Carmen
Alcalde ha publicado en
Ediciones
Carena Vete y ama, la novela de una mujer que
disfruta de su feminidad como de un antojo de frambuesas, sin ceder al pecado
capital ni a la cartilla de la catequesis: “…[mujeres que] triunfaron en
diversas organizaciones a cambio de convertir en tragedia su vida íntima
asumiendo la consigna tradicional de mostrarse fieles con todos menos consigo
mismas”.
Piwi es un gitano de L’Hospitalet, familiar demasiado
cercano de
Benito, el colega del Casco con quien he pasado la edad de la
inconsciencia y a quien podría poner mi vida en sus manos antes de irme de
vacaciones a Lisboa. Piwi rasgaba la guitarra porque no tenía suficientes tablas
para tocarla como es debido.
Entre dos aguas, de
Paco de Lucía, le
entusiasmaba tanto que con esa partitura y con una jarra de cerveza se tiraba
las horas muertas en La Oveja Negra. Tuvo un sueño, que yo no sé si fue
pesadilla: “Se me ha aparecido Jesucristo en bata”.
Me acuerdo de Piwi y
de la resurrección y de la salvación del tercer día cuando una mañana de
diciembre, tres días antes del día de Navidad, y antes de las tres, Carmen
Alcalde se me presenta en bata, en el pasillo de su casa, un número impar de la
avenida de Mistral de Barcelona.
Carmen Alcalde necesita cinco minutos
para florecer, y le sobran cuatro minutos. Dorada como las murenas que caen en
las redes de los marineros asaz fornidos, convicta de los hados de la coherencia
y de la honestidad (que, en este caso, sí es sinónimo de honradez), y de una
palidez descolorida que se debe más al motivo de sus actos bienintencionados
pero adversos que a una anemia galopante en la transfusión de sus ideas. “Sóc
coherent i compromesa, i els compromisos m’han fet patir.”
Su despacho,
tan bien amueblado como su azotea de mimosas, deviene un apósito de su
personalidad, y los detalles deslizan en chorreras como las de los jamones de
Trévelez: la fotografía de un vietcong herido de muerte, con la autenticidad de
Federico Borrell en
Muerte de un miliciano, la instantánea de
Capa que refleja los horrores de la guerra
incivil; un calendario
con las últimas horas del 2009 en el cuadrilátero del mes yaciente; un venerable
crucifijo de madera, que por el lugar que ocupa y el candor que transmite
recuerda a los que se colocaban en la cabecera de la cama de nuestros abuelos;
un cáliz de plata en el que el vino se ha transformado en un manojo de
cigarrillos Pall Mall, y una biblioteca de petitorias y requisiciones, pequeñita
y deslumbrante, a pesar de la nota marginal que la acompaña en su desasimiento
(“m’he desfet de molts llibres abans que m’enterrin”).
La aznaridad, de
Manuel Vázquez Montalbán;
Cuentos completos, de
Mariano José de
Larra, y
Del sentimiento trágico de la vida, de
Miguel de
Unamuno. Biografías de
Édith Piaf y
Simone de Beauvoir. “Una
de las mejores formas de recrear el pensamiento de un hombre: reconstruir su
biblioteca”, dejó escrito
Marguerite Yourcenar en
Memorias de Adriano,
o Adriano en las memorias de su postrera secretaria
. En lo que nos
concierne, el
hombre de Marguerite es una mujer.
Me hace pasar a
su remanso de paz, en el que queda el tablero de ajedrez como el paisaje de la
única batalla que en la actualidad sostiene, olvidada por molesta y repudiada
por su ministerio. (“Ara la premsa és insuportable, ha perdut la força, i és
tremendament partidista, i l’ofici de periodista s’ha perdut amb el Google:
copiar i no trepitjar el carrer. Els periodistes no tenen ni veu ni vot.”)
“M’han deixat de trucar per ser un incordi. Els meus reportatges sempre
han estat agressius. He denunciat allò que he considerat injust”, se defiende
con la naturalidad de Letizia antes de que cambiara el micro por la sortija
montada en oro blanco de las princesas. Así es, y la lástima es que su ejemplo
de arquera parta no cunda.
El 10 de abril de 1965 sacó a la calle el
primer número de
Presència, la revista insignia del reporterismo hecho en
Catalunya: “Volíem un nom que no s’hagués de traduir, que fos català i castellà
alhora”. La redacción se instaló en el número 433 de la avenida José Antonio
(hoy Gran Via de les Corts Catalanes). Valía 8 pesetas. Hasta los anuncios
rebosaban vitalidad: “Cuando se hace una pausa, Coca-Cola refresca mejor”. Llegó
a ejercer la dirección durante tres años, con la inestimable asunción de los
colaboradores de entonces, que cobraban con la recompensa de la consagración:
Maria Castanyer, con sus crónicas desplumadas (“El lunfardo, el xarnego,
el rosal bacavá i altres formes dialectals catalanes”);
Maria Aurèlia
Capmany, con sus juicios de contrapeso, los
hermanos Moix (Ana María
y Terenci)… “
Manel Bonmatí, el propietari, un periodista que havia
treballat als diaris de la República, se la va vendre al Bisbat, i ens va deixar
en l’estacada, amb una mà al davant i l’altra al darrera, amb un munt de
segrestos, multes i processos derivats de la llei de premsa de
Fraga
Iribarne. L’últim número que vam treure abans del traspàs el vam fer amb la
portada de color roig, en senyal de protesta”, dice, y chupa el cigarro y se
traga el humo sin atragantarse, con la vista puesta en el primer tomo
encuadernado de su obra completa, extensa y tocapelotas como la de
Blasco
Ibáñez en su momento, aun siendo abrumadoramente distinta. “A la censura
l’intentàvem enganyar com podíem. Enviàvem les galerades sense els títols ni les
fotos, fins que vam colar aquest editorial: “
Johnson, criminal de
guerra”. La policia es va presentar a la impremta i va parar les màquines. Anys
molt bons però amb molts
sustos.” De hecho, las sanciones las guarda como
un tesoro fenicio en el galpón de su arqueta, en la que descansan sin haber sido
pagadas las 75 multas que ha enlomado como un dossier.
