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Ángeles Alonso (coordinadora): <i>Mujeres cuentistas. Antología de relatos</i> (Baile del Sol, 2009)

Ángeles Alonso (coordinadora): Mujeres cuentistas. Antología de relatos (Baile del Sol, 2009)

    TÍTULO
Mujeres cuentistas. Antología de relatos

    COORDINADORA DE LA ANTOLOGIA
Ángeles Alonso

    AUTORAS
Inés Matute, Inma Luna, Ángeles Jurado, Ana Pérez Cañamares, Marina Sanmartín, Roxana Popelka, Déborah Vukusic, Carmen Camacho

    OTROS DATOS
Baile del Sol, 2009. Narrativa. M-108. 228 páginas. ISBN: 978-84-92528-81-3. 12 €




Creación/Creación
Ángeles Alonso (coordinadora): Mujeres cuentistas. Antología de relatos (Baile del Sol, 2009)
Por Varias autoras, martes, 1 de diciembre de 2009
¿Qué quiere la mujer? fue la única pregunta que según propia confesión Freud nunca pudo contestarse. Tienen ustedes ahora en las manos la posibilidad de encontrarle su respuesta: ocho excelentes escritoras españolas muy siglo XXI no han dejado tema sin abordar ni sentimiento humano desatendido. Del cuento extenso al microrrelato, nos ofrecen lectura para todos los gustos. Por eso mismo cabe adentrarse con paso firme en cada uno de los textos de Mujeres cuentistas. Antología de relatos (Baile del Sol, 2009). “Hic sunt leones” solía estar escrito en los antiguos mapas cuando los cartógrafos se enfrentaban con tierras inexploradas. Aquí hay leones, peligros imposibles de enfrentar, se pensó también cuando escritoras de calidad se arriesgaron a abordar el lenguaje desde sus muy personales posicionamientos. Hoy en día, un importante número de ellas ha cartografiado sus propios territorios interiores y lingüísticos, que lectores y lectoras avisadas exploran con placer. La presente antología ofrece nuevos derroteros para incursionar en tierras que fueron ignotas hasta no hace tanto tiempo.

Envidio a quienes  se sumergirán  por primera vez en este libro que brinda el placer de una aventura hecha de deslumbramientos y posibles peligros.  Son páginas ricas, húmedas de un erotismo femenino.

¿Creen ustedes como yo que las escritoras encaran el lenguaje desde un ángulo distinto del de los escritores? ¿Acaso nunca se han  planteado la cuestión?  Ahora tienen la oportunidad de hacerlo. Sean valientes. Enfrenten con gusto a estas nueve leonas españolas que apuestan en serio por la literatura. Esto sí es lo que quiere la mujer: decir su verdad, expresar su deseo y disfrutar el gozo del fluir en el lenguaje, a fondo y desde el fondo. Secreto de secretos que intimidó al padre del psicoanálisis. Y a tantos otros.

LUISA VALENZUELA


***


INÉS MATUTE

EN EL ESPEJO

Había visto una imagen similar en un cuadro del museo de arte moderno, años atrás: el perfil de los tejados oscuros recortado sobre un cielo añil, insignificantes escaleras tubulares y un bosque pardo de antenas y chimeneas. El cuadro se titulaba Nocturno, y, en él, una mujer de espaldas, en primer término, apuraba un cigarrillo.
La música llegaba hasta su ventana invitándola a participar, pasivamente, de una fiesta que en ocasiones se prolongaba hasta el alba. Se trataba de un curioso pas à deux que, acunado entre gemi­dos, ejercía de bisagra entre la noche y el día. Los vecinos tenían esa maldita costumbre, una manía que la sacaba de sus casillas. Su can­ción era Marooned, de Pink Floyd; de tanto oírla ya la había memorizado. Cada noche, a las once, las notas acariciantes de Marooned y la intromisión de la luz encendida, como si en lugar de hacerlo por amor o por vicio lo hicieran por puro exhibicionismo; tal vez aquellos furores no tuvieran otro objeto que ser autentificados por sus ojos, corroborados por su escepticismo.
Los movimientos de la pareja, ralentizados tras esa dura jor­nada que su imaginación les atribuía, tenían en ella un efecto hip­nótico. «Seguramente están borrachos o colocados», pensó moles­ta, «Son unos cerdos». Pero estaba excitada, maldita su suerte, exci­tada, como cada noche.

