La pequeña
novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta
kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de
mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la
pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con
ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por mi
parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista.
Vivíamos en un sótano
en Vancouver. La casa no pertenecía a los Gorrie, como yo había pensado en un
principio, sino a Ray, el hijo de la señora Gorrie. De vez en cuando venía a
arreglar cosas. Entraba por la puerta del sótano, igual que Chess y yo. Era un
hombre delgado, estrecho de hombros, quizá de treinta y tantos años, y que
siempre llevaba consigo una caja de herramientas y la gorra de trabajo. Andaba
encorvado, lo que tal vez estaba relacionado con la necesidad de agacharse
cuando se dedicaba a sus chapuzas de fontanería, electricidad y carpintería. Su
rostro era amarillento y tosía muchísimo. Cada tosido suponía una afirmación
independiente y discreta que definía su presencia en el sótano como una
intrusión necesaria. No se disculpaba por estar allí, pero tampoco se movía por
aquel lugar como si le perteneciese. Sólo hablaba con él cuando llamaba a la
puerta para decirme que iba a cortar el agua o la luz durante un rato. El
alquiler se lo pagábamos en efectivo a la señora Gorrie todos los meses. No sé
si ella le pasaba todo el dinero o se quedaba un poco para cubrir sus gastos.
Porque de no ser así, todo lo que tenían ella y el señor Gorrie —fue ella quien
me lo dijo— era la pensión del señor Gorrie. No la de ella. Todavía no soy lo
bastante mayor, dijo.
La señora Gorrie, siempre gritaba por las escaleras
para ver cómo estaba Ray y preguntar si le apetecía una taza de té. Él siempre
respondía que estaba bien y que no tenía tiempo. Decía que su hijo trabajaba
demasiado, como ella. Siempre intentaba colarle algún postre casero, como
galletas, pan de jengibre o confituras, al igual que hacía conmigo. Ray
respondía que acababa de comer o que en casa tenía de todo. Yo también me
resistía, pero al séptimo u octavo intento, cedía. Me avergonzaba mucho seguir
diciendo que no después de tanta insistencia y de sus caras largas. Admiraba la
forma en que Ray se empeñaba en decir que no. Ni siquiera decía «no, madre».
Sencillamente, no.
Luego la señora Gorrie solía buscar algún tema de
conversación.
Nada
especial. No lo sé. Ray nunca se mostraba brusco o irritable pero tampoco le
permitía ninguna confianza. Su salud era buena. Su resfriado iba mejorando. A la
señora Cornish y a Irene también les iba bien siempre.
La señora Cornish era
una mujer en cuya casa vivía él, en algún sitio de la parte este de Vancouver.
Ray siempre tenía alguna chapuza que hacer en casa de la señora Cornish, al
igual que en la nuestra, por esa razón tenía que marcharse tan pronto como
acababa el trabajo. También ayudaba a cuidar a la hija de la señora Cornish,
Irene, que estaba en una silla de ruedas. Tenía parálisis cerebral. «La
pobrecilla», decía la señora Gorrie después de que Ray le dijese que Irene
estaba bien. Ella nunca le reprochaba en su cara el tiempo que pasaba con la
niña enferma, sus salidas al parque Stanley o las excursiones vespertinas para
ir a comprar helado. (Lo sabía de sobra porque a veces hablaba por teléfono con
la señora Cornish.) Pero a mí me decía: «No puedo evitar pensar en la pinta que
debe de tener la chica con el helado corriéndole por la cara. No lo puedo
evitar. La gente debe quedarse boquiabierta mirándoles».
Ella comentaba que
cuando sacaba al señor Gorrie en su silla de ruedas la gente les observaba (el
señor Gorrie había sufrido un ataque de apoplejía), pero era diferente porque
fuera de casa no se movía ni emitía sonido alguno y ella procuraba que tuviera
un aspecto presentable, mientras que Irene no hacía más que dar bandazos y
balbucir
. La pobre no podía remediarlo.
La
señora Cornish debería tener algún tipo de plan, decía la señora Gorrie. ¿Quién
iba a cuidar de esa niña lisiada cuando ella ya no estuviera?
—Debería
existir una ley que impidiese casarse a una persona sana con otra en ese estado,
pero por ahora no la hay.
Cuando la señora Gorrie me invitaba a tomar un
café, yo nunca quería subir. Estaba ocupada con mi propia vida en el sótano. A
veces, cuando llamaba a mi puerta, hacía como que no estaba. Pero para eso tenía
que apagar las luces y cerrar la puerta en cuanto la oía abrir la suya en lo
alto de las escaleras y luego permanecer inmóvil mientras ella daba golpecitos a
la puerta con sus uñas y gorjeaba mi nombre. También tenía que mantener un
silencio absoluto y no tirar de la cadena del retrete en una hora. Si le decía
que tenía muchas cosas que hacer, que no tenía tiempo, ella se reía y
preguntaba:
—Escribir cartas.
—Siempre escribiendo
cartas —decía ella—. Pues sí que echas de menos tu casa.
Sus cejas eran de
color rosa, una variante del rojo rosáceo de su pelo. No me parecía que el pelo
pudiera ser natural, pero ¿cómo podía teñirse las cejas? Su rostro era delgado,
con coloretes, vivaz, y sus dientes, largos y brillantes. Su avidez de simpatía,
de tener compañía, no tenía límite. La primera mañana en que Chess me llevó a
ese apartamento, tras esperarme en la estación de tren, llamó a nuestra puerta
con un plato de galletas y su voraz sonrisa. Yo todavía llevaba puesto mi gorro
de viaje y a Chess le interrumpió justo cuando comenzaba a sacarme la
combinación. Las galletas estaban secas y duras, glaseadas de rosa brillante en
honor de mi matrimonio. Chess le habló con brusquedad. Sólo tenía media hora
antes de volver al trabajo y para cuando pudo deshacerse de ella ya no quedaba
tiempo para que continuase con lo que había empezado. Así es que se comió las
galletas, una tras otra, quejándose de que sabían a serrín.
—Tu maridito es
muy serio —me decía la señora Gorrie—. Me hace gracia cuando me lanza esa mirada
tan seria al entrar y al salir.
Me gustaría decirle que se lo tome con
calma, no tiene por qué cargar con el mundo a sus espaldas.
A veces tenía
que seguirla hasta arriba, dejando a un lado mi libro o el párrafo que estaba
escribiendo. Nos sentábamos en su mesa de comedor, que tenía un mantel de encaje
y un espejo octogonal en el que se reflejaba un cisne de cerámica. Bebíamos el
café en tazas de porcelana y comíamos en platitos a juego (más y más de aquellas
galletas, de los pegajosos pasteles de pasas o de los bollitos tan pesados) y
utilizábamos unas pequeñas servilletas bordadas para quitarnos las migas de los
labios. Yo me sentaba frente a un aparador en el que la señora Gorrie exponía
una gama entera de vasos de calidad, de juegos para la leche y el azúcar y para
la sal y la pimienta, demasiado pequeños o ingeniosos para el uso diario, así
como unos diminutos jarrones, una tetera que imitaba una casita con tejado de
paja y unos candelabros en forma de lirios. Una vez al mes la señora Gorrie le
daba un repaso al aparador y lo lavaba todo. Eso me dijo. Hablaba y hablaba
sobre mi futuro, sobre la casa y el futuro que pensaba que yo tendría, y cuanto
más hablaba ella, más sentía yo un peso de plomo sobre mis miembros y más ganas
me entraban de bostezar allí, a media mañana, y de poder arrastrarme y
esconderme y dormir. Pero de puertas afuera mostraba mi admiración por todo
aquello. Por lo que contenía el aparador, por la vida rutinaria de la señora
Gorrie como ama de casa, por los conjuntos que se ponía cada mañana, siempre a
juego. Faldas y jerseys en tonos malva o coral, pañuelos de seda artificial que
armonizaban con la ropa.
