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Jorge Carrión: <i>Teleshakespeare</i> (Errata Naturae, 2011)

Jorge Carrión: Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011)

    TÍTULO
Teleshakespeare

    AUTOR
Jorge Carrión

    EDITORIAL
Errata Naturae

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-15217-01-5. Madrid, 2011. 232 páginas. 19,90 €



David P. Montesinos ha sido profesor de Filosofía de la Universidad de Valencia y su tesis versó sobre Jean Baudrillard

David P. Montesinos ha sido profesor de Filosofía de la Universidad de Valencia y su tesis versó sobre Jean Baudrillard


Reseñas de libros/No ficción
La caja no era tonta: Teleshakespeare, de Jorge Carrión (Errata Naturae, 2011)
Por David P. Montesinos, martes, 3 de enero de 2012
Somos testigos de una revolución en la cultura de masas cuyas consecuencias sería erróneo despreciar. Hablamos de la televisión, el medio masivo por excelencia durante el último medio siglo, aunque convendría no extender demasiado el tramo temporal de esa hegemonía, dada la actual omnipresencia de internet. Jorge Carrión, autor de este Teleshakespeare, que resulta ser bastante más que una guía de las teleficciones de la última década, confiesa haber pasado “los últimos cinco años viendo sistemáticamente teleseries norteamericanas. Disfrutándolas y analizándolas como un lector apasionado. Hasta entonces mis lecturas sobre televisión se reducían a autores como Theodor W.Adorno, Marshall McLuhan y Umberto Eco;…” (212). La impresionante lista bibliográfica que aporta a continuación, configurada exclusivamente por ensayos publicados no antes de 2005, confirman la hipótesis inicial: algo está pasando en el mundo del relato, y está pasando a escala universal. Su epicentro se encuentra en el medio televisivo, pero afecta a otros muchos territorios de la cultura. Ocurre en un medio de masas y puede ser ninguneado por quienes presumen de no ver nunca la tele, pero esta ingenuidad, producto de una imperdonable suficiencia intelectual, no casa demasiado con una de las citas cuyo sentido atraviesa el libro de Carrión, una frase pronunciada por David Simon -autor de esa joya que es The wire y considerado como un “creador de culto”- al hilo de las controversias en torno a su críptica serie Treme: “que se joda el espectador medio”. Así de sencillo.
Mi Rubicón particular con respecto al mundo de la teleficción lo pasé hacia 2004, cuando la cadena Cuatro estrenó la serie House. Por aquel entonces prestaba moderada atención a la primera temporada de Mujeres desesperadas, que tuvo algunas ocurrencias tan interesantes como su original opening theme, o Lost, que apuntaba a digno entretenimiento ligero en sus primeros capítulos. House es una serie destinada desde un principio a la condición de producto masivo, desde luego, pero el carácter particularmente indigesto de su protagonista, la enrevesada brillantez de sus diálogos y cierto tremendismo bien dosificado le otorgan un atractivo incuestionable, alejándola de la amabilidad de las teleseries alimenticias.

House supuso, pues, un punto de inflexión. Como el autor de Teleshakespeare, me formé con ficciones televisivas que acertaron con fórmulas sencillas y sumamente eficaces, como Starsky y Hutch o Kung Fu, o con otras con pretensión de monumentalidad, como Hombre rico, hombre pobre, Raíces o Dallas. Mi percepción del universo teleserial durante la década de los noventa es desoladora. La potencia de Los Simpsons -a la que me niego a clasificar como teleficción al uso, y no sólo por su carácter de producto de dibujos- tiene que ver mucho más con su propuesta deconstructiva y paródica, un poco como si la genial creación de Matt Groening fuera, a ojos de espectador escarmentado, la prueba concluyente de que no merecía la pena preocuparse demasiado por lo que ocurría en la imagen proyectada por los tubos catódicos. Y más en un tiempo en el que, concretamente en España, la proliferación de canales no hizo sino banalizar la oferta televisiva. El arte estaría en algún lugar, pero en ningún caso en la tele, donde la dictadura de las audiencias masivas amenazaba con arrancar de raíz cualquier propósito creativo atravesado por lenguajes arriesgados e inspiraciones corrosivas. La rancia advertencia que venían haciéndonos los intelectuales desde los años sesenta parecía gozar de su vigencia más resplandeciente: la televisión es un medio constitutivamente banal y entregado a la urgencia, el sensacionalismo y los mensajes demagógicos y facilones… Lo mejor que podemos hacer es apagarla.