El camión de la basura acudió a su cita diaria minutos des­pués de que Lucía encendiera el segundo cigarrillo. Últimamente fumaba demasiado, desde lo de Carlos. Carlos. Tan fogoso y aten-
to al principio, tan mujeriego, perdió en seis meses todo interés por ese cuerpo que ella mantenía joven y sano gracias a carísimas cremas y a maratonianas sesiones de gimnasio. ¿Cuál fue tu error, Lucía, dónde le fallaste? ¿Fallaste acaso el día en que cumpliste los 38 y comenzaste a estar más cerca del declive? Pronto te cambiarán por dos de veinte. Lo has oído ya demasiadas veces, a punto estás de asumirlo. Tras arrebujarse entre los pliegues del gastado edredón que la cubría, Lucía se acodó en la barandilla del pequeño balcón. Abajo, los basureros comentaban de viva voz los últimos goles del equipo local mientras las tufaradas acres de las bolsas de basura se confundían con el mareante aroma de los geranios.

La luz proveniente del interior del dormitorio se matizaba por efecto de un pañuelo de gasa roja estratégicamente colocado sobre la pantalla de la lamparita. La habitación desordenada, como siempre; los dos jerseys desmayados junto a la cama, los pantys sobre la mesilla, la falda tirada de cualquier manera, al lado del televisor. A veces ponían películas pornográficas, eso les ayudaba a calentar motores. Eso y la maldita canción de Pink Floyd, quizás recuerdo de su luna de miel o de algún episodio morboso que su fantasía perfilaba al detalle. Esa noche, sin embargo, el numerito prometía. Incluso se habían tomado la molestia de cambiar las sá­banas. La mujer que yacía sobre la cama se había rasurado el pubis. ¿Se trataba acaso de otra mujer? No, la reconocería en cualquier parte, los pechos blancos y generosos, las caderas anchas, el arco entre los muslos demasiado pronunciado, las uñas de los pies pin­tadas de rojo —no así las de las manos— y esos gestos huidizos que le había visto componer mil veces.
Lucía había pasado muchas horas observándola durante el preludio al placer, crispada por el placer, abandonada tras el sexo. Placer. En el placer la conocía mejor de lo que se conocía a sí mis­ma. A pesar del espejo que Carlos colocó a pie de cama, ese en el que a veces se sorprendía a sí misma haciendo cosas que la avergon­zaban. El cuerpo del hombre también le resultaba familiar. Era un ser menudo de movimientos gatunos, la cabeza afeitada, el torso velludo y unos glúteos respingones. La chica parecía sensiblemente más alta. O más larga, pues ella siempre la veía tumbada. Las primeras veces que le vio no le encontró atractivo, pero pronto fue seducida por aquella manera tan suya de interpretar el amor e im­provisar sobre la marcha.

El camión de la basura dobló la esquina y desapareció en dirección a la Avenida Argentina, donde volvería a pararse frente al escaparate de "La fuerza del destino". Los vecinos del barrio sabían que el dueño del local, caprichoso hasta el delirio, mantenía una cláusula fija en los contratos de arrendamiento: La lonja se prestaría al desempeño de cualquier oficio, pero el nombre comercial debía preservarse a toda costa, absurdo testimonio de dios sabe qué revés o buena fortuna. Se rumoreaba que al propietario le había tocado la lotería. La fuerza del destino. Con el tiempo el nombre de aque­lla mercería se le hizo odioso.

Impacientándose por momentos, Lucía volvió los ojos hacia el dormitorio de sus vecinos, atravesó el vergel del alféizar de su ventana, y observó que el hombre abría, con extremo cuidado, un diminuto sobre azulado. Se preguntó entonces si alguna vez ha­brían sentido el peso de su mirada fija, si jamás habrían sospecha­do, dado el atronador volumen de la música, que sus movimientos eran espiados.
Los polvos, pues eran polvos, emergieron de su escondrijo. Con dedos hábiles, unos dedos que a menudo dibujaban arabescos sobre la piel de la muchacha y cuyos movimientos ella memorizaba con la precisión propia de toda mente obsesiva, él perfiló una raya. Del sexo al ombligo. El cuerpo de la vecina permanecía muy quie­to, a la espera de acontecimientos. Durante más de diez minutos Lucía observó los movimientos de su lengua. La chica tenía los pezones erectos, apretaba las sábanas entre los dedos. Luego la cabe­za se perdió entre sus muslos. Aquel hermoso cráneo afeitado.
Excitadísima, giró sobre sus talones y entró en su habitación. Bebió agua. Los relojes anunciaban la media noche, el inicio de un nuevo día, un día más sin el calor de Carlos. ¿Y qué? Por ser la encargada de los cajeros automáticos del Ensanche, antes de las ocho ya estaría en el banco. Hacer el arqueo, cambiar el papel de los recibos, colocar los billetes en los cajetines y, sin perder ni un minuto, volver a la sucursal y gestionar la cámara de compensación. A las diez en punto se sentaría frente a la ventanilla de caja y despacharía a los clientes con la mejor de sus sonrisas. Pero antes de emprender­la hacia los cajeros automáticos, su compañera llamaría a FinAsur y concertaría, como cada día, el seguro.

