La señora Argopian
Nueva York, 1996
El cielo encapotado y unas primeras ráfagas de viento anunciaban la próxima llegada del otoño. Las mujeres habían empezado a desenterrar sus abrigos y los niños paseaban sonrientes con sus tabardos recién estrenados. Le gustaba el otoño. Desde pequeña nada más iniciarse el verano esperaba ansiosa la caída de las primeras hojas; los bosques que rodeaban al pueblo se incendiaban con fogosos rojos y suaves azafranados, despidiendo al cálido verano. Las aves sobrevolaban silenciosamente las montañas agrestes, flotando en el cielo, en busca de un lugar en el que guarecerse ante la inminente llegada de los rigores invernales…
¡Quedaba tan lejos todo aquello! Los tristes edificios que la rodeaban se mantenían inmunes al paso de las estaciones. Sus paredes grisáceas y ennegrecidas por la polución permanecían inertes como inmortales gigantes de piedra. Todas aquellas antiguas imágenes eran sólo leves pinceladas impresionistas, sin forma definida, ajadas por el paso del tiempo. No había vuelto a ver su pueblo, ni los bosques, ni las silenciosas aves desde… hacía tantos años que podría haberse tratado de otra vida. Un mero sueño.
Apretó el paso. No quería que la tormenta que se avecinaba la atrapara. Ansiaba llegar a su hogar, sentarse junto a la chimenea y abrir el libro que llevaba envuelto bajo el brazo. Supuso que la gente debía mirar extrañada a aquella anciana que, con una sonrisa en los labios, parecía huir de algún invisible ladrón, casi corriendo, sobrevolando las calles de aquella mastodóntica ciudad… ¡si tuviera las ágiles piernas de su juventud!
Las primeras gotas empezaron a deslizarse por el cielo. Miró el libro como si se tratara de un recién nacido, y lo escondió bajo el descolorido chaquetón. No quería que se mojara. No importaba si ella quedaba empapada, en lo único que podía pensar en aquellos momentos era en aquel amasijo de papel.
Cuando pisó el portal respiró aliviada. El libro estaba aún en perfectas condiciones. Las tiendas cerraban ya y la oscuridad de la noche apresaba a las plomizas nubes, fundiéndose en un único y amenazador cielo. Vio a su vecino que bajaba preparando el paraguas e instintivamente apretó el libro bajo el brazo. ¿Acaso creía que se lo iba a robar?
El señor O’Callaghan la miró extrañado:
—Buenas noches Sra. Argopian, ¿sucede algo?
—No, no… Hace frío ahí fuera –respondió nerviosa.
—Sí, el verano ha llegado a su fin, pero toda estación tiene su encanto.
Aquí no, claro. Hablo de mi lejana Irlanda.
Siempre que se le presentaba la ocasión el señor O’Callaghan aprovechaba para recordar con orgullo su tierra natal. Era un exiliado en tierra extraña, pero a diferencia de ella se permitía recordar felizmente su pasado. Ella había preferido olvidarlo.
—Bueno, vaya con cuidado –dijo la Sra. Argopian intentado desembarazarse de él.
—Sí, no se preocupe. He quedado con mis hijos. Me han invitado a cenar a uno de esos restaurantes modernos que no alimentan para nada.
—Claro, claro. Salúdelos de mi parte.
—Lo haré sin falta. Hasta luego Sra. Argopian.
Lo vio desaparecer bajo la lluvia. Envidiaba secretamente aquellas visitas de sus hijos o las invitaciones a cenar con sus familias. Ella estaba sola. Desde que su marido muriera, diez años atrás, no le quedaba nadie en este mundo. No tenía el apoyo y el calor de unos hijos que no había podido concebir. Cuánto hubiera deseado encontrarse en el lugar del Sr. O’Callaghan; nadie la llamaría aquella noche, ni al día siguiente, ni al otro… Cuando muriera, ¿quién acudiría a su entierro? No importaba. Aquella noche iba a ser especial. Se reuniría tras muchos años con todos a quienes había amado. Ya se ocuparía alguien de dar descanso a sus despojos.
Una agradable sensación de bienestar la recibió al abrir la puerta; había dejado encendida la calefacción para que cuando llegara la casa estuviera caldeada. Cerró la puerta y se apoyó de espaldas en ella acunando el libro en su pecho. Sus páginas serían aquella noche su lecho, su compañía. Encendería la chimenea que tantos años llevaba sin funcionar y se acomodaría en el sillón. Probablemente oiría llegar al Sr. O’Callaghan, refunfuñado como siempre por la comida del restaurante al que le habían llevado.
Depositó el libro cuidadosamente en la mesita que había al lado del sillón y fue a buscar unos leños que aún debía tener en el trastero. Estaba ilusionada y atemorizada. Temía que aquel libro reabriera viejas heridas que tanto habían tardado en cicatrizar. Apiló la madera en la chimenea y se sentó en la silla junto a la ventana para recuperar el aliento. La noche había cubierto Nueva York. La lluvia seguía cayendo sin descanso, entumeciendo el ánimo de los que volvían del trabajo o de hacer las últimas compras.
Parecía todo tan irreal.
Su mente ya no estaba en aquella ciudad, había vuelto al pasado y vagaba a merced de los recuerdos, a aquellos años cariñosamente guardados en la memoria que habían sido cercenados repentinamente.
Se cubrió la cara con sus manos y lloró.
¿Cómo podía olvidar aquellos infaustos años que marcaron su vida? Separada para siempre de su familia, su casa, su pueblo, sus amigos, su inocencia había sido despedazada. ¿Por qué había tenido que romperse todo en mil pedazos tan pronto?
