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Christopher Sandford: Polanski. Biografía (T&B Ediciones, 2009)

Christopher Sandford: Polanski. Biografía (T&B Ediciones, 2009)

    AUTOR
Christopher Sandford

    BREVE CURRICULUM
Escritor y crítico de música rock desde hace más de veinte años. Colaborador de publicaciones de las dos orillas del Atlántico, es autor de las aclamadas biografías de Eric Clapton, Mick Jagger, Paul McCartney, David Bowie, Keith Richards y Bruce Springsteen




Tribuna/Tribuna libre
Polanski. Biografía (I)
Por Christopher Sandford, lunes, 2 de marzo de 2009
Hace medio siglo, un joven director llamado Roman Polanski rodó su primer filme completo: un ejercicio estudiantil de dos minutos al que llamó Asesinato. Durante el medio siglo que ha pasado desde entonces, Polanski se ha convertido en un icono, una figura admirada en todo el mundo por sus mordaces películas, aunque también ha sido descrito como un «enano malvado y disoluto». En enero de 1978, ante la perspectiva de una condena de cincuenta años de cárcel por mantener «relaciones sexuales ilícitas» con una niña de trece años, Roman huyó de Estados Unidos y se instaló en Francia. Hay fragmentos de esta historia que ya han sido contados, pero Christopher Sandford une todas las piezas en una crónica lúcida y apasionante, empezando por la horrenda experiencia de Polanski en el Holocausto y acabando por su vida actual en París, donde se ha convertido en el «símbolo vivo del desencuentro franco-estadounidense». El libro está escrito a partir de docenas de entrevistas con actores, guionistas y otros colaboradores de Polanski, transcripciones judiciales que hasta ahora habían permanecido bajo secreto de sumario, declaraciones ante el Gran Jurado de California y testimonios de ex amantes y amigos. También contiene numerosa documentación inédita sobre lo que Polanski ha llamado «la tragedia central» de su vida, el brutal asesinato de su mujer, Sharon Tate, y unos amigos por miembros de la llamada Familia Manson, un hecho que rivaliza con los episodios más negros de la historia del crimen moderno. Fascinante, imperfecto, inmensamente creativo, el «artista más escandaloso del mundo» aparece aquí expuesto en un retrato exhaustivo.

MANSON

F. Scott Fitzgerald tenía razón: los ricos son diferentes. Y los muy ricos son muy diferentes. Esto era especialmente cierto, quizá, en el Londres de finales de los años sesenta, donde un número relativamente bajo de modernos conspicuamente acomodados, o bribonamente aristocráticos, ocuparon su espacio junto a millones de prójimos para los que las colas interminables, las huelgas y la televisión en blanco y negro seguían siendo la norma. Para los pocos que prosperaban y, más pertinentemente, para sus representantes, la palabra “millonario” se volvió de uso corriente, y los coches psicodélicos como el de Lennon, las casas señoriales, las residencias secundarias en Chelsea y los chalés en el extranjero no eran motivo para emocionarse. Ocasionalmente, sin embargo, una “escena” en particular capturaba la imaginación colectiva en mayor medida que sólo el último golpe antidroga entre celebridades, y se con vertía en uno de esos momentos que definieron la época. Una de ellas fue la boda de Polanski con Sharon Tate, el 20 de enero de 1968.

Aunque Tate encontró alguna resistencia inicial al respecto, Polanski era lo bastante sensible para comprender que su educación católica y sus instintos naturales hacían que fuera importante para ella contar con un “festejo adecuado”. Los preparativos fueron ágiles, sin embargo: la pareja se decidió por Londres en lugar de Los Angeles en el último momento, por la sencilla razón de que la mayoría de sus amigos vivían allí. La despedida de soltero fue un festejo característicamente bullicioso, ofrecido por Victor Lownes en su nueva casa de la plaza Connaught, con asistencia de Sean Connery, Michael Caine y Rolling Stones varios, así como numerosas amistades femeninas y un solo mayordomo alterado, con razón, por la decoración de la casa (dicen que los caros muebles y alfombras de Lownes fueron reemplazados más tarde). Polanski y Tate se casaron a las once de la mañana del día siguiente, en el Juzgado de Paz de Chelsea, el lugar más buscado por el Swinging London para esta clase de actos. Animaron la ocasión varios cientos de fotógrafos, periodistas y fans, pero hubo relativamente pocos invitados. El padre y la madrastra de Polanski volaron desde Cracovia, y pronto se vieron alternando con gente como Keith Richards, Vidal Sassoon y David Bailey. Gene Gutowski y el médico de los Polanski, Tony Greenburgh, fueron los testigos, y Barbara Parkins, de El valle de las muñecas, la dama de honor. La novia llevó una minifalda de tafetán color crema, y el novio una chaqueta color verdoso de corte eduardiano, con plastrón ribeteado en torno al cuello. «Éramos un espectáculo grotesco », reconoce Polanski.

Las numerosas fiestas que vinieron luego adquirieron un halo casi iconográfico en los años siguientes. El Playboy Club de Lownes fue el escenario del almuerzo nupcial “oficial”, que duró hasta las cinco de la mañana. Una serie de recepciones menos formales y otros actos ad hoc corrieron paralelos a éste, infestados de tipos creativos ataviados con medallones, desde Rudolf Nureyev hasta el miembro más modesto del equipo técnico de La semilla del diablo; a John Mills, también invitado, éstos le recordaron a nada más elevado que un «casting abierto para una revista de transformistas de Broadway». Polanski y Tate se escaparon temprano y pasaron la noche en West Eaton Place Mews, antes de viajar a Cortina para la luna de miel.

1968 iba a resultar un año difícil de recordar, tanto para el Swinging London en general como para Polanski en particular, como descubrirá cualquiera que lea su autobiografía. Escribe Polanski que «cuando poco después se estrenó La semilla del diablo en París hubo una reanudación -casi una continuación- del jolgorio nupcial». En realidad, ni siquiera la hospitalidad de Victor Lownes llegó a extremos tales: la película salió en Francia el 17 de octubre de 1968, unos nueve meses después de que se hubiera barrido el confetti del Juzgado de Paz de Chelsea. La confusión es comprensible, quizá, dado el hecho de que los Polanski pasaron gran parte del año desplazándose casi semanalmente entre Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, y que Sharon, por lo menos, seguía una dieta regular de brownies de hachís de confección propia. Después de volver del estreno de la película en Nueva York, en junio, la pareja dividió su verano entre la casa de los mews de Londres y una suite en el L’Hôtel, un establecimiento pequeño, pero proporcionado, con una escalera de caracol central sobre la que la luz del sol se derrama a través de un techo abovedado de cristal, y, con alguna diferencia, el mejor equipado de los lugares de residencia que Polanski había tenido en París hasta entonces. Tate consiguió romperse un tobillo al levantarse de la cama una mañana. Poco tiempo después hubo un incidente desagradable cuando, al regresar del cine, Polanski se encontraba ayudando a su mujer a renquear por la avenue Wagram. Al enfilar una bocacalle oscura en dirección a su coche, la pareja pasó ante un grupo de bulliciosos jóvenes españoles que salían de un bar. Estos repararon en Tate. Hubo algunos silbidos de admiración, además de otras ternezas, mientras un miembro de la panda pellizcaba en las nalgas a la impotente mujer. Polanski se desquitó derribando de un golpe al infractor principal, pero sus amigos lo apalearon. Cuando la pareja de Hollywood, tan glamourosa en circunstancias normales, acudió a un pase previo de La semilla del diablo esa misma semana, ella lo hizo con muletas, él con la boca suturada.

***

La boda de Polanski había llevado a una reconciliación tentativa con su familia inmediata, con algunos de cuyos miembros no había cambiado más que unas pocas palabras en seis años. Lo que ocurrió exactamente entre él y su padre en el invierno de 1967-68 no está claro, como no lo está gran parte de la relación entre ambos. Según la versión de Roman, él invitó a Ryszard y a su mujer, Wanda, a visitarlo en Los Angeles, y esta vez los dos habían estado apropiadamente «orgullosos de Sharon, de la casa y de mi nueva vida». Pero la evidencia más sólida sugiere que Ryszard, aunque sin duda apreciaba el éxito de Roman, encontraba desagradable «el mundo de Hollywood», y pensaba, no sin razón, que su hijo estaba siendo utilizado por sus amigos recientes. La mayor parte de éstos solían ser jóvenes, vagamente artísticos e insolventes. Una fiesta constituyó claramente un motivo de preocupación especial para Ryszard. Más tarde se refirió a una habitación llena de «invitados ruidosos, poco atractivos, [con] gente que tiraba del brazo de Romek a cada momento». Fue la antes hostil Wanda la que, cautivada por los pasteles de hachís de Tate, pareció disfrutar de la ocasión más que nadie.

Los padres de Sharon también habían visitado la casa de Santa Monica, y luego el Château Marmont. El coronel Paul Tate se había inquietado manifiestamente por el hecho de que su hija se relacionara con «esa gente de Sodoma», pero parece haber simpatizado enseguida con su yerno (que sólo era nueve años más joven que él), con el que compartía una afición a las historias de espías. De la madre de Tate, Doris, cuentan que, ilusionada sólo por encontrarse en la vecindad de las estrellas de cine, estaba «encantada» con la situación. Algún tiempo después regaló a Sharon y a Roman un cachorro de Yorkshire terrier, al que llamó Doctor Sapirstein, por el médico infernal de La semilla del diablo.

Porque eran jóvenes, triunfadores y dispuestos a experimentar, Polanski y Tate también se vieron integrados en el «grupo de Peter Sellers», un lugar peligrosamente combustible donde estar. El actor de 42 años, que atravesaba entonces su fase de caftán y abalorios, cortejaba entonces a Mia Farrow, una de esas mujeres ligeramente aturdidas, feéricas, cuya compañía buscaba el actor. Durante unos pocos meses alimentados de marihuana, las dos parejas fueron casi inseparables; a menudo viajaban al desierto, una de las pocas ventajas de vivir en Los Angeles, a la hora del crepúsculo, para tumbarse sobre mantas, encender un cigarrillo colectivo y contar historias. En uno de estos viajes, Sellers y Farrow se alejaron para «buscar a Dios» y fueron seguidos en secreto por Polanski, que se escondió detrás de una piedra y arrojó palos a sus pies. «¿Has oído eso?», susurró Sellers. «¿Qué ha sido?», pió Farrow. «No lo sé, pero ha sido fantástico. Fantástico».

Cuando aquella Navidad regresó a Londres (Polanski afirma que fue un año antes, en diciembre de 1967), el director invitó a unos amigos a un restaurante chino para planear un viaje a esquiar juntos. En un momento dado, Sellers inició un debate sobre ética médica con Tony Greenburgh. El último observó, no sin razón, que, en el caso de que un paciente se dedicara a destruirse con alcohol y drogas, era poco lo que él, como médico generalista, podía hacer. En un giro aterrador, los dos hombres iniciaron súbitamente una violenta discusión. «¡No tienes razón, doctor!», aulló Sellers, histérico. «¡No tienes razón! ¡No tienes razón, joder!». La paz fue restaurada sólo cuando Polanski separó físicamente las manos de Sellers del cuello de Greenburgh. Aunque el anfitrión intentó, diplomáticamente, quitar importancia al incidente, en atención a sus invitados, tuvo que reconocer que la reunión fue una experiencia «deprimente».