«Irá por la Gran Vía. Lleva un impermeable negro y un para­guas rojo.»
«¿De cuánto lo hacéis hoy, reina?»
«Cincuenta mil.»
«¿No es mucho?»
«Te recuerdo que hoy es viernes.»
«Cierto. ¿En el bolso?»
«Sí, en el bolso.»
«El día menos pensado le dan un tirón.»
«Dios no lo quiera.»

La luz de la habitación de los exhibicionistas aún se mantenía encendida cuando Lucía, sudorosa y agitada, decididamente cerra­da a la marea de los recuerdos, se abandonó al sueño. Los gatos copulaban por los tejados, la madrugada crecía con laxitud y una suave brisa mecía las ramas de los plátanos. Las cortinas del balcón. Respirando o avasallando. En realidad parecían velas.
«El día menos pensado»... «Dios no lo quiera»...
Poco después despertó, y con la tibieza del sueño pegada a las sienes, Lucía notó algo extraño, una nota discordante que no aca­baba de encajar en la escena que ante sus ojos se bosquejaba. Sobre la mesilla, el radio despertador, la botellita de agua y la caja de los Kleenex perfilaban sus aristas. Las tres treinta. Un tres, dos puntos, un tres y un cero. Maquinalmente asió la botella, bebió un par de sorbos y aguzó el oído. En realidad necesitaba oír cualquier cosa, los ronquidos del estudiante que dormía pared con pared contra la cabecera de su cama, una tos lejana, incluso la maldita insistencia de la canción de los vecinos. Cualquier sonido que confirmase que no estaba sola en el universo, que en su vida había más vida, más per­sonas y más emoción que la que en ella despertaba el espectacular crecimiento del poto y el rabioso color de las begonias.
La música, engastada en el corazón de la noche, había cesado. Lucía se puso en pie, y antes de decidirse a dar un paso, se echó la manta sobre los hombros. Al pasar por delante del espejo se quedó perpleja. La cuatro y veinte. ¿Las cuatro y veinte? Instintivamente giró la cabeza en dirección a la mesilla. Las tres treinta y dos. Luego el espejo. Las cuatro y veinte. Se frotó los ojos. «¿Qué diablos...?» Comprendiendo que aquello que se disponía a hacer era una so­lemne tontería, tomó el radio despertador entre las manos y lo acercó al espejo tanto como el cable que lo mantenía unido al en­chufe se lo permitía. ¡Demonios, aquello era imposible! Convenci­da de que su imaginación le jugaba una mala pasada, Lucía arrojó el aparato sobre la cama, frunció el ceño y accionó el interruptor de la lámpara, cuya luz reverberó frente a sus ojos segundos antes de ex­tinguirse. Luego fue al baño y orinó pensando en Carlos. Carlos no era como el vecino, Carlos no era bueno en la cama. Y en la cama se es o no se es, eso no se aprende.

Cuando regresó al dormitorio los números verdes le dieron la bienvenida resplandeciendo aún con mayor intensidad. «No seas tonta, en realidad lo estás soñando, Lucía, tú estás dormida y bien dormida. Seguramente, como muchas otras cosas que ni siquiera sospechas de ti misma, eres sonámbula».
Entonces oyó la música, una cantinela alegre y zigzagueante, italiana. Sus pies se detuvieron en seco, a medio metro de la cama. Desde donde estaba podía contemplar el cuadro al completo, el despertador arrumbado entre las sábanas, su reflejo en el espejo, las vaporosas cortinas invadiendo la estancia y la música novedosa col­gando sus notas al otro lado de la calle.
Se le encogió el estómago. Las horas seguían sin concordar, y los cuarenta y ocho minutos de diferencia se mantenían a pesar de que ambos relojes, el real y el reflejado, señalaban en ese instante cuatro minutos más de la hora que marcaban la última vez que los viera y comenzase a intuir que su cabeza no funcionaba como debía.
Tropezando con el galán de noche y con un par de libros que yacían sobre la moqueta, Lucía ganó la puerta del balcón no sin antes aprovisionarse del paquete de cigarrillos. Sus ojos, imantados por el resplandor que emanaba de aquella ventana, buscaron de inmediato el rectángulo anaranjado sobre la anodina fachada del edificio. La luz seguía encendida, la pareja unida en amoroso abra­zo. En su nueva postura la mujer se mostraba tendida de espaldas a ella, uno de los brazos del hombre la sujetaba por la cintura, los dedos muy separados. Desde ese ángulo incluso le pareció más es­belta, sí, mejor construida, los tobillos lucían considerablemente más finos y su aspecto general era más atlético. La cara del hombre, girada hacia ella, parecía muy relajada. Hablaban.