—Siempre vístete antes que nada, como si fueses a
irte a trabajar, y arréglate el pelo y maquíllate —me decía; más de una vez me
había pillado en camisón—, y después siempre puedes ponerte un delantal por
encima si tienes que hacer la colada o cocinar. Te sube la moral.
Y siempre
ten algo cocinado por si te viene una visita. (Por lo que yo sé, jamás tuvo más
invitados que yo; y a duras penas podría decirse que la visitara por iniciativa
propia.) Y nunca sirvas el café en tazas dedesayuno.
Aunque nunca se
mostraba demasiado explícita. Era «yo siempre...» o «a mí me gusta...» o «creo
que resulta más agradable...».
—Incluso cuando vivía en tierras salvajes me
gustaba... —y entonces mi urgencia de bostezar o gritar disminuyó por un
instante. ¿En qué tierras salvajes había vivido? ¿Y cuándo?
—Lejos, arriba
en la costa —dijo—. En mi tiempo yo también fui novia. Viví allá muchos años. En
Union Bay. Pero aquel lugar no erademasiado salvaje. La isla de Cortés.
Pregunté dónde estaba eso y ella respondió: «Ah, por ahí arriba».
—Eso
sí que debió de ser interesante —dije yo.
—Bueno, interesante —dijo ella—...
si se puede decir que los osos son interesantes. O que los pumas son
interesantes. La verdad es que yo personalmente prefiero un poquito de
civilización.
El comedor estaba separado del cuarto de estar por unas
puertas corredizas de roble. Siempre quedaban a medio abrir, de modo que la
señora Gorrie, sentada al extremo de la mesa, pudiera tener a la vista al señor
Gorrie, sentado en su sillón frente a la ventana del cuarto de estar. Se refería
a él como «mi marido en la silla de ruedas», pero lo cierto es que únicamente
estaba en la silla de ruedas cuando ella lo llevaba a dar un paseo. No tenían
aparato de televisión, la televisión era aún casi una novedad en aquellos
tiempos. El señor Gorrie estaba allí sentado y observaba la calle y el parque de
Kitsilano, al otro lado de la calle, y la ensenada de Burrard, aún más allá.
Podía ir al baño él solo con un bastón en una mano y agarrándose al respaldo de
las sillas o apoyándose en la pared con la otra. Una vez dentro se las arreglaba
solo, aunque le llevaba mucho tiempo. Y la señora Gorrie decía que a veces tenía
que fregar un poco.
Lo único que yo podía ver de vez en cuando del señor
Gorrie era la pernera de un pantalón estirada sobre el sillón de color verde
brillante. Una o dos veces, estando yo allí, tuvo que hacer el camino, medio
arrastrándose y a trompicones, hasta llegar al baño. Era un hombre grande:
cabeza grande, hombros anchos, huesos robustos.
Yo no le miraba a la cara.
La gente que había quedado paralítica por un derrame cerebral o una enfermedad
me parecía de mal agüero, me recordaba algo feo. Lo que yo evitaba no era el
panorama que ofrecía la inutilidad de sus miembros u otras señales físicas de su
horrible suerte, sino el de sus ojos humanos.
Creo que él tampoco me miraba
aunque la señora Gorrie le gritaba que había venido una visita del piso de
abajo. Emitía un gruñido, que quizá fuera lo más que podía hacer a modo de
saludo, o de rechazo.
En nuestro apartamento había dos habitaciones y
media. Lo alquilamos amueblado y, como era de suponer en estos casos, eso
significaba que estaba medio amueblado con enseres que en otras circunstancias
se habrían tirado. Recuerdo el suelo del cuarto de estar, cubierto con cuadrados
y rectángulos sobrantes de linóleo: todos los diferentes colores y formas unidos
unos con otros y bordados como un absurdo edredón de franjas metálicas. Y había
un horno de gas de la cocina que se alimentaba de monedas de veinticinco
centavos. Nuestra cama estaba metida en un recodo de la cocina y cabía allí tan
justa que había que encaramarse a ella desde el pie. Chess había leído que ésta
era la forma en que las chicas de un harén tenían que entrar en la cama del
sultán, venerando primero sus pies y luego arrastrándose hacia arriba, rindiendo
homenaje a las otras partes de su cuerpo. A veces jugábamos a ese juego.
Siempre dejábamos una cortina cerrada al pie de la cama para separar el
recodo de la cocina. En realidad se trataba de una vieja colcha, una tela
escurridiza con flecos que por uno de los lados era de color beige amarillento,
con un estampado de rosas rojas y hojas verdes, y por el otro tenía franjas
diagonales rojas y verdes estampadas, como en una aparición fantasmal, con
flores y follaje sobre el beige. Aquella cortina la recuerdo con mayor
intensidad que cualquier otra cosa del apartamento. Y no es de extrañar. En
pleno frenesí sexual y durante el posterior respiro tenía aquella tela frente a
mis ojos, y así llegó a convertirse en un recordatorio de lo que me gustaba del
matrimonio: la recompensa por el imprevisto insulto de ser una pequeña novia y
por la peculiar amenaza de un aparador lleno de vajilla de porcelana.
Ambos,
Chess y yo, proveníamos de hogares en los que el sexo prematrimonial se
consideraba algo vergonzoso e imperdonable y en los que el sexo matrimonial no
se mencionaba nunca y se olvidaba pronto. Estábamos justo al final de la época
en que así se veían las cosas, aunque no éramos conscientes de ello. Una vez, la
madre de Chess encontró condones en la maleta de su hijo y se fue llorando al
padre. (Chess dijo que los repartían en el campamento donde había recibido su
instrucción militar universitaria, lo cual era cierto, y que se había olvidado
totalmente de ellos, lo cual era mentira.) De modo que tener un lugar propio y
una cama propia donde hacer lo que quisiéramos nos parecía maravilloso. Si
estábamos juntos era —y nunca se nos ocurrió que la gente mayor, nuestros
padres, nuestras tías y tíos, estuvieran juntos por la misma razón— por pura
lujuria. Nos parecía que el único afán de los mayores era de casas, de
propiedad, de máquinas cortadoras de césped y congeladores y muros de
contención; y, por supuesto, en lo referente a las mujeres, de bebés. Todas esas
cosas, pensábamos, las elegiríamos o no elegiríamos en el futuro. Nunca creímos
que nada de eso nos llegaría inexorablemente, como la edad o el tiempo.
Y
ahora que me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin
nuestra elección. Ni siquiera el embarazo. Corrimos el riesgo, aunque únicamente
para ver si de verdad éramos adultos, para ver si realmente podía ocurrir.
Otra cosa que hacía tras la cortina era leer. Leía libros que cogía de la
biblioteca de Kitsilano, que se encontraba a unas manzanas de casa. Y cuando
estaba allí tendida boca arriba en aquel estado de asombro que me podía producir
un libro, un vértigo generado por las riquezas de lo que digería, lo que veía
era aquellas franjas. Y no sólo los personajes y la trama, sino también el clima
creado por el libro impregnaba las flores artificiales y fluía a lo largo del
arroyo del vino tinto o del verde lóbrego. Leía libros pesados cuyos títulos ya
me eran familiares y que tenían un cierto halo místico —incluso llegué a tratar
de leer
—, y entre aquellos platos fuertes leía también las
novelas de Aldous Huxley y de Henry Green, y
. Devoraba uno tras otro sin establecer un
criterio de preferencias, rindiéndome ante ellos de la misma forma que lo había
hecho con los libros leídos en la infancia. Todavía me encontraba en una etapa
de convulso apetito, mi voracidad era casi angustiosa.