Durante los fines de semana en los que no se entregaba a la asociación libre entre las rocas del Mojave, Polanski concertó unas clases de artes marciales con un vecino y aspirante a actor llamado Bruce Lee. Como Sellers en su papel de inspector Clouseau, aunque con resultados muy diferentes, Lee instaba continuamente a su famoso alumno a atacar cuando él estuviera desprevenido. Un entusiasta del kung fu que los visitó presenció la primera y al parecer única ocasión en que Polanski lo hizo así. «Bruce sacó una mano y Roman acabó boca abajo en el jardín delantero».

Tate, mientras tanto, les dijo a unos amigos que el matrimonio y la perspectiva de la maternidad eran más importantes para ella que sus antes “acuciantes” ambiciones profesionales, y añadió que, a sus 25 años, sus mejores años habían quedado atrás. A El valle de las muñecas siguió un proyecto que empezó llamándose The House of Seven Joys y se convirtió en una plomiza parodia de Goldfinger, protagonizada por Dean Martin y Elke Sommer, llamada The Wrecking Crew (La mansión de los siete placeres). Dino, en un tremendo error de casting, interpreta el papel de un periodista mujeriego y bebedor que, como forma de relajación, presumiblemente, combina esta ocupación con la de espía mujeriego y bebedor. El personaje de Sharon fue descrito por un crítico como «el florero oficial». Público y crítica saludaron la película con mesura a su estreno en febrero de 1969. Aquel verano Tate encabezó el cartel, sobre nada menos que Orson Welles, de una farsa italiana llamada 12+1. Aquélla ofreció una interpretación encomiable, pero de la película dijeron que era «vacua», «absurda» y «una estupidez».

El matrimonio de Tate no era nada de eso. Alrededor de quince años después, Polanski escribió, con cierta sequedad, que su primera mujer, Basia, «no era ama de casa [ni] sabía cocinar». Tate, en cambio, era muy capaz de volver a la casa que la pareja acababa de alquilar frente al Club de Campo de Beverly Hills, después de pasar doce horas en el set de La mansión de los siete placeres, para servir una completa cena sureña a Roman y su miriada de invitados. La mujer de Ken Tynan, Kathleen, atesoró durante mucho tiempo un recuerdo de una velada tal, en la que «Sharon, una chica dulce, huesuda, [se sentó] con las piernas cruzadas, repartiendo un brownie de hachís que acababa de hacer». Jerzy Kosinski tenía la impresión de que Tate «dedicó su vida entera a una sola causa: complacer a Roman». Cuando a Polanski se le ocurría mencionar que le gustaba un vestido de su mujer, ésta compraba doce más del mismo estilo. Una amiga inglesa, «feminista feroz», acompañó una vez a Tate en el Ferrari desde Harrods a la casa de los mews, donde contempló con horror cómo la glamourosa actriz se colgaba prestamente un mandil «y corría por la cocina [en] frenética anticipación de Roman y los demás».

Tate lo sabía todo acerca del resto de los apetitos de Polanski (sus llamados «hábitos externos»), que al parecer aceptó de buen grado hasta el momento en que se casaron y tal vez después. «No te preocupes», le había dicho una vez, calmando su temor a la monogamia. «Yo no quiero devorarte como hacen otras». Dicen que Tate confió a una amiga que ella y Polanski tenían «un buen acuerdo. Roman me miente y yo hago como que me lo creo». Pero había límites, aun así. A principios de 1969, mientras su marido seguía viajando por el mundo y, como ella decía, «no cumpliendo nuestros votos nupciales», Sharon reconoció sentir cierta impaciencia. La indulgencia de Tate había sido sometida duramente a prueba durante la época, unas semanas antes de la boda, en que ella y Polanski vivieron juntos en Santa Monica. Durante un fin de semana en que Tate estuvo descansando en un balneario, a unos 500 kilómetros al norte, en la costa, en Big Sur, el director había invitado a una joven modelo balinesa a pasar la noche en su casa. Gene Gutowski y su mujer, Judy, se encontraban también, casualmente, pasando unas semanas en la casa. Polanski, al parecer, no le había dado importancia: el domingo por la noche la chica se había ido otra vez, a tiempo para que él pudiera acudir al aeropuerto a recibir a Sharon. Además, Judy Gutowski también tenía una relación, con un productor de Broadway llamado Hilly Elkins; conocía el percal; Polanski, escribe éste, pensaba que «podía confiar en la discreción [de los Gutowski]».

Judy le contó a Sharon lo de la modelo en cuanto ésta regresó.

Tate ya había oído cosas así, y volvería a oírlas después, razonando que eran lo que «hacía que Roman fuera Roman». Con una o dos excepciones notables, parece haber sido heroicamente tolerante a las faltas de él, fortalecida, quizá, por la convicción de que ninguna de ellas «significaba» nada. Como observa una amistad íntima de la pareja, «Sharon sabía que no tenía nada que temer de ninguna de aquellas mujeres. Pretendía ser la legítima esposa de Roman hasta que la muerte los separara, y no estaba dispuesta a arriesgar eso por que él se follara a alguna starlette».

Con una esposa guapa y una película de éxito a sus espaldas, Polanski parece haber vivido su momento más feliz en la segunda mitad de 1968. El mencionado Hilly Elkins lo conoció en aquella época, y recuerda a «un hombre encantador, totalmente hecho a sí mismo, la clase [de] genio intuitivo que era capaz de hojear el guión más complejo y destilarlo a unas pocas palabras bien escogidas», una capacidad que Elkins sólo había encontrado antes una vez, en su ex cliente Steve McQueen.

Aunque ciertos amigos ofrecen otras interpretaciones de los «hábitos externos» del director, y del efecto que éstos causaban en su mujer, todos coinciden en afirmar que Polanski amaba a Tate, y que los dieciocho meses de su matrimonio representaron su primer contacto real con algo semejante a una vida familiar estable. Cuando estaba del humor adecuado, «Roman era la mejor compañía del mundo», escribió Ken Tynan, un «semihippy» al que gustaba cantar “If You’re Going to San Francisco” mientras arrastraba los pies descalzos por la casa. En cualquier momento dado, la casa californiana de los Polanski podía incluir a tres o cuatro expatriados polacos, o amigos errantes que llegaban de paso, procedentes de Londres o París, así como supuestos colegas, como un joven guionista, Simon Hessera, y su hermano cantante, Henri, todos los cuales disfrutaron de la prolongada hospitalidad de sus anfitriones. Brian Morris, el dueño del primer Ad Lib de Londres, que acaba de cerrar por los daños causados por un incendio, llegó a Los Angeles con pocos recursos, pero dispuesto a montar una versión americana del local; Polanski le dio 7.000 dólares. Otro amigo recuerda «haber salido de un bar con Roman, y que un vagabundo se acercó a él y le dijo: “Oye, qué abrigo más bonito llevas, es precioso”». En el acto, Polanski se lo quitó (en realidad era una chaqueta de ante nueva), y se lo entregó al vagabundo: «Sin vaciarse los bolsillos siquiera», añade el amigo.

Entre los visitantes polacos de larga duración figuraba Krzysztof Komeda, cuya música de La semilla del diablo había enriquecido la película y de paso le había dado a él una candidatura a un Globo de Oro. Muy solicitado a raíz de aquello, el compositor y su mujer, Zofia, se habían quedado en California. Había en la pareja, por lo visto, alguna tensión conyugal, exacerbada por la presencia de una joven actriz israelí, que posiblemente contaminó la visión de Zofia de Hollywood en general. En la fiesta del 37 cumpleaños de Komeda, en abril de 1968, una animada reunión a la que acudió la mayor parte de la comunidad polaca local, Polanski había saltado sobre una mesa para recitar versos de “Pan Tadeusz”, una popular balada sobre su patria, y luego había pronunciado un gentil discurso homenajeando a Krzysztof, diciendo que se lo debía todo a él y a la devoción desinteresada de otras personas, demasiado numerosas para mencionarlas. Más tarde, el compositor conoció cierto éxito con su partitura de Motín (Riot), una violenta película producida por Bill Castle, al tiempo que solía beber, observó tristemente Castle, «como un galón de vodka». Después de una borrachera nocturna en diciembre siguiente (y no, como escribe Polanski, un año antes), Komeda, extrañamente, se encontró vagando por las colinas de Hollywood, donde se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Uno de sus compañeros lo recogió y de nuevo lo dejó caer, haciendo que se golpeara en la cabeza otra vez. Komeda volvió en sí, aseguró que estaba bien y fue conducido a su casa, donde se derrumbó después de presentar síntomas de gripe y de tener dificultades para respirar. El compositor fue hospitalizado tardíamente y se le diagnosticó un coágulo en el cerebro. Entró en coma poco después, en el curso del cual dicen que sufrió “muerte” clínica y fue reanimado por el equipo médico. Polanski recuerda haber corrido al hospital y, en una tremenda escena, haberse sentado junto a la cama de su amigo, hablándole en polaco y apretándole la mano con suavidad. La mujer de Komeda, que para entonces se había separado de él, ofreció a sus entrevistadores una versión distinta, tal vez subjetiva de los hechos. «Cuando yo llegué», observa, «Krzys se estaba muriendo ya, pero de Polanski no supe nada, no supe nada en los tres meses que pasé allí. No crucé una sola frase con él. [...] Una vez, cuando fui al hospital a visitar a Krzys, Romek y su gentuza estaban allí. Él hablaba muy alto y hacía mucho ruido, me di cuenta de que estaba molestando a Krzys, de modo que le pedí al hospital que no dejaran que el señor Polanski entrara a verle nunca más».

Zofia Komeda trasladó a su marido a Varsovia en avión, donde éste murió el 23 de abril de 1969. «Sólo entonces», dice ella, «me llamó Romek, y pronunció una sola frase: “¿Cómo puedo ayudar?”. Yo contesté: “Soy yo quien puede ayudarte a ti. Intenta convertirte en un ser humano otra vez, porque eres un animal”».

Polanski y Tate, a todo esto, habían acudido como invitados al festival anual de Cannes, donde él iba a ser jurado y ella a promocionar El valle de las muñecas. Casi todos los visitantes llegarían a tener su momento favorito de la historia de Cannes, ya fuera Jean-Paul Sartre paseando por la Croisette en bañador en 1947, ya Brigitte Bardot haciendo lo mismo, para otro efecto, en 1953. En términos de pura ostentación, sin em bargo, nada pudo igualar la electrizante llegada de los Polanski al Hôtel de la Figuière en la tarde del domingo 12 de mayo de 1968. La pareja hizo su aparición a las siete en punto, con su Ferrari rojo brillante, matrícula de California, decorado con cojines op-art, varillas de incienso y un equipo de sonido con volumen de concierto, que en ese momento descargaba el todavía inédito “Jumpin’ Jack Flash” de los Stones. Los dos ocupantes, con su aspecto de muñecas, sus coordinados trajes de ante de Rodeo Drive y sus abalorios y medallones, fueron acompañados a su suite por media docena de mozos de equipaje abrumados bajo el peso de varias maletas marcadas con monograma, una acaso sobreaprovisionada biblioteca portátil y el amplio guardarropa de primavera de Sharon, una caravana que fue contemplada con admiración por un grupo de invitados, turistas y periodistas. Polanski distribuyó una generosa propina.

