Otras veces, por el contrario, las páginas de la novela leída le dejan a uno
un rastro señalado a fuego, como si el libro fuera sencillamente un soplete cuya
llama se ha aplicado a conciencia sobre la piel, la carne, las mismas entrañas
dejándolas palpitantes y desnudas. Esto es lo que me ha ocurrido con el último
premio Pulitzer y libro más vendido del año en los EE.UU, La carretera
de Cormac McCarthy, trabajo que ha publicado el sello Mondadori
en traducción de Luis Murillo Fort.
Responde en gran medida la literatura de Cormac McCarthy, incluso su propia
presencia física vislumbrada en las no muchas fotos que ofrece internet, a lo que el imaginario de los
lectores europeos hemos ido construyendo con respecto a la narrativa
norteamericana del siglo XX, desde Jack London o Ernest
Hemingway, por ejemplo. Es decir, una forma de narrar, de contar
historias por escrito, muy cercana a lo que podríamos entender por “viril”
(recia, contundente, sobria, concisa, compacta, directa...), y alejada por
completo de delicuescencias culturalistas y esteticistas, de divagaciones más o
menos afortunadas en torno a filosofías, políticas y demás añadidos y
condimentos que suelen acompañar las propuestas narrativas a este lado del
Atlántico. En efecto, McCarthy y sus libros encajan bastante bien con esa idea
planteada de “sobriedad” y “contundencia” narrativa, vamos, de plantear una
historia para centrarse en ella y resolverla apelando al castizo “al pan,
pan y al vino, vino”, ni siquiera planteándose un instante el “irse por las
ramas”, el iniciar divagaciones en torno a..., sobre que...., demostrando...
Estamos ante un claro viaje iniciático (como
el que propone Stevenson en La isla del tesoro), pero
en el que todo empieza y termina en una desolación de marcado carácter
nihilista, un viaje que es, a la vez, principio y fin, inicio y término, una
nada sólo aliviada por la memoria y sus recuerdos que lleva directamente a la
nada
Si acudiésemos para entender lo que estoy queriendo decir al ejemplo del cine
diría lo siguiente. En las novelas de McCarthy no se mueve la cámara para
obtener hermosos efectos; los planos, los encuadres son los justos y necesarios
para hacer avanzar la historia; los héroes tienen el diálogo justo para
trasladar su carácter y visión del mundo; no hay zooms, ni
travellings amanerados.... La cámara se sitúa en el mejor lugar posible
para que el espectador conecte y comprenda lo que se le cuenta, la historia. En
este sentido, La carretera se presenta a sí misma como un caso
contundente, incuestionable.
Hemos de suponer que toda la acción que presenta La carretera tiene lugar
después de una guerra nuclear en un territorio indeterminado de los EE.UU, cerca
de una costa y en un lugar de temperaturas frías y húmedas. Lo hemos de suponer
porque McCarthy no lo subraya, y deja que sean los hechos, los acontecimientos y
la puesta en escena de su relato los que den pie al lector a pensarlo. En ese
escenario de pura y radical desolación, de violencia palpable por que la
violencia lo ha arrasado absolutamente todo, un padre y su hijo pequeño, un hijo
de poco más de diez años, avanzan por una carretera cargando con unos pocos
enseres sobre sí mismos y en un simbólico carro de supermercado. No hay destino,
se trata sólo de avanzar hacia la costa, hacia el mar, tentando desde el
racional desánimo la suerte de encontrar quizá una salvación a la que poner un
nombre. Se trata de sobrevivir a lo irracional desde una racionalidad sin futuro
alguno, de seguir vivos porque no hay otra solución, de avanzar por la
desolación de una carretera desolada que sólo lleva a la más completa
desolación: la nada.
Pero este avanzar por la nada incluye además un peligro real e inminente,
brusco: topar con los escasos supervivientes que unidos en manada de alimañas
buscan a otros supervivientes con los que satisfacer las pulsiones más
primarias, incluida claro la del hambre.
Estoy seguro que en muy pocas ocasiones podré
volver a escribir que un escenario literario encarna de forma tan cruda y
perfecta la desolación metafísica en la que se desenvuelven los personajes que
por él transitan
En este escenario de ciencia ficción, y que prácticamente es el mismo de
principio al fin en el avance de la novela por la famosa carretera que le da
título, McCarthy plantea a lo largo de poco más de 200 páginas una conmovedora,
alucinante e inolvidable historia que lo es de amor filial y de amor a la pura
supervivencia, no pudiéndose entender ninguno de los dos amores sin el otro.
Con un planteamiento narrativo semejante al que tienen algunos de los más
grandes wersterns del cine americano, McCarthy sitúa a sus casi dos
únicos personajes, padre e hijo, hombre y niño, en una especie de “territorio
comanche” en el que el peligro acecha detrás de cada curva del camino, detrás de
cada árbol, de cada pequeña colina. Así, en un paisaje infernal infestado de
enemigos, los dos personajes no cabalgan juntos (como en la película de
John Ford) sino que andan juntos siendo cada uno de ellos la
razón de ser del otro, la única razón de seguir adelante. En este sentido
estamos ante un claro viaje iniciático (como el que propone
Stevenson en La isla del tesoro), pero en el que todo
empieza y termina en una desolación de marcado carácter nihilista, un
viaje que es, a la vez, principio y fin, inicio y término, una nada sólo
aliviada por la memoria y sus recuerdos que lleva directamente a la nada.
En las páginas aparecen algunos otros personajes, muy pocos y secundarios,
que vienen a apuntalar y ennegrecer de algún modo la situación del padre y del
hijo. Pero McCarthy ha creado en La carretera otro personaje de
importancia infinita, omnipresente y poderosísima, cuya presencia marca de
principio a fin todo el andamiaje de la novela. Me refiero al paisaje inhóspito,
al clima atmosférico de desazón húmeda, maloliente y fría que logra transmitir
al lector. Pocas veces la descripción, la puesta en escena de un paisaje en una
novela me ha afectado tanto, me ha hecho sobrecogerme, me ha dejado tiritando y
con una sensación de incomodidad física tan palpable como la que McCarthy plasma
en este espléndido relato. Estoy seguro que en muy pocas ocasiones podré volver
a escribir que un escenario literario encarna de forma tan cruda y perfecta la
desolación metafísica en la que se desenvuelven los personajes que por él
transitan.
La metáfora acuñada por McCarthy en La carretera es sin duda ninguna
brutal, y lo es desde cualquier punto de vista, desde el material y el
espiritual, logrando así una narración modélica, densa, cruda, sólida, sin
adornos, propia de un maestro insertado ya en la gran tradición de literatos
estadounidenses con pulso de acero e historias sin respiro. La lógica indica que
esta novela debe convertirse en guión y ser dentro de un tiempo una película con
posibilidades a cientos. El riesgo será el de acabar convirtiendo este cuento
metafísico, construido a golpe y canto de literatura recia y épica, en un
Mad Max para adolescentes en el que la desolación de la nada esté sólo
en el barro del camino, y no en el lodo del espíritu de unos tiempos en los que
la historia de La carretera puede tener muy poco de ficción.
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