Pero se había añadido
una nueva complicación respecto a las lecturas de infancia, y es que yo tenía
que ser escritora además de lectora. Compré un cuadernillo escolar e intenté
escribir; y sí que escribí: páginas que comenzaban con autoridad y que luego se
marchitaban, de modo que acababa arrancándolas y las retorcía en severo castigo
y las tiraba al cubo de la basura. Lo hice una y otra vez hasta que sólo me
quedó la cubierta del cuadernillo. Luego compré otro y comencé el proceso una
vez más. Siempre el mismo ciclo: emoción y desesperanza, emoción y desesperanza.
Era como tener un embarazo secreto y un aborto no provocado cada semana.
Aunque tampoco secreto del todo. Chess sabía que yo leía mucho y que
intentaba escribir. Él no se oponía. Pensaba que era razonable, que yo
posiblemente podría aprender. Se requería mucha práctica pero podía adquirirse
un cierto dominio, como en el bridge o en el tenis. No le agradecí esa generosa
confianza. Simplemente se añadió a la farsa de mis desastres.
Chess trabajaba para una cadena de alimentación al por mayor. Había
pensado en ser profesor de historia, pero su padre le había persuadido de que
con la enseñanza no habría forma de mantener a una esposa y abrirse camino en la
vida. Su padre le había ayudado a conseguir el trabajo, pero también le había
dicho que una vez hubiese entrado, no debía esperar ningún trato de favor. No lo
hizo. Durante aquel primer invierno de nuestro matrimonio, se marchaba de casa
antes de amanecer y no volvía hasta después de anochecer. Trabajaba duro sin
preguntarse si el trabajo que realizaba encajaba con sus intereses de antes o si
perseguía algún objetivo en el que hubiera creído alguna vez. El único objetivo
era conducirnos a los dos a esa vida de máquinas cortadoras de césped y
congeladores que pensábamos que no nos interesaba. Si me hubiera parado a
pensarlo, su sumisión me habría maravillado. Su desenfadada, se podría decir
galante, sumisión.
Pero al fin y al cabo, pensaba yo, esto es lo propio de
los hombres.
Salía a buscar trabajo. Si no llovía demasiado, caminaba
hasta la tienda, compraba un periódico y leía los anuncios mientras bebía una
taza de café. Luego me ponía en marcha, aunque lloviznara, para dirigirme a los
lugares en los que solicitaban una camarera, una dependienta o una trabajadora
para una fábrica; cualquier trabajo que no requiriese específicamente
mecanografía o experiencia. Cuando llovía mucho, cogía un autobús. Chess decía
que no debía ir a pie para ahorrar dinero, que debía coger siempre el autobús.
Mientras yo ahorraba dinero, decía él, otra chica podía conseguir el trabajo.
En realidad, eso es lo que yo esperaba. Nunca lamentaba oírlo. A veces
llegaba al destino y permanecía de pie en la acera, fijándome en las tiendas de
ropa femenina, con sus espejos y su enmoquetado de color claro, u observaba a
las muchachas que bajaban las escaleras a la hora del almuerzo desde una oficina
que necesitaba una oficinista que hiciera labores de archivo. Yo ni siquiera
entraba; sabía que mi pelo, mis uñas y mis zapatos planos y viejos jugarían en
mi contra. Y me sentía igualmente intimidada por las fábricas: escuchaba el
ruido de las máquinas que funcionaban en los edificios donde se embotellaban
refrescos o donde se fabricaban los adornos de navidad y veía las bombillas
desnudas que colgaban de los altísimos techos. Mis uñas y los tacones bajos allí
no tendrían importancia alguna, pero mi torpeza y mi estupidez mecánica
provocarían tacos y la gente me gritaría (escuchaba también los gritos dando
órdenes por encima del ruido de las máquinas). Me humillarían y me echarían. Ni
siquiera me creía capaz de aprender a hacer funcionar una caja registradora. Una
vez, el encargado de un restaurante parecía interesado de verdad en contratarme
y me preguntó: «¿Cree que podría aprender a usarla?». Respondí que no.Me miró
como si nunca antes hubiera oído a nadie reconocer una cosa así. Pero dije la
verdad. No pensaba que pudiera aprender las cosas con prisas o en público. Me
quedaría paralizada. Las únicas cosas que podría aprender con facilidad eran
cosas como lo enrevesado de la Guerra de los Treinta Años.
La verdad es,
claro está, que no tenía por qué hacerlo. Al nivel básico en el que vivíamos,
Chess podía mantenerme. Yo no tenía que exponerme al mundo exterior porque él ya
lo había hecho. Los hombres tenían que hacerlo.
Pensaba que tal vez pudiera
arreglármelas en la biblioteca, de modo que fui a preguntar aunque no habían
puesto un anuncio. Una mujer escribió mi nombre en una lista. Se mostró amable
pero no alentadora. Después fui a las librerías, eligiendo bien aquellas que me
parecía que no tenían caja registradora. Cuanto más vacía y desordenada, mejor.
Los dueños fumaban o dormitaban en sus mesas, las librerías de segunda mano
olían a gato.
—En invierno no tenemos suficiente trabajo —decían.
Una
mujer me dijo que podía intentarlo en primavera.
—Aunque por esa época
tampoco solemos estar muy ocupados.
El invierno en Vancouver era
distinto de cualquier otro invierno que yo hubiera conocido. No había nieve, ni
siquiera nada parecido a un viento frío. Al mediodía, en el centro, olía a algo
así como a azúcar quemado, creo que tenía que ver con los cables eléctricos de
los tranvías. Caminaba por la calle Hastings, en la que nunca había mujeres,
únicamente borrachos, vagabundos, mendigos ancianos y chinos que arrastraban los
pies. Nadie me decía cosas desagradables. Caminaba ante almacenes, descampados
invadidos por la maleza en los que no había ni un alma a la vista. O cruzaba
Kitsilano, con sus altas casas de madera donde la gente vivía apretujada y con
estrecheces, como nosotros, hasta llegar al ordenado distrito de Dunbar, con sus
bungalós de estuco y sus árboles desmochados. Caminaba por Kerrisdale, donde
aparecían los árboles de más clase, abedules que se elevaban sobre el césped.
Vigas de estilo Tudor, simetría georgiana, fantasías a lo Blancanieves con
imitaciones de techos de paja. O quizás auténticos techos de paja, ¿quién podía
saberlo?
En todos esos lugares donde vivía la gente se encendían las luces
hacia las cuatro de la tarde y luego se encendían las farolas, se encendían las
luces de los trolebuses y a menudo también las nubes se desbarataban al oeste,
sobre el mar, y daban paso a los rayos rojos de la puesta de sol, y en el
parque, que yo rodeaba para ir a casa, las hojas de los arbustos de invierno
brillaban en el aire húmedo del atardecer rosado. La gente que había ido de
compras volvía a casa, la gente que trabajaba pensaba en marcharse a casa, la
gente que había estado todo el día en casa salía a dar un pequeño paseo para que
el hogar pareciera más atractivo a su vuelta. Me topaba con mujeres con carritos
para el bebé y con críos llorosos y no se me ocurría que muy pronto me
encontraría en su lugar. Tropezaba con ancianos con sus perros y con otros
viejos que se movían lentamente o en sillas de ruedas que empujaban sus parejas
o sus acompañantes. Un día me encontré a la señora Gorrie que empujaba al señor
Gorrie. Llevaba puesta una capa y una boina de suave lana púrpura (a estas
alturas ya sabía que ella se hacía la mayor parte de su ropa) y mucho colorete.