Aunque estaba lejos de ser el director mejor pagado de la profesión, Sharon reconoció que La semilla del diablo había significado «un nuevo peldaño para Roman», algo que le permitió «fijarse nuevos parámetros» de riqueza, fama y glamour. Estos parámetros eran la materia misma de la fantasía de Hollywood, y algo que inyectó, a su vez, algún resentimiento entre aquellos a los que se había negado, por cualquier razón, el mismo grado de éxito material. Parte de esta hostilidad profesional ayuda tal vez a explicar lo que ocurrió a continuación.

En la mañana del 16 de mayo, Polanski se despertó con una llamada telefónica de François Truffaut, que le hizo una petición inusual. Quería que su colega se reuniera con él enseguida en el Palais du Festival, donde estaba teniendo lugar una animada discusión sobre cómo responder a los desórdenes estudiantiles que estaban estallando en París y, más específicamente, al despido, por parte del Gobierno, de Henri Langlois, el director de la Cinémathèque financiada con fondos públicos, o escuela-filmoteca, un organismo que entonces se encontraba en plena fase maoísta. Los cineastas reunidos coincidían en afirmar que debían dejar de repartirse premios entre sí para de alguna manera «demostrar su solidaridad». Cuando Polanski llegó, se encontró en medio de un debate que podía haber tenido lugar en Cracovia, o en cualquier comunidad del Bloque Oriental, en los años inmediatamente posteriores a la guerra. «Camaradas», gritó uno de los oradores, «¡abajo el festival de la decadencia! ¡Abajo el festival de las estrellas! ¡Lo que necesitamos es un festival del diálogo!».

Fue en esta atmósfera ya cargada de por sí en la que Polanski irrumpió, vestido con su ropa de Beverly Hills y sus gafas de sol apoyadas en el pelo. Su discurso, en el que vino a defender Cannes en su formato establecido, fue sólo un éxito parcial. Aunque algunos aplaudieron cuando recordó que «ninguno de nosotros estaría aquí si no fuera por estrellas de Hollywood como Cary Grant», entre los que estaban sentados detrás de él en el escenario, incluido su viejo enemigo Jean-Luc Godard, hubo abucheos y pitidos groseros. «Yo quería explicarme», se quejó Polanski después, comentando su experiencia en el festival, «pero cada vez que abría la boca para decir algo, Godard me interrumpía».

El fondo del debate parecía ser la cuestión de si el cine francés, como proponía el grupo de directores radical États Generaux, debía estar bajo «el control de los trabajadores». Para algunos, como Godard, el festival de Cannes representaba una industria superficial, movida por el afán de lucro, sumida en un lodo de frivolidad y decadencia. Desde las ventanas mismas del Palais du Festival, los oradores podían divisar el otro lado de la Croisette flanqueada de palmeras, sembrada de starlettes medio desnudas, y disfrutar del espectáculo de algunos de los yates más lujosos del mundo anclados en la bahía. Para Roman Polanski no había nada remotamente malo en hacer películas que aspiraban a entretener tanto como educar a sus espectadores. Es más, a diferencia de la mayoría de sus ideológicamente inmaculados colegas, él tenía alguna experiencia real de lo que era vivir en un estado comunista. «La gente como Truffaut y Godard son como niños jugando a ser revolucionarios», observó después. «Yo ya he pasado esa etapa. Yo me crié en un país en el que esas cosas pasaron de verdad».

Con varios de sus jurados e invitados empeñados en un boicot, el festival progresó más bien al azar. El estreno de Peppermint frappé, de Carlos Saura, se animó cuando el propio Saura, marxista convencido, intentó perturbar la proyección. En el tumulto que siguió, facciones rivales de espectadores se desmandaron entre los pasillos, gritando eslóganes, rasgando asientos y tirándose al suelo entre sí. Destrozaron las cortinas de terciopelo rojo y oro de la sala, decoradas con el emblema del festival. Saura y su compañera, Geraldine Chaplin, consiguieron trepar por una cuerda de seguridad y lanzarse desde los telares, cual monos. Al padre de Chaplin no le habría disgustado el potencial cómico de la escena, que llegó a su fin cuando el telón y sus ocupantes se estrellaron contra el suelo. Cuando consiguió hacerse oír, Polanski informó serenamente a Godard que intentar nacionalizar el cine francés era problemático, y que la única obligación del artista era para consigo mismo y para con su público. Godard le dijo a Polanski que «se largara a Hollywood».

Con Francia presa de una huelga general, los Polanski decidieron abandonar Cannes y disfrutar de unas vacaciones no programadas en Roma. Aunque no tenían visado italiano, la combinación del Ferrari rojo, su matrícula estadounidense y la admirable capacidad de argumentación de la pareja superó las objeciones de los agentes de aduanas. El 1 de junio, Polanski regresó a Londres y, justo en vísperas del estreno de La semilla del diablo, el día 12, tomó un vuelo a California, trasladando el coche por mar para recogerlo en Los Angeles.

A mediados de 1968, la brecha entre cómo era percibido Polanski en privado y cómo era percibido en la prensa no era ya inusual, sino abismal. La imagen pública del «joven de palabra suave» al que conoció Kathleen Tynan era excepcionalmente turbia y morbosa, una imagen que él no siempre se molestaba en repudiar. No faltaron los testigos de carácter de cierta clase, pues, cuando Polanski menos los necesitó, poco más de un año después. Un poco arrogante, cuando no (como dijo “The Facts”) un «megalómano patológico», proverbialmente vanidoso, colérico, combativo y ambicioso, con amigos raros, y «aficionado» al ocultismo: tales eran los mensajes que la prensa reciclaba sin cesar. La clase de director en cuyo armario tenía que haber, casi con toda seguridad, unos pantalones de montar y una fusta.

Polanski era una especie de híbrido, pues. Por debajo de lo que Truffaut llamaba su «fachada de pavo real» y de una evidente afinidad con lo macabro había un huérfano sorprendentemente dulce, leído, intensamente sensible, un actor nato que sabía llevar un disfraz. Jerzy Kosinski, uno de sus amigos más íntimos durante treinta y siete años, con el que rompía y se reconciliaba «casi anualmente», dejó la mejor descripción de esta «ave rara»: «un hombre distinto en momentos distintos. [...] Yo conocí a cuatro o cinco Polanskis».

Para la gran mayoría de los que leyeron sobre él en relación con La semilla del diablo, era como si Polanski hubiera vendido su alma al diablo, como un equivalente de la vida real del pacto fáustico que han firmado los torturadores de Rosemary. Un periodista que lo entrevistó a mediados de 1968 recuerda que para la ocasión, el director convirtió su habitación en una gruta iluminada por velas, «con cortinas de camuflaje, docenas de rosas rojo sangre y un cráneo que parecía humano» (que luego resultó ser una inocente réplica) como decorado principal. Una especie de «cántico» flotaba en el aire. Aparte del asunto del día hubo una conversación «extremadamente animada» sobre la vida del violinista Niccolo Paganini, otro artista cuyos conocimientos de magia negra había sido, dicen, algo más que someros. Por lo demás, un súbitamente categórico Polanski disertó acerca de una variedad de cuestiones. «Me gusta la desnudez femenina», confirmó. «Incluso me gusta la desnudez masculina. A veces las inteligencias muy limitadas tienen cuerpos bonitos». Uno de sus principios artísticos, que fueron divulgados entonces o en el futuro cercano, era que «hay que mostrar la violencia tal como es. Si no la mostramos de forma realista, entonces es inmoral y dañina. Si no perturbamos a la gente, entonces es obscenidad». Y: «El amor normal no es interesante. Le aseguro que es aburridísimo». No es de extrañar, quizá, que un muy citado titular de la época dijera así, parodiando los anuncios de la semilla del diablo: “Recen por Roman Polanski”.

Los comentarios de la prensa fueron amables en comparación con los detractores anónimos de Polanski, algunos de los cuales empezaron a enviarle cartas escritas con su propia sangre, diciendo que su película, en todo caso, no era lo bastante reverencial con el Maligno. El director recibió entonces sus primeras amenazas de muerte, incluida una, que leyó un amigo, que «prometía que él o ella les cortaría la cabeza a Roman y a su familia», entre otros comentarios de carácter poco cordial. El propio Polanski reconoció que su imagen pública era «extremadamente negativa» cuando habló de los horrendos hechos de agosto de 1969 con el teniente Earl Deemer, del departamento de policía de Los Angeles. Como parte de la prueba poligráfica, Deemer preguntó a su sujeto si había recibido correspondencia hostil a causa de La semilla del diablo. Polanski reconoció que sí, y concluyó: «Podría tratarse de alguna clase de brujería. Un maniaco o así. Esta ejecución, esta tragedia, me indica que esto es cosa de un loco».

«No me sorprendería que el objetivo fuera yo. No me sorprendería nada. A pesar del asunto de las drogas, de los narcóticos. Creo que a la policía le gusta seguir esa clase de pistas con demasiada precipitación».

Para varios millones de lectores más refinados de publicaciones convencionales como “Time” y “Life”, Polanski era un showman autopromocionador cuya última película había tenido un toque de genialidad. Algunos críticos, claro, se habían molestado con él, convirtiendo en una cuestión de honor demostrar su independencia censurándolo. Polanski se ganó algunos de esos ladridos y mordiscos en la espinilla que inevitablemente acompañan a la clase auténtica, y estaba más o menos acostumbrado a ser «despedazado por pigmeos». Para lo que estaba inmunizado, sin embargo, era la animadversión de los gacetilleros y mediocres bien pagados que escribían, como en “The Facts”, que Polanski tenía «una visión insalubre y antiamericana de la maternidad ». Esta censura podía ignorarse con facilidad. Polanski había caricaturizado amablemente a aquella gente a la menor ocasión, y ahora era justo pagar. Pero el desprecio de la mayoría moral era una cosa; las amenazas de decapitarlo a él y a su mujer y luego «mear sobre sus cráneos» era otra. Según una versión, Polanski era «el director más odiado de Hollywood [desde] Elia Kazan», el hombre que había cantado ante el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, y que como resultado se había marchado temiendo por su vida.

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Antes de seis semanas del triunfal estreno de La semilla del diablo, la Paramount prescindió de los servicios de Polanski. No sólo asignó El descenso de la muerte a un director rival, sino que rechazó su idea de una «parodia picante de las películas de cowboys», cinco años antes de que Mel Brooks definiera el género con Sillas de montar calientes (Blazing Saddles). Polanski parecía en peligro de acabar la década de los sesenta como la había empezado, siguiendo por Europa a una esposa que tenía más éxito que él. Su única perspectiva inmediata, aparte de la película sobre el presidente norteamericano y los delfines, era escribir el guión de una curiosidad llamada A Day at the Beach. Este cuento sobre un alcohólico que trastabilla por las calles de una ciudad costera, con parte del reparto de El baile de los vampiros y un cameo memorable de Peter Sellers como tendero homosexual, conoció un estreno limitado en 1970. Polanski también aceptó escribir dos episodios cortos de la revista erótica de Ken Tynan Oh! Calcutta, a los que el director dio el título genérico “El voyeur”. En el primero aparecería una chica que se desnuda, pero sus pechos y su ingle permanecen tapados por los muebles estratégicamente situados, un gag que Austin Powers empleó con fortuna treinta años después. A continuación entra otra chica, se desnuda también e, igualmente velada, hace el amor con su amigo. En el segundo sketch, el guión de Polanski arranca con un hombre y una mujer sentados frente a frente en un compartimento de tren. Los personajes descubren sus cuerpos por turnos, un acto sugerido sólo por la expresión facial del compañero, antes de desaparecer bajo el marco de la ventana, quedando así decorosamente fuera de plano, follando, al parecer. Para Tynan, las dos piezas pertenecían a esas clásicas películas calientabraguetas» de Polanski, pero al final, por razones presupuestarias, nunca las usó.

