“El hombre desnudo, privado de sentido y de historia, que
mira de frente el sol y la muerte, es un héroe”
Jean Daniel, sobre
El extranjero, de Albert Camus
Sol Nuevo
“Tenía 15 años, y con 15 años
un chico está muy solo.” José Enrique, que no Émile, emigró con su
familia, sus padres y dos hermanas, de Alicante a Barcelona, justo cuando el Sol
cursaba tercero de bachillerato.
Los soles, barrizales de cuerpos deseosos
de afecto, rodaban por el adoquinado, y José Enrique, que no Émile, los
recogía todos, y los escondía en el bolsillo interior de su abrigo de felpa de
tres cuartos en el que guardaba una billetera sin billetes. Bajo el farol del
sol, los obispos se la meneaban mientras oraban las salves de Sara.
“No me
adaptaba a esa ciudad, un auténtico desierto para mí, un ambiente que no
me ofrecía nada interesante. Con compañeros del instituto empecé a desarrollar
lo que llamábamos inquietudes. Buscábamos una vida diferente a la que se
nos imponía, un modelo alternativo de sociedad que superara el principio de la
propiedad privada. Uno se sentía como fuera de todo, una sensación como de estar
aquí y de estar fuera”, se acuerda José Enrique, que no Émile, y exhuma
sus recuerdos oscuros con el mimo arqueológico de los voluntarios de la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. “Con 18 años, en 1969,
me hice militante comunista, y formé parte de una célula clandestina de la
Organización Comunista de Barcelona-Bandera Roja, escisión del PSUC, maoísta.
Militaban, entre otros, Jordi Borja y Jordi Solé Tura.”
Las ratas recibían a
los huéspedes en la pensión de El Carme.
“El socialismo sin democracia es un
cuartel”, se decía en Checoslovaquia.
Émile, que no José Enrique,
quien odiaba los “modelos autoritarios”, fue expulsado de Bandera Roja por ser
demasiado crítico con la dirección.
Cuarto Creciente
“Tenía 20 años, y con 20 años un chico está muy solo.” Cine en
matinés de domingo, debates interminables en parroquias sepulcrales con misas
oficiadas por curas obreros, y libros-hugonotes, sociales, críticos, radicales:
Max Aub, Blasco Ibáñez, Ramón J. Sender..., cuyo fin era devolver la identidad
perdida, reconstruir la memoria prohibida.
Los soles, cánticos a la
madrugada, cavidades sucias por el orín de los borrachos y los charnegos que
bajaban de las barracas del Carmelo para divertirse en El Molino.
En las
esquinas, las manos manoseaban las reglas de las chicas con dedos ágiles.
“En 1973, me entrevisté en la clandestinidad con Antonio Ubierna, histórico
del Frente de Liberación Popular (Felipe), quien había pasado por Mayo
del 68 y por Bélgica, expulsado de Francia, y que recaló en Berlín. A partir de
ahí, dos compañeros y yo —un cártel, casi— hicimos con él un seminario de dos
años, en el que se discutía TODO: el movimiento obrero, de antes y de después de
la Revolución Rusa, las tesis de Abril, el federalismo...”, rebufa José Enrique,
que no Émile, alentado por un Vichy que se bebe como un lingotazo de
vodka. “Conecté con Acción Comunista, un grupo que procedía de una escisión del
Felipe, y en el que inicialmente se encuadraron Julio Cerón, Ignacio
Fernández de Castro y una serie de personas como José Luis Leal, posteriormente
presidente de la Asociación de la Banca Española. Acción Comunista se definía
como luxemburguista-espartaquista y antiestalinista, y reconocía el derecho a la
divergencia dentro de la organización, la cual cosa me atrajo. Pero en 1976, una
parte de la formación, sin autorización de la ‘mayoría cualificada’, inició un
conato de lucha armada en Barcelona que terminó con la caída del ‘aparato’: se
incautaron pistolas, metralletas, millones de pesetas en metálico...”
Un año
antes, había muerto el “vetealdiablohijodeputacabrón” de Franco, a quien
Émile, que no José Enrique, despidió con la relectura agonizante, que a
la sazón le venía como anillo al dedo, del poema de Pablo Neruda El general
Franco en los infiernos: “Que la sangre caiga en ti como la lluvia...”.
