Juan Antonio González Fuentes
Santander, mi ciudad, es una pequeña ciudad burguesa venida a menos desde un concepto imaginario de sí misma que tampoco era mucho. En tales condiciones es un hecho recurrente que Santander siempre ha tenido muy poco de todo, pero lo poco sí ha tenido tradicionalmente algún color de empaque.
Es el caso de las galerías de arte, escasas como el cacao en Mongolia, pero apuradamente decentes y con alguna proyección más allá del suelo chico. Fue el caso durante casi medio siglo de la galería Sur del escritor Manuel Arce, y lo es ahora, en esta rabiosa comtemporaneidad crédula en milagros americanos del santo varón Obama, en el caso de la galería Siboney.
Siboney es nombre de indígenas, de bolero, de habanera, de galería de arte y de edificio santanderino, levantado, claro, por un indiano que hizo con suerte las Indias en un país tan poco indio como Cuba. Finalizando la primavera de 1985, nació la galería Siboney, fruto del esfuerzo y las ganas de dos tipos tan dispares como Fernando Zamanillo y Juan G. Riancho. Hoy Zamanillo vive la vida en otra importante galería de arte santanderina, pero Riancho sigue saludando con las cejas a los viandantes que van y vienen por la calle del orador Castelar, una calle abierta a un mar encerrado en una bahía, abierta a la nieve invernal de las montañas cercanas en su lejanía, al cielo y las nubes que como decorado de casa de ópera de primera cambian cada diez minutos, esperando nuevos actores, nuevas obras a representar.
Por las paredes y pasillos de Siboney han mostrado sus colores, sus luces y sus sombras, trabajos de Eduardo Gruber, José Luis Mazarío, Sara Huete, Martínez Cano, Dis Berlin, Vicky Uslé, Xesús Vázquez, González Sainz, Chema Madoz, y otros artistas de imaginaciones comprobadas y soleras contrastadas.
La cuestión es que un día, al otro lado de las nuevos e invisibles cables telefónicos que nos unen mediante digitales magias a las voces ajenas, escuché la voz de Riancho solicitándome mi dirección postal. Quería el galerista pasarle mi dirección a un buen amigo suyo, escritor recién estrenado en las públicas letras, para que dicho amigo me hiciese llegar el fruto escrito de sus desvelos en forma de libro. El autor, al parecer, de vez en cuando leía con buena disposición mis tretas y ociosidades en estos ojosdepapel, y quería que, si fuera posible, se le dedicasen unas líneas.
Desconozco la razón concreta, pero tales acechanzas siempre me han dado mala espina, claro que por ser vos quien sois (bondad infinita), le proporcioné la dirección al susodicho, esperando encontrar al poco tiempo en el buzón de correos un librito de versos en el mejor de los casos corajudos, o una novelita autobiográfica con menos interés que una película de Torrente. Ya pueden preludiarse los lectores qué tipo de cabroncete joputa, pagado de sí mismo, se esconde tras mi imagen de pose relamida que acompaña estas líneas.
Enrique López Viejo: Tres rusos muy rusos (Herzen, Bakunin y Kropotkin) (Melusina, 2008)
Y en efecto, el día llegó. Marché a correos, recogí el envío y lo abrí no sin estudiada desgana. Pero como a un buen idiota, a mí también me pusieron en mi sitio, y encima, en forma de regalo. El libro llevaba por título Tres rusos muy rusos (Editorial Melusina, Barcelona, 2008) y su autor era Enrique López Viejo. Otra curiosidad del caso es que ya me había fijado en el libro por su cubierta en las librerías, los tres rusos, Herzen, Bakunin y Kropotkin caricaturizados con acierto y sentados a una mesa mientras beben, disertan, y una fémina arrodillada bajo la mesa les quita el peso de polvo y paja.