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En la semana anterior a la Navidad de 1968, Tate le dijo a su amiga Mia Farrow que estaba esperando un hijo. Era un embarazo no planificado; le preocupaba la probable reacción de Polanski. Aunque una fuente insiste en que el director saltó sobre una silla, gritando «¡Abandonen el barco! ¡Abandonen el barco!» en su estupefacción, Polanski sólo reconoce que la noticia le «sorprendió un poco». Aparte de la cuestión de sus dificultades para comprometerse -la única cosa viva de su vida a la que se había abandonado alguna vez, en una «desinhibida efusión de irresponsabilidad, felicidad y amor» era su perro Jules-, estaba el hecho de que Tate se había comprometido a rodar una extravagancia italiana llamada 12+1, que la obligaría a ausentarse para rodar en localizaciones de Londres y Roma.

Polanski continuaba en un marasmo profesional, dividiendo su tiempo entre sus tratos con productores «obtusos, cernícalos», y con «guionistas enfermos mentales», que seguían derramando sobre él sus proyectos sobre sectas satánicas, pocos de los cuales estuvieron cerca de producirse alguna vez. A falta de nada mejor que hacer, pasó varios días de febrero de 1969 en los estudios Twickenham, devolviendo a Peter Sellers el favor con un cameo no remunerado en Si quieres ser millonario no malgastes el tiempo trabajando (The Magic Christian). Polanski interpretó a un bebedor solitario que sujeta la barra de un local gay, mientras un Yul Brynner vestido de mujer le canta una serenata. A principios de marzo colaboró con el escritor británico Ivan Moffat en un guión basado en la vida de Paganini, sólo para abandonarlo otra vez, por no estar convencido de que la película «pudiera tener alguna utilidad [en] la tierra de Disney». A Paganini siguió a su vez un proyecto sólo un poco más accesible, Donner’s Pass, a veces conocido como The Donner Party. Se trataba de la historia real de un grupo de los primeros colonos californianos víctimas de canibalismo, un asunto que Polanski había visitado siete años antes en Aimez-vous les femmes?, su adaptación de la pequeña y oscura fábula sobre un club de París que sirve carne de mujer.

Como parte del proceso de documentación, Polanski se carteó con Charles Champlin, el jefe de espectáculos de “Los Angeles Times”, y uno de los relativamente pocos críticos de cine a los que admiraba. Champlin, por su parte, habla con afecto de «Roman, una fuerza de la naturaleza. Después de La semilla del diablo se volvió inevitable, y yo siempre esperaba con ganas mi siguiente encuentro con él. Aparte de su pronunciado humor negro, era uno de los hombres mejor informados de Hollywood, ofrecía opiniones mordaces sobre casi todo, y ocasionalmente se detenía a anotar ideas y chistes para su uso posterior».

El 19 de febrero de 1969, Polanski escribió a Champlin sobre el guión del canibalismo, subrayando algunos de los hechos principales de la historia:

El 4 de enero de 1847, Fosdick murió, y el cadáver fue abandonado a una milla de donde acamparon aquella noche. Por la mañana, la señora Fosdick, sintiendo que debía besar una vez más los fríos labios de su muerto, emprendió el camino de vuelta para hacerlo así. Dos individuos la acompañaron; cuando llegaron hasta el cadáver, ellos, a pesar de los reproches, las súplicas y las lágrimas de la viuda afligida, arrancaron el corazón y el hígado y seccionaron los brazos y las piernas del finado esposo. [...] La señora Fosdick tomó un hatillo que había dejado y regresó con estas dos personas a uno de los campamentos, donde vio cómo un emigrante atravesaba el corazón con un palo y lo tiraba al fuego, con la intención de asarlo. [...] El grupo había consumido casi cuatro cadáveres, y los niños estaban sentados en un tronco de árbol, con la cara manchada de sangre, devorando el hígado a medio asar de su padre.

La carta concluye: «Recuerdos, Charles, y bon appétit! Roman».

En la Semana Santa de 1969, tras la suspensión de The Donner Party, Polanski invirtió dinero en una farsa británica, italiana y suiza titulada Las aventuras de Gerard (The Adventures of Gerard), que dirigió su coautor de El cuchillo en el agua, Jerzy Skolimowski. Aquello fue una debacle tal que ningún distribuidor reputado quiso siquiera estrenarla. A causa de estas decepciones, Cadre Films, la sociedad de reparto de beneficios que habían fundado Polanski y Gene Gutowski al amparo de La semilla del diablo en 1965, había dejado prácticamente de existir. Aquel mes de abril, la firma se disolvió de forma oficial. Polanski aún pudo disfrutar de un viaje gratuito al Festival de Cine de Rio, aunque éste también terminó mal, cuando las autoridades brasileñas perdieron su codiciado pasaporte. Es en este punto cuando cualquier otro hombre, indocumentado como él, podría haber recapacitado sobre su plan de hacer una rápida visita sorpresa a su mujer en Roma. Una vez en suelo italiano, Polanski halló que los funcionarios de inmigración eran menos complacientes que en mayo de 1968 y pasó un día retenido en una «oficina que parecía una celda», antes de ser embarcado en un vuelo de regreso a Londres, sin haber podido ver ni un momento a Tate, que estaba rodando una escena en otro lugar del aeropuerto.

Más tarde, esa misma semana, Polanski concertó su siguiente proyecto por fin; no el de Paganini ni el del canibalismo, sino el guión de los delfines asesinos. Para endulzar el trato, Sandy Whitelaw, el vicepresidente de United Artists, escribió una nota diciendo que estaba encantado de trabajar con el mejor director del mundo, y que garantizaba personalmente el respaldo «pleno» y «sin reservas» del estudio, sin importar el coste. «”Ro Ro”» -Roman- «es un visionario, y debe ser tratado como tal», indicaba la circular que acompañaba a la nota.

Polanski y Tate, mientras tanto, habían firmado el contrato de arrendamiento de una casa nueva, en Hollywood, una apartada propiedad estilo rancho, en el número 10.050 de Cielo Drive, que habían alquilado, por 1.200 dólares al mes, a un representante teatral llamado Rudi Altobelli. Situada al final de una estrecha calle sin salida ubicada en un cañón, la casa contaba con un florido jardín inglés, con su piscina y su pozo de los deseos. El interior era de planta abierta: paredes encaladas, vigas vistas y lo que el folleto llamaba una «galería de trovadores», o pequeño loft, al que se accedía por medio de una escalera de mano en un extremo del cuarto de estar. Al otro lado de las puertaventanas, una amplia vista panorámica daba directamente al mar y, en el este, a la mancha roja de Beverly Hills. Para acceder a la puerta principal el visitante tenía que pulsar un botón que accionaba una verja eléctrica, aunque esta solía permanecer abierta. En la parte de atrás había una casita de invitados ocupada por un encargado de 19 años llamado William Garretson, y por los tres perros de Altobelli. Rodeaba la finca una rústica cerca de madera, en la que los inquilinos anteriores, la actriz Candice Bergen y su novio, un productor discográfico llamado Terry Melcher, habían colgado luces de Navidad. Los Polanski encendían las luces todas las noches, que añadían un permanente toque festivo y servían de faro a cualquiera que se acercara a la casa desde Sunset Boulevard, dos kilómetros más allá.

Los Polanski se hicieron cargo del alquiler de Cielo Drive, a la que Tate llamaba su «nido de amor», el 12 de febrero de 1969. Poco más de un mes después dieron una fiesta de inauguración para más de un centenar de invitados. Fue el típico sarao de Hollywood: grande, ruidoso, caótico, con algunos desconocidos alternando con los asistentes invitados. Uno de los infiltrados se peleó con Bill Tennant, el representante de Polanski, y el director ordenó expulsarlo. Tennant declaró luego a la policía que durante los cuatro meses siguientes, este individuo y sus amigos habían vuelto a la vivienda a intervalos regulares, con la aparente intención de vender drogas.

El domingo 23 de marzo, Tate estaba en la casa con algunos amigos, pues Polanski se había marchado a Londres dos días antes. A eso de las ocho de la noche, una figura pequeña, ligeramente encorvada, con melena castaña y media barba enmarañada, cruzó la verja abierta, llamó a la puerta y preguntó por Terry Melcher. Un fotógrafo amigo de Tate le había informado bruscamente que «la gente a la que busca está al fondo del callejón» -refiriéndose a la casa de invitados-, una expresión que, según comentó luego el invitado, le había hecho sentir como un «mendigo». Pasando ante los caros coches deportivos aparcados en el camino de entrada, el visitante se había topado con Rudi Altobelli, que estaba haciendo algún trabajo de mantenimiento en la propiedad, y que había hablado un momento con él y luego le había pedido que se marchase. A la mañana siguiente, Altobelli y Tate tomaron el mismo avión a Roma. En pleno vuelo, Sharon se inclinó y le preguntó: «¿Viste a ese tío tan siniestro que estuvo en casa ayer?». Altobelli había conocido al «tío tan siniestro» en una ocasión, en compañía de Melcher, y le conocía como Charles Manson.

Manson, 34 años, lleva entrando y saliendo de instituciones desde los doce años, la edad en que su madre soltera le había declarado «incorregible» y lo había hecho encerrar en un reformatorio de Terre Haute, Indiana. Once meses después se escapó y volvió con su madre. El reencuentro fracasó, y Manson emprendió una carrera de pequeño delincuente profesional, cuyo abanico de delitos -robos de coches, allanamientos, agresiones, estafas con tarjetas de crédito y falsificación de cheques, entre otros-, así como una subespecialidad en delitos sexuales -sodomía, proxenetismo- sólo se podía comparar con su incompetencia. Mucho antes de convertirse en objeto de una atención internacional más general, Manson había disfrutado de lo que venía a ser un abono de temporada para el sistema judicial del Sur de California. Condenado a diez años en junio de 1960 por violar los términos de su última libertad condicional, iba a disfrutar de una excarcelación prematura en marzo de 1967. La noche anterior a su puesta en libertad, Manson se arrodilló y literalmente suplicó al funcionario que le permitiera quedarse en la cárcel. Aquél era su «único hogar», insistió; había pasado diecisiete de sus treinta y dos años en diversos centros correccionales. Su petición de asilo fue denegada; en lugar de ello se dirigió a Haight-Ashbury, una zona de San Francisco donde intentó, como muchos de sus vecinos más cercanos, establecerse como compositor de canciones. Aunque su capacidad musical resultó modesta, su credo -drogas, amor libre y seudocienciología- iba a atraer la compañía de otras veinticinco o treinta ovejas descarriadas, la mayoría de ellos chicas adolescentes de clase media en plena rebelión contra sus padres, a los que él llamaba cariñosamente su “Familia”.

