Opinión/Editorial
Un presente retrospectivo: el peso de la herencia de la Guerra Civil en la inestablidad de la democracia española
Por ojosdepapel, miércoles, 28 de febrero de 2007
Ya son varios los editoriales dedicados a este asunto, pero la desfiguración, deliberada o fruto de la simple ignorancia, continúa marcando la forma de afrontar la agenda política española, tanto en los análisis de muchos medios de comunicación y opinadores, de izquierda y derecha, como en el enfoque de algunos partidos. El ejemplo más palmario de este disparatado fenómeno lo constituyen unas declaraciones del nuevo ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, la perfecta encarnación del sectarismo que alienta el estilo del gobierno zapaterista. En 2003, cuando gobernaba el Partido Popular y él era fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, manifestó lo siguiente: “Luchamos en su día contra los papás de los que nos gobiernan y no tenemos ningún temor a sus hijos”.
Curiosa proclamación viniendo de alguien cuyo padre fue Jefe Local del Movimiento (el partido franquista) en Arenas de San Pedro (Avila) y teniente de alcalde del concejo. No es un caso aislado, otros ministros, altos cargos de la izquierda y políticos nacionalistas tienen igual “parentesco” político con el anterior régimen (Bono, Narbona, Arzallus, Carod-Rovira...) ni con estos ejemplos se intenta confundir la parte con el todo. Por el contrario, se trata de un síntoma muy agudo de una patología concreta: la que supone poner en cuestión los fundamentos de la democracia española.
En este mismo sentido opera la idea que subyace debajo de la empresa de recuperación de la “memoria histórica”, algo que podía ser muy loable en cuanto a la dignificación de los asesinados y represaliados por el franquismo durante y después de la Guerra Civil y que se ha transformado en un instrumento empleado para demonizar y deslegitimar a la derecha democrática, a la que se asigna la herencia personal e ideológica del régimen franquista, invalidando con ello su credenciales democráticas, como si su ejecutoria en el gobierno desde 1996 a 2004 estuviera salpicada de crímenes contra los derechos humanos y la encarcelación de los opositores, como si hubiese cerrado el Parlamento e ilegalizado al resto de los partidos políticos. Lo de menos es la realidad, lo que verdaderamente ocurrió mientras gobernó la derecha, lo fundamental es representarla como un mal, como la encarnación de un segmento político que puede ser impugnado y, por tanto, excluido del sistema.
Porque ahí está la segunda prueba de que no es una casualidad la política de segregación del PP y de ruptura del sistema. El Pacto del Tinell (2003) consagró esta exclusión de modo formal en Cataluña, firmándose un acuerdo entre las demás formaciones políticas catalanas que impedía cualquier alianza o colaboración con el PP, incluyendo el ámbito nacional. En las últimas elecciones regionales catalanas, hasta el candidato de CiU, Artur Mas, se presentó ante notario para hacer constar que nunca llegaría a ningún acuerdo con los populares en caso de salir vencedor y formar gobierno.
A continuación se puede citar la campaña de intoxicación que el gobierno y los medios adictos han emprendido para calificar la acción de la oposición como la de una “derecha extrema”, acción propagandística en la que no faltan, de nuevo, alusiones a la herencia franquista, a un comportamiento antidemocrático al supuesto golpismo que no se ve por parte alguna. Una campaña que intenta esconder los graves problemas que afectan a los planes de Zapatero en cuanto a la reforma territorial, cuyo último desastre fue la irrisoria participación en el referéndum andaluz, y la desastrosa negociación con ETA, grupo terrorista con el que, pese a los desmentidos, se mantienen las líneas de comunicación para retomar el “proceso”.
El último eslabón de la cadena de la exclusión, tan significativo como clamoroso de la fructificación y arraigo de la estrategia, se produce cuando ETA intenta crear un terreno común con la izquierda gobernante en su último comunicado (10-1-2007), aparecido a raíz del salvaje atentado de Barajas del pasado 30 de diciembre: “Las fuerzas democráticas deberían dejar a un lado al PP-UPN y a la derecha fascista del Estado español y atreverse a realizar la segunda reforma del Estado español”. Esto no significa en modo alguno que el gobierno y la izquierda estén pactando la “destrucción de España” con el grupo terrorista, simplemente que ha calado profundamente en todos los ámbitos la seriedad del planteamiento excluyente de Zapatero.