Los jóvenes llevaban las fundas de sus dientes en la guantera, y los zapatos
lustrosos en la boîte de los prestamistas.
Émile, que no José
Enrique, se apartó, junto con otros militantes, de Acción Comunista. Ya estaba
más que harto de “aventuras irresponsables”.
Sol Lleno
“Tenía 25 años, y con 25 años un chico está muy solo.” Estudios
en la Alliance Française de París, en la Association des Étudiants Protestants,
cerca de los Jardines de Luxemburgo, la misma residencia a la que había arribado
Jorge Semprún después de salir de Buchenwald. En la Rue Puteaux, 10, visitas a
Juan Andrade, quien fuera amigo íntimo de Andreu Nin y discípulo de Leon
Trotsky. Relaciones con activistas críticos de ETA…
Los soles, norias de
caballitos con la música trepidante de los banjos y un asomo de tristeza que se
encarama en las tapias sin fisuras ni grafitos. Los pobres, maleantes y
estafadores en la España de la abundancia. Cubiertos de loza para comer mierda
con patatas.
“En 1976, en España, nadie confiaba en la democracia. Nadie
daba un duro por nada. Cada día había muertos en las calles. La Ley para la
Reforma Política aún no encontraba salida. Y algunos apostamos por la ruptura”,
reconoce José Enrique, que no Émile, acalorado por los delanteros de los
futbatas del bar Llopart, en Sants. Toma distancia de su pasado para ver
con perspectiva el vestidor de las palomas con el pico ensangrentado. “Retomamos
el contacto con la Liga Comunista Revolucionaria y con la Organización de
Izquierda Comunista, con lo que quedaba de Acción Comunista y con la vieja
guardia del POUM, y lo reflotamos, de acuerdo con Wilebaldo Solano y otros
veteranos militantes. Pretendíamos fundar un tercer partido que disputara el
liderazgo de la clase obrera. Cristalizó en un frente electoral, el Frente por
la Unidad de los Trabajadores (FUT), comunista, que no obtuvo representación
parlamentaria en las elecciones de 1977.”
En 1981, con la consolidación de
la democracia, para muchos finalizó un proceso que no llegaba a ninguna parte.
Crisis. Angustia. Neurosis. Émile, que no José Enrique, se refugió en el
psicoanálisis de Jacques Lacan para entender qué carajo le había pasado.
El
FUT se disolvió, por lo que Émile, que no José Enrique, evitó ser
expulsado.
Cuarto Menguante
“Tenía 30 años, y con
30 años un chico está muy solo.” José Enrique, que no Émile, se apartó de
la política, se ubicó profesionalmente. Se centró en el oficio de corrector.
Los soles, peroratas con caninos que hace que te encojas en la silla y que
te entre el sueño aun estando ya dormido. Los soles de sombra negra y llama
intacta.
El salón de la placidez lo pintan bastos capellanes de anuncios por
palabras.
“Un viejo afiliado del POUM en el exilio, Amadeo Robles, editor de
la Librería Hispanoamericana de París, me regaló una máquina de componer textos
IBM, el no va más por entonces, para que con ella me ganara la vida. La pasé a
Barcelona con la colaboración de un oficial de Aduanas, militante del Partido
Comunista. Me establecí en un taller de composición y traducción de textos y
diseño gráfico: Ápice, en la calle de Aribau, 15, en el que sacamos el primer
número de la revista Mientras Tanto”, descansa la voz José
Enrique, que ya no es Émile. Pagó con creces el peaje político en una
Transición que se llevó por delante a cirios y troyanos.
Ahora, trabaja como
autónomo para numerosos clientes: Círculo de Lectores, Grupo Planeta, Editorial
Océano... “La traducción de varias obras, como el Diccionario histórico de la
locura, me ha enseñado mucho: es una pequeña obra de arte, considerada como
tarea intelectual menor.”
Émile, que no José Enrique, es hijo de un
tiempo intensamente vivido y escasamente comprendido en el que fue posible una
conciencia de resistencia cultural y cívica, y en el que estaba vetado medrar en
torno a negocios que conculcan leyes.
Hoy, José Enrique Martínez, que no
Émile, practica el pensamiento libertario, camino del anarquismo.