Con dedos temblorosos, Lucía encendió un pitillo. La llama se le resistió tres veces. Encender ese cigarrillo antes de la cuarta intentona le pareció, por alguna incomprensible razón, asunto de vital importancia.
Resentida. Resentida e incondicional a partes iguales, esos eran sus sentimientos hacia Carlos. No ignoraba Lucía que antes o des­pués aprendería a renunciar a él con naturalidad, sin rencor ni in­quina. Pero ese día aún no había llegado. Y eso era algo que había comprobado la misma víspera, a raíz de un comentario de la pers­picaz Eugenia: «¿Sabes lo que dice el doctor Rojas Marcos? Pues dice que el amor es como el Quijote, y que sólo recupera la cordura instantes antes de morir». Su amor por Carlos, sin embargo, había recuperado la cordura treinta días antes de que de él sólo quedase un pijama con la cinturilla cedida y seis meses de cruel estafa.

A su cigarrillo apenas le quedaban dos caladas, y de un mo­mento a otro tendría que volver a enfrentarse al duro abrazo de aquel colchón que aún conservaba la huella o el negativo de dos cuerpos. Pero antes, inevitablemente, pasaría frente a los azogues y comprobaría el espesor de su espejismo. Como despidiéndose de ellos, de esa música italiana que tenía un pellizco de jazz y un mu­cho de verbena, Lucía volvió la mirada hacia los amantes. La chica se había girado, y ahora podía verle la cara. Sonreía.
¿Cómo es posible...? ¿Y ahora...?
Ante sus ojos se perfilaba la imagen de otra mujer, una mu­chacha felizmente entregada. El pelo era diferente, más corto y on­dulado, los pechos también parecían haberse comprimido, pechos duros y no descolgados. Pezones color café. El vientre plano, musculado, las piernas morenas, recias, las uñas de los pies pintadas de azul intenso, probablemente violeta. La alegre música de Paolo Conté se adueñaba de la noche.

No creer lo que se ve, creer lo que se siente, creer en lo que no se tiene.

Entró en la habitación a trompicones, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas ardientes y duras como bolas de plata. El espejo. Los dos relojes seguían allí, hermanados en su error, con­trarios en sus horas y en sus dígitos. Pero no era eso lo más grave, no era esa la nota discordante que antes percibiera sin llegar a darse cuenta de lo que en realidad acontecía. Lo que la realidad le presen­taba, con brumosas pinceladas de cuadro de Chagall, con absurda lógica deconstructora, era aún más inaudito que aquello que fugaz­mente había intuido: el espejo no le devolvía su imagen puesto que hacía rato que ella, Lucía la insomne, Lucía la mirona, Lucía la loca, había abandonado el cuarto para alzar el vuelo sobre las copas de los plátanos y los brazos de las antenas, sobre chimeneas, gatos, tejados y cortinas que respiraban como velas. Lucía, o lo que de ella quedase, no era otra que la mujer que desde la habitación del fauno le sonreía con una boca que era la suya, con unos ojos que la mira­ban sin verla, sumisamente abrazada al familiar cuerpo del vecino.


INMA LUNA

EL ARTE FINAL

Acumularon toneladas de miseria. Soledad. Silencio. Desprecio. Aburrimiento. Gritos.
Lo iban amontonando en el salón.
Cada día, al amanecer, alguno de los dos se ocupaba de escupirse en la mano, colocar algún trozo de desamor sobre ella y pegarlo con cuidado sobre el trozo anterior.
Había algunas miradas puntiagudas, por eso en ocasiones se herían y sangraban un poco, lo que le daba un toque gore al monu­mento de su destrucción, un toque gore que siempre aumenta el valor de tasación de la obra. Los críticos alababan su buen hacer, la constancia de su trabajo de incomunicación y frialdad, el estilo fluido de su rabia y el odio que iban fomentando.
Recibían muchas visitas en la casa, llegaban amigos, esnobs la mayoría, tomaban vino tinto en grandes copas mientras observa­ban con detenimiento las despectivas piezas del rencor y asentían conformes y emocionados.
Así pasaron muchos años, transformando su casa en un mu­seo de los horrores, ahogando la felicidad bajo el peso de cientos de ultrajes y tristezas. Ninguno de los dos se mostraba dispuesto a abandonar el nido, muchos menos ahora, con lo mal que se venden las viviendas y lo caras que están las hipotecas.
El fin de semana pasado organizaron una barbacoa y pusie­ron poison de aperitivo mientras se rebanaban las gargantas.