Una tarde de mayo de 1968, Dennis Wilson, el batería que cantaba de los Beach Boys, recogió a una pareja de atractivas autostopistas y las devolvió amablemente a su casa señorial de Sunset Boulevard. Las chicas, Ella Jo Bailey y Patricia Krenwinkel, obsequiaron a su anfitrión con «todo un Kama Sutra» de las artes eróticas, antes de hablarle de un «tío fantástico, Charlie», que también era músico y que se había instalado hacía poco en Los Angeles. Al día siguiente, en plena noche, el propio Manson se presentó en casa de Wilson, consiguió que le permitieran pasar y acabó quedándose durante tres meses. Wilson calculó más tarde que su hospitalidad le había costado alrededor de 100.000 dólares. Manson, cuya «espontaneidad» la estrella del rock decía admirar, originó tal vez la mitad del total de los préstamos personales, y algunos miembros de su familia también sacaron buen provecho de la propiedad. Otro músico llamado Victor Tomei visitó a Wilson una tarde de junio de 1968 y recuerda que la casa tenía, a primera vista, «el aire de una granja abandonada, más que un casón de lujo». Un cerdo grande, amarrado por una pezuña trasera, estaba tendido en mitad del camino de entrada, y un surtido de ovejas y cabras vagaban libremente por el jardín delantero. También había un perro de tres patas, que gruñía a las visitas cuando éstas pasaban ante él con precaución, y otras mascotas y amigos de Manson repartidos por la casa propiamente dicha. El cuarto de estar, el dormitorio y el estudio de Wilson habían sido «demolidos». Su nuevo Mercedes Benz de 20.000 dólares, que uno de los socios de Manson acababa de estrellar contra un barranco, yacía en el garaje, sin reparación posible.

A través de Wilson, Manson conoció a una serie de personas de la profesión musical y aledaños, Terry Melcher entre ellas. El productor de 26 años, hijo de la actriz Doris Day, había conocido algún éxito profesional con grupos como los Byrds, pero últimamente le había dado por someter a prueba, reconoció él más tarde, «más o menos a cualquiera que tuviera una guitarra». Entre éstos estaba Manson. Melcher acabó conduciendo en dos ocasiones hasta la nueva residencia de la Familia, un ruinoso decorado de películas de vaqueros llamado Rancho Spahn, para ver actuar a Manson y sus amigos. Más tarde describió su reacción como «poco entusiasta». En la segunda ocasión, Wilson había llevado a Melcher de regreso a la casa de Cielo Drive, y Manson se había unido a la excursión, cantando y tocando su guitarra durante los cuarenta minutos que duró el viaje. Wilson había dejado a Melcher en la verja y luego había llevado a Manson de regreso al centro de la ciudad. Poco tiempo después, Melcher y Candice Bergen habían decidido súbitamente abandonar su apartada finca de las colinas para instalarse en un chalé de primera línea de mar del que era propietaria la madre de él. Nada de esto se consideró digno de mención cuando los Polanski firmaron su contrato de arrendamiento en febrero de 1969, e incluso Wilson pensaba ya que «Charlie no [era] más que uno de esos tíos marginales que abundan en Los Angeles». Cinco semanas después, Sharon se encontró cara a cara con Manson, cuando éste regresó a Cielo Drive buscando a Melcher. Aunque el dueño de la casa le expulsó, en los meses siguientes Manson apareció en la verja principal de la propiedad por lo menos en dos ocasiones más, subiendo y bajando la colina en su buggy a toda velocidad, mientras Tate se encontraba en Roma. Victor Tomei recuerda que para entonces, «Terry estaba francamente paranoico con lo de Charlie», y tal vez con razón. El 30 de julio, en su casa de la playa, Melcher recibió una nota que decía que Manson había estado en la vecindad, y que le dolía que su «productor favorito» lo estuviera evitando. A la mañana siguiente, la policía de Los Angeles acudió a un domicilio de Old Topanga Road, situada a unas manzanas de la casa de Melcher en Malibu. Encontraron el cadáver en descomposición de Gary Hinman, un hippy de 34 años y profesor de música ocasional, de quien sabían había visitado el Rancho Spahn. Había muerto apuñalado.

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Durante su estancia en Europa, los Polanski acordaron que Wojtek Frytowski, el viejo amigo de Roman, se alojaría en su casa. El artista siempre precario, que ahora tenía 32 años, se había instalado en Nueva York a principios de 1968, y había fracasado conspicuamente en su intento de triunfar como actor y como escritor. Un miembro de la comunidad polaca expatriada local, Josef Oziecka, lo consideraba un personaje «que tenía algo de dibujo animado», y que quería ser «más americano que los americanos»: acostumbraba a llevar pantalones de campana, camisa abierta y una gorra desenfadadamente ladeada, mientras «adoptaba el último argot [sin] llegar a dominarlo nunca». La única perspectiva profesional real de Fryko seguía siendo el propio Polanski, quien un año después demostró una encomiable lealtad cuando le confió al parecer una serie de proyectos de investigación para su película sobre delfines asesinos. El informe policial sobre Frykowski señaló después: «No tenía ningún medio de vida. [...] Consumía concaína, mescalina, LSD, marihuana y hachís en cantidades elevadas. [...] Era extrovertido e invitaba a casi todo el que conocía a visitarle en su vivienda. Las fiestas narcóticas estaban a la orden del día».

Durante su estancia en Nueva York, Frykowski había conocido a una asistente social de 24 años llamada Abigail (“Gibby”) Folger, la heredera de la fortuna del café Folger. La suya no fue la más fácil de las relaciones, en gran parte gracias a las drogas, aunque Fryko llegó a proponer matrimonio por lo menos una vez. En agosto de 1968, la pareja cruzó Estados Unidos por carretera y alquiló una casita en el número 2.774 de Woodstock Road, en la zona más alta de Beverly Hills. La residencia, a la que sólo se podía acceder a través de una «carretera estrecha y muy tortuosa», apareció ante un visitante, en su escarpado aislamiento, como «una especie de versión mini de Cielo Drive». Aunque de aspecto bastante vulgar, sobre todo comparada con las estrellas de cine amigas de los Polanski en cuya compañía «adoraba» estar, Folger era mucho más que una mera groupie de Hollywood. Mientras estuvo en Los Angeles siguió trabajando para el departamento de asistencia social del condado, levantándose todos los días laborables antes del amanecer para conducir hasta los peores guetos de la ciudad. También parece haber sentido un afecto sincero por Tate y por Jay Sebring –invirtió 3.700 dólares en el negocio de peluquerías-. Algunos amigos pensaban que en el verano de 1969, Folger se había empezado a cansar de Frykowski, y que se sentía especialmente preocupada por su cocainomanía compartida.

Polanski, por su parte, pareció llegar a simpatizar con la idea de su inminente paternidad, aunque, como comenta él mismo en uno de esos sinceros incisos de sus memorias, «el amor y la ternura que sentía por [la embarazada Tate] iban de la mano de una incapacidad total para hacerle el amor». Para llenar este vacío seguía persiguiendo a una impresionante variedad de mujeres jóvenes, aunque sólo fuera como acompañantes de sociedad. En su mayor parte, estas starlettes y modelos del Whisky à Go-Go o de las páginas de la revista “Spotlight” sabían muy bien lo que se esperaba de ellas, y estaban más que encantadas de darlo. No necesitaban cortejo ni preliminares. Entre estas cortas relaciones de Polanski hubo una con una aspirante a actriz a la que se recuerda sólo por el nombre de Lola, y otra con Michelle Phillips, la mujer, ya separada, del cantante de The Mamas & the Papas, John Phillips. Ninguna de ellas parece haber sido una falta completamente aislada, esa primavera, a los votos matrimoniales del director, aunque debemos subrayar que esto no afectó en modo alguno, necesariamente, a su compromiso más general con su mujer, o a una situación que evidentemente funcionaba para su mutua satisfacción. La propia Tate solía contar una historia, siempre con un buen humor excepcional, sobre una ocasión en que Polanski iba conduciendo su Ferrari por Sunset Boulevard cuando, al descubrir a una chica guapa caminando ante él, gritó: «Señorita, qué bo-ni-to culo tiene usted». Sólo cuando la chica se giró reconoció a su mujer.

Durante los ensayos de La semilla del diablo, Polanski había convencido a la Paramount para que le prestara uno de los primeros aparatos de vídeo que salieron al mercado comercial, para poder grabar escenas y ponérselas a los actores. Cuando el rodaje terminó, el estudio accedió a venderle la máquina con un descuento. Polanski instaló su nuevo juguete en Cielo Drive, donde, con el conocimiento y consentimiento pleno de los participantes, rodó una serie de indiscretas películas caseras, así como un largometraje bastante más sorprendente. Cuando la policía acudió más tarde a registrar la propiedad, encontró una lata de metal sin referencia, escondida bajo unos cojines en la galería del cuarto de estar. Los agentes se llevaron la lata al centro de la ciudad, donde descubrieron que contenía un carrete de película en el que aparecían Polanski y Tate, antes del embarazo, haciendo el amor. A pesar de que más tarde se dijo que las autoridades también se habían incautado de «una amplia colección de material pornográfico» en la casa, en el que aparecían «personajes famosos de Hollywood en acción», las únicas fotografías ligeramente inusuales fueron, aparte de aquellas, una colección de retratos de boda de enero de 1968, en los que Polanski había garabateado algunos comentarios despectivos sobre su propio aspecto.

Aparte de las frustraciones profesionales y personales del director, éste llevaba, según cuentan que escribió en carta a un familiar de Cracovia, spokojny: «un rumbo estable». Todos los testimonios directos sobre el matrimonio de los Polanski lo describen como la época más feliz en la vida de los dos. Sharon estaba, al parecer, absorta en la perspectiva de la maternidad y notablemente relajada sobre las aventuras extracurriculares de su marido. A ella también le gustaba estar en contacto con algunos de sus ex novios, entre ellos David Hemmings y Jay Sebring. Roman, por su parte, decía a sus amigos que estaba superando su viejo miedo al compromiso, así como esa «obsesión polaca» de que «cuando las cosas van bien, tengo una sensación terrible». «¡Rock and roll!», solía gritar en sus momentos más optimistas, en el verano de 1969; o si no, «Yeah, baby».

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Después de su deportación efectiva de Roma, Polanski se dispuso a pasar varias semanas trabajando en The Day of the Dolphin, como ahora se llamaba ésta, en su casa de los mews de Londres. La pérdida al menos temporal de su pasaporte polaco también le obligó a reflexionar sobre la cuestión de su nacionalidad. Aunque el director llevaba ya cinco años viviendo en Gran Bretaña, de forma intermitente, parecía que ahora debería demostrar que era una persona «de buena reputación», entre otras cualificaciones, antes de convertirse en súbdito. En algún momento de aquel verano se le ocurrió que, habiendo nacido en París, la ciudadanía francesa podía ser una apuesta más segura para él. Este paso «de pura conveniencia» (que luego decidió no intentar durante varios años más) acabaría resultando uno de los mayores golpes de suerte de la vida de Polanski.

Mientras tanto, los numerosos problemas que suponía hacer que los delfines hablaran entre sí sobre su plan de asesinato presidencial se prolongó durante junio y julio. El interés de Polanski por dirigir la película disminuyó apreciablemente cuando se sentó en la calle Wardour una mañana para escuchar una grabación de archivo sonoro de las criaturas comunicándose en su idioma nativo. Alrededor de diez minutos después se quitó los auriculares despacio, se encogió de hombros con gesto de desesperación y finalmente murmuró: «En fin, haré lo que pueda». (Resumiendo el problema luego ante un colega, comentó: «Chillidos, gruñidos, ¿qué coño? Se van a reír de nosotros»). Tampoco le gustaba el primer borrador del guión. Ni a la United Artists. El estudio ya había empezado a prevender la película como un «thriller de suspense erótico», y en lo que hubiera sido un calendario infernal estaba decidido a estrenarlo antes de Navidad, «cueste lo que cueste». Con un presupuesto calculado en más de cuatro millones de dólares en juego, alguien de los despachos centrales habló con Robert Towne, el salvaguiones al que Warren Beatty había llamado en un momento similar de Bonnie y Clyde. Al no estar disponible Towne, Polanski reclutó a un joven autor norteamericano llamado Michael Braun, que se instaló en un pequeño estudio del piso superior de West Eaton Place Mews durante algunos de los días de julio más calurosos que se recordaban.