En
Cuadernos
para el diálogo, escribió un reportaje con la comidilla de los
reformatorios, la palabra desechada de los diccionarios, y le pasó tres
cuartos de lo mismo: “El número també va ser segrestat i em van caure tres mesos
d’arrest”.
Carmen Alcalde: Veye y ama (Ediciones
Carena)
En
Destino, en una sección que abrió para recibir
las bofetadas de la sociedad de abolengo, publicó el reportaje de la lucha de
clases en la Maternitat: cómo las mujeres ricas dejaban a sus hijos al cuidado
de las mujeres pobres que no preguntaban porque callaban lo que sabían: “La
societat es va quedar estorada pel tractament que rebien les dones
treballadores…”.
Luego, maldita ya y maldecida, pasó de curro en curro,
con la cola de caballo de su arrojo recogida en un moño, para sólo escribir
“floretes”:
Actual, Sábado gráfico, Triunfo, Diari de Barcelona, Hoja del
Lunes… En
El Triangle sufrió
mobbing, cuando este
anglicismo aún no se había importado. Comadrona de
El Periódico de Catalunya,
recibió la ayuda de dos mañosos braceros con el miedo de los primerizos,
Antonio Asensio y
Eliseo Bayo.
“En tots aquests treballs
vaig cobrar menys per fer el mateix treball que un home…”, suelta
indiscretamente, mientras teclea con esmero un mail en el ordenador portátil con
ratón inalámbrico. La inferioridad del sexo, sin compartirla, la había asumido
antes de que le abriera los ojos el comentario machista de un
Santiago
Carrillo que se había quitado la máscara y la peluca: “Vam anar 40
periodistes a un congrés del PC que es celebrava a París. Jo era l’única dona.
Em vaig queixar, i el Carrillo em va murmurar: ‘De eso te ocupas tú’”. Quizá él
decía esas verdades cuando no le oía
Pasionaria, a quien
Carmen conoció y a quien retrató en
La mujer en la guerra civil: “Una
dona molt sosa, manipulada, encara que una dona del poble amb una veu
impressionant, i espontània, inflamada”. Como no podía ser de otra manera,
rompió con la dirección soviética del PSUC —en el que militó— por discrepancias
que otros se encargaron de acallar con el lazo de los “asuntos internos”: “Vaig
intercedir per un company que va enxampar la policia i que van torturar als
soterranis de Via Laietana. Va
cantar, i per això el van donar de baixa
del partit. Jo els vaig criticar la seva invulnerabilitat quan dormien cada dia
als millors i més luxosos hotels”.
En
Vindicación Feminista, mano
a mano con
Lidia Falcón, recuperó la línea de
Ellen Key, Maria
Deraismes y
Martha Carey, las sufragistas que se preocupaban por los
más pobres, siendo las mujeres las más débiles en el columbario de la pobreza.
¿Para qué?
“Ahora la mujer se ha vuelto imbécil.” La explicación la
prorratea con el análisis de gerencia de las centrales bancarias: “La dona ha
involucionat, i la societat necessita un revulsiu perquè es doni compte de la
situació real de la dona. Tu coneixes un home que vagi a fer feines? Per no
parlar de la violència masclista. Dona que es separa, dona degollada [se pasa el
filo de la mano por la yugular]. No t’ofenguis, però jo crec que és un problema
bioquímic de distorsió de ‘la raça home’. La compulsió-impulsió de la
prostitució dels homes jo no la puc comprendre. Hi ha quelcom malaltís en el
component masculí. Quin cervell de dona inventa Guantánamo?”.
De ahí que
su sueño irrealizable, aunque ella no lo sepa, sea el de la castración mental de
la violencia gratuita.
Carmen.—Un somni no complert? Que s’investigui a
fons la testosterona dels homes.
Jesús.—Ho veuràs?
Carmen.—És la
meva lluita.
No tiene hijos. ¿Le hubiera gustado? Le hubiera gustado.
Pero si no, razones tuvo. En el fondo, aún le persiguen las ménades de su madre,
Josefina, una mujer deliciosa, afectuosa, equidistante, a quien no
conoció y cuyo rastro ha ido olisqueando en los recuerdos de los demás y en
todos los rincones de las proscripciones. “En el fons, és heretat de la meva
mare. En tot allò que he escrit està la meva mare.” Un año después de haberla
parido, en 1937, falleció (“pobre dona, parir quatre fills i morir-se”).
La persiana, medio echada. La luz entorpece. De pequeña se ponía el
despertador a las cinco de la madrugada y se iba al comedor y se aflojaba las
poesías y los pensamientos. “Volia fugir de Girona, una ciutat pobre i trista i
intel·lectualment morta.” En el despacho de Carmen Alcalde (en su dirección de
correo electrónico escribe Karmen, con ka de kilo), los papeles que salen de la
impresora llenan la papelera, señal inequívoca de que escribe por necesidad
(ahora la ocupa un relato sin título sobre la eutanasia). El abrecartas
permanece sellado en el vaso mirriano de los lápices. Busca a su madre en los
objetos. Un teclado Casio con los peldaños de sus notas blanquinegras toma en la
esquina la temperatura de la música amable. “Sé que ma mare va ser una pianista
exquisita.”