Envidio a quienes se sumergirán por primera vez en este libro que
brinda el placer de una aventura hecha de deslumbramientos y posibles
peligros. Son páginas ricas, húmedas de un erotismo
femenino.
¿Creen ustedes como yo que las escritoras encaran el lenguaje
desde un ángulo distinto del de los escritores? ¿Acaso nunca se han
planteado la cuestión? Ahora tienen la oportunidad de hacerlo. Sean
valientes. Enfrenten con gusto a estas nueve leonas españolas que apuestan en
serio por la literatura. Esto sí es lo que quiere la mujer: decir su verdad,
expresar su deseo y disfrutar el gozo del fluir en el lenguaje, a fondo y desde
el fondo. Secreto de secretos que intimidó al padre del psicoanálisis. Y a
tantos otros.
LUISA
VALENZUELA
***
INÉS MATUTE
EN EL ESPEJO
Había visto una imagen similar en un cuadro del museo de arte moderno,
años atrás: el perfil de los tejados oscuros recortado sobre un cielo añil,
insignificantes escaleras tubulares y un bosque pardo de antenas y chimeneas. El
cuadro se titulaba Nocturno, y, en él, una mujer de espaldas, en primer
término, apuraba un cigarrillo.
La música llegaba hasta su ventana
invitándola a participar, pasivamente, de una fiesta que en ocasiones se
prolongaba hasta el alba. Se trataba de un curioso pas à deux que,
acunado entre gemidos, ejercía de bisagra entre la noche y el día. Los
vecinos tenían esa maldita costumbre, una manía que la sacaba de sus casillas.
Su canción era Marooned, de Pink Floyd; de tanto oírla ya la había
memorizado. Cada noche, a las once, las notas acariciantes de Marooned y
la intromisión de la luz encendida, como si en lugar de hacerlo por amor o por
vicio lo hicieran por puro exhibicionismo; tal vez aquellos furores no tuvieran
otro objeto que ser autentificados por sus ojos, corroborados por su
escepticismo.
Los movimientos de la pareja, ralentizados tras esa dura
jornada que su imaginación les atribuía, tenían en ella un efecto
hipnótico. «Seguramente están borrachos o colocados», pensó molesta,
«Son unos cerdos». Pero estaba excitada, maldita su suerte, excitada, como
cada noche.
El camión de la basura acudió a su cita diaria minutos
después de que Lucía encendiera el segundo cigarrillo. Últimamente fumaba
demasiado, desde lo de Carlos. Carlos. Tan fogoso y aten-
to al principio,
tan mujeriego, perdió en seis meses todo interés por ese cuerpo que ella
mantenía joven y sano gracias a carísimas cremas y a maratonianas sesiones de
gimnasio. ¿Cuál fue tu error, Lucía, dónde le fallaste? ¿Fallaste acaso el día
en que cumpliste los 38 y comenzaste a estar más cerca del declive? Pronto te
cambiarán por dos de veinte. Lo has oído ya demasiadas veces, a punto estás de
asumirlo. Tras arrebujarse entre los pliegues del gastado edredón que la cubría,
Lucía se acodó en la barandilla del pequeño balcón. Abajo, los basureros
comentaban de viva voz los últimos goles del equipo local mientras las tufaradas
acres de las bolsas de basura se confundían con el mareante aroma de los
geranios.
La luz proveniente del interior del dormitorio se matizaba por
efecto de un pañuelo de gasa roja estratégicamente colocado sobre la pantalla de
la lamparita. La habitación desordenada, como siempre; los dos jerseys
desmayados junto a la cama, los pantys sobre la mesilla, la falda tirada
de cualquier manera, al lado del televisor. A veces ponían películas
pornográficas, eso les ayudaba a calentar motores. Eso y la maldita canción de
Pink Floyd, quizás recuerdo de su luna de miel o de algún episodio morboso que
su fantasía perfilaba al detalle. Esa noche, sin embargo, el numerito prometía.
Incluso se habían tomado la molestia de cambiar las sábanas. La mujer que
yacía sobre la cama se había rasurado el pubis. ¿Se trataba acaso de otra mujer?
No, la reconocería en cualquier parte, los pechos blancos y generosos, las
caderas anchas, el arco entre los muslos demasiado pronunciado, las uñas de los
pies pintadas de rojo —no así las de las manos— y esos gestos huidizos que
le había visto componer mil veces.