En Los Angeles, Frykowski permanecía colgado del teléfono, haciendo lo que él insistía en llamar «labores de producción» para Polanski. Cuando, de vez en cuando, una llamada en particular movía a Fryko a la acción, éste era muy capaz de correr a su coche y desaparecer con destino a puntos indeterminados de la ciudad durante doce horas seguidas. En una mañana de éstas atropelló y mató accidentalmente al querido perrito de Tate, Dr. Sapirstein. En Roma, Polanski, prudentemente, sólo le dijo a su mujer que el perro había «desaparecido», y enseguida adquirió un sustituto. Un mes después, la mascota acompañó a su nuevo dueño en una travesía por mar y tierra hasta Cielo Drive, donde se incorporó a una colección de quince o veinte gatos -nadie había hecho un inventario completo- que Terry Melcher había dejado atrás. Con una generosidad y una sensibilidad que podrían haber sorprendido a sus críticos, Polanski también le compró a Tate un segundo obsequio: un Rolls Royce Dawn clásico, que apenas podía permitirse, pero que insistió en que ella merecía, ya como (las versiones varían) regalo de primer aniversario de boda tardío o como «prima de maternidad» (1).

Como ha dicho John Phillips, «el matrimonio de Roman y Sharon era estupendo, y ellos nos lo decían a menudo». Cada vez que Polanski se tomaba un descanso del guión de Day of the Dolphin, parecía no hacer otra cosa que alabar a su «bella» y «exuberantemente embarazada» esposa ante sus amigos. Incluso encontró tiempo para comer con su viejo adversario Michael Klinger, quien halló a un hombre distinto del «cabrón brillante» que había dirigido Repulsión y Callejón sin salida. En la segunda semana de julio, Tate terminó por fin de sonorizar 12+1 y viajó a Londres para reencontrarse con su marido. Salía de cuentas a mediados de agosto, cerca del cumpleaños de Polanski, el día 18, y ninguna compañía aérea quería llevarla al otro lado del Atlántico. Después de algunas acaloradas conversaciones al respecto con su agencia de viajes británica, Polanski decidió reservar un pasaje para Tate en el “QE2”, prometiendo que se encontraría con ella en Los Angeles a principios de agosto, tan pronto como se lo permitiera The Day of the Dolphin.

En una perfecta mañana de verano, Polanksi condujo hasta Southampton y acompañó a su mujer hasta el interior del barco. A pesar de, o debido a, su gloriosa felicidad, Polanksi dice que tenía la sensación de que no volvería a verla nunca más. Después de «abrazarla con fuerza, mientras [Sharon] apretaba su vientre contra mí como no lo había hecho nunca», Polanski condujo de regreso hasta Londres, hasta una fiesta en casa de Victor Lownes, donde coqueteó desganadamente con algunas chicas, «mientras Victor se tiraba a una tía en su habitación».

El lunes 21 de julio, el hombre caminó por la Luna por primera vez. Polanski vio el acontecimiento por televisión, en West Eaton Place Mews, y dedicó el resto de la semana a continuas reuniones de guión con Michael Braun y el diseñador Richard Sylbert. El día 25 supo que la embajada estadounidense tenía «la intención de aceptar» su solicitud de permiso de trabajo para Marie Lee, una niñera inglesa a la que Tate había contratado para cuidar al bebé. La aprobación definitiva del visado de Lee dependía de que Polanksi informara satisfactoriamente a la embajada sobre el «estado de su residencia presente y futura». La entrevista que siguió, de tres cuartos de hora de duración, se celebró, por lo visto, con un funcionario y él de pie en el pasillo, bajo un retrato del presidente Nixon. Parece que no aprovechó la ocasión para obtener la renovación de su propio visado de entrada a Estados Unidos. Tate y su perro Prudence, entre tanto, habían llegado con bien a Cielo Drive, que estaba sufriendo una ola de calor californiano. En la primera semana de agosto Sharon hizo una serie de llamadas telefónicas a Londres, protestando, medio jocosamente, por que Roman la hubiera dejado sola en la casa con Frykowski y Folger. Fryko y sus contactos narcóticos solían estar en un extremo de la casa, un decorador llamado Frank Guerrero en el otro, pintando el cuarto del niño. William Garretson, el encargado, salió a la piscina una mañana temprano y encontró a Frykowski y a dos hombres más haciendo fotografías de una desconocida mujer desnuda. Después de escuchar las protestas de ella, Polanski le recordó a su esposa, y decía la verdad, que se había comprometido a terminar aquel guión. En una de las últimas llamadas entre ambos, Tate anunció que le había matriculado en un curso para futuros padres, que empezaba el 18 de agosto, el día, casualmente, en que Polanski cumplía 36 años. Polanski sospechó, con razón, que aquél era el plazo que le daba para regresar.

El 8 de agosto, viernes, Polanski llamó y habló con Tate durante treinta o cuarenta minutos. Una asistenta llamada Winifred Chapman estaba trabajando en Cielo Drive y escuchó un lado de la conversación. Sharon seguía preocupada por la «fecha límite» de su marido, como ella decía, y le dijo enfáticamente que quería sacar de la casa, «sin ofenderlos», a Frykowski y a Folger. Polanski, al parecer, decidió en ese instante que solicitaría su visado norteamericano cuando abriera la embajada el lunes por la mañana y que regresaría esa misma semana, el 12 o 13 de agosto, seguramente. Tate, «encantada», le comunicó la noticia a Winifred Chapman. En ese momento era mediodía en Los Angeles.

Alrededor de media hora después, dos amigas de Tate, Joanna Pettet y Barbara Lewis, llegaron a Cielo Drive para comer. Sharon, por lo visto, dedicó buena parte de una hora a lamentar la ausencia de su marido durante las tres últimas semanas. La reunión se disolvió sobre las tres y media de la tarde. Winifred Chapman, el decorador Frank Guerrero y dos jardineros que trabajaban para Rudi Altobelli abandonaron la casa en el curso de aquella tarde. Contrariamente a muchas informaciones publicadas, aquella noche no se proyectaba celebrar fiesta alguna en Cielo Drive, y por tanto gente como Frank Sinatra, Kirk Douglas, Steve McQueen, Peter Sellers, Bruce Lee y Jerzy Kosinski no declinaron misteriosamente la invitación en el último momento, aunque la hermana de Tate, Debra, de 16 años, preguntó si podía acercarse con unos amigos. Sharon dijo que se sentía «cansada» y «gorda» y que lo dejaran para otra ocasión. En torno a las siete y media de la tarde, Tate, Frykowski y Gibby Folger se reunieron con Jay Sebring en el restaurante El Coyote, en Beverly Boulevard, para cenar. Fryko se encontraba en el noveno día de un continuo viaje de mescalina y discutió con Gibby durante toda la comida. El grupo de cuatro condujo entonces hasta Cielo Drive por la sinuosa carretera del cañón. A las diez, la señora Folger llamó a la casa y habló con su hija, a la que encontró lúcida, pero «un poco colocada». En algún momento de las dos horas siguientes, según parece, Tate se desnudó hasta quedarse en ropa interior –el doble calvario del calor y el embarazo había liberado sus inhibiciones- y llevó a cabo algunas labores domésticas antes de retirarse a su dormitorio, donde Jay Sebring la acompañó. Sebring se sentó en un lado de la cama, completamente vestido, fumando un porro. La habitación, pequeña y más bien espartana, contenía una silla de madera, un televisor y un armario, sobre el cual había un moisés de bebé. Abigail Folger estaba sentada en su habitación, leyendo un libro. Frykowski se había desmayado en el sofá del cuarto de estar, donde permanecía tumbado, cubierto en parte por una gran bandera norteamericana.

***

Unos treinta kilómetros al noroeste, en el Rancho Spahn, Manson y su clan habían inventado un juego nuevo al que llamaban creepy-crawl [abordaje silencioso]. Cinco o seis miembros de la Familia escogían una casa al azar, en cualquier parte de un vecindario adinerado, la allanaban mientras sus ocupantes estaban dormidos, y en silencio cambiaban los muebles de sitio, de forma que el televisor, por ejemplo, acababa en la bañera. Durante estas excursiones todos llevaban cuchillos. La casa de Terry Melcher había sido “abordada” recientemente, y éste se había despertado para descubrir que un telescopio y algunos discos de oro habían sido cambiados de sitio en su guarida del piso superior.

En torno a las diez de la noche del 8 de agosto, Manson salió por la puerta giratoria de la cantina de antiguo decorado cinematográfico del rancho, paseó su mirada por la Familia reunida bajo el resplandor de la lámpara klieg, y despacio, señaló a cuatro de ellos, uno por uno. Se trataba de Charles “Tex” Watson, de 23 años, Patricia Krenwinkel (una de las dos mujeres a las que Dennis Wilson había recogido en su coche quince meses antes), de 21, Susan Atkins, de 21, y Linda Kasabian, de 20. Manson se llevó aparte, al paseo entarimado, a cada uno de ellos, donde, paseando con sus botas de vaquero raspadas, repitió su anuncio de aquel mismo día -«Helter Skelter está aquí»-, antes de ordenarles que cogieran una muda de ropa y un cuchillo. Las “tías” debían obedecer las órdenes del corpulento Watson, que había sido jugador de fútbol. Convencidas ya de que Charles Manson era Jesucristo, ninguna de las tres chicas protestó. Los cuatro montaron en un Ford oxidado, amarillo y blanco, donde Susan Atkins observó que en el asiento trasero había un cortapernos, una soga y un revólver de cañón largo. Cuando Watson empezó a alejarse, Manson apareció de pronto ante ellos, parado ante los faros delanteros del coche, y gritó: «Esperad». Entonces se inclinó ante la ventanilla delantera del lado del copiloto y dijo: «Dejad una señal. Ya sabéis lo que podéis escribir, chicas. Algo como brujil». Y los despachó con un gesto de la mano. Hasta que estuvieron a alguna distancia de Benedict Canyon, Watson no comunicó a las mujeres, en palabras de Atkins, que «iban a una casa de más arriba, que antes era de Terry Melcher» y que él, Tex, no sólo había «reconocido» la propiedad con Manson, conduciendo un moon hubby por las calles vecinas, sino que incluso habían estado en la casa principal, en un infructuoso intento de que Melcher les prestara dinero. Según Linda Kasabian, Watson no llegó a mencionar su destino, el lugar que, suponía ella, iba a ser el escenario de otro abordaje silencioso. Éste repitió, sin embargo, que él y Manson se habían llegado a la casa y que él «conocía el lugar». A continuación, y a pesar de estas seguridades, Watson se había perdido en algún punto del oscuro laberinto de calles que rodeaban Cielo Drive. Fue «jodido» localizar la alta casa. Cuando encontraron el desvío y aparcaron delante de las luces de Navidad del número 10.050 eran casi las doce de la noche. Sin hablar, Watson sacó las tijeras del asiento trasero, bajó del coche, trepó al poste telefónico y cortó el alambre, que cayó sobre el morro del vehículo con un ruido metálico. No hubo ruido o reacción alguna en el interior de la casa. Un minuto después, los cuatro miembros de la Familia bajaron un terraplén frondoso hasta el lado de la verja y entraron en la finca, apretando los cuchillos entre los dientes.