Se secó las lágrimas enfadada consigo misma por aquella demostración innecesaria de sentimentalismo. Ni siquiera en el entierro de su marido se había permitido llorar. Su alma estaba demasiado vacía, sumida en las tinieblas del pasado, como para conmoverse a aquellas alturas por su desgracia. No era entereza lo que había demostrado, simplemente la imposibilidad de sentir dolor. Quizá por eso se avergonzaba de aquel líquido extraño que seguía mojando sus ojos.
Encendió el fuego con ternura, como si se tratara de un sagrado ritual. La madera crepitó perezosamente. Fue a la cocina a preparar un té y a comer algo. No acostumbraba a cenar pero aquella noche sabía que necesitaría tener algo en el estómago para resistir los envites de la memoria. Comió de pie. Un poco de fruta y algo de arroz sobrante del día anterior. Con cuidado de no quemarse llevó la tetera y una taza al salón y se sentó en el mullido sillón. Miró el libro. Tenía miedo de cogerlo, de tocarlo, de leer aquellas letras que despertarían recuerdos olvidados.
Cuando el Sr. Longman llamó por teléfono por primera vez y le propuso tomar un café no esperaba que todo aquello acabaría en un libro. Kevin Longman había conseguido su número de teléfono en la Asociación Armenia a la que había acudido para recoger datos sobre el Genocidio Armenio. Tras empaparse en la biblioteca del centro decidió que necesitaba hablar con algunos supervivientes para contrastar todo cuanto había leído. Llamó a varias personas pero la respuesta siempre fue la misma: “Lo siento pero prefiero no hablar de aquello. Sería demasiado doloroso”. Cuando Longman llamó, ya desanimado y esperando una nueva negativa, y le comentó que estaba preparando un libro para el que necesitaba información que no podría encontrar en los libros, la Sra. Argopian aceptó, feliz de poder salir de su reclusión.
El primer encuentro se produjo en la sede de la Asociación. El Sr. Longman, era un hombre de apariencia joven, de unos cuarenta años, que se había empezado a interesar por la historia de los armenios durante la Primera Guerra Mundial algunos años atrás, cuando había leído una minúscula reseña en un periódico local sobre un anciano armenio que acababa de fallecer. A ella le pareció un hombre agradable que estaba más interesado en escucharla que en tomar notas y contrastar sus informaciones. En un principio el Sr. Longman había pensado en escribir un libro sobre los recuerdos de los supervivientes del genocidio, pero tras varias conversaciones con la anciana mujer decidió que la historia de la Sra. Argopian merecía ser tratada individualmente, como un ejemplo representativo de lo que le sucedió a su pueblo.
Cuando Kevin le propuso escribir una novela sobre su vida se mostró reticente. “¿A quién le va a interesar mi vida?”, le preguntó en varias ocasiones. A Longman no le costó demasiado convencerla, aduciendo que aquello podía ser un reconocimiento del sufrimiento y las penurias que tuvo que sufrir una nación entera. Las diversas entrevistas que mantuvieron hicieron que se estableciera un vínculo entre los dos. Longman había ido a su casa en varias ocasiones y ella había conocido a la familia del periodista. Pero a pesar de haber abierto el corazón no fue capaz de sentir. Explicaba su vida como si se tratara de una historia ajena. Su corazón había quedado huérfano de sentimientos debido al terrorífico dolor que había llegado a sufrir durante su infancia. Cuando había visto a Longman con los ojos vidriosos, empañados por las lágrimas por todo lo que ella le explicaba no entendió el porqué de aquellos aspavientos. Para ella era un cuento, un cuento del que no formaba parte.
Longman se tomó aquel libro como algo personal. Quería mostrar al mundo el horror que el ser humano es capaz de infligir, pero también su voluntad de vida, su insuperable instinto de supervivencia. Incluso le pidió en ciertos pasajes poder tomarse la libertad de sumergirse en la personalidad de otros familiares y dar vida a recuerdos en los que no había estado presente pero que le habían explicado. Aunque en un principio se mostró recelosa por el uso fantasioso que pudiera hacer Kevin de su propia vida acabó aceptando.
Miró el libro con miedo; miedo a leer su propia historia. Iba a ser espectadora de su vida, sin la barrera que había supuesto su propia voz. Estaba agradecida a Kevin, no por haber escrito un libro sobre ella, sino porque la había tratado como a una más de su familia, y no como una naranja a la que exprimir. Había sido ella la que le había prohibido a Kevin que le enviase los primeros esbozos y el manuscrito final. Quería decidir el momento adecuado para enfrentarse a sus fantasmas. Aquella mañana, al despertarse, había llamado a Kevin, anunciándole que estaba preparada. El periodista se había mostrado exultante y nervioso a la vez, temeroso de someterse al examen de la persona a quien más respetaba. Habían quedado que al día siguiente iría a comer a su casa para comentar sus impresiones.
Las manos le temblaban. Cogió el libro. Lo único que se oía era el repiqueteo de la lluvia en la ventana y el apagado rumor de la madera quemándose lentamente. El miedo la atenazaba. Tras largos años de ausencia iba a ver de nuevo a su familia, sus amigos, su pueblo… sus verdugos.
Abrió finalmente el libro. Las hojas susurraron unas inaudibles palabras; los espectros sobrevolaron la habitación, esparciéndose por la estancia, escondiéndose en las tinieblas, en todos los rincones, agazapados, preparados para salir cuando se les reclamara. Y leyó. “Todos dormían aún….”
Nota de la Redacción: El texto de este avance editorial corresponde a un fragmento de la novela de Marc Morte Ustarroz, Los hijos del Ararat (Carena, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.