El señor Gorrie llevaba una gorra de visera y una gruesa bufanda que le envolvía
el cuello. La voz con la que ella me saludó era chillona y decidida, la de él,
ni siquiera existía. El hombre no parecía disfrutar del paseo. Pero a la gente
que va en silla de ruedas raramente se le nota más que resignación. Algunos
parecen ofendidos y descaradamente desagradables.
—Vamos a ver, cuando te
vimos en el parque el otro día —me preguntó la señora Gorrie—, ¿no vendrías de
buscar trabajo, verdad?
—No —dije, mintiendo. Mi instinto me decía que le
mintiera siempre.
—Ah, menos mal. Porque quería decirte, ya sabes, que si
vas a buscar un trabajo deberías arreglarte un poquito. Bueno, eso ya lo sabes.
Lo sé, dije.
—No puedo entender la manera como algunas mujeres salen de
casa hoy en día. Yo nunca saldría con mis zapatos sin tacón y sin estar
maquillada, aunque sólo fuera a la tienda de ultramarinos. Y más aún si fuese a
buscar un trabajo.
Sabía que yo mentía. Sabía que me quedaba inmóvil al otro
lado de la puerta del sótano sin responder a su llamada. No me habría extrañado
que husmeara en nuestra basura, que descubriese y leyese las hojas estrujadas y
desordenadas donde se encontraban repartidos mis prolijos desastres. ¿Por qué no
tiraba la toalla? No podía. Yo era toda una pieza de caza para ella; quizá mis
peculiaridades, mi ineptitud, estaban a la altura de la actitud dañina de la
señora Gorrie, y lo que no se podía corregir había que tolerarlo.
Un día en
que me encontraba en la parte central del sótano haciendo nuestra colada, ella
bajó las escaleras. Todos los martes me permitía usar su lavadora de rodillos y
su fregadero para hacer la colada.
—¿Se ha presentado ya alguna oportunidad
de trabajo? —preguntó, y sin pensarlo respondí que en la biblioteca me habían
dicho que podría haber algo para mí en el futuro. Pensé que podría simular que
iba allí a trabajar; podría ir y sentarme todos los días en una de las mesas
largas, leer o incluso intentar escribir, como ya había hecho antes en ciertas
ocasiones. Por supuesto se descubriría el pastel si a la señora Gorrie alguna
vez se le ocurría entrar en la biblioteca, pero no sería capaz de empujar al
señor Gorrie tan lejos, cuesta arriba. O si en alguna ocasión le mencionaba a
Chess lo de mi trabajo, pero no creía que fuera a hacerlo. Decía que a veces
tenía miedo de saludarle, siempre parecía tan malhumorado.
—Bueno, tal vez
mientras tanto —dijo ella—... se me ha ocurrido que quizá mientras tanto te
gustaría tener un trabajito sentándote por las tardes con el señor Gorrie.
Añadió que le habían ofrecido un trabajo para echar una mano tres o cuatro
tardes a la semana en la tienda de regalos del hospital Saint Paul.
—No
es un trabajo pagado, te habría mandado a ti a preguntar por él —dijo—. Es un
trabajo voluntario. Pero el médico dice que me vendría bien salir de casa. «Vas
a acabar físicamente agotada», me dijo. No es que necesite el dinero, Ray se
porta muy bien con nosotros, he pensado que sólo es un poco de trabajo
voluntario...
Miró dentro del fregadero y vio las camisas de Chess en la
misma agua clara que mi camisón de flores y nuestras sábanas de un azul pálido.
—Vaya por Dios —dijo—. ¿No habrás puesto lo blanco y lo de color junto,
verdad?
—Sólo la ropa de color de tonos suaves —dije—. No destiñe.
—La
ropa de color de tonos suaves no deja de ser ropa de color —dijo ella—. Crees
que así las camisas salen blancas, pero no quedan tan blancas como debieran.
Dije que lo recordaría la próxima vez.
—Es una cuestión de cómo trata
una a su hombre —dijo, con su risita escandalizada.
—A Chess no le importa
—dije yo, sin saber que eso sería cada vez menos cierto a medida que pasaran los
años, inconsciente de que esos trabajos que entonces parecían incidentales, tan
poquita cosa, se desplazarían desde la periferia de mi vida hacia un lugar
central y de primera fila.
Cogí el trabajo de cuidar al señor Gorrie por
las tardes. Sobre una mesita junto a su sillón de color verde se extendía una
toalla de manos —por si caían unas gotas— sobre la que descansaban sus frascos
de pastillas, sus jarabes y un pequeño reloj para que supiera la hora. En la
mesa del otro lado se amontonaba material de lectura: el periódico de la mañana,
el periódico de la noche anterior, ejemplares de
Life, de
Look y
de
Maclean’s, que por entonces eran revistas grandes y blandas. En el
estante inferior de aquella mesa había un montón de álbumes de recortes del tipo
que usan los niños en el colegio, de un grueso papel oscuro y el filo áspero.
Había trozos de papel de prensa y fotografías que sobresalían. Eran álbumes de
recortes que el señor Gorrie había ido guardando con el paso de los años, hasta
que tuvo el ataque y ya no pudo seguir recortando. En el cuarto había una
estantería, pero todo lo que contenía era más revistas y más álbumes de recortes
y medio estante con libros de texto de secundaria que probablemente
pertenecieran a Ray.
—Siempre le leo el periódico —me dijo la señora
Gorrie—. Aún puede leer, pero no es capaz de sostenerlo con las manos y sus ojos
se cansan.
De modo que le leía al señor Gorrie mientras la señora Gorrie,
bajo un paraguas de flores, se marchaba alegremente hacia la parada del autobús.
Le leía la página de deportes, las noticias locales, las internacionales y todo
sobre asesinatos, robos y el mal tiempo. Le leía las cartas al director, las
cartas a un doctor que daba consejos médicos, las cartas a Ann Landers y sus
respuestas. Parecía que las noticias deportivas y Ann Landers eran lo que más
interés despertaba en él. En ocasiones pronunciaba mal el nombre de un jugador o
confundía la terminología a propósito, de tal forma que lo que yo leía carecía
de sentido y entonces él me indicaba con insatisfechos gruñidos que lo intentase
otra vez. Cuando le leía la página de deportes siempre se mostraba nervioso,
concentrado y con el ceño fruncido. Pero cuando le leía a Ann Landers, su cara
se relajaba y hacía ruidos que me parecían de agradecimiento, como un murmullo y
un profundo resoplido. Hacía estos ruidos especialmente cuando las cartas
tocaban un asunto trivial o específicamente femenino (una mujer escribió que su
cuñada pretendía hacerle creer que había cocinado una tarta a pesar de que al
servirla todavía conservaba la blonda de la pastelería) o cuando mencionaban
—con la gran cautela de aquellos tiempos— un asunto sexual.