López Viejo, lo leí en la solapa, es vallisoletano y no mucho mayor que yo. Estudió Historia Antigua y Geografía en la Universidad de su ciudad natal. Más tarde prosiguió su formación en Bellaterra, Barcelona, hincando los codos en Ciencias de la Información, y también en la ciudad Condal comenzó a ejercer como profesor. Con el tiempo dejó plantada la enseñanza y se dedicó en Mallorca, al parecer con suficiente éxito, a la compleja carrera de hombre de negocios. Ahora, retirado de toda actividad profesional ajena a la literatura, vive dedicado a recrear con rigor y refinado sentido literario las existencias de algunos de sus personajes históricos favoritos. Vamos, es Enrique López Viejo, desde la lejanía, un tipo afortunadamente raro e interesante.
Fruto ya maduro de su nueva dedicación vital es el libro ya mencionado, Tres rusos muy rusos, sencillamente un trabajo espléndido, sí, con mayúsculas y todas las letras. López Viejo demuestra en estas páginas una maestría completamente inusual en el panorama de nuestra letras como constructor de biografías. No abundan los especialistas en biografías entre nosotros, y menos los que se dedican a escribir con conocimiento y con causa sobre personajes foráneos. A este relevante hecho de escasez, en el caso de López Viejo debe sumársele otra singularidad desde luego más importante: la nula exhibición de academia y la incontestable presencia de eso tan escaso y primordial que es la literatura.
Es López Viejo un biógrafo claramente de la estirpe de los Stefan Zweig y sobre todo, a mi entender, de los Lytton Strachey que en el mundo han sido, para fortuna de los avezados lectores. No abruma (¿aburre?) López Viejo con fechas, partidas de nacimiento, ibidem, op. cit, referencias bibliográficas, notas y renotas remotas. Lo de López Viejo es más sencillo, más fácil, siendo a la vez lo intrínsecamente más complejo, más difícil, más valioso, más de literato de ley y quilates. López Viejo sencillamente se sabe la vida de los biografiados, ha leído sobre ellos todo lo importante y significativo, y también sabe todo sobre el momento histórico que vivieron y sobre las ciudades y sociedades en las que deambularon y que les contemplaron.
Y una vez rumiadas las lecturas, López Viejo ha echado en la cazuela de su inteligencia y cultura la información acumulada y los conocimientos atesorados, los ha aderezado con ricas y sabrosas especias, le ha añadido paciencia, gracia e ironía, ha dejado que todo se cocinase a fuego lento y el reconfortante y alimenticio resultado lo ha servido con gusto narrativo. El resultado ya se ha dicho: un guiso de primer orden que aporta a quien lo degusta todo el alimento necesario y, además, le deja en el paladar muy ricos sabores, los aromas benéficos de lo que alimenta proporcionando placer. Por las páginas de Tres rusos muy rusos deambulan libremente los anarquistas Herzen, Bakunin y Kropotkin, y lo hacen además con todas sus ideas y opiniones, con sus amores posibles e imposibles, con los paisajes que vivieron y les vivieron, con amigos, libros, manifiestos, revoluciones, celos, tiros, carreras, velocidad... Como se dice en la contracubierta del libro, López Viejo ha logrado que la existencia de estos tres pensadores del anarquismo parezcan inverosímiles de tanto como vivieron y les sucedió. Y sin embargo lo que se cuenta en buena prosa y español sólo es realidad histórica, el pálpito inapagable de tres vidas que fueron y siguen siendo gracias a la prosa de Enrique López Viejo.
Corran a por el libro, léanlo como una novela de intriga y aventuras, y disfruten de una época, de un tiempo en el que tres rusos muy rusos se propusieron reinventar el mundo viviendo con inusitada intensidad. ¡¡¡Una gozada!!!
Última reseña de Juan Antonio González Fuentes en Ojos de Papel:
-Stieg Larsson: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Destino, 2008), segunda parte de la trilogía Millennium, que se inició con el título, Los hombres que no amaban a las mujeres (Destino, 2008).
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.