Mientras corrían agachados, en fila india, hacia la casa, Watson vio los faros de un coche acercándose a ellos por el camino de entrada. Distinguió una «chatarra cuadrada » (un Rambler de 1965, en realidad), que le pareció incongruente entre todos los Ferraris y Porsches estacionados a su alrededor. Lo conducía un tal Steven Parent, un chico de 18 años, con gafas, que había dejado los estudios y tenía la gran desgracia de haber acudido a visitar al encargado, William Garretson, en su casa de invitados, situado al fondo de la propiedad. No tenía relación con los Polanski. Watson se acercó al coche y gritó: «Alto», después de lo cual Atkins escuchó «otra voz, masculina», decir, «Por favor, no me hagáis daño» y «No diré nada». Watson metió la mano por la ventanilla abierta del conductor y rajó el brazo izquierdo de Parent. A continuación le disparó cuatro veces. Murió en el acto. Tampoco ahora hubo reacción del interior de la casa, aunque Linda Kasabian insistió más tarde en que el asesinato de Parent, el primer anuncio de la matanza de aquella noche, la había dejado «anestesiada». Cuando llegaron a la casa, Watson rasgó un mosquitero sobre la ventana del comedor, saltó al interior y abrió la puerta principal para Krenwinkel y Atkins. A Kasabian, que había empezado a temblar violentamente, le dijo que los esperara en el coche. Pasando ante el Rambler, en el que el cadáver de Steven Parent aparecía derrumbado, cubierto de sangre, ésta se encerró en el asiento trasero del Ford. Un par de minutos después apareció Krenwinkel saltando, pidió a Kasabian que le dejara su cuchillo y le dijo, con una amplia sonrisa, que «estuviera atenta a los ruidos».

Watson, Krenwinkel y Atkins localizaron el cuarto de estar, donde encontraron a Wojtek Frykowski en posición supina. Con la notable excepción del asesinato de Parent, la noche hasta entonces había transcurrido de una forma muy similar a otros abordajes silenciosos de la Familia. Watson despertó a Frykowski hincándole el cañón de su revólver. Frykowski estiró los brazos, abrió los ojos y, sin comprender todavía lo que le estaba pasando, preguntó perezosamente: «¿Qué hora es?». Watson le puso la pistola en la cara y dijo: «No te muevas o estás muerto». Ante esto, Frykowski se espabiló de golpe y preguntó a Watson: «¿Quiénes sois y qué estáis haciendo?».

La respuesta de Watson fue escalofriante. «Yo soy el diablo, y estoy aquí para hacer lo que hace el diablo».

A una orden de Watson, Krenwinkel y Atkins empezaron a registrar el resto de la casa, aunque, providencialmente para William Garretson, pasaron por alto la casa de invitados. Atkins puso un cuchillo en el cuello de Abigail Folger y la obligó a dirigirse al cuarto de estar. Aquí, Watson y Krenwinkel habían atado a Frykowski, que les preguntó, con esperanza menguante: «Esto es algún jueguecito de Roman, ¿no?». Atkins se internó en el pasillo otra vez y volvió con Tate y Sebring, que hasta ese punto, por lo visto, no habían visto ni oído nada extraño. Ninguno de los cuatro ofrecieron resistencia alguna. Atkins dijo más tarde que la expresión de sus caras era de «petrificación».

Watson echó un vistazo a los tres recién llegados, una mujer muy embarazada en ropa interior, una segunda joven en camisón y la delgada figura de Jay Sebring, y les ordenó que se tumbaran boca abajo delante de la chimenea. Sebring exigió que a Tate se le permitiera sentarse. Ante esto, Watson rodeó el sofá y le pegó un tiro en la espalda. Tate y Folger empezaron a gritar y Watson, en una especie de vuelco emocional, les preguntó serenamente si tenían dinero. Folger se recobró lo suficiente para volver a su habitación con Atkins, donde sacudió su bolso hasta vaciarlo y encontró 72 dólares, o el equivalente de poco más de 14 dólares por víctima. Atkins y sus colaboradores se las arreglaron para pasar por alto las joyas del grupo, incluido el reloj Cartier de Sebring, de 1.500 dólares, y la alianza de bodas de 22 quilates de Sharon Tate.

Cuando volvieron al cuarto de estar, Watson ordenó a Atkins que volviera a atar las manos de Frykowski con una toalla; mientras ésta lo hacía así, Watson cogió la soga, la ató alrededor de los cuellos de Tate y Folger, la enrolló en torno al cuerpo de Sebring, lanzó el cabo sobre una viga vista y tiró de ella, arrastrando a Tate y a Folger hasta ponerlas de pie. Atkins observó más tarde que las dos mujeres habían «experimentado algunos cambios» mientras luchaban por evitar la estrangulación. Al cabo de unos instantes, Tate consiguió jadear: «¿Qué vais a hacer con nosotros?». «Vais a morir todos», contestó Watson. Los gritos que emitieron entonces las mujeres quedaron sofocados cuando él tiró con más fuerza de los lazos que rodeaban sus gargantas.

Entre una mezcla «sobrenatural» de las risitas y los chillidos que le rodeaban, Frykowski empezó a debatirse encima del sofá, intentando liberar sus manos. Watson ordenó a Atkins que lo matara. Mientras ésta preparaba el cuchillo, Frykowski, en palabras de Atkins, «me derribó de un golpe, y yo le agarré como pude. Entonces empezó una pelea por mi vida y de él por la suya. [...] De alguna manera consiguió agarrarme del pelo y tiró muy fuerte, mientras yo gritaba para que Tex me ayudara. [...] De alguna manera [Frykowski] se puso detrás de mí, yo tenía el cuchillo en la mano derecha.. y yo estaba... estaba... no sé donde estaba, pero no hacía más que agitar el cuchillo, y recuerdo que le di a algo cuatro, cinco veces, repetidamente, detrás de mí».

Frykowski consiguió liberarse y tambalearse hacia la puerta principal, donde fue interceptado por Watson. Los dos hombres habían empezado a gritar roncamente, en una atmósfera que luego Atkins comparó con la de un matadero. Los ojos de Watson sobresalían de la espesa capa de sangre que salpicaba su cara. Disparó dos veces sobre Frykowski, le golpeó en la cabeza con fuerza suficiente para romper la culata de su arma y empezó a apuñalarlo repetidamente. Dándolo por muerto, Watson se separó y volvió corriendo al cuarto de estar. Pero Frykowski consiguió cruzar el porche a gatas y alcanzar el césped a trompicones, donde se encontró cara a cara con Linda Kasabian.

Kasabian, en un aparente ataque de arrepentimiento, había bajado del coche y había corrido a la casa, para rogar a Watson y las dos mujeres que «pararan». Cuando llegó al porche delantero, «un hombre, un hombre alto, estaba saliendo por la puerta, tambaleándose, y tenía la cabeza cubierta de sangre, y estaba de pie junto a un poste, y nos miramos a la cara durante un minuto, no sé durante cuánto tiempo, y yo dije: “Ay, Dios, lo siento”; entonces, Frykowski cayó al suelo. En los hechos de pesadilla que siguieron, Kasabian vio a una mujer con un camisón blanco avanzando a trompicones por el césped, unos metros a su izquierda. Krenwinkel la perseguía, con un cuchillo alzado en la mano. Abigail Folger, ya herida de muerte, había encontrado fuerzas para escapar del cuarto del estar y dar unos pasos vacilantes hasta el jardín. Entonces Watson la agarró por el pelo y con su cuchillo empezó a rajarla. Recibió un total de veintiocho puñaladas. Las últimas palabras de Folger fueron: «Me rindo. Ya estoy muerta. Tomadme».

De alguna manera, Wojtek Frykowski consiguió incorporarse y atravesar un pequeño seto que corría ante la casa, donde de nuevo cayó al suelo. Permaneció unos momentos tendido sobre la hierba cálida, murmurando débilmente una frase en polaco. Watson cruzó el césped y y cayó sobre Frykowski con la pistola rota en una mano y el cuchillo en la otra. Al término del frenético ataque que vino entonces, Watson se incorporó y pateó a su víctima en la cara. Además de dos disparos, Frykowski había recibido trece golpes en la cabeza y cincuenta y una puñaladas.

Sharon Tate fue la última en morir. En el caos de la huida de Frykowski y Folger del cuarto de estar, Jay Sebring, al que los asesinos habían dado por muerto, se había reanimado y había reptado unos centímetros hacia su derecha, hacia la puerta trasera de la casa. Volviendo al interior, Watson, según Susan Atkins, «se inclinó [y] le dio a Jay con saña en la espalda». Sebring recibió siete cuchilladas, por lo menos tres de ellas fatales, y murió desangrado. Años más tarde tuvo lugar un macabro debate público entre Watson y Atkins sobre la identidad exacta de aquél que había cometido el último asesinato. La versión más comúnmente aceptada es que Atkins atenazó el cuello de Tate con su brazo, arrastrándola hasta el sofá ensangrentado, y que Tate empezó a suplicar por su vida. En palabras, de nuevo, de Atkins, «la miré y dije: “Mujer, no tengo piedad de ti”».

Watson ordenó entonces a Atkins que matara a Tate, que gritaba: «No, por favor. No quiero morir. Quiero vivir. Quiero tener a mi hijo. Quiero tener a mi hijo». Atkins, en una confesión de la que luego se retractaría en parte, declaró que en ese momento hincó el cuchillo directamente en el vientre de Tate (la autopsia determinó que en realidad los impactos habían apuntado a la caja torácica, donde penetraron el corazón y los pulmones de Tate). «La primera vez que la apuñalé me sentí muy bien, y cuando me gritó sentí algo, como un subidón, y la apuñalé otra vez», recordó Atkins. Entonces Watson cayó sobre Tate, llevando su cuchillo a su pecho una y otra vez, hasta una docena, aproximadamente. Entonces, Atkins la apuñaló otra vez en el diafragma, mientras la asaltaba la idea macabra de extraer el feto y llevárselo a Manson a modo de trofeo. Pero el cuchillo de Atkins se había atascado, y Watson, en la puerta, gritó: «Vámonos». Tate fue apuñalada un total de dieciséis veces. Sus últimas palabras fueron: «Mamá, mamá».

Watson y sus dos cómplices ensangrentadas salieron tranquilamente al jardín, donde se les unió Linda Kasabian. Los tres sonreían y reían, recordó Kasabian después, según cuentan, «como si aquello fuera un juego». Mientras se alejaban de la casa, Watson se acordó de lo que había dicho Manson y ordenó a Atkins que volviera a la casa y escribiera «algo brujil» en la puerta. Atkins regresó al cuarto de estar, donde cogió la toalla que se había usado para atar a Frykowski y se acercó a Tate, que estaba tendida sobre su costado izquierdo, ante la chimenea, con las piernas encogidas sobre su estómago, en posición fetal. Mientras se inclinaba sobre el cuerpo, Atkins oyó «un sonido ahogado». De nuevo pensó en extraer al bebé, pero en cambio untó la toalla en la sangre de Tate, regresó a la puerta principal y pintó en ella la palabra “CERDO”. Entonces tiró la toalla por encima de su hombro, hacia el cuarto de estar, donde cayó sobre la cara de Jay Sebring, y regresó al coche atravesando la verja, que ahora estaba abierta.