Lucía había pasado muchas horas
observándola durante el preludio al placer, crispada por el placer, abandonada
tras el sexo. Placer. En el placer la conocía mejor de lo que se conocía a sí
misma. A pesar del espejo que Carlos colocó a pie de cama, ese en el que a
veces se sorprendía a sí misma haciendo cosas que la avergonzaban. El
cuerpo del hombre también le resultaba familiar. Era un ser menudo de
movimientos gatunos, la cabeza afeitada, el torso velludo y unos glúteos
respingones. La chica parecía sensiblemente más alta. O más larga, pues ella
siempre la veía tumbada. Las primeras veces que le vio no le encontró atractivo,
pero pronto fue seducida por aquella manera tan suya de interpretar el amor e
improvisar sobre la marcha.
El camión de la basura dobló la esquina
y desapareció en dirección a la Avenida Argentina, donde volvería a pararse
frente al escaparate de "La fuerza del destino". Los vecinos del barrio sabían
que el dueño del local, caprichoso hasta el delirio, mantenía una cláusula fija
en los contratos de arrendamiento: La lonja se prestaría al desempeño de
cualquier oficio, pero el nombre comercial debía preservarse a toda costa,
absurdo testimonio de dios sabe qué revés o buena fortuna. Se rumoreaba que al
propietario le había tocado la lotería. La fuerza del destino. Con el
tiempo el nombre de aquella mercería se le hizo odioso.
Impacientándose por momentos, Lucía volvió los ojos hacia el dormitorio
de sus vecinos, atravesó el vergel del alféizar de su ventana, y observó que el
hombre abría, con extremo cuidado, un diminuto sobre azulado. Se preguntó
entonces si alguna vez habrían sentido el peso de su mirada fija, si jamás
habrían sospechado, dado el atronador volumen de la música, que sus
movimientos eran espiados.
Los polvos, pues eran polvos, emergieron de su
escondrijo. Con dedos hábiles, unos dedos que a menudo dibujaban arabescos sobre
la piel de la muchacha y cuyos movimientos ella memorizaba con la precisión
propia de toda mente obsesiva, él perfiló una raya. Del sexo al ombligo. El
cuerpo de la vecina permanecía muy quieto, a la espera de acontecimientos.
Durante más de diez minutos Lucía observó los movimientos de su lengua. La chica
tenía los pezones erectos, apretaba las sábanas entre los dedos. Luego la
cabeza se perdió entre sus muslos. Aquel hermoso cráneo afeitado.
Excitadísima, giró sobre sus talones y entró en su habitación. Bebió agua.
Los relojes anunciaban la media noche, el inicio de un nuevo día, un día más sin
el calor de Carlos. ¿Y qué? Por ser la encargada de los cajeros automáticos del
Ensanche, antes de las ocho ya estaría en el banco. Hacer el arqueo, cambiar el
papel de los recibos, colocar los billetes en los cajetines y, sin perder ni un
minuto, volver a la sucursal y gestionar la cámara de compensación. A las diez
en punto se sentaría frente a la ventanilla de caja y despacharía a los clientes
con la mejor de sus sonrisas. Pero antes de emprenderla hacia los cajeros
automáticos, su compañera llamaría a FinAsur y concertaría, como cada día, el
seguro.
«Irá por la Gran Vía. Lleva un impermeable negro y un
paraguas rojo.»
«¿De cuánto lo hacéis hoy, reina?»
«Cincuenta mil.»
«¿No es mucho?»
«Te recuerdo que hoy es viernes.»
«Cierto. ¿En el
bolso?»
«Sí, en el bolso.»
«El día menos pensado le dan un tirón.»
«Dios no lo quiera.»
La luz de la habitación de los exhibicionistas
aún se mantenía encendida cuando Lucía, sudorosa y agitada, decididamente
cerrada a la marea de los recuerdos, se abandonó al sueño. Los gatos
copulaban por los tejados, la madrugada crecía con laxitud y una suave brisa
mecía las ramas de los plátanos. Las cortinas del balcón. Respirando o
avasallando. En realidad parecían velas.
«El día menos pensado»... «Dios no
lo quiera»...