Durante la
lectura del editorial o la pesadez sobre lo que habían dicho los rusos y los
estadounidenses en las Naciones Unidas, se le caían los párpados —o, mejor
dicho, se le caía el párpado de su ojo bueno casi del todo, y el que estaba
sobre el ojo malo se le caía ligeramente— y los movimientos del pecho se volvían
más ostensibles, de manera que yo me detenía durante un instante para ver si se
había quedado dormido. Y entonces hacía otro tipo de ruido, brusco y de
reprobación. A medida que me fui acostumbrando a él, y él a mí, este ruido
comenzó a parecer menos una reprobación y más una confirmación. Y esa
confirmación no sólo lo era de que no estaba dormido, sino también de que en ese
momento no se estaba muriendo.
La posibilidad de que pudiera morirse frente
a mí era, en un principio, una idea terrible que no se me iba de la cabeza. ¿Por
qué no podía morirse, cuando al fin y al cabo ya parecía medio fiambre? Con su
ojo malo como una piedra bajo el agua turbia y un lado de la boca medio abierta,
mostrando sus horribles dientes (la mayoría de ancianos usaban dentadura postiza
entonces), con los empastes de color negro que amenazaban a través del húmedo
esmalte. Su mera existencia en el mundo me parecía un error que podía ser
borrado del mapa en cualquier momento. Pero, todo hay que decirlo, me acostumbré
a él. Era un hombre enorme —de cabeza majestuosa y ancho pecho de trabajador,
con una mano derecha en la que no tenía ninguna fuerza y que postraba sobre su
muslo cubierto por un pantalón largo— que ocupaba toda mi visión mientras yo
leía. Era como una reliquia, un viejo guerrero de los tiempos de los bárbaros.
Erik Hacha Sangrienta. El rey Canuto.
Mi fuerza se consume rápidamente,
dijo el rey del mar a sus hombres. Nunca volveré a surcar los mares
de nuevo como un conquistador. Así es como era. Como una mole medio
hundida que hacía peligrar los muebles y que golpeaba las paredes al abrirse
paso para ir al baño. Su olor no era rancio pero tampoco era el de un jabón
infantil o el de unos perfumados polvos de talco; era un olor a ropa gruesa con
restos de tabaco (aunque ya no fumaba) y de piel sin respirar que me hacía
pensar en algo denso y curtido, con sus excreciones señoriales y su calor
animal. Tenía un olor a orina suave pero persistente que, de hecho, me habría
repugnado en una mujer pero que en su caso no sólo parecía excusable sino, en
cierto modo, la expresión de un antiguo privilegio. Cuando entraba en el baño
después de que él hubiera estado allí, era como entrar en la guarida de una
bestia infecta pero todavía poderosa.
Chess me decía que perdía el tiempo
haciendo de canguro para el señor Gorrie. Ahora el tiempo se despejaba y los
días se hacían más largos. Las tiendas cambiaban sus escaparates, despertaban de
su letargo invernal. La gente se encontraba más dispuesta a ofrecer un trabajo.
De modo que debía salir a buscar un trabajo en serio. La señora Gorrie sólo me
pagaba cuarenta centavos la hora.
—Pero se lo prometí —dije.
Un día él
me contó que la había visto bajar de un autobús. La vio desde la ventana de su
oficina. Y para nada se trataba de un lugar cercano al hospital Saint Paul.
—A lo mejor estaba en medio de un descanso —dije.
—Nunca la había visto
antes fuera de la casa a plena luz del día. Por Dios —dijo Chess.
Le sugerí
al señor Gorrie sacarle a dar un paseo en su silla de ruedas ahora que mejoraba
el tiempo. Pero rechazó la idea emitiendo unos ruidos que me convencieron de que
le resultaba desagradable que le empujasen la silla en público, o quizá que lo
hiciera una persona como yo, que obviamente había sido contratada para realizar
el trabajo.
Yo había interrumpido la lectura del periódico para sugerírselo
y al intentar continuar hizo un gesto y otro ruido, diciéndome que estaba harto
de oírme. Dejé el periódico. Hizo señas con su mano sana señalando el montón de
álbumes de recortes que estaban en el estante inferior de la mesa junto a él.
Hizo más ruidos. Sólo puedo describir estos ruidos como gruñidos, bufidos,
carraspeos, ladridos, refunfuños. Pero a estas alturas casi me sonaban a
palabras. Y es que sonaban como las palabras. No sólo las escuchaba como
afirmaciones y demandas perentorias («no quiero», «ayúdame», «déjame ver qué
hora es», «necesito beber algo»), sino también como proclamas más complejas:
«Por todos los santos, ¿por qué no cerrará la boca ese perro?» o «mucho ruido y
pocas nueces» (esto último, después de haber leído yo algún discurso o un
editorial del periódico).
Lo que oí ahora fue: «A ver si hay algo mejor aquí
que lo que viene en el periódico».
Saqué el montón de álbumes de recortes
del estante y lo coloqué en el suelo junto a sus pies. Sobre las cubiertas, en
grandes letras de cera negra, había escritas fechas de años recientes. Le di un
repaso al año 1952 y vi un recorte de un reportaje del funeral de Jorge VI.
Arriba, en letras de cera: «Alberto Federico Jorge. Nacido en 1885. Fallecido en
1952». La foto de las tres reinas con el velo de luto.
En la página
siguiente había una historia sobre la autopista de Alaska.
—Es un archivo
interesante —dije—. ¿Quiere que empecemos otro álbum? Podría usted elegir las
cosas que desea recortar y pegar, y yo lo haría.
El ruido que emitió
significaba «demasiadas complicaciones» o «¿para qué vamos a molestarnos
ahora?», o incluso «qué idea más absurda». Dejó a un lado al rey Jorge VI,
deseaba ver las fechas del resto de los álbumes. No eran los que él quería. Hizo
un gesto señalando la librería. Saqué otro montón de álbumes de recortes.
Comprendí que él buscaba el libro de un año concreto y sujeté en alto cada libro
para que viera la cubierta. De vez en cuando, yo abría las páginas a pesar de su
rechazo. Vi un artículo sobre los pumas de la isla de Vancouver, otro sobre la
muerte de un trapecista y otro sobre un chaval que había sobrevivido a pesar de
quedar atrapado bajo una avalancha. Volvimos a darle un repaso a los años de la
guerra, de vuelta a los años treinta, al año en que yo nací y a casi una década
todavía anterior, hasta que por fin quedó satisfecho. Y dio la orden. Mira éste.
1923.
Comencé a repasarlo desde el principio.
—En enero una nevada
entierra aldeas en...
No es eso. Date prisa. Sigue pasando.
Comencé a pasar las hojas.
Ve más lento. Tranquila. Ve más lento.
Pasé las páginas una por una sin pararme para leer nada hasta que llegamos a
la que él quería.
Ahí. Lee eso. No había foto ni titular. Las
letras de cera decían: «
Vancouver Sun, 17 de abril, 1923».
—La isla
de Cortés —leí—. ¿Es esto?
Léelo. Vamos.
La isla de Cortés. En la mañana del domingo o en algún momento de la
madrugada del sábado, la casa de Anson James Wild, en el extremo sur de la isla,
quedó totalmente destruida por un incendio. La vivienda se encontraba lejos de
cualquier otra morada o lugar habitado y, como resultado de ello, nadie que
viviese en la isla pudo apreciar las llamas. Existen informaciones de que un
barco de pesca que se dirigía al estrecho de Desolation observó el incendio el
domingo por la mañana temprano, pero los tripulantes de la embarcación creyeron
que se trataba de una persona que quemaba maleza. Al pensar que la quema de
maleza no suponía ningún peligro, debido a la humedad que presenta el bosque en
esta época del año, continuaron su trayecto.
