Ocho historias componen
Tierra desacostumbrada. La mayoría son
narraciones largas, de entre cuarenta y cincuenta páginas cada una. Las cinco
primeras, de notable calidad, ocupan dos terceras partes de la obra. Las tres
restantes aparecen agrupadas bajo un hilo conductor común: la relación y los
encuentros que dos personas mantienen en diferentes momentos de sus vidas. Se
trata, pues, de relatos de larga extensión, más parecidos a los capítulos de una
novela que al tipo de narración corta al que quizá estemos acostumbrados. Y sin
embargo, esa larga extensión no sólo está justificada, sino que resulta
fundamental para la consecución del efecto buscado en cada una de las historias.
El objetivo que
Jhumpa
Lahiri persigue en
Tierra desacostumbrada es
verdaderamente complejo y difícil de lograr: explicar y transmitir sentimientos.
Esa es una tarea que requiere un tiempo, un espacio y una atmósfera adecuada,
más aún tratándose del tipo de emociones que busca expresar Lahiri. De ahí la
longitud de los relatos, narraciones por otro lado tan variadas como la visita
de un padre a su hija –ya casada y con hijos- tras el reciente fallecimiento de
la madre; la vida de una mujer dedicada a su marido y a su casa y el tremendo
dolor que esconde; el corto fin de semana que un matrimonio de mediana edad pasa
en un hotel con motivo de la celebración de una boda a la que han sido
invitados; la peculiar relación que a lo largo de los años mantienen dos
hermanos unidos por el afecto, pero separados por algo más que la distancia o el
vínculo que se establece entre dos compañeros de piso y el dilema moral al que
uno de ellos tiene que hacer frente.
Jhumpa Lihori transmite con
convicción y credibilidad esos sentimientos que constriñen y ahogan a sus
personajes, logrando que los sintamos como propios. Aunque en realidad lo que
consigue es que los reconozcamos
Estas
historias, en las que se habla de situaciones más bien cotidianas, se
desarrollan con sosiego, mostrando de forma natural las relaciones humanas,
apasionadas y tensas, afectuosas y tirantes, repletas de sentimientos
enfrentados y pasiones contenidas que en cualquier momento pueden estallar y que
de hecho estallan. De repente, casi sin darnos cuenta, vamos leyendo y nuestro
pulso se acelera. Intuimos que va a pasar algo, pero no sabemos qué. Es entonces
cuando toda esa corriente subterránea de pasiones y odios, de rencores y
afectos, sale a la superficie como un torrente, como el magma de una erupción
volcánica: ya no hay marcha atrás. Para bien o para mal, las tensiones explotan
y la relación ya no vuelve a ser la misma: el rencor se aplaca o se exacerba, el
amor termina o se refuerza, la pérdida se supera, la confianza se pierde.
Jhumpa Lihori transmite con convicción y credibilidad esos sentimientos
que constriñen y ahogan a sus personajes, logrando que los sintamos como
propios. Aunque en realidad lo que consigue es que los
reconozcamos. Que
los recordemos, que los volvamos a experimentar. En este sentido quizá sea el
primer relato, el que da nombre al libro, el que mejor condensa las virtudes y
los motivos de la escritura de la autora a pesar de que éste texto sea el único
en el que la situación no estalla, el único en el que las pasiones que atenazan
a los personajes permanecen sumergidas, sin salir a la superficie. Aun así,
todas las historias, aunque distintas, poseen aspectos en común, motivos que de
una u otra forma se repiten en cada una de ellas y que van más allá del hecho de
que sus protagonistas sean inmigrantes bengalíes asentados en los Estados
Unidos.
Siempre hay algo en el otro que desconocemos y que nos puede
sorprender, decepcionar o cautivar. Los relatos de Lahiri no sólo reproducen con
inusitada habilidad el laberinto de las relaciones afectivas, sino que a la vez
ponen de manifiesto la imposibilidad de comprender plenamente los motivos del
otro: la confianza, el amor, la pasión o el odio suplen de algún modo esa falta
de información. Es precisamente la conciencia de que nunca vamos a conocer
plenamente a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestro hermano o hermana, a
nuestro marido o esposa; es esa idea la que, a la vez que nos turba, nos
ilusiona, nos permite seguir viviendo, mantener la fascinación o el aprecio por
la persona querida.
El abandono de las raíces, la marcha
hacia tierra desacostumbrada, aparece en los relatos en forma de tensión entre
padres e hijos, principalmente
La inmigración
es asunto que abordan las páginas de
Tierra desacostumbrada. El
abandono de las raíces, la marcha hacia tierra desacostumbrada, aparece en los
relatos en forma de tensión entre padres e hijos, principalmente. Se trata de un
choque inevitable que hay que gestionar con inteligencia y prudencia, pues de
otro modo el riesgo de desastre es muy elevado. Aunque los diferentes
narradores casi siempre adopta el punto de vista de personas jóvenes o de
mediana edad que prácticamente forman parte de esa segunda generación de
inmigrantes bengalíes, todos ellos mantienen, de una u otra forma, una relación
tensa con sus progenitores. Mientras éstos, de clase más bien alta y con
estudios universitarios en la India, tuvieron casi que empezar de cero y
trabajar duro una vez emigraron a los Estados Unidos, aquéllos, sus hijos,
nacidos la mayoría en el nuevo continente, no sienten ese apego por la tierra de
la que provienen sus padres y han abandonando sus tradiciones, sintiéndose más
norteamericanos que bengalíes.
Son dos generaciones irremediablemente
separadas, distanciadas por algo parecido a un abismo. Un abismo concretado
en las enormes expectativas que los padres van a volcar en sus hijos. El
elevado nivel de exigencia, el querer que los hijos cumplan los deseos de los
padres y no los suyos propios, sólo conduce, en el mejor de los casos, a la
decepción en los progenitores y a la culpa por no estar a la altura en los
hijos, y lo único que se consigue es abrir más la brecha que separa a unos y a
otros.
Aquellos que abandonan su país de nacimiento pretenden que sus
descendientes, nacidos en otro lugar, mantengan sus tradiciones y costumbres
cuando ellos mismos, de alguna manera, ya han renunciado a ellas. Los otros, por
su lado, cargan con ese peso familiar que generalmente rechazan y no entienden,
sencillamente porque no es su vida. Los unos intentando diferenciarse de sus
progenitores, asfixiados por una presión que puede causar estragos; los otros,
temerosos de que sus hijos o sus nietos, gozando de la comodidad y las
facilidades que proporciona el mundo occidental, acaben pensando que a nadie
deben nada.
Todos estos temores, que encuentran voz en las narraciones
de Lahiri, son variaciones, al fin y al cabo, del tema central de los relatos,
una corriente subterránea que los atraviesa a todos y que nos parte a
nosotros mismos por la mitad, pues es un pesar inherente a la existencia humana.
Se trata de encajar la pérdida y asumirla, de aceptarla como algo propio del
destino humano. Hablo de la pérdida de la madre, del hermano, o del amor, pero
también de la juventud, la confianza o la inocencia, del pasado, las raíces o
las oportunidades. Son pérdidas que nos acompañan a lo largo de la vida, que nos
trastocan y nos cambian, que nos marcan y de las que no nos vamos a poder
desprender, pues nuestra existencia es un perpetuo vagar por tierras
desacostumbradas.