ÁNGELES JURADO QUINTANA

CONVERSO

No consigo recordar qué es un «hada».
Clovis me habla de ellas cada noche, justo antes de dormir­nos a la intemperie. Dice que son unas criaturas terriblemente her­mosas y paladea la palabra «hermosas» como si fuera un insecto lleno de élitros y patas.
—¿Como tú? —Le pregunto siempre, escarbando en sus ojos globosos. Ella casi relincha de risa y une su boca a la mía, relamién­dose con su lengua infinita.
No se lo digo a Clovis, pero estoy seguro de que alguna vez me he tropezado con una de ellas. Una muy pequeñita, que erraba, perdida, por la ciénaga. Creo que la miré con curiosidad y le indi­qué el camino hacia el bosque de rododendros que florece una vez cruzado el puente de piedra. Sé que ella, agradecida, me ofreció volver a mi forma anterior, dejar atrás el limo y la vergüenza.
Es un recuerdo lejano: no consigo recordar qué es un «hada», pero sí su sabor extraño. Un gusto que me trajo otra palabra lejana, «caramelo», a la cabeza.


ANA PÉREZ CAÑAMARES

LA HORMIGA Y LA TORMENTA

Cuando estalla la tormenta, las hormigas corren a refugiarse en sus hormigueros. A algunas hormigas, la repentina carrera les hace son­reír, a otras mascullar insultos, otras simplemente aceptan resignadas el chapuzón y las prisas. Siempre hay una que prefiere quedarse fuera —las otras la llaman desde la entrada del hormiguero, con sus voces chillonas y asustadas— y asistir al baile estremecido de las ramas, los claroscuros dramáticos del cielo y la tierra; al principio le asusta sen­tirse tan pequeña, pero luego se acostumbra y más tarde la hormiga siente que ante el espectáculo grandioso se diluyen las rencillas en el hormiguero, los trasiegos diarios... y sin esperanzas ni miedo levanta la cabeza hacia las gotas que caen enormes como planetas.


ROXANA POPELKA

EL CAMINO MAS CORTO

Javier se había empeñado en ir a Francia por Arriondas. Con las Regatas del Sella la autovía se había colapsado. Después de considerar varias alternativas, decidimos atajar por carreteras comarcales. Dejamos atrás Cangas de Onís y otros pueblos tan diminutos que ni siquiera aparecían en el mapa. Javier estaba malhumorado por el madrugón y me contestaba con monosílabos. Por si fuera poco tuvimos que revisar el aire de las ruedas y cambiar el aceite antes de salir de viaje. Era un día de verano soleado, no había ningún motivo aparente para sentirme animada, pero saqué de la guantera del Opel Corsa una cinta de Los Smiths y comencé tararear el estribillo de Bigmouth Strikes Again.
Javier abría la ventanilla e inspiraba el aire campestre, eso le tranquilizaba. De vez en cuando parábamos a mirar el mapa de ruta por si nos habíamos perdido o estábamos dando demasiados rodeos. Era nuestro segundo viaje fuera de España, el primero había resultado un fiasco, no pudimos entrar a Portugal porque se le había olvidado el DNI.
Quería conducir hasta San Vicente de la Barquera y comer al lado de la ría. En el fondo le gustaba la auténtica vida de turista; despreocupado y con dinero suficiente para adquirir cualquier recuerdo típico.

La semana pasada habíamos vuelto a pelear por el dinero. Mi contrato se acababa al finalizar el verano sin posibilidades de renovación, además el ambiente laboral era depresivo, no tanto por el secretario del ayuntamiento donde trabajaba, sino por mis propios compañeros que habían decidido, a mis espaldas, no secundar la huelga general. Aquello me molestó, me sentí traicionada. Piensas que estás en el mismo barco, luchando por intereses comunes, pero resulta que aparecen esquiroles con miedo a represalias, entonces sí que no hay nada que hacer. Pero no quiero pensar en todo eso ahora. Javier es optimista por naturaleza. Nos merecemos unas buenas vacaciones, dice, olvídate ahora del dinero y relájate. Y saca el codo por la ventanilla mientras con la derecha cambia de marcha con soltura. Las curvas de la comarcal exigen reducir rápidamente, y él es un experto al volante. Una de esas personas seguras en la conducción.

