes dictatoriales, en su mayoría de tipo conservador y
nacionalista, que pretendían convertirse en una base estable para el desarrollo
económico y social de cada país, se propagaran como setas por el centro, este y
sur de Europa. En España lo hizo en septiembre de 1923 el general Primo de
Rivera, contando con la aquiescencia del rey Alfonso XIII. En 1926 un golpe
militar acabó con la república en Portugal, dando lugar a una longeva dictadura
(hasta 1976). El general Metaxas, con el apoyo del rey Jorge III, impuso la
dictadura en Grecia en 1936. En 1920 lo hizo el almirante Horthy en Hungría. Lo
mismo Alejandro I en Yugoslavia (cuando se denominaba Reino de los Serbios,
Croatas y Eslovenos) en 1928. En mayo de 1926 el general Pilsudsky en Polonia.
El canciller Dollfuss impuso una dictadura católica y corporativa en Austria en
1934. Fue el propio zar Boris III quien impone el régimen autoritario en
Bulgaria en 1919. Y en Rumanía lo lleva a cabo el rey Carol II en 1938.
El libro de Donald Sassoon es una síntesis breve pero completa de una
fase interesantísima de la historia italiana, muy pareja en muchos aspectos a la
española que precedió a la dictadura del general Primo de Rivera, por lo que,
además de su valor intrínseco, constituye una muy útil referencia comparativa
para el estudio de los regímenes autoritarios de otros países europeos y
latinoamericanos que cuajaron en aquel turbulento primer tercio del siglo XX.