El señor Wild era el
propietario de Wildfruit Orchards y había vivido en la isla durante cerca de
quince años. Era un hombre solitario, cuyo historial se remonta a su época de
militar, aunque cordial con los conocidos. El señor Wild contrajo matrimonio
hace unos años y tenía un hijo. Se piensa que nació en las provincias del
Atlántico.
La casa quedó reducida a escombros a causa del fuego y del
posterior derrumbamiento de las vigas. El cuerpo del señor Wild se encontró
entre los restos calcinados del incendio, carbonizado hasta el punto de quedar
prácticamente irreconocible.
Entre las ruinas se encontró una lata
ennegrecida que se supone contenía queroseno.
La esposa del señor Wild se
encontraba fuera de casa en esos momentos, dado que el miércoles anterior había
aceptado una invitación para viajar en un barco que iba a recoger una carga de
manzanas que serían transportadas desde el huerto de su marido hasta Comox. Su
intención era volver a casa en el mismo día, pero tuvo que permanecer fuera
durante tres días y cuatro noches debido a problemas con el motor del barco. El
domingo por la mañana regresó junto al amigo que la había invitado a realizar la
travesía y fueron ambos quienes descubrieron la tragedia.
El hecho de que el
joven hijo de los Wild no estuviese en la casa cuando ésta ardió, provocó en
principió un enorme temor. Su búsqueda comenzó tan pronto como fue posible y el
domingo al atardecer el niño fue localizado en el bosque a menos de una milla de
su casa. Estaba empapado y tenía frío, ya que había permanecido en la maleza
durante varias horas, pero no había sufrido daños. Al parecer, el niño se llevó
un poco de comida al marcharse de casa, dado que tenía consigo varios trozos de
pan cuando le encontraron.
Se llevará a cabo una investigación en Courtenay
respecto a la causa del incendio que destruyó la casa de la familia Wild y que
provocó el fallecimiento del señor Wild.
—¿Conocía usted a esta gente?
—pregunté.
Pasa la página. 4 de agosto de 1923. Las pesquisas
efectuadas en Courtenay, en la isla de Vancouver, en torno al incendio que causó
la muerte de Anson James Wild en la isla de Cortés en abril de este año, han
dado como resultado que la sospecha de incendio provocado, que recaía sobre el
hombre fallecido o sobre persona o personas desconocidas, no ha podido ser
verificada. La presencia de una lata vacía de queroseno en el lugar del incendio
no se ha considerado como prueba suficiente. El señor Wild adquiría y hacía uso
del queroseno con frecuencia, según el señor Percy Kemper, tendero de Manson’s
Landing, isla de Cortés.
El hijo de siete años del hombre fallecido no pudo
proporcionar dato alguno acerca del incendio. Fue localizado por una expedición
de búsqueda no muy lejos de su casa, vagando por el bosque, varias horas más
tarde. En respuesta al interrogatorio, afirmó que su padre le había dado un poco
de pan y unas manzanas y le había pedido que caminase hacia Manson’s Landing,
pero se había perdido. Sin embargo, en las semanas subsiguientes confesó no
recordar que esto ocurriera y afirmó que no sabía cómo había podido perderse,
dado que había recorrido muchas veces con anterioridad aquel sendero. El doctor
Anthony Helwell, de Victoria, quien examinó al niño, opina que pudo haber
escapado en el momento de detectar el incendio, con tiempo quizá de coger un
poco de comida y llevársela consigo, algo que ahora no recuerda. A su vez,
afirma que la primera versión del niño podría ser cierta y que el recuerdo pudo
ser suprimido más tarde. Explicó que sería inútil interrogar nuevamente al niño,
ya que es probable que éste sea incapaz de distinguir entre la realidad y lo
imaginario en este asunto.
La señora Wild no estaba en casa en el momento de
producirse el incendio, ya que se había marchado a la isla de Vancouver en un
barco que pertenecía a James Thompson Gorrie, de Union Bay.
Se considera que
la muerte del señor Wild fue un desgraciado accidente, siendo la causa del
incendio de origen desconocido.
Ahora cierra el álbum.
Guárdalo. Guárdalos todos. No. No. Así no. Guárdalos en orden.
Año por año. Eso está mejor. Justo como estaban. ¿Ya
viene? Mira por la ventana. Bien. Pero vendrá pronto. Y
bien, ¿qué piensas de todo esto? No me importa. No me importa lo que
pienses. ¿Habías pensado alguna vez que la vida de la gente podía ser
así y terminar de esa forma? Bueno, pues puede ocurrir. No le hablé
a Chess de esto, aunque solía comentarle cualquier cosa que pensaba que pudiera
interesarle o que atrajera su atención respecto a mi actividad diaria. Chess
había dado con una forma de evitar cualquier mención a los Gorrie. Había una
palabra con la que los definía: «Grotesco».
Todos los pequeños árboles
deslucidos del parque comenzaron a florecer. Sus flores eran de un color rosa
brillante, como las palomitas de maíz coloreadas artificialmente.
Y comencé
a trabajar en un empleo de verdad.
Llamaron de la biblioteca de Kitsilano y
me pidieron que fuera durante unas cuantas horas el sábado por la tarde. Me
encontré al otro lado del mostrador, sellando la fecha de devolución de los
libros. Algunas personas me resultaban familiares, compañeros que pedían
prestados los libros. Y ahora les sonreía, en nombre de la biblioteca. «Nos
vemos en dos semanas», les decía. Algunos se reían y contestaban: «No, creo que
mucho antes». Eran adictos, como yo.
Era un trabajo que me resultaba fácil.
Nada de caja registradora: cuando me pagaban las multas por retrasos, sacaba el
cambio de un cajón. Y ya sabía de antes en qué estantería estaban la mayoría de
los libros. En lo que se refiere a las fichas que tenía que rellenar, me sabía
el alfabeto.
Me ofrecieron más horas. Pronto se convirtió en un trabajo
temporal de jornada completa. Una de las chicas que trabajaba allí como fija
había sufrido un aborto accidental. Estuvo de baja durante dos meses y al final
de ese periodo quedó embarazada de nuevo y su médico le aconsejó no volver al
trabajo. De modo que entré en la plantilla de empleados fijos y conservé el
trabajo hasta que me encontré a mitad de mi primer embarazo. Trabajaba con
mujeres que conocía de vista desde hacía mucho tiempo: Mavis, Shirley, la señora
Carlson y la señora Yost. Todas recordaban cómo solía entrar y dar vueltas —como
decían ellas— por la biblioteca durante horas. Ojalá no se hubieran fijado tanto
en mí. Ojalá no hubiera ido allí con tanta frecuencia.
Era una sensación muy
agradable hacerme con mi trabajo y estar frente a la gente detrás del mostrador,
ser capaz, mostrarme activa y amable con los que se acercaban; que me vieran
como una persona que sabía cómo funcionaba todo, una persona con una función
definida en el mundo. La renuncia a esconderme, a vagar, a soñar y a ser la
chica de la biblioteca.
Claro que ahora tenía menos tiempo para leer y, en
ocasiones, en el trabajo, tras el mostrador, sostenía un libro en la mano —lo
sostenía como un objeto, no como una vasija que había de vaciar de inmediato— y
sentía un amago de miedo semejante al que se siente cuando, en un sueño, te
encuentras en el edificio que no es, o te has olvidado de la hora del examen, y
entiendes que ése es el aviso de algún sombrío cataclismo o de algún error que
sufrirás de por vida.