Lo intentaba, pero el asunto del dinero no se me iba de la cabeza, me martilleaba constantemente. Quería concentrarme en el paisaje, en las verdes montañas o en las vacas frisonas pastando tranquilas por las praderías, y lo felices que parecían tan despreocupadas. Salimos de la carretera principal por uno de los desvíos indicados y paramos a repostar en la gasolinera de Laredo; un pueblo pintoresco y florido abarrotado de veraneantes despistados que caminaban de un lado para otro sin saber adonde ir, porque en Laredo no hay monumentos megalíticos ni iglesias medievales, en Laredo sólo hay playa y sardinas.

Últimamente, nada más cobrar, a Javier le da por acudir a tiendas caras y comprar ropa de marca y algunos discos. Y desde que vivimos juntos le gusta salir a cenar casi todas las noches, celebramos, a su manera, que tenemos dos sueldos —por ahora— y toda la vida por delante. A veces tenemos problemas para pagar el alquiler, como el mes pasado, que nos tuvo que dejar dinero su madre. La llamó y le dijo: necesito pedirte dinero para el alquiler, y al día siguiente ya lo había ingresado en nuestra cuenta. Ese mismo fin de semana fuimos a comer a su casa para devolverle el favor, y ella aprovechó para echarnos en cara la ausencia de visitas dominicales. No sirve de nada explicarle que tenemos nuestra propia vida, se echa a llorar y monta un drama tremendo y nos repite una y otra vez que somos sus hijos, su familia.
Así que le dije a Javier que no podemos pedirle dinero a su madre cada vez que gastemos más de la cuenta, pero a él no parece importarle, dice que a su madre le encanta ayudarnos, que es muy importante para ella, una forma de sentirse útil ahora que es mayor, y eso es precisamente lo que a mi me incomoda. No se da cuenta de que se trata de un chantaje emocional; es una trampa, le dije a Javier, tu madre tiene que gastarse el dinero en viajes a Mallorca, con los de la tercera edad, o en cursos de gimnasia. Pero luego pensé que era inútil seguir hablando, no me iba a hacer caso.

Llevábamos unas dos horas metidos en el coche. No se me ocurría nada que decir. De vez en cuando miraba absorta las excavadoras de la carretera que formaban una larga hilera, como si estuvieran esperando una señal para embestir a una temible fiera, o me daba por pensar en los demás conductores que iban en la misma dirección y me preguntaba si les gustaría el campo o la ciudad, o dónde habrían nacido, y cosas así. Javier miraba por la ventanilla y se rascaba la cabeza. Al final dije algo como que no tiene sentido vivir por encima de nuestras posibilidades.

Yo creo que eso lo estropeó todo, lo que sólo había querido ser sido un simple comentario se convirtió en una necedad. A partir de ahí miradas incómodas por el rabillo del ojo, respiraciones y suspiros interminables, y kilómetros de asfalto por recorrer enmudecidos. Conozco a Javier, y sé que cuando se enfada es obstinado, puede pasarse horas, incluso días, sin hablar. Resiste perfectamente y es que no le supone ningún esfuerzo, hasta he llegado a pensar que precisamente lo que detesta es hablar. Más que una tortura puede suponer un alivio para él.

Creí que al cruzar la frontera todo cambiaría, que haríamos las paces y olvidaríamos el torpe comentario, que recordaríamos, de nuestras clases del bachillerato, los climas dominantes y la geografía de la República Francesa; esa vasta llanura que cubre la mitad septentrional del país, o que Javier me describiría, al dejar atrás Biarritz,, su playa arenosa y llana propicia para el surf Pensé, ingenuamente, que compararíamos la estructura de las viviendas de Hendaya con las de Saint-Jean-de-Luz, o acaso sacaríamos a colación Cannes, y su festival de cine. Y realizando un análisis más detallado, enumeraríamos las principales industrias francesas en expansión, como la microelectrónica, telecomunicaciones y la aeronáutica. Por supuesto no olvidaríamos la importancia de la industria nuclear, sólo superada en escala por la de EE UU, y claro está, haríamos una mención especial a la industria automovilística, dominada por Renault y Peugeot. Javier, seguro que en un alarde de su portentosa inteligencia se acordaría de que el 90% de la población son católicos, el 2% protestantes, el 1% judíos, musulmanes otro 1%, y el resto, un 6% profesa otro tipo de religiones. Intentaría retarle y le preguntaría por las lenguas que se hablan en el país, él, no sabría responderme a lo que yo rápidamente le contestaría que se habla el francés, el provenzal, el alemán, el bretón, el catalán y el euskera. Se quedaría estupefacto, y para mi asombro me enumeraría las fronteras políticas: Andorra, España, Bélgica, Luxemburgo, Alemania, Suiza, Italia y Mónaco. Me dejaría boquiabierta, y acordándome de mis cursos en la Alianza francesa le comentaría, como curiosidad, que la industria vitivinícola francesa se remonta al año 600 a C.

