Donald Sassoon: Mussolini y el ascenso del fascismo (Crítica, 2008)

Donald Sassoon: Mussolini y el ascenso del fascismo (Crítica, 2008)

    TÍTULO
Mussolini y el ascenso del fascismo

    AUTOR
Donald Sassoon

    EDITORIAL
Crítica

    TRADUCCCION
Antonio Resines

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 192 páginas. 20,50 €



Donald Sassoon

Donald Sassoon


Reseñas de libros/No ficción
Donald Sassoon: Mussolini y el ascenso del fascismo (Crítica, 2008)
Por Rogelio López Blanco, lunes, 1 de diciembre de 2008
En este trabajo Donald Sassoon desentraña las circunstancias históricas que llevaron al poder a Mussolini y al partido fascista en la Italia posterior a la Primera Guerra Mundial. Aunque la presencia en sus páginas del Duce no es en absoluto marginal no tiene una papel protagonista, pues la cuestión central reside en el contexto político, social e ideológico desde principios de siglo, etapa presidida por la figura casi omnipresente de Giovanni Giolitti. Esta búsqueda de antecedentes obliga al autor a remontarse al origen del sistema conocido bajo la denominación de transformismo, una vez lograda la unidad italiana y fundada la monarquía parlamentaria en 1871, con todas las expectativas y problemas que hubo de afrontar el nuevo régimen, en especial en sus relaciones con el Vaticano y la opinión católica. Pero el periodo crucial en el ascenso del fascismo tiene lugar durante la inmediata posguerra, cuando se desmorona el sistema liberal y los nuevos partidos de masas, por una serie de causas que se detallan en la obra, fueron incapaces de ofrecer una alternativa dentro de un marco liberal-democrático.
Aunque alude al caso de Grecia en cuanto a la constitución de un sistema político similar al italiano, el libro está algo cojo en el aspecto comparativo, por lo que conviene dejar sentadas algunas cuestiones. Entre finales del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, con distinto ritmo según los países, Europa experimentó la irrupción de las masas en la vida pública, básicamente canalizada a través del socialismo y el nacionalismo. Los sistemas políticos de las distintas naciones, desde los liberal-democráticos hasta las monarquías parlamentarias liberales, hubieron de adaptarse a este fenómeno que carecía por completo de referentes. Los más sólidos, con culturas políticas arraigadas en instituciones vigorosas y sociedades civiles consolidadas, como Gran Bretaña, Francia y los países nórdicos, lograron resistir el embate, ampliado la base social del sistema mediante reformas profundas que recogieron las nuevas inquietudes y demandas, pudiendo superar con éxito la encrucijada. No sucedió lo mismo en el resto del continente, especialmente en el sur, este y centro, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, donde se fueron imponiendo distintos modelos de corte autoritario sobre los escombros del antiguo edificio sustentado por las monarquías parlamentarias. Italia, aunque con características singulares, no fue un caso excepcional.
 
Donald Sassoon pone de inmediato de relieve ante los lectores que la crisis de gobierno que terminó colocando a Mussolini como primer ministro se condujo por cauces estrictamente legales. La Marcha sobre Roma, del 28 al 29 de octubre de 1922, sólo fue una mera coreografía posteriormente interpretada de forma sesgada como un acto de imposición de poder fascista, cuando lo que realmente ocurrió el 31 de octubre no sobrepasó de ningún modo el reglamentario juramento de lealtad ante el rey Víctor Manuel III y la presentación de una lista de gobierno en la que sólo figuraban cuatro ministros fascistas. La pregunta clave, según Sassoon es por qué el rey cometió tan tremendo error, que más adelante se revelaría fatal para el destino de Italia. Y aquí entran en juego las circunstancias políticas y sociales de la época, en particular los efectos de la Primera Guerra Mundial, pero no sólo, aunque muy por encima, según el autor, de Benito Mussolini, un hombre hábil, que supo jugar sus bazas y aprovechar la oportunidad.

Para que los fascistas pudieran presentarse en el momento final como la mejor alternativa, tuvo que producirse una concatenación determinada de hechos (...) El principal fue la impotencia de las facciones liberales para conseguir que las nuevas fuerzas (socialistas y católicos) ocupasen el lugar que les correspondería en un orden de carácter liberal democrático. La división entre los partidos de masas y las expectativas revolucionarias del ala extrema hegemónica en el socialismo italiano, tuvieron mucho que ver en esta frustración histórica

El sustrato sobre el que se recorre la pendiente que lleva a Mussolini es primordialmente el de la crisis del sistema liberal parlamentario nacido tras la unificación de 1871, en el que no existían partidos propiamente dichos sino organizaciones de notables basadas en redes clientelares que respondían a intereses locales y particulares, nunca colectivos, lo que conllevaba la constante de la componenda y la corrupción, sello indeleble que marcó a perpetuidad la imagen del régimen. Por lo demás, el sistema de sufragio censitario constituyó la expresión más terminante de la exclusión de la inmensa mayoría de la población, que quedó extramuros del sistema. Los gobiernos se constituían a través de alianzas entre políticos de dos tendencias, liberal y conservadora, el denominado transformismo, muy similar al sistema canovista español. Todo fue razonablemente bien mientras predominó la desmovilización política, pero comenzó a tensarse con las nuevas fuerzas y grupos que irrumpieron en el panorama político: socialistas, nacionalistas y catolicismo social. El primer intento de regeneración llevado a cabo por Crispi fracasó en 1896 con la catástrofe militar de Adua (Etiopía), que dejó una cicatriz ten profunda como el 98 español.