Poco después despertó, y con la tibieza del sueño pegada a las
sienes, Lucía notó algo extraño, una nota discordante que no acababa de
encajar en la escena que ante sus ojos se bosquejaba. Sobre la mesilla, el radio
despertador, la botellita de agua y la caja de los Kleenex perfilaban sus
aristas. Las tres treinta. Un tres, dos puntos, un tres y un cero. Maquinalmente
asió la botella, bebió un par de sorbos y aguzó el oído. En realidad necesitaba
oír cualquier cosa, los ronquidos del estudiante que dormía pared con pared
contra la cabecera de su cama, una tos lejana, incluso la maldita insistencia de
la canción de los vecinos. Cualquier sonido que confirmase que no estaba sola en
el universo, que en su vida había más vida, más personas y más emoción que
la que en ella despertaba el espectacular crecimiento del poto y el rabioso
color de las begonias.
La música, engastada en el corazón de la noche, había
cesado. Lucía se puso en pie, y antes de decidirse a dar un paso, se echó la
manta sobre los hombros. Al pasar por delante del espejo se quedó perpleja. La
cuatro y veinte. ¿Las cuatro y veinte? Instintivamente giró la cabeza en
dirección a la mesilla. Las tres treinta y dos. Luego el espejo. Las cuatro y
veinte. Se frotó los ojos. «¿Qué diablos...?» Comprendiendo que aquello que se
disponía a hacer era una solemne tontería, tomó el radio despertador entre
las manos y lo acercó al espejo tanto como el cable que lo mantenía unido al
enchufe se lo permitía. ¡Demonios, aquello era imposible! Convencida
de que su imaginación le jugaba una mala pasada, Lucía arrojó el aparato sobre
la cama, frunció el ceño y accionó el interruptor de la lámpara, cuya luz
reverberó frente a sus ojos segundos antes de extinguirse. Luego fue al
baño y orinó pensando en Carlos. Carlos no era como el vecino, Carlos no era
bueno en la cama. Y en la cama se es o no se es, eso no se aprende.
Cuando regresó al dormitorio los números verdes le dieron la bienvenida
resplandeciendo aún con mayor intensidad. «No seas tonta, en realidad lo estás
soñando, Lucía, tú estás dormida y bien dormida. Seguramente, como muchas otras
cosas que ni siquiera sospechas de ti misma, eres sonámbula».
Entonces oyó
la música, una cantinela alegre y zigzagueante, italiana. Sus pies se detuvieron
en seco, a medio metro de la cama. Desde donde estaba podía contemplar el cuadro
al completo, el despertador arrumbado entre las sábanas, su reflejo en el
espejo, las vaporosas cortinas invadiendo la estancia y la música novedosa
colgando sus notas al otro lado de la calle.
Se le encogió el estómago.
Las horas seguían sin concordar, y los cuarenta y ocho minutos de diferencia se
mantenían a pesar de que ambos relojes, el real y el reflejado, señalaban en ese
instante cuatro minutos más de la hora que marcaban la última vez que los viera
y comenzase a intuir que su cabeza no funcionaba como debía.
Tropezando con
el galán de noche y con un par de libros que yacían sobre la moqueta, Lucía ganó
la puerta del balcón no sin antes aprovisionarse del paquete de cigarrillos. Sus
ojos, imantados por el resplandor que emanaba de aquella ventana, buscaron de
inmediato el rectángulo anaranjado sobre la anodina fachada del edificio. La luz
seguía encendida, la pareja unida en amoroso abrazo. En su nueva postura la
mujer se mostraba tendida de espaldas a ella, uno de los brazos del hombre la
sujetaba por la cintura, los dedos muy separados. Desde ese ángulo incluso le
pareció más esbelta, sí, mejor construida, los tobillos lucían
considerablemente más finos y su aspecto general era más atlético. La cara del
hombre, girada hacia ella, parecía muy relajada. Hablaban.
Con dedos
temblorosos, Lucía encendió un pitillo. La llama se le resistió tres veces.
Encender ese cigarrillo antes de la cuarta intentona le pareció, por alguna
incomprensible razón, asunto de vital importancia.
Resentida. Resentida e
incondicional a partes iguales, esos eran sus sentimientos hacia Carlos. No
ignoraba Lucía que antes o después aprendería a renunciar a él con
naturalidad, sin rencor ni inquina. Pero ese día aún no había llegado. Y
eso era algo que había comprobado la misma víspera, a raíz de un comentario de
la perspicaz Eugenia: «¿Sabes lo que dice el doctor Rojas Marcos? Pues dice
que el amor es como el Quijote, y que sólo recupera la cordura instantes antes
de morir». Su amor por Carlos, sin embargo, había recuperado la cordura treinta
días antes de que de él sólo quedase un pijama con la cinturilla cedida y seis
meses de cruel estafa.