Pero este miedo desaparecía en un minuto.
Las
mujeres con las que trabajaba rememoraban los tiempos en que me veían escribir
en la biblioteca.
Les decía que lo que escribía eran cartas.
—¿Escribes
tus cartas en un cuaderno de apuntes?
—Claro —decía yo—. Es más barato.
Perdí interés en el último cuaderno, que descansaba escondido en un cajón
entre mis calcetines y mi ropa interior en desorden. Allí abandonado, verlo me
llenaba de dudas y de humillación. Quería deshacerme de él pero no lo hacía.
La señora Gorrie no me felicitó por haber conseguido aquel trabajo.
—No
me contaste que todavía buscabas —dijo.
Le dije que hacía ya una larga
temporada que mi nombre estaba apuntado en una lista en la biblioteca y que así
se lo había hecho saber.
—Eso fue antes de empezar a trabajar para mí
—dijo—. Y ahora, ¿qué va a pasar ahora con el señor Gorrie?
—Lo siento
—dije.
—Sentirlo no le ayudará demasiado, ¿no te parece?
Levantó las
cejas y me habló con ese tono de voz rimbombante que le había oído utilizar por
teléfono con el carnicero o con el tendero cuando se equivocaban con su pedido.
—¿Y ahora qué hago? —dijo—. Me has dado plantón, ¿sabes? Espero que cumplas
las promesas con el resto de la gente un poco mejor que conmigo.
Esto, por
supuesto, era ridículo. Yo no le había prometido nada acerca del tiempo que me
quedaría. A pesar de ello, sentía una inquietud culpable, si no propiamente
culpabilidad. No le había prometido nada, pero qué podía decir de aquellas veces
en que no respondía cuando ella llamaba a la puerta, cuando intentaba entrar y
salir sigilosamente de la casa sin ser advertida, agachando la cabeza al pasar
frente a la ventana de su cocina. ¿Y qué hay de la forma en que había mantenido
una tenue, pero a la vez dulce, pretensión de amistad en respuesta a su
ofrecimiento, seguramente sincero?
—Casi es mejor, la verdad —dijo—. No
querría que nadie que no fuera de confianza cuidase al señor Gorrie. No estaba
del todo satisfecha con tu manera de cuidarlo, la verdad, así te lo digo.
Pronto encontró otra canguro, una pequeña mujer araña que se recogía el pelo
negro con una redecilla. Nunca la oía hablar. Pero sí oía a la señora Gorrie
hablar con ella. Dejaba abierta la puerta en lo alto de las escaleras para que
yo pudiese oírla.
—Nunca lavaba la taza de té del señor Gorrie. La mitad
de las veces ni siquiera se lo hacía. No sé para que valía. Únicamente para
sentarse y leer l periódico.
A partir de entonces, cuando yo me marchaba
de casa, la ventana de la cocina quedaba abierta de par en par y su voz resonaba
por encima de mi cabeza, aunque en apariencia hablara con el señor Gorrie.
—Por ahí va. Sigue su camino. Ni siquiera se molestará en hacernos algún
gesto con la mano. Le dimos un trabajo cuando no la quería nadie, pero ni se
molestará. No, por supuesto que no.
No les saludaba. Tenía que pasar por la
ventana frente a la que se sentaba el señor Gorrie, pero sabía que si ahora le
hacía algún gesto con la mano, incluso si le miraba, se sentiría humillado. O
enfurecido. Cualquier cosa que yo hiciese podría parecer una provocación.
Antes de encontrarme a media manzana de la casa ya me había olvidado de
ellos. Las mañanas eran luminosas y yo caminaba aliviada y decidida. En aquellos
momentos, mi pasado más inmediato podía parecer vagamente deshonroso. Horas
detrás de la cortina del recodo, horas en la mesa de la cocina rellenando página
tras página con el sabor del fracaso, horas en un cuarto demasiado caldeado
junto a un anciano. La peluda alfombra, la tapicería de felpa, el olor de su
ropa, de su cuerpo y de la pasta de engrudo seca de los álbumes de recortes, los
montones de periódicos entre los que tenía que abrirme camino. La macabra
historia que él había guardado y me había hecho leer. (Nunca llegué a comprender
que entraba dentro de la categoría de tragedias humanas que yo admiraba, cuando
las leía en los libros.) Evocarlo era como recordar un periodo de enfermedad
durante la infancia, cuando me sentía cómodamente atrapada en unas acogedoras
sábanas de franela con su olor a aceite de alcanfor, atrapada por mi propia
lasitud y por los mensajes febriles e indescifrables de las ramas de los árboles
que contemplaba por la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba. Aquellos
momentos no es que los lamentara, sino que me desembarazaba de ellos con
naturalidad. Y parecían pertenecer a una parte de mí misma —¿una parte
enfermiza?— de la que ahora me estaba desembarazando. Se podía pensar que era el
matrimonio lo que había provocado aquella transformación pero, durante un
tiempo, no había sido así. Como mi viejo ser —testaruda, poco femenina e
irracionalmente reservada— había hibernado y cavilado; ahora había sentado la
cabeza y me sabía afortunada por haberme transformado en una verdadera esposa y
empleada. Atractiva y competente cuando me esforzaba en ello. Yo no era extraña.
Podía pasar.
La señora Gorrie me trajo a la puerta una funda de
almohada. Mostrando sus dientes tras una sonrisa mustia y hostil, me preguntó si
era mía. Sin dudarlo respondí que no. Las dos únicas fundas que tenía cubrían
las dos almohadas de nuestra cama.
—Bueno, pues desde luego mía no es —dijo
en tono de martirio.
—¿Cómo lo sabe? —dije.
Lenta, venenosamente, su
sonrisa fue tomando confianza.
—No es el tipo de tejido que pondría en la
cama del señor Gorrie.
O en la mía.
—¿Por qué no?
—Porque-no-es-lo-suficientemente-bueno.
De modo que tuve que ir y quitar
las fundas de las almohadas y llevárselas a ella y resultó que no hacían pareja
aunque a mí me lo había parecido. Una era de tela «buena» —la suya— y la que
ella tenía en la mano, era mía.
—No me hubiera creído que no habías notado
la diferencia —dijo— si no fuera porque eres como eres.
Chess había oído
hablar de otro apartamento —uno de verdad, no una «suite»— con un baño completo
y dos dormitorios. Un amigo suyo del trabajo lo dejaba porque él y su mujer
habían comprado una casa. Estaba en un edificio en la esquina de la Primera
Avenida con la calle Macdonald. Yo podría seguir yendo a pie al trabajo y él
podría coger el autobús de siempre. Teniendo dos sueldos, nos lo podíamos
permitir. El amigo y su esposa dejaban atrás unos cuantos muebles, que venderían
a bajo precio. No irían bien en su casa, pero a nosotros nos parecían
espléndidos por su aire de respetabilidad. Nos paseamos por las luminosas
habitaciones de la tercera planta, admirando las paredes pintadas de color
crema, el parqué de roble, los espaciosos armarios de la cocina y el suelo de
baldosas del baño. Incluso tenía un pequeño balcón con vistas a las hojas del
parque Macdonald. Nos enamoramos el uno del otro de un nuevo modo, nos
enamoramos de nuestra nueva posición social, de nuestro emerger en la vida
adulta desde el sótano, que sólo había sido una estación de paso temporal. En
nuestras conversaciones, en los años venideros, hablaríamos de él como si fuera
una broma, un test de resistencia. Cada mudanza que efectuábamos —la casa
alquilada, nuestra primera casa en propiedad, la segunda, la primera casa en
otra ciudad— generaba en nosotros una sensación eufórica de progreso y anudaba
nuestros lazos. Hasta la última casa, con mucho, la más imponente, en la que
entré con presentimientos de desastre y vagas premoniciones de fuga.
