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    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco". En 2010 publicó The Economic Repercussions of Terrorism, coeditado con Thomas Baumert, y La España fragmentada (Editorial Encuentro)



Profesor Andrés Rodríguez-Pose (London School of Economics and Political Science)

Profesor Andrés Rodríguez-Pose (London School of Economics and Political Science)


Tribuna/Tribuna libre
El dividendo económico de la descentralización: una crítica al Estado autonómico en España
Por Mikel Buesa, martes, 1 de marzo de 2011
Desde el decenio de los setenta se han registrado en numerosos países del mundo procesos de descentralización política que han dado lugar a diferentes grados de autonomía en sus regiones. Ello