A su cigarrillo apenas le quedaban dos caladas, y
de un momento a otro tendría que volver a enfrentarse al duro abrazo de
aquel colchón que aún conservaba la huella o el negativo de dos cuerpos. Pero
antes, inevitablemente, pasaría frente a los azogues y comprobaría el espesor de
su espejismo. Como despidiéndose de ellos, de esa música italiana que tenía un
pellizco de jazz y un mucho de verbena, Lucía volvió la mirada hacia los
amantes. La chica se había girado, y ahora podía verle la cara. Sonreía.
¿Cómo es posible...? ¿Y ahora...?
Ante sus ojos se perfilaba la imagen
de otra mujer, una muchacha felizmente entregada. El pelo era diferente,
más corto y ondulado, los pechos también parecían haberse comprimido,
pechos duros y no descolgados. Pezones color café. El vientre plano, musculado,
las piernas morenas, recias, las uñas de los pies pintadas de azul intenso,
probablemente violeta. La alegre música de Paolo Conté se adueñaba de la
noche.
No creer lo que se ve, creer lo que se siente, creer en lo que
no se tiene.
Entró en la habitación a trompicones, mientras
las lágrimas resbalaban por sus mejillas ardientes y duras como bolas de plata.
El espejo. Los dos relojes seguían allí, hermanados en su error, contrarios
en sus horas y en sus dígitos. Pero no era eso lo más grave, no era esa la nota
discordante que antes percibiera sin llegar a darse cuenta de lo que en realidad
acontecía. Lo que la realidad le presentaba, con brumosas pinceladas de
cuadro de Chagall, con absurda lógica deconstructora, era aún más inaudito que
aquello que fugazmente había intuido: el espejo no le devolvía su imagen
puesto que hacía rato que ella, Lucía la insomne, Lucía la mirona, Lucía la
loca, había abandonado el cuarto para alzar el vuelo sobre las copas de los
plátanos y los brazos de las antenas, sobre chimeneas, gatos, tejados y cortinas
que respiraban como velas. Lucía, o lo que de ella quedase, no era otra que la
mujer que desde la habitación del fauno le sonreía con una boca que era la suya,
con unos ojos que la miraban sin verla, sumisamente abrazada al familiar
cuerpo del vecino.
INMA LUNA
EL ARTE FINAL
Acumularon toneladas de miseria. Soledad. Silencio. Desprecio.
Aburrimiento. Gritos.
Lo iban amontonando en el salón.
Cada día, al
amanecer, alguno de los dos se ocupaba de escupirse en la mano, colocar algún
trozo de desamor sobre ella y pegarlo con cuidado sobre el trozo anterior.
Había algunas miradas puntiagudas, por eso en ocasiones se herían y
sangraban un poco, lo que le daba un toque gore al monumento de su
destrucción, un toque gore que siempre aumenta el valor de tasación de la
obra. Los críticos alababan su buen hacer, la constancia de su trabajo de
incomunicación y frialdad, el estilo fluido de su rabia y el odio que iban
fomentando.
Recibían muchas visitas en la casa, llegaban amigos, esnobs la
mayoría, tomaban vino tinto en grandes copas mientras observaban con
detenimiento las despectivas piezas del rencor y asentían conformes y
emocionados.
Así pasaron muchos años, transformando su casa en un museo
de los horrores, ahogando la felicidad bajo el peso de cientos de ultrajes y
tristezas. Ninguno de los dos se mostraba dispuesto a abandonar el nido, muchos
menos ahora, con lo mal que se venden las viviendas y lo caras que están las
hipotecas.
El fin de semana pasado organizaron una barbacoa y pusieron
poison de aperitivo mientras se rebanaban las gargantas.
ÁNGELES JURADO QUINTANA
CONVERSO
No
consigo recordar qué es un «hada».
Clovis me habla de ellas cada noche,
justo antes de dormirnos a la intemperie. Dice que son unas criaturas
terriblemente hermosas y paladea la palabra «hermosas» como si fuera un
insecto lleno de élitros y patas.
—¿Como tú? —Le pregunto siempre,
escarbando en sus ojos globosos. Ella casi relincha de risa y une su boca a la
mía, relamiéndose con su lengua infinita.