Le
dimos el aviso a Ray sin decirle nada a la señora Gorrie. Eso aumentó su
hostilidad. En realidad, se volvió un poco chiflada.
—Ah, se piensa que es
muy lista. Ni siquiera es capaz de mantener dos habitaciones limpias. Cuando
barre el suelo, lo único que hace es barrer la suciedad hacia un rincón.
Cuando compré mi primera escoba, olvidé comprar un recogedor y, en efecto,
lo hice así durante un tiempo. Pero ella únicamente podía saberlo si había
entrado en nuestras habitaciones con su propia llave mientras yo estaba fuera.
Algo que, por lo que parecía, sí había hecho.
—Es una farsante, ¿sabes?
Desde el primer momento en que la vi supe lo farsante que era. Y una embustera.
No está bien de la cabeza. Se sentaba y decía que escribía cartas cuando lo que
hace es escribir lo mismo una y otra vez; pero nada de cartas, lo mismo una y
otra vez. No está bien de la cabeza.
Así me enteré de que también había
leído las hojas estrujadas de mi papelera. A menudo trataba de comenzar la misma
historia con las mismas palabras. Como decía ella, una y otra vez.
Comenzaba
a hacer calor e iba al trabajo sin chaqueta; me ponía un jersey ajustado, por
dentro de la falda, y un cinturón apretado hasta la última muesca. Se asomaba a
la puerta principal y me gritaba: «¡Ramera! Mira a la ramera, cómo saca pecho y
menea el trasero. ¿Te crees que eres Marilyn Monroe?» o «no te necesitamos en
nuestra casa. Cuanto antes te marches, mejor».
Telefoneó a Ray y le dijo que
yo intentaba robar su ropa de cama. Se quejó de que yo iba por todas partes
contando historias sobre ella. Había abierto la puerta para asegurarse de que
pudiera oírla y estuvo gritando por teléfono, algo que no tenía demasiado
sentido puesto que compartíamos la línea telefónica y podíamos escuchar cuanto
nos viniera en gana. Nunca lo hice —mi instinto me llevaba a hacer oídos
sordos—, pero una noche que Chess estaba en casa, cogió el teléfono y habló.
—No le hagas caso, Ray, no es más que una vieja loca. Sé que es tu madre,
pero he de decirte que está loca.
Le pregunté cuál había sido la reacción de
Ray, si estaba enfadado.
—Sólo dijo: «Claro, no pasa nada».
La señora
Gorrie colgó y se puso a gritar directamente por las escaleras: «Te diré quién
está loca. Te diré quién es la loca embustera que se dedica a decir mentiras
sobre mí y mi marido».
—No la estamos escuchando. Deje en paz a mi mujer —le
dijo Chess. Más tarde me preguntó—: ¿Qué quiere decir con eso de ella y su
marido?
—No lo sé —respondí.
—La ha tomado contigo. Porque eres joven y
guapa y ella no es más que una vieja bruja. Olvídalo —dijo, y añadió, medio en
broma, para animarme—: De todas formas, ¿qué sentido pueden tener las viejas?
Nos mudamos al nuevo apartamento en un taxi y únicamente con nuestras maletas.
Esperamos fuera, en la acera, dando la espalda a la casa. Creí que oiría un
último chillido, pero no hubo un solo ruido.
—¿Y si tiene una pistola y me
dispara por la espalda? —dije.
—No te pongas a su altura—dijo Chess.
—Me
gustaría decirle adiós con la mano al señor Gorrie, si es que está allí.
—Mejor no lo hagas.
No eché un último vistazo a la casa y en mi vida
volví a caminar por aquella calle, esa manzana de la calle Arbutus con vistas al
parque y al mar. No tengo una idea muy clara del aspecto que tenía, aunque
recuerdo algunas cosas muy bien: la cortina de la cama, el aparador, el sillón
verde reclinable del señor Gorrie.
Conocimos a otras parejas jóvenes que, al
igual que nosotros, habían empezado viviendo en lugares baratos dentro de las
casas de otras personas. Nos hablaron de ratas, cucarachas, retretes que
apestaban, caseras chifladas. Y nosotros hablábamos de nuestra casera chiflada.
Paranoia.
Excepto en aquellas ocasiones, nunca pensaba en la señora Gorrie.
Pero el señor Gorrie aparecía en mis sueños. En mis sueños me parecía que le
conocía antes que ella. Era ágil y fuerte, pero no joven, y su aspecto no era
mejor que cuando le leía en voz alta en el salón. Tal vez podía hablar, pero su
voz tenía el mismo tono de aquellos ruidos que yo había aprendido a interpretar:
brusco y autoritario, una nota a pie de página —esencial, aunque tal vez
prescindible— de la acción. Y la acción era explosiva, porque aquellos sueños
eran eróticos. Durante todo el tiempo en que fui una joven esposa, y más tarde,
aunque no mucho más tarde, mientras fui una joven madre —ocupada, fiel,
satisfecha con regularidad—, siempre tuve sueños, de cuando en cuando, en los
que el asalto, la reacción, las posibilidades, iban más allá que cualquier cosa
que ofreciera la vida. Y en los que el romanticismo quedaba borrado del mapa.
También la decencia. Nuestra cama —la del señor Gorrie y mía— era la playa de
grava o la tosca cubierta de barco o los ásperos rollos de cabos grasientos.
Tenían un cierto regusto a algo que podría definir como rastrero. Su olor agrio,
su ojo gelatinoso, sus dientes de perro. Me despertaba de estos sueños profanos
consumida por el asombro o la vergüenza, y me dormía de nuevo y despertaba con
un recuerdo que me acostumbré a rechazar cada mañana. Durante años y años, y con
seguridad mucho tiempo después de haber muerto, el señor Gorrie aparecía de esa
manera en mi vida nocturna. Hasta que lo agoté, supongo, del modo como siempre
agotamos a los muertos. Pero nunca me pareció que fuese así, que yo dominara la
situación, que hubiera sido yo quien le había llevado a aquel lugar. Parecía
funcionar en ambos sentidos, como si él también me hubiese llevado allí y lo
experimentara en la misma medida que lo experimentaba yo.
Y el barco y el
muelle y la grava en la orilla, los árboles que apuntaban hacia el cielo o se
agazapaban inclinándose sobre el agua, el enrevesado perfil de las islas
circundantes y las montañas, sombrías e inconfundibles, todo ello parecía
existir dentro de una confusión natural, más extravagante y, aun así, más
ordinaria que cualquier otra cosa que pudiera soñar o inventar. Como un lugar
que seguirá existiendo, estés o no allí, y que, de hecho, aún está allí.
Pero nunca llegué a ver las vigas calcinadas de la casa que se derrumbaron
sobre el cuerpo del marido. Aquello había ocurrido mucho antes, y el bosque
había crecido a su alrededor.
Nota de la Redacción: El relato "La isla de Cortés" corresponde al libro de
Alice
Munro,
El
amor de una mujer generosa (RBA, 2009). Queremos
hacer constar nuestro agradecimiento a
RBA Libros por su
gentileza al facilitar la publicación de dichos textos en
Ojos
de Papel.