Si la cultura pop ha tenido la virtud de volver de romper con el elitismo de la cultura aristocrática, lo prudente es tomar nota para perfeccionar los instrumentos del análisis cultural

Este estado de opinión, que en mi caso duró hasta hace apenas un lustro, acaso se dejó muchas cosas en el camino. No sé explicar ahora mismo por qué no seguí Seinfield, aunque sí puedo decir por qué El Príncipe de Bel Air me pareció un producto original y ocurrente pero menor y repleto de concesiones, o por qué nunca hallé en Friends o Sexo en Nueva York otra cosa que astutas representaciones más o menos disfrazadas de la cultura hegemónica, es decir, la del WASP norteamericano, a cuyo influjo, por lo visto, seguía siendo un considerable sector de la población tan incapaz de escapar como en los tiempos del Gran Hollywood.

Teleshakespeare divide su plan expositivo en dos grandes tramos. En el primero –una larga introducción a la que el autor llama astutamente “Episodio piloto”- se nos ofrece una reflexión general, y creo que sumamente reveladora, sobre las causas y las implicaciones de esa gran mutación en el mundo de los relatos a la que nos hemos referido. La osadía de nombrar a Shakespeare tiene algo de impostura asumida: el autor sabe que “Shakespeare está desenfocado”, que su presencia en este entorno ficcional que ha explosionado en los últimos años tan sólo puede intuirse en el trasfondo, y que si tratamos de reenfocarlo se pixela. Sin embargo está ahí porque la grandeza de los viejos mitos y las historias proyectadas hacia la eternidad continúan nutriendo –quizá más que nunca- los nuevos imaginarios culturales, y también porque el talento de Mathew Weiner (Mad men) o David Simon (The wire) alcanza dimensiones shakespeareanas. Pero no se trata de caer en el papanatismo de proclamar que han vuelto los clásicos y que por fin -aunque esto tenga mucho de verdad- el medio televisivo ha encontrado a sus mesías y, por consiguiente, su edad de oro. Lo que propone Carrión es saber reconocer que “los Grandes Temas no existen sin sus infinitas encarnaciones históricas” (57). Los personajes de Shakespeare proyectan el genio de su creador hacia la eternidad, siglos después de existir siguen apareciéndose en nuestros sueños, pero hay demasiadas cosas en Don Draper, Tony Soprano, McNulty o Dexter que no están contenidas en Shylock, Hamlet, Antígona o Edipo, por más que los valores que encontramos en estos héroes clásicos tengan vocación de eternidad. Se trata en suma de reconocer los trazos que hacen posible la construcción de los sujetos en un tiempo determinado. La perspicacia de esta empresa justifica sobradamente la aparición de este libro y, por lo que explicaré a continuación, también su lectura.

Corresponde entrar al análisis con algunas reservas. Presentimos la alargada sombra de Umberto Eco, quien ya nos avisó en Apocalípticos e integrados, sobre los riesgos de asumir acríticamente la brecha entre la high y la low culture. Si la cultura pop ha tenido la virtud de volver de romper con el elitismo de la cultura aristocrática, lo prudente es tomar nota para perfeccionar los instrumentos del análisis cultural, en ningún caso para entregarse a la celebración indiscriminada de cualquier producto de masas, lo que sería aún más peligroso que despreciarla de partida y en su totalidad.

Lo primero que debemos entender es que el espectador de teleseries es mucho más que el típico consumidor pasivo con el que solemos ridiculizar la figura del televidente

La teleficción tiene, como el cine, una genealogía que conviene identificar. Si en el modo de representación que institucionalizó el cine clásico es esencial la influencia de la novela decimonónica, lo que se percibe en la configuración del lenguaje televisivo es una múltiple convergencia, de tal manera que encontramos tanto los rastros de la narración cinematográfica, ya sobradamente consolidada a mediados de siglo, como los estilos del cabaret, la textura de los anuncios publicitarios o las técnicas del teatro y la prensa. Esa capacidad del medio televisivo para entrar en diálogo con otras esferas expresivas es probablemente la causa de su desprestigio, pero acaso hayamos de replantearnos lo que se perfila como un simple prejuicio. Hoy la teleficción se relaciona con el cine desde el procedimiento de los vasos comunicantes, lo cual sucede en las dos direcciones. Esto último, es decir, que el cine de masas –no evidentemente el cine de autor- se nutra de elementos de la cultura televisual es novedoso, y nos ayuda a explicar esa mutación que da sentido a este ensayo. “Las teleseries norteamericanas han ocupado, durante la primera década del siglo XXI, el espacio de representación que durante la segunda mitad del siglo XX fue monopolizado por el cine de Hollywood.” (13)