No se lo digo a Clovis, pero
estoy seguro de que alguna vez me he tropezado con una de ellas. Una muy
pequeñita, que erraba, perdida, por la ciénaga. Creo que la miré con curiosidad
y le indiqué el camino hacia el bosque de rododendros que florece una vez
cruzado el puente de piedra. Sé que ella, agradecida, me ofreció volver a mi
forma anterior, dejar atrás el limo y la vergüenza.
Es un recuerdo lejano:
no consigo recordar qué es un «hada», pero sí su sabor extraño. Un gusto que me
trajo otra palabra lejana, «caramelo», a la cabeza.
ANA
PÉREZ CAÑAMARES
LA HORMIGA Y LA TORMENTA
Cuando estalla
la tormenta, las hormigas corren a refugiarse en sus hormigueros. A algunas
hormigas, la repentina carrera les hace sonreír, a otras mascullar
insultos, otras simplemente aceptan resignadas el chapuzón y las prisas. Siempre
hay una que prefiere quedarse fuera —las otras la llaman desde la entrada del
hormiguero, con sus voces chillonas y asustadas— y asistir al baile estremecido
de las ramas, los claroscuros dramáticos del cielo y la tierra; al principio le
asusta sentirse tan pequeña, pero luego se acostumbra y más tarde la
hormiga siente que ante el espectáculo grandioso se diluyen las rencillas en el
hormiguero, los trasiegos diarios... y sin esperanzas ni miedo levanta la cabeza
hacia las gotas que caen enormes como planetas.
ROXANA
POPELKA
EL CAMINO MAS CORTO
Javier se había empeñado en
ir a Francia por Arriondas. Con las Regatas del Sella la autovía se había
colapsado. Después de considerar varias alternativas, decidimos atajar por
carreteras comarcales. Dejamos atrás Cangas de Onís y otros pueblos tan
diminutos que ni siquiera aparecían en el mapa. Javier estaba malhumorado por el
madrugón y me contestaba con monosílabos. Por si fuera poco tuvimos que revisar
el aire de las ruedas y cambiar el aceite antes de salir de viaje. Era un día de
verano soleado, no había ningún motivo aparente para sentirme animada, pero
saqué de la guantera del Opel Corsa una cinta de Los Smiths y comencé
tararear el estribillo de Bigmouth Strikes Again.
Javier abría la
ventanilla e inspiraba el aire campestre, eso le tranquilizaba. De vez en cuando
parábamos a mirar el mapa de ruta por si nos habíamos perdido o estábamos dando
demasiados rodeos. Era nuestro segundo viaje fuera de España, el primero había
resultado un fiasco, no pudimos entrar a Portugal porque se le había olvidado el
DNI.
Quería conducir hasta San Vicente de la Barquera y comer al lado de la
ría. En el fondo le gustaba la auténtica vida de turista; despreocupado y con
dinero suficiente para adquirir cualquier recuerdo típico.
La semana
pasada habíamos vuelto a pelear por el dinero. Mi contrato se acababa al
finalizar el verano sin posibilidades de renovación, además el ambiente laboral
era depresivo, no tanto por el secretario del ayuntamiento donde trabajaba, sino
por mis propios compañeros que habían decidido, a mis espaldas, no secundar la
huelga general. Aquello me molestó, me sentí traicionada. Piensas que estás en
el mismo barco, luchando por intereses comunes, pero resulta que aparecen
esquiroles con miedo a represalias, entonces sí que no hay nada que hacer. Pero
no quiero pensar en todo eso ahora. Javier es optimista por naturaleza. Nos
merecemos unas buenas vacaciones, dice, olvídate ahora del dinero y relájate. Y
saca el codo por la ventanilla mientras con la derecha cambia de marcha con
soltura. Las curvas de la comarcal exigen reducir rápidamente, y él es un
experto al volante. Una de esas personas seguras en la conducción.
Lo
intentaba, pero el asunto del dinero no se me iba de la cabeza, me martilleaba
constantemente. Quería concentrarme en el paisaje, en las verdes montañas o en
las vacas frisonas pastando tranquilas por las praderías, y lo felices que
parecían tan despreocupadas. Salimos de la carretera principal por uno de los
desvíos indicados y paramos a repostar en la gasolinera de Laredo; un pueblo
pintoresco y florido abarrotado de veraneantes despistados que caminaban de un
lado para otro sin saber adonde ir, porque en Laredo no hay monumentos
megalíticos ni iglesias medievales, en Laredo sólo hay playa y sardinas.