El relevo lo tomó Giovanni Giolitti, político en extremo inteligente, sagaz y con gran sentido del Estado, que puso en marcha un proyecto de modernización del Estado siguiendo los modelos europeos de democracia liberal encarnados por Gran Bretaña y Francia. Pretendía la incorporación al sistema político de las ya pujantes fuerzas de principios de siglo, sobre todo de los socialistas y sectores católicos, basándose en un programa de reformas que incluía, además de importantes avances sociales y la neutralidad del Estado en los conflictos entre el capital y el trabajo, la aplicación del sufragio universal, que fue aprobado en 1912. Pese a los momentos de colaboración, la estrategia chocó con las reticencias del Vaticano, que seguía en su enconada pugna con la Monarquía liberal italiana, el miedo del sector moderado de partido socialista a perder el apoyo de los trabajadores y la renuencia de los grupos económicos conservadores, que consideraban que el Estado debía velar por sus intereses. Frente a los cálculos de Giolitti, las aventuras coloniales exteriores para recuperar el prestigio perdido en Adua, como la invasión de Libia en 1912, resultaron contraproducentes al desatar un nacionalismo de carácter autoritario y antiparlamentario que fue permeando el personal del aparato del Estado y la juventud, muy bien acompañados por una clase intelectual y artística (D´Annunzio, Marinetti...) que denigraba la vieja política y propugnaba la acción y la rebelión contra el aburrido convencionalismo burgués, creando el caldo de cultivo emocional para las tentaciones fascistas.

La Primera Guerra Mundial desarboló ese difícil pero plausible proceso de ampliación democrática del sistema emprendido por Giolliti. Primero, con la división permanente de la opinión, que superó el marco temporal de la conflagración, entre dos polos, los neutralistas, siempre a la defensiva, y los intervencionistas, muy agresivos, no sólo compuestos por sectores de derechas. Segundo, por la frustración nacional resultado de los acuerdos de Versalles, que imponían severas limitaciones a unas expectativas de ampliación territorial realmente desmesuradas. Tercero, por los cambios económicos y sociales que la guerra había ocasionado, con el incremento de la movilización política, la grave agitación obrera de 1919-1920 (bienio rosso), los problemas ocasionados por la readaptación de la economía, los encontronazos sociales y laborales entre las clases propietarias, industriales y terratenientes, y los obreros y campesinos, que habían tomado conciencia con la guerra, así como la actividad de las asociaciones paralimitares de ex-combatientes.

No se debe leer el pasado con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, de tal modo que hay que contemplar la evolución italiana en sus propios términos y en los del contexto mental e histórico continental que le vio desarrollarse. Respecto al primero, como señala el filósofo Benedetto Croce: “el liberalismo hacia 1914 era un sistema, un régimen, y había dejado de ser un ideal, una emoción”

De las elecciones de 1919 resultó una situación de parálisis parlamentaria que condujo a una crisis política de gran calado. Los liberales continuaban divididos entre belicistas y pacifistas, mientras que para los grupos mayoritarios, católicos y socialistas, con la facción moderada (que acabaría escindiéndose) arrinconada por los maximalistas, la colaboración era inviable. A esta altura, Benito Mussolini, un antiguo miembro del ala radical del partido socialistas (de cuyo órgano de expresión, Avanti, llegó a ser director), expulsado en 1914 por su postura intervencionista, era un personaje perfectamente secundario. Casi ningún medio se hizo eco de la creación del movimiento fascista el 23 de marzo de 1919 en Milán. Poco a poco, sin un plan predeterminado, los fascistas se fueron haciendo un lugar mediante la política del palo y la zanahoria. Empleando la violencia y contando con la pasividad cómplice de las fuerzas de orden público y autoridades civiles, como si fueran un estado dentro de otro estado, las escuadras fueron demoliendo en los campos y ciudades la hegemonía de la izquierda, atrayéndose el apoyo de los propietarios, las clases medias y los grandes y medianos terratenientes e industriales.