Pero no hicimos las paces. Javier siguió conduciendo con la mirada perdida por la zona de Landas. Iba en quinta por la autovía adelantando camiones de pesada carga con matrícula de Holanda o de Suiza, y el parabrisas lleno de insectos ensangrentados impedía la visibilidad.
Se desvió por la salida 235 al área de servicio de Mimizan y dijo: voy a mear. Paró el coche y antes de ir hacia el aseo levantó el capó para comprobar el nivel del agua. Mientras tanto entré en la cafetería, no había mucha gente en la barra. Pedí un café y un bollo de pan dulce. La camarera vestía un uniforme negro y de vez en cuando subía el volumen del aparato de música que estaba cerca de la máquina de café. Javier entró y se sentó en una mesa que daba al jardín de la zona recreativa, donde había juegos infantiles. Los niños franceses trepaban por ellos como ágiles chimpancés. Una madre sacó de la bolsa una especie de yogurt y se lo dio a un niño mientras éste subía por la escalera de un tobogán de plástico, tomó una cucharada y se deslizó feliz hasta llegar al arenero.
Seguimos todo el trayecto sin hablar, iba pensando que por una nimiedad a veces las relaciones se resquebrajan, sólo hace falta un pequeño detonante. Eso mismo me había pasado con mi mejor amiga de primaria: diversidad de opiniones. La chispa fue que ella quería ir al mar y yo a la montaña, y sin más dejamos de vernos. Creí que este caso sería distinto. Pensé que podríamos parar en el arcén y hablar de lo que fuera. No fue así. Llegamos al camping de Burdeos. No montamos la tienda ni nada, después de venir de recepción Javier me dijo que se había olvidado la cartera en el aseo del área de servicio de Mimizán. Llamamos desde la cabina del camping y hablamos con el de la gasolinera. No sabía nada. Yo, llevaba unos francos que daban para tres o cuatro cafés. Dormimos en el coche y a la mañana siguiente telefoneamos a su madre. Nos envió una transferencia bancaria y regresamos a España. Esta vez no paramos en Laredo.

Han pasado 10 años desde que nos separamos. Conduzco en dirección a Cognac y al pasar por Burdeos, inevitablemente, mis recuerdos se trasladan a aquel viaje y me da por pensar en lo que habría ocurrido si Javier y yo hubiéramos seguido juntos.
También pienso en cómo las relaciones a veces se agotan, sin más. Voy en quinta por la autovía, cae una lluvia fina que desincrusta los insectos del parabrisas y adelanto, cuando hay visibilidad, a camiones con matrícula de Holanda o Suiza.


MARINA SANMARTÍN PLA

NO TE VAYAS

Me gustaría pedirle que se quedara. Lo pienso al ayudarle a recoger sus cosas y cuando voy en busca de sus pastillas contra el mareo mientras él se mete en la ducha. Odio volar. Sé que, en cuanto entre en el avión empezará a beber hasta perder el conocimiento: y sé que también que no volverá nunca. En la farmacia, presa de una fuerte resaca de sexo, espero mi turno observando indiscreta a una señora gorda que osa utilizar la báscula. Parece un elefante haciendo equilibrios en la pista de un circo. Fuera hace sol, estamos en primavera, y me gustaría pedirle que se quedara.

Regreso y lo encuentro listo para partir, silencioso, como un colegial a punto de iniciar el curso. Sacamos las maletas a la acera, llamamos un taxi y,, sólo cuando el equipaje está ya en el maletero, prometiéndome una inminente visita, me besa sin quitarse las gafas de sol. Yo tampoco me las quito. No le digo nada. El coche empieza a alejarse y siento la suciedad de la despedida. Tal vez un no te vayas habría bastado. Definitivamente, me hubiera gustado pedirle que se quedara.


DÉBORAH VUKUŠIC

MUSTAFÁ Y EL RUISEÑOR

Mi mujer es rubia. No es guapa en general pero para mí es la más guapa. Es española, de un pueblo de Segovia. En mi país los merca­deres la cambiarían por un montón de ovejas y de camellos sólo por ser rubia.