Últimamente, nada más cobrar, a Javier le da por acudir a tiendas caras
y comprar ropa de marca y algunos discos. Y desde que vivimos juntos le gusta
salir a cenar casi todas las noches, celebramos, a su manera, que tenemos dos
sueldos —por ahora— y toda la vida por delante. A veces tenemos problemas para
pagar el alquiler, como el mes pasado, que nos tuvo que dejar dinero su madre.
La llamó y le dijo: necesito pedirte dinero para el alquiler, y al día siguiente
ya lo había ingresado en nuestra cuenta. Ese mismo fin de semana fuimos a comer
a su casa para devolverle el favor, y ella aprovechó para echarnos en cara la
ausencia de visitas dominicales. No sirve de nada explicarle que tenemos nuestra
propia vida, se echa a llorar y monta un drama tremendo y nos repite una y otra
vez que somos sus hijos, su familia.
Así que le dije a Javier que no podemos
pedirle dinero a su madre cada vez que gastemos más de la cuenta, pero a él no
parece importarle, dice que a su madre le encanta ayudarnos, que es muy
importante para ella, una forma de sentirse útil ahora que es mayor, y eso es
precisamente lo que a mi me incomoda. No se da cuenta de que se trata de un
chantaje emocional; es una trampa, le dije a Javier, tu madre tiene que gastarse
el dinero en viajes a Mallorca, con los de la tercera edad, o en cursos de
gimnasia. Pero luego pensé que era inútil seguir hablando, no me iba a hacer
caso.
Llevábamos unas dos horas metidos en el coche. No se me ocurría
nada que decir. De vez en cuando miraba absorta las excavadoras de la carretera
que formaban una larga hilera, como si estuvieran esperando una señal para
embestir a una temible fiera, o me daba por pensar en los demás conductores que
iban en la misma dirección y me preguntaba si les gustaría el campo o la ciudad,
o dónde habrían nacido, y cosas así. Javier miraba por la ventanilla y se
rascaba la cabeza. Al final dije algo como que no tiene sentido vivir por encima
de nuestras posibilidades.
Yo creo que eso lo estropeó todo, lo que sólo
había querido ser sido un simple comentario se convirtió en una necedad. A
partir de ahí miradas incómodas por el rabillo del ojo, respiraciones y suspiros
interminables, y kilómetros de asfalto por recorrer enmudecidos. Conozco a
Javier, y sé que cuando se enfada es obstinado, puede pasarse horas, incluso
días, sin hablar. Resiste perfectamente y es que no le supone ningún esfuerzo,
hasta he llegado a pensar que precisamente lo que detesta es hablar. Más que una
tortura puede suponer un alivio para él.
Creí que al cruzar la frontera
todo cambiaría, que haríamos las paces y olvidaríamos el torpe comentario, que
recordaríamos, de nuestras clases del bachillerato, los climas dominantes y la
geografía de la República Francesa; esa vasta llanura que cubre la mitad
septentrional del país, o que Javier me describiría, al dejar atrás Biarritz,,
su playa arenosa y llana propicia para el surf Pensé, ingenuamente, que
compararíamos la estructura de las viviendas de Hendaya con las de
Saint-Jean-de-Luz, o acaso sacaríamos a colación Cannes, y su festival de cine.
Y realizando un análisis más detallado, enumeraríamos las principales industrias
francesas en expansión, como la microelectrónica, telecomunicaciones y la
aeronáutica. Por supuesto no olvidaríamos la importancia de la industria
nuclear, sólo superada en escala por la de EE UU, y claro está, haríamos una
mención especial a la industria automovilística, dominada por Renault y Peugeot.
Javier, seguro que en un alarde de su portentosa inteligencia se acordaría de
que el 90% de la población son católicos, el 2% protestantes, el 1% judíos,
musulmanes otro 1%, y el resto, un 6% profesa otro tipo de religiones.
Intentaría retarle y le preguntaría por las lenguas que se hablan en el país,
él, no sabría responderme a lo que yo rápidamente le contestaría que se habla el
francés, el provenzal, el alemán, el bretón, el catalán y el euskera. Se
quedaría estupefacto, y para mi asombro me enumeraría las fronteras políticas:
Andorra, España, Bélgica, Luxemburgo, Alemania, Suiza, Italia y Mónaco. Me
dejaría boquiabierta, y acordándome de mis cursos en la Alianza francesa le
comentaría, como curiosidad, que la industria vitivinícola francesa se remonta
al año 600 a C.