Durante el desenfadado viaje de regreso al Rancho Spahn se detuvieron varias veces. Tras cambiarse de ropa durante el camino, mientras una de las chicas sostenía el volante para Watson, aparcaron en un tramo de carretera convenientemente oscuro, tres kilómetros a lo largo de Benedict Canyon, donde Kasabian bajó y «tiró las cosas de todos, que goteaban sangre», por un barranco, donde un equipo de informativos de televisión los encontró cuatro meses después. La pistola y los cuchillos fueron arrojados en dos o tres puntos distintos del trayecto al norte a través de los barrios residenciales de Sherman Oaks y Van Nuys. Los miembros de la Familia pararon entonces en una calle residencial y usaron una manguera de jardín para limpiarse los restos de sangre. Un hombre y una mujer habían salido de la casa para reprenderlos, pero Watson y las tres chicas, entre mucha hilaridad, habían saltado al coche y se habían alejado a toda velocidad, antes de que los amonestaran. Los cuatro pararon por última vez en una gasolinera de 24 horas, donde buscaron manchas de sangre una vez más, antes de llegar, a eso de las dos de la madrugada, a su refugio del desierto.

También dominaba un humor festivo en el Rancho Spahn, donde encontraron a Charles Manson bailando desnudo frente al paseo entarimado, con una acólita. Tras despachar a la mujer, Manson se acercó al coche, se inclinó hacia el interior y después de escuchar un breve informe, les hizo a todos, uno por uno, una pregunta que él conocía bien de sus numerosas comparecencias judiciales: «¿Sentís algún remordimiento?». Le aseguraron que no. Entonces, Manson ordenó a las tres chicas que se fueran a la cama y que no les dijeran «nada a los demás». Susan Atkins declaró más tarde que se había sentido «eufórica [...] en paz conmigo misma», aunque todavía estaba indignada con Frykowski por «hacerme daño en el pelo» en su lucha de muerte. Cuando estuvieron solos, Manson pidió a Watson un relato más detallado de lo que había ocurrido. Watson le dijo que, aunque había habido «mucho pánico», todo había «salido perfecto » y que, en suma, «desde luego ha sido Helter Skelter [el Caos]».

La expresión, una horrenda tergiversación del título de una canción del White Album de los Beatles, era el nombre oficial de Manson para una campaña de «terror de guerrilla urbana». Algunos detalles variaban, pero la base de la idea era que «el hombre negro se alz[aría] y atacar[ía] al blanco». En vista de que el «hombre negro» era reacio a obrar por su cuenta, Manson decidió, en algún momento de principios de verano de 1959, desencadenar personalmente la guerra de razas. Un adlátere llamado Danny DeCarlo escuchó «a Charlie predicar aquello sin cesar [...] El karma está cambiando, ahora les toca dominar a los negros». Según el ex miembro de la familia Brooks Poston, «Helter Skelter era lo que [Manson] llamaba la sublevación negra. [...] Decía que los negros iban a sublevarse y matar a todos los blancos, menos los que se escond[ían] en el desierto». Un tiempo antes, Manson le había dicho a Poston: «Cuando llegue Hel ter Skelter, en las ciudades será la histeria en masa y los cerdos [la policía] no sabrán qué hacer, y el [sistema] caerá y el hombre negro dominará. [...] Y entonces empezará la batalla de Armagedón». Manson y su clan se limitarían a esperar acontecimientos en el Rancho Spahn, mientras la Bestia -«Aquél que traerá la conflagración y la oscuridad finales, y que hará que emane de la tierra un gran hedor»- llevaba Su caos a las calles del gran Los Angeles. Y no es que para Manson la reparación de las desigualdades raciales per se fuera una consideración primordial. En palabras de otro miembro de la Familia, Paul Watkins: «Según Charlie, entonces los negros dirían: “Yo he hecho mi parte. Los he matado a todos, y ahora estoy cansado de matar. Se acabó”. Y entonces Charlie rascaría la crespa cabeza del negro, le daría una patada en el culo y le diría que se fuera a recoger algodón y que fuera un buen negro. [...] Y entonces el mundo sería nuestro. No habría nadie más, sólo nosotros y los criados negros».

Hasta donde es posible inferir, las tres fuentes principales de la filosofía de Manson eran la Cienciología, la Biblia y los Beatles, a todos los cuales citaba profusamente, aunque con intención selectiva. También sentía un interés superficial por la Historia, y particularmente por los años 1933-45. Brooks Poston recordó que «Charlie decía que Hitler era un tío receptivo, que había equilibrado el karma de los judíos». Manson y sus seguidores, por supuesto, también tenían amplios conocimientos sobre las drogas: la hierba, el peyote y el LSD circulaban ampliamente en el Rancho Spahn, aunque la teoría de que los asesinatos fueron cometidos por «una secta satánica atiborrada de ácido», como dijo el “Herald Examiner”, está muy descaminada. En su declaración jurada, Susan Atkins afirmó taxativamente que «ninguno de nosotros estábamos bajo la influencia del LSD ni de ninguna otra droga», una aseveración que luego corroboraron Watson y Kasabian. Un tiempo antes de conocer a Manson, Atkins había sido discípula de un tal Anton LaVey, el fundador de la Primera Iglesia de Satán, radicada en San Francisco. Como tal había participado en una Misa Negra ante los fieles de LaVey, en la que había «tomado ácido» y luego se había «tendido en un ataúd mientras flipaba». Atkins debía incorporarse al cabo de unos minutos, pero más tarde explicó que «no quiso salir» y que la ceremonia «se retrasó muchísimo» por esta causa. A principios de 1968 se había alejado de la iglesia de LaVey y había estado trabajando en un bar como bailarina topless, la profesión que ejercía en la época en que se incorporó a la Familia de Manson.

Hubo una segunda razón, más rutinaria, para la masacre de Cielo Drive. Manson y Watson conocían la distribución de la finca por sus tratos con Terry Melcher. La aislada situación de la vivienda, al final de una calle cortada, la convertía en un «bombón» de casa, dijo Watson. Contrariamente a la mayoría de las versiones, sin embargo, Manson sabía muy bien que Melcher había dejado la casa unos meses antes de los asesinatos. Shahrokh Hatami, el fotógrafo que había contestado a la llamada a la puerta de Cielo Drive en la tarde del 23 de marzo, estaba seguro de que «Sharon estaba en el porche» en el momento en que el hombre «bajo y delgado, [de] pelo largo estaba en el camino de entrada, a un par de metros de distancia, como mucho, con «sólo aire» entre ellos. Tate había mirado directamente al hombre que más tarde había ordenado matarla. Un par de minutos después, Rudi Altobelli había interceptado al visitante, al que había «reconocido inmediatamente» y le había preguntado qué quería. Manson le había dicho que estaba buscando a Terry Melcher. Altobelli contestó que Melcher se había instalado en «algún sitio de Malibu» y que de su contrato de arrendamiento se habían hecho cargo «unos famosos del mundo del espectáculo» a los que no había «que molestar». Aun así Manson, a lo que parece, no conocía las identidades de los nuevos habitantes de la casa. Nadie en el Rancho Spahn conocía los nombres “Polanski” y “Tate” hasta que los leyó en voz alta un locutor de informativos la tarde del 9 de agosto, entre los ruidosos vítores de los miembros de la Familia, que estaban viendo la televisión. Bastaba con que las futuras víctimas fueran blancas y ricas: Manson también necesitaba dinero (de ahí los 72 dólares) para pagar la fianza de un colaborador que estaba en la cárcel (2).

El asesinato de Gary Hinman, un profesor de música adorador de Buda, poco antes del de Tate y sus invitados, reveló por primera vez todo el alcance del trastorno homicida de la Familia. Susan Atkins y dos cómplices, Bobby Beausoleil y Mary Brunner, habían visitado a Hinman, un viejo amigo, el 26 de julio o un día cercano. Enseguida había estallado una discusión por dinero, y Beausoleil había empezado a golpear a Hinman en la cabeza y en la cara con una pistola. Entonces, Beausoleil había llamado a Manson por teléfono, al Rancho Spahn, y le había dicho: «Tienes que venir, Charlie. Gary no colabora». Manson había llegado al poco y «le había cortado una oreja a Gary de un tajo, con una espada». Esto bastó para que Hinman cediera los títulos de propiedad de dos de sus coches. Al ver que nuevos culatazos no producían ningún dinero contante, Beausoleil había matado a Hinman a puñaladas. En la pared del cuarto de estar escribió las palabras “CERDO POLÍTICO” con la sangre de la víctima.

Los casi incalculablemente estúpidos asesinos habían lanzado con éxito Helter Skelter, pues, pero manifiestamente habían dejado de eliminar del escenario del crimen cualquiera de las huellas dactilares. En lugar de dinero habían sustraído dos vehículos de Hinman y una colección de gaitas. Beausoleil se llevó este característico instrumento al Rancho Spahn, y alegramente siguió llevando a todas partes el cuchillo manchado de sangre. La policía había encontrado el objeto cuando lo detuvo el 6 de agosto, dos días antes del caso Tate, mientras conducía el coche de Hinman.

La noche del sábado 9 de agosto, Manson, Watson, Atkins, Krenwinkel, Kasabian y dos miembros de la Familia llamados Leslie Van Houten y “Clem” Grogan se habían amontonado en el Ford amarillo y blanco y habían recorrido al azar las calles de Los Angeles, hasta detenerse en el número 3.301 de Waverly Drive, no mucho más abajo del letrero de “Hollywood”, en Griffith Park. Según Kasabian, el propio Manson había entrado en la casa, había vuelto al coche unos diez minutos después y les había dicho a Watson, a Krenwinkel y a Van Houten que dentro «había dos personas, y que las había atado». Los tres esbirros entraron tranquilamente en la casa y mataron a puñaladas al dueño, Leno LaBianca, de 44 años, y a su mujer, Rosemary, de 38. El marido presentaba doce heridas de cuchillo y otras catorce efectuadas con un tenedor de trinchar; la mujer había recibido cuarenta y una puñaladas y había sido abandonada en el suelo del dormitorio, tendida boca abajo, con el camisón enrollado en torno a la cintura, con las piernas y las nalgas al aire. Las dos víctimas tenían una funda de almohada sobre la cabeza. Después de masacrar a los LaBianca, sus asesinos se habían duchado juntos. A continuación se habían servido sandía en la cocina. Después del tentempié, y antes de abandonar definitivamente la casa, habían dejado nada menos que cuatro mensajes. Alguien había tallado la palabra “GUERRA” en el abdomen desnudo de Leno LaBianca, y las palabras “MUERTE A LOS CERDOS”, “ALZAOS” y “HEALTER SKELTER” [sic] fueron halladas en las paredes y en la puerta de la nevera, escritas con sangre.

(CONTINUACIÓN del capítulo Manson)



Nota de la Redacción: Este texto corresponde a parte del capítulo dedicado al asesinato de Sharon Tate y sus amigos por la familia Manson en el libro de Christopher Sandford, Polanski. Biografía (T&B Editores, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B Editores por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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