Giolitti cometió el error capital de pretender incorporar a los fascistas dándoles espacio en las listas electorales que capitaneaba (Bloque Nacional), con lo que sumaron el aval de legitimidad y respetabilidad que necesitaban para ser aceptados por los sectores acomodados a quienes asustaban sus desafueros violentos (también habían atacado a los católicos). Por su lado, Mussolini no desperdició la oportunidad que se le ofrecía, moderó su discurso y buscó la reconciliación con instituciones fundamentales como la Monarquía y la Iglesia. Los poderosos, que creían poder controlarlos, querían que alguien se encargase de aniquilar la amenaza revolucionaria y los fascistas de Mussolini, que nunca hubieran podido tomar el poder por la fuerza, constituían la mejor baza de todas las que se podían barajar en aquella coyuntura.

Para que los fascistas de Mussolini pudieran presentarse en el momento final como la mejor alternativa, tuvo que producirse una concatenación determinada de hechos que muy bien pudieron no tener lugar. Primero, el conveniente aderezo de gestos y proclamas moderadas (liberalismo económico, adhesión a la monarquía, fin del anticlericalismo, institucionalización de la influencia de la Iglesia en la sociedad...) y el control de unos actos violentos que los últimos gobiernos liberales no se sentían capaces de abortar. El principal fue la impotencia de las facciones liberales para conseguir que las nuevas fuerzas (socialistas y católicos) ocupasen el lugar que les correspondería en un nuevo orden emergente de carácter liberal democrático. La división entre los partidos de masas y las expectativas revolucionarias del ala extrema hegemónica en el socialismo italiano, tuvieron mucho que ver en esta frustración histórica.

La desconfianza hacia los regímenes liberales, el experimentalismo, el cultivo de la acción por la acción y la tentación autoritaria estaban muy extendidos en la sociedad europea. No es extraño, pues, que los regímenes dictatoriales, en su mayoría de tipo conservador y nacionalista, que pretendían convertirse en una base estable para el desarrollo económico y social de cada país, se propagaran como setas por el centro, este y sur de Europa

Con todo, la última palabra la tuvo el Rey. Fue él quien propuso a Benito Mussolini como primer ministro. Donald Sassoon detalla con magistral claridad las razones que llevaron al monarca a adoptar esa opción, que fue más bien fruto del descarte de otras que se fueron desbaratando. Es importante señalar que hasta 1929 Mussolini se mantuvo en gran medida dentro de los cauces constitucionales y que el que luego sería un régimen totalitario carecía de precedentes, por lo que nadie estaba avisado de lo que podría acaecer.

Por lo tanto, se debe insistir en no leer el pasado con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, de tal modo que hay que contemplar la evolución italiana en sus propios términos y en los del contexto mental e histórico continental que le vio desarrollarse. Respecto al primero, como señala el filósofo Benedetto Croce: “el liberalismo hacia 1914 era un sistema, un régimen, y había dejado de ser un ideal, una emoción” (cita tomada del muy recomendable Manual de Historia Universal editado por Historia 16 obra de Juan Pablo Fusi, y que lleva por título Edad Contemporánea, 1898-1939, Madrid, 1997, p. 132). En cuanto a lo segundo, Juan Pablo Fusi ayuda a comprender el marco contextual: “La guerra había destruido el optimismo y la fe en la idea de progreso y en la capacidad de la sociedad occidental para garantizar de forma ordenada la convivencia y la libertad civil. Una parte cada vez más numerosa de la opinión confiaría en adelante en soluciones políticas de naturaleza autoritaria” (p. 224)

En definitiva, la desconfianza hacia los regímenes liberales, el experimentalismo, el cultivo de la acción por la acción y la tentación autoritaria estaban muy extendidos en la sociedad europea. No es extraño, pues, que los regímenes dictatoriales, en su mayoría de tipo conservador y nacionalista, que pretendían convertirse en una base estable para el desarrollo económico y social de cada país, se propagaran como setas por el centro, este y sur de Europa. En España lo hizo en septiembre de 1923 el general Primo de Rivera, contando con la aquiescencia del rey Alfonso XIII. En 1926 un golpe militar acabó con la república en Portugal, dando lugar a una longeva dictadura (hasta 1976). El general Metaxas, con el apoyo del rey Jorge III, impuso la dictadura en Grecia en 1936. En 1920 lo hizo el almirante Horthy en Hungría. Lo mismo Alejandro I en Yugoslavia (cuando se denominaba Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos) en 1928. En mayo de 1926 el general Pilsudsky en Polonia. El canciller Dollfuss impuso una dictadura católica y corporativa en Austria en 1934. Fue el propio zar Boris III quien impone el régimen autoritario en Bulgaria en 1919. Y en Rumanía lo lleva a cabo el rey Carol II en 1938.

El libro de Donald Sassoon es una síntesis breve pero completa de una fase interesantísima de la historia italiana, muy pareja en muchos aspectos a la española que precedió a la dictadura del general Primo de Rivera, por lo que, además de su valor intrínseco, constituye una muy útil referencia comparativa para el estudio de los regímenes autoritarios de otros países europeos y latinoamericanos que cuajaron en aquel turbulento primer tercio del siglo XX.