Pero no hicimos las paces. Javier siguió conduciendo con
la mirada perdida por la zona de Landas. Iba en quinta por la autovía
adelantando camiones de pesada carga con matrícula de Holanda o de Suiza, y el
parabrisas lleno de insectos ensangrentados impedía la visibilidad.
Se
desvió por la salida 235 al área de servicio de Mimizan y dijo: voy a mear. Paró
el coche y antes de ir hacia el aseo levantó el capó para comprobar el nivel del
agua. Mientras tanto entré en la cafetería, no había mucha gente en la barra.
Pedí un café y un bollo de pan dulce. La camarera vestía un uniforme negro y de
vez en cuando subía el volumen del aparato de música que estaba cerca de la
máquina de café. Javier entró y se sentó en una mesa que daba al jardín de la
zona recreativa, donde había juegos infantiles. Los niños franceses trepaban por
ellos como ágiles chimpancés. Una madre sacó de la bolsa una especie de yogurt y
se lo dio a un niño mientras éste subía por la escalera de un tobogán de
plástico, tomó una cucharada y se deslizó feliz hasta llegar al arenero.
Seguimos todo el trayecto sin hablar, iba pensando que por una nimiedad a
veces las relaciones se resquebrajan, sólo hace falta un pequeño detonante. Eso
mismo me había pasado con mi mejor amiga de primaria: diversidad de opiniones.
La chispa fue que ella quería ir al mar y yo a la montaña, y sin más dejamos de
vernos. Creí que este caso sería distinto. Pensé que podríamos parar en el arcén
y hablar de lo que fuera. No fue así. Llegamos al camping de Burdeos. No
montamos la tienda ni nada, después de venir de recepción Javier me dijo que se
había olvidado la cartera en el aseo del área de servicio de Mimizán. Llamamos
desde la cabina del camping y hablamos con el de la gasolinera. No sabía nada.
Yo, llevaba unos francos que daban para tres o cuatro cafés. Dormimos en el
coche y a la mañana siguiente telefoneamos a su madre. Nos envió una
transferencia bancaria y regresamos a España. Esta vez no paramos en Laredo.
Han pasado 10 años desde que nos separamos. Conduzco en dirección a
Cognac y al pasar por Burdeos, inevitablemente, mis recuerdos se trasladan a
aquel viaje y me da por pensar en lo que habría ocurrido si Javier y yo
hubiéramos seguido juntos.
También pienso en cómo las relaciones a veces se
agotan, sin más. Voy en quinta por la autovía, cae una lluvia fina que
desincrusta los insectos del parabrisas y adelanto, cuando hay visibilidad, a
camiones con matrícula de Holanda o Suiza.
MARINA SANMARTÍN
PLA
NO TE VAYAS
Me gustaría pedirle que se quedara. Lo
pienso al ayudarle a recoger sus cosas y cuando voy en busca de sus pastillas
contra el mareo mientras él se mete en la ducha. Odio volar. Sé que, en cuanto
entre en el avión empezará a beber hasta perder el conocimiento: y sé que
también que no volverá nunca. En la farmacia, presa de una fuerte resaca de
sexo, espero mi turno observando indiscreta a una señora gorda que osa utilizar
la báscula. Parece un elefante haciendo equilibrios en la pista de un circo.
Fuera hace sol, estamos en primavera, y me gustaría pedirle que se quedara.
Regreso y lo encuentro listo para partir, silencioso, como un colegial a
punto de iniciar el curso. Sacamos las maletas a la acera, llamamos un taxi y,,
sólo cuando el equipaje está ya en el maletero, prometiéndome una inminente
visita, me besa sin quitarse las gafas de sol. Yo tampoco me las quito. No le
digo nada. El coche empieza a alejarse y siento la suciedad de la despedida. Tal
vez un no te vayas habría bastado. Definitivamente, me hubiera gustado pedirle
que se quedara.
DÉBORAH VUKUŠIC
MUSTAFÁ Y
EL RUISEÑOR
Mi mujer es rubia. No es guapa en general pero para mí es la
más guapa. Es española, de un pueblo de Segovia. En mi país los mercaderes
la cambiarían por un montón de ovejas y de camellos sólo por ser rubia.
Yo la vi. Me gustó y entonces le regalé flores.