Yo la vi. Me gustó y entonces le regalé flores.

Le regalaba flores todos los días. Todos los días compraba una flor para ella, me perfumaba y la esperaba en la puerta del tra­bajo. Todos los días compraba una flor y la seguía a casa. Todos los días la acompañaba a casa. Todos los días le pedía ir a tomar café. Todos los días: le llevaba una flor al trabajo y le pedía tomar un café. Flor. Trabajo. Café. Y le escribía notas de derecha a izquierda.

'Por favor, estoy enamorado de ti' le decía. 'Una flor para una flor' le decía.
'Vamos a tomar café', le decía, 'eres como un pájaro que can­ta'. Y ella se ponía seria de repente.

'Yo leo de izquierda a derecha, ¿entiendes? Aquí leemos de izquierda a derecha.'

Yo seguí, seguí, seguí y un día ¡por fin! dijo que sí.
No volvió nunca a tomar café. Yo le enseñé el sabor del té.

Ese día confesó que tenía alergia a las flores compradas, que sólo las quería si yo las robaba.
La noche de bodas me coronó ladrón de orquídeas.

Llevo quince años con mi mujer. Ayer me dijo que de pe­queña tenía un canario. Murió de frío el canario. Y por eso no le gusta que le llame pajarillo. ¡Quince años! Todos los días robo una flor para ella y le digo 'buenos días, pajarillo'.
'No me gusta que me llames pajarillo. Ahora ya lo sabes. La culpa es del canario, por el frío.'

Yo le dije que no era un canario, que ¡ella era un ruiseñor!
La conozco. Le dije que iba a dar calor a ese frío. Son quince años. La conozco.
Ella rió como nunca y parecía que tenía 18, igual que cuando la conocí.

Entonces el bebé empezó a llorar y la cara le cambió. Seguro que me pedirían de vuelta los camellos y ovejas los mercaderes quince años más tarde.
El ruiseñor le leyó un cuento como sólo ella sabe. Cantando los dibujos de izquierda a derecha. Siempre le digo que cuando nuestro bebé crezca y se haga niña leerá en dos direcciones...

Cuando el ángel se durmió la recogí en mis brazos. Estaba tan pequeña, tan cansada... como un pajarito malherido. Y la besé en la boca.

Noté cierto sabor amargo.

Mi mujer me engaña.

Café.
Sabía a café.

Dudé.

Mi mujer me engaña.

Granos. No.
Molido. No.
Arábiga. No.
Colombiano.

Mi mujer me engaña.

El bebé dormía. Mi ruiseñor dormía ya.

Encargué todas las flores de la ciudad. Las compré.

Los periódicos, la policía, los médicos, los vecinos dicen que murió de alergia aquella misma noche pero murió de cafeína.
Y yo me hice una capa con los pétalos.


CARMEN CAMACHO

EL DOS

Pocas veces cobró tanta importancia el número dos.
La gente no valora esas cosas. Tienen doses por ahí tirados, revueltos en el cesto de las cifras sucias, en la cuenta del supermercado, sobre la mesilla de noche, en los frutales y plateados centros de mesa. He escuchado el dos de barítono de Fernando el del bar: que dos, que dos cervezas. Yo he visto con mis propias manos a los bañistas manchar el dos de agua y straciatella; he llorado por una mala réplica de un dos cualquiera.
Dicen que todo se debe a un trauma infantil, a un enredo de hemisferios. Escribía con la izquierda el patito del revés antes de sacarlo a bailar El lago de los cisnes en mis libretas. Más que dislexia era por la melancolía de comprobar cómo, desde ya, aquel número le daba la espalda al futuro. Como terapia tuve una camiseta con el dos remallado por detrás. Y como en casa decían que era una chusma, obviamente concluí que no era por ser ambidiestra para enhebrar la aguja y sacarme los mocos, sino por aquel obsceno número colgándome atrás. Y contaba, con los deditos:
—Uno, chusma, tres...
Pero ahora es más grave:
—Uno y tú.
Y el dos, tan común, es sólo una sospecha.
(Precisamente ahora, que aprendí a hacerte el amor con ambas manos).



Nota de la Redacción: esta selección de textos pertenece a la antología coordinada por Ángeles Alonso, Mujeres cuentistas. Antología de relatos (Baile del Sol, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Ediciones Baile del Sol por facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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    El samurái barbudo, de Kōda Rohan (reseña de Ana Matellanes García)
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