No hay nada peor para las
democracias
latinoamericanas que la
llegada al
gobierno de hombres (o mujeres) que se creen predestinados
y piensan que sin ellos el futuro de su país es el desastre. Sólo ellos están en
condiciones de impulsar los cambios fundamentales que se requieren. Este defecto
no es patrimonio exclusivo de aquellos presidentes que hoy pueden ser definidos
como populistas, muy por el contrario, cruza de forma permanente y profunda las
fronteras políticas e ideológicas y afecta tanto a la izquierda como a la
derecha, a los más liberales o los más conservadores, convirtiéndose en una mala
señal de lo que ha sido la política regional.
A esto hay que agregar la
diferencia que se establece entre gobierno y poder. Con el gobierno sólo se
puede gobernar, y poco, dados los numerosos condicionantes que establecen los
distintos grupos de presión, las elites o, peor aún, las oligarquías. Para hacer
cosas, para cambiar la sociedad,
es necesario
conquistar el poder, o construir poder, en la novísima acepción de Néstor
Kirchner. Sin poder cualquier gobierno está a merced de
sus enemigos. En 1973, los peronistas de entonces tenían muy clara la distinción
existente entre ambos conceptos y así acuñaron la consigna de “
Cámpora al
gobierno,
Perón al poder”.
Es tal el desprecio por las leyes y
las normas que lo normal en los últimos 20 años ha sido cambiar las reglas de
juego, a mitad del partido, en beneficio de quien impulsa los
cambios
Es tal el
desprecio por las leyes y las normas que lo normal en los últimos 20 años ha
sido cambiar las reglas de juego, a mitad del partido, en
beneficio de quien impulsa los cambios. Si a ello sumamos la presencia de otra
tendencia omnipresente en la región, que lleva a la necesidad perentoria de
descalificar a todos los predecesores y pensar que la originalidad que vale es
la que uno aporta, y además es intransferible, la evidencia del despropósito es
manifiesta. Esto se entronca con lo que podríamos definir como el síndrome de la
reinvención permanente de la rueda.
A principios de la década de 1990 el
entonces presidente argentino
Carlos Menem tuvo la genial idea de
modificar la Constitución para permitir la reelección presidencial constitutiva
durante dos mandatos. No era algo original, ya que en 1949
Juan Domingo
Perón impulsó una iniciativa similar. Aupado en sus éxitos económicos y en
el respaldo popular,
Menem jugó fuerte y ganó. Su ejemplo no fue
patrimonio sólo de los peronistas o populistas. Un político libre de tales
sospechas, como
Fernando Henrique Cardoso cayó en la misma trampa y
modificó la Constitución brasileña de forma de poder ser reelegido. Algo similar
ocurrió con
Álvaro Uribe en Colombia. República Dominicana, Perú,
Venezuela, Bolivia o Ecuador siguieron el mismo camino.
Ningún presidente en ejercicio fue
capaz de decir que la reelección es necesaria y vamos a cambiar la Constitución
para hacerla posible, pero la medida comenzará a regir a partir de la siguiente
elección, de la que yo no me beneficiaré
No
se discute aquí la validez ni los méritos de la reelección. Lo que se pone en
cuestión es el escaso respeto por las normas observado a lo largo y ancho del
continente. Ninguno de los presidentes en ejercicio fue capaz de decir algo así
como que la reelección es necesaria y vamos a cambiar la Constitución para
hacerla posible, pero la medida comenzará a regir a partir de la siguiente
elección, de la que yo no me beneficiaré. Al revés, algunos presidentes, como
Menem o
Fujimori, intentaron forzar la interpretación en aras de ser
re-reelectos. La única excepción remarcable, y es un mérito que le honra
absolutamente, es la de
Lula, que pudiendo, por el gran respaldo popular
que tiene, modificar la Constitución brasileña para aspirar a un tercer mandato,
se resistió a hacerlo. También en Chile a nadie se le cruzó por la cabeza, quizá
por las dificultades que implica, impulsar un cambio semejante. Por el
contrario, en Uruguay,
Tabaré
Vázquez coqueteó más de una vez con la idea, aunque finalmente las
aguas volvieron a su cauce.
A su regreso del Foro Social Mundial,
celebrado en Brasil a fines de enero de 2009, donde compartió mesa con sus
colegas
Lula da Silva,
Hugo
Chávez,
Evo Morales y
Rafael
Correa, el presidente paraguayo y ex obispo
Fernando Lugo
dijo que si “Si la mayoría [del pueblo paraguayo] que vive en democracia así lo
dice y las leyes de Paraguay [lo] permiten, podría ser” que se presentara a la
reelección. De este modo se contradijo a si mismo, ya que siempre sostuvo que no
le interesaba en absoluto su reelección. En esta oportunidad también afirmó que
“en democracia hay que respetar lo que dice la mayoría y no solamente un grupito
de políticos que quiere manipular al poderoso pueblo paraguayo”. De esta forma,
Lugo hizo lo mismo que su predecesor, el tan denostado por él y los suyos
Nicanor Duarte Frutos.
Se juntan dos tendencias
contradictorias que hablan del papel central y marginal al mismo tiempo que
tiene la ley en los sistemas políticos
latinoamericanos
Cuando llegó a la
presidencia en 2003,
Duarte Frutos juraba que lo que más quería era “que
cuando deje el poder pueda por lo menos regresar a mi casa sin haber defraudado
a mi patria y defraudado a mi familia” y que la “reelección no era una obsesión
para el Presidente”. Posteriormente cambió de opinión y dijo: “La reelección es
una institución que figura en todas las democracias, desde México hasta la
Patagonia. ¿Cuál es el problema?, si finalmente el pueblo tiene que decidir si
vale o no vale la reelección”. Más allá de que la Constitución mexicana no
contempla la reelección, lo que salta a la vista es el escaso valor de las
manifestaciones de algunos políticos latinoamericanos. Por supuesto que en otras
regiones del mundo ocurre algo similar, pero aquí se acompaña con el desprecio a
las normas y las leyes.
Jornadas antes del referéndum constitucional en
Bolivia, que debía aprobar el nuevo texto legal, que entre otras tantas
innovaciones incluía la posibilidad de una sola reelección,
Evo Morales
dijo de forma rotunda: "Por más de 500 años hemos esperado y al fin hemos
recuperado el Palacio (de Gobierno), no somos inquilinos. Eso es para toda la
vida". Esta idea de
ocupar el
poder “para toda la vida”, como si la alternancia no
existiera, fue acompañada de otras dos ideas. La primera, “no estamos de paso”,
hemos llegado para quedarnos, y la segunda,
no hemos
ocupado nada que nos fuera ajeno sino que "Hemos recuperado lo que nos
correspondía". Se juntan aquí dos tendencias
contradictorias que hablan del papel central y marginal al mismo tiempo que
tiene la ley en los sistemas políticos latinoamericanos. Por un lado,
respondiendo a la vieja matriz ibérica, que vale tanto para Brasil como para las
ex colonias hispanas, la Constitución es el eje central en torno al cual gira la
vida pública. Sin embargo, para que la centralidad sea absoluta lo mejor es que
cada nuevo gobernante le otorgue su sello personal y para ello hay que elaborar
un nuevo texto. Por el otro, la pervivencia del viejo aforismo de “se acata pero
no se cumple” nos indica que las leyes son sólo una formalidad que no debe
interferir en la relación entre el dominante y los dominados. De ahí el lugar
secundario que en la mayor parte de los países tienen las instituciones y de
ahí, también, el escaso énfasis que se pone en la
construcción
institucional.