Le regalaba
flores todos los días. Todos los días compraba una flor para ella, me perfumaba
y la esperaba en la puerta del trabajo. Todos los días compraba una flor y
la seguía a casa. Todos los días la acompañaba a casa. Todos los días le pedía
ir a tomar café. Todos los días: le llevaba una flor al trabajo y le pedía tomar
un café. Flor. Trabajo. Café. Y le escribía notas de derecha a izquierda.
'Por favor, estoy enamorado de ti' le decía. 'Una flor para una flor' le
decía.
'Vamos a tomar café', le decía, 'eres como un pájaro que canta'.
Y ella se ponía seria de repente.
'Yo leo de izquierda a derecha,
¿entiendes? Aquí leemos de izquierda a derecha.'
Yo seguí, seguí, seguí
y un día ¡por fin! dijo que sí.
No volvió nunca a tomar café. Yo le enseñé
el sabor del té.
Ese día confesó que tenía alergia a las flores
compradas, que sólo las quería si yo las robaba.
La noche de bodas me coronó
ladrón de orquídeas.
Llevo quince años con mi mujer. Ayer me dijo que de
pequeña tenía un canario. Murió de frío el canario. Y por eso no le gusta
que le llame pajarillo. ¡Quince años! Todos los días robo una flor para ella y
le digo 'buenos días, pajarillo'.
'No me gusta que me llames pajarillo.
Ahora ya lo sabes. La culpa es del canario, por el frío.'
Yo le dije que
no era un canario, que ¡ella era un ruiseñor!
La conozco. Le dije que iba a
dar calor a ese frío. Son quince años. La conozco.
Ella rió como nunca y
parecía que tenía 18, igual que cuando la conocí.
Entonces el bebé
empezó a llorar y la cara le cambió. Seguro que me pedirían de vuelta los
camellos y ovejas los mercaderes quince años más tarde.
El ruiseñor le leyó
un cuento como sólo ella sabe. Cantando los dibujos de izquierda a derecha.
Siempre le digo que cuando nuestro bebé crezca y se haga niña leerá en dos
direcciones...
Cuando el ángel se durmió la recogí en mis brazos. Estaba
tan pequeña, tan cansada... como un pajarito malherido. Y la besé en la boca.
Noté cierto sabor amargo.
Mi mujer me engaña.
Café.
Sabía a café.
Dudé.
Mi mujer me engaña.
Granos. No.
Molido. No.
Arábiga. No.
Colombiano.
Mi
mujer me engaña.
El bebé dormía. Mi ruiseñor dormía ya.
Encargué
todas las flores de la ciudad. Las compré.
Los periódicos, la policía,
los médicos, los vecinos dicen que murió de alergia aquella misma noche pero
murió de cafeína.
Y yo me hice una capa con los pétalos.
CARMEN CAMACHO
EL DOS
Pocas veces
cobró tanta importancia el número dos.
La gente no valora esas cosas. Tienen
doses por ahí tirados, revueltos en el cesto de las cifras sucias, en la cuenta
del supermercado, sobre la mesilla de noche, en los frutales y plateados centros
de mesa. He escuchado el dos de barítono de Fernando el del bar: que dos, que
dos cervezas. Yo he visto con mis propias manos a los bañistas manchar el dos de
agua y straciatella; he llorado por una mala réplica de un dos
cualquiera.
Dicen que todo se debe a un trauma infantil, a un enredo de
hemisferios. Escribía con la izquierda el patito del revés antes de sacarlo a
bailar El lago de los cisnes en mis libretas. Más que dislexia era por la
melancolía de comprobar cómo, desde ya, aquel número le daba la espalda al
futuro. Como terapia tuve una camiseta con el dos remallado por detrás. Y como
en casa decían que era una chusma, obviamente concluí que no era por ser
ambidiestra para enhebrar la aguja y sacarme los mocos, sino por aquel obsceno
número colgándome atrás. Y contaba, con los deditos:
—Uno, chusma, tres...
Pero ahora es más grave:
—Uno y tú.
Y el dos, tan común, es sólo una
sospecha.
(Precisamente ahora, que aprendí a hacerte el amor con ambas
manos).
Nota de la Redacción: esta selección de textos pertenece a la
antología coordinada por Ángeles Alonso, Mujeres
cuentistas. Antología de relatos (Baile del Sol,
2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Ediciones Baile del
Sol por facilitar la publicación en Ojos
de Papel.