Tanto la política de la memoria y la de reformas estatutarias como el acometimiento del “proceso de paz” a espaldas del PP, de las asociaciones mayoritarias de víctimas del terrorismo y de las iniciativas cívicas vascas, que compendian la estrategia de segregación, han desencadenado una tormenta ininterrumpida en los medios de opinión y en la vida pública. Es profundamente erróneo resituarse en la etapa de la crispación del período felipista para diagnosticar estableciendo paralelismos con la situación actual. Tampoco parece acertado centrar el foco en subrayar lo que tiene de táctica la retórica apocalíptica o tremendista en que se desarrolla el debate por parte de bastantes agentes y partidos, una expresión más reactiva y emocional que deliberada (de ahí las dificultades del PP para hacer una oposición equilibrada). Estos rasgos, el estruendo, las calificaciones tremendistas, el tono altisonante de las polémicas y los ataques e insultos, en líneas generales (aquí hay que olvidar los casos particulares para no distraerse del centro de la cuestión) no son más que signos externos de una crisis profunda, una crisis de confianza hacia un jefe de gobierno que con sus políticas está erosionando las bases del sistema de convivencia.
Por esa razón la oposición del Partido Popular es tan errática y va a remolque de los acontecimientos, una vez asintiendo a determinados propuestas gubernamentales y otras, las más, enrocándose en posiciones antipáticas, rígidas, hostiles, que son tomadas por muchos comentaristas, bien por pura malevolencia bien por guiarse por las apariencias, como demostración de desafección respecto al sistema. Esta es la prueba del éxito mediático de las tácticas gubernamentales que han convertido en política de gobierno lo que no son otra cosa que políticas de Estado (antiterrorismo, reforma estatutaria, Constitución) y que, como tales, deberían ser obligatoriamente pactadas con la primera fuerza de la oposición.
Puede que inicialmente, dada la ligereza adolescente rendida a la autocomplacencia de las buenas intenciones que caracteriza a su estilo político, el presidente Zapatero se lanzara en esa dirección con el fin de consolidar el liderazgo dentro de su organización (Maragall) y en busca del objetivo de estrechar lazos con los partidos minoritarios para mantener sólidas mayorías parlamentarias tras los sucesivos comicios, autonómicos y generales, algo que era y es absolutamente legítimo. Pero el problema de fondo apareció cuando estas fuerzas políticas, principalmente nacionalistas, y determinados sectores de su partido (PSC, sobre todo, y PSE), demandan, y él ofrece, cambios radicales en la arquitectura constitucional sin pasar por los trámites que exige la Constitución de 1978 para efectuar su reforma, lo que impone sacar al PP del terreno de juego. Si a ello añadimos una personalidad política sectaria y la invocación del pasado para deslegitimar al otro gran partido que constituye el segundo pilar del sistema, nos encontramos en una situación de extrema gravedad. Y más, si cabe, cuando dichas alteraciones en la distribución del poder territorial se entrecruzan con cesiones políticas ante los terroristas a cambio del ansiado tanto de la paz. La recapitulación de todo este guirigay zapaterista se resume fácilmente advirtiendo que España se encuentra en una fase inicial de vuelta a la lacra histórica de la inestabilidad política.
Lo curioso y sintomático es que son muchas las voces de la izquierda, entre las que destacan renombrados politólogos, historiadores y constitucionalistas, junto a miembros de la antigua cúpula dirigente socialista de la etapa de gobierno de Felipe González, que no tienen el menor interés en beneficiar a la derecha, las que claman por la insensatez de los juegos de equilibrio con los que apuesta osada e irresponsablemente Zapatero. Anticipan un escenario en el que a corto o medio plazo éste fracase estrepitosamente, haciendo que la izquierda se desplome en una grave crisis. Sería ante este estropicio cuando los sectores más radicalizados de la derecha, aquellos que llevan emitiendo el discurso más apocalíptico y estridente, los que se cargarían de razón y podrían hacerse con la iniciativa, precisamente por haber previsto y, a su juicio, hecho posible el colapso, como ocurrió cuando se apuntaron el tanto de la caída de Felipe González.