De ello Los Soprano es el ejemplo más redondo: parece una película de Scorsese o Coppola, pero sólo lo parece, en realidad juega a parecerse, de ahí que alguno de sus personajes desate la risa de los demás hampones por sus ridículas imitaciones de Mike Corleone. Podemos asumir las estructuras de Tarantino o las técnicas de Hitchcock, pero aquellos modelos narrativos, como los de la novela por entregas del XIX, cuya influencia es incuestionable, se someten ahora a procesos que le son ajenos, como el zapping o el rebobinado, sin olvidarnos de otros que ni siquiera la propia televisión había previsto, y que, como el trasvase acelerado de los paquetes informativos y los spoilers o el hipertexto, están adiestrando a las nuevas generaciones de consumidores en formas de mirar completamente novedosas.

No nos equivoquemos, este proceso no es interno al lenguaje artístico, no es un solo un trasvase de estilos ni un saqueo más o menos desconsiderado de las invenciones de la competencia… Lo que de verdad tiene las teleseries a su remolque es la realidad. ¿Qué nos creíamos? Quienes insisten más de la cuenta en esa panoplia de la intertextualidad -¿hemos contemplado últimamente alguna obra de arte que no sea “intertextual”?- parecen olvidar que ningún texto inspira tanto como la realidad. Es, en suma, el marco histórico, con sus conflictos, sus imposiciones, sus urgencias y su colosal riqueza el que abre las mentes de los creadores, incluso de los más herméticos, y también el que permite al analista leer correctamente lo que está cruzando por nuestra mirada.

El espectador de ficción televisiva es, antes incluso que consumidor de televisión, un internauta, y su capacidad de proyección de significaciones al ciberespacio multiplica el efecto de la mercancía que consume

Vuelta a Los Soprano: se empezó a emitir en 1999 y concluyó en 2007: “…estuvo en pantalla en la fase final de la presidencia de Bill Clinton (marcada por el caso Lewinsky) y durante gran parte de los dos mandatos de George Bush (con sus mentiras para justificar invasiones) Unos años en que la verdad estuvo más reñida que nunca con el poder político.” (147) En esto no hay novedad: las teleseries estuvieron siempre condicionadas por el marco histórico dentro del cual crecieron. Objetivamos fácilmente estas condiciones cuando se nos recuerda que Lou Grant apareció en la época en que la prensa había rescatado los valores fundacionales de la libertad en Norteamérica tras luchar contra los poderes fácticos en el Caso Watergate; o que Magnum o El Equipo A eran veteranos del Vietnam. Esta capilaridad entre la realidad real y la ficción es perfectamente aplicable al estudio del estrés pos-traumático del 11-S en Sin rastro o CSI Nueva York, el New Orleans posterior al Katrina en Treme, o la corrupción y la burbuja financiera en The good wife.

Pero éstas son condiciones contextuales objetivas y fácilmente identificables; las que de verdad importan al investigador –y en eso debe ser elogiado por su rigor- son mucho más difusas y abstractas, pero, quizá por ello, también más relevantes.

Hablemos de ellas. Vivimos el momento más expansivo de la comunicación, una era global, productora de toda suerte de sinergias y mestizajes, donde la hegemonía cultural se resuelve en el poder sobre las plataformas de representación. Es posible que The wire o Carnivàle no capturen las audiencias masivas ni, por tanto, la publicidad de un Mundial de fútbol, pero es la cadena que las emite, la HBO, la que ha conseguido rodearse del aura de distinción que separa lo exquisito de lo vulgar. Lo primero que debemos entender es que el espectador de teleseries es mucho más que el típico consumidor pasivo con el que solemos ridiculizar la figura del televidente. El espectador de ficción televisiva es, antes incluso que consumidor de televisión, un internauta, y su capacidad de proyección de significaciones al ciberespacio multiplica el efecto de la mercancía que consume. A través de los foros de la Red comentamos, analizamos, criticamos, incluso exigimos... No somos simples espectadores, y no sólo porque interpretemos la serie y lo comuniquemos, sino porque también distribuimos la serie misma y sus extras. Todos traficamos con la serie, todos estamos pirateando porque Mad men ya no es sólo ese capítulo que se emite semanalmente durante cinco años y que ha gestado un equipo de profesionales. Hay toda una comunidad en torno a una serie de calidad, por eso toda buena serie es ya necesariamente “de culto”.

Cada vez resulta más difícil encontrar en el cine acomodo para las ficciones creíbles, es decir, aquellas que nos informan sobre la complejidad de la vida humana sin maniqueísmos simplistas ni efectismos grandilocuentes

Es obligado establecer conclusiones: “En ciertas ocasiones el arte popular ha coincidido con el mejor arte de su época. No hay más que pensar en Lope de Vega, en Honoré de Balzac o en John Ford. La ficción popular necesita de una estructura industrial de producción y de distribución. Particularmente el teatro, el cine, el videojuego y la televisión, cuya creación, puesta en escena y circulación precisan de inversiones considerables. No sólo en lo que respecta a su estado central (la obra), sino en el resto de manifestaciones paralelas del producto (los tráilers, las páginas web oficiales y aprócrifas, los blogs de los personajes o de los asesores, las versiones en cómic, en animación o en videojuego, o viceversa.” (51)

Merece mucho la pena leer este libro tan oportuno y necesario. Tiene un plan, sabe lo que quiere contar y por qué. Exhibe rigor metodológico, puesto que carga de principio a fin con las pautas de lectura que explícitamente ha asumido desde el inicio. Sabe que el mayor de sus riesgos es el de la sobreinterpretación –forzar al artefacto cultural a que signifique lo que nosotros queremos que signifique-, y lo elude con prudencia y honestidad. Creo que, acaso por miedo a quebrar la fortaleza del discurso –como si temiera traicionarse a sí mismo- escapa al deber de atacar a la televisión de masas, algunas de cuyas pautas están mutando en este terreno tan significativo de las teleseries de calidad, pero la mayoría de las cuales siguen fomentando un consumo pasivo e idiotizante. No estoy seguro de que el texto sea suficientemente meticuloso a la hora de separar al puro mirón de imágenes, que acepta acríticamente lo que le ofrecen, de ese espectador interactivo y selecto que ama a Don Draper o McNulty. Esa benignidad respecto a las contradicciones del medio televisivo puede asociarse a la ausencia, que se hace notar en el ensayo, de alusiones al marco socioeconómico que pueden explicar la mutación cultural que da sentido a su discurso. ¿Qué condiciones determinan que una cadena de televisión ya no pretenda audiencias masivas? ¿Qué parte de “economía sumergida” –la piratería, claro- tiene que ver con el fenómeno que se nos describe? ¿Por qué los Shakespeare actuales -es decir, los guionistas de las teleseries, los adorados y los de infantería- se pusieron en huelga hace un par de años y estuvieron a punto de provocar una hecatombe mediática? Quizá es la lectura del texto de Carrión la que suscita en mí todas estas preguntas, por lo que acaso sea injusto exigirle más de lo que el plan de la obra puede albergar. En todo caso, ello da a pensar en una futura y próxima incursión editorial del propio autor sobre estas cuestiones.

Añadiría alguna notable ausencia en el catálogo de “Telenovelas” sobre las que diserta específicamente. No voy a referirme a El Príncipe de Bel Air, Ally McBeal o Twin peaks, pues quedan ya algo fuera del marco temporal propuesto por Carrión, que es de la primera década del siglo XXI, pero creo que House merece algo más que media docena de alusiones a vuela pluma. Claro que aquí quizá influyan en exceso las preferencias personales. Me refiero a las mías, por supuesto.

Como advertimos en cierto diálogo reproducido de la serie Daños y perjuicios, cada vez resulta más difícil encontrar en el cine acomodo para las ficciones creíbles, es decir, aquellas que nos informan sobre la complejidad de la vida humana sin maniqueísmos simplistas ni efectismos grandilocuentes. En plena época de Avatar o 300, la tele exhibe músculo y osadía para ofrecernos una serie como En terapia, donde tan solo hay unos tipos de mediana edad y semblante depresivo sentados que hablan contando sus sufrimientos... Y resulta que lo preferimos. Ha llegado el momento de reivindicar el lenguaje narrativo de la teleserie. No se trata de volver al sofá, se trata, en cierto modo, de recuperar el espíritu del buen lector de novelas.

(Debate en torno a la serie Los Soprano y la nueva teleficción del siglo XXI en el Blog de Justo Serna, hasta el día 9 de enero, y en el Blog de David P. Montesinos: post "Ficcicón cuántica", 6-1-2012)

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    La cabeza del profesor Dowell, de Aleksandr R. Beliáiev (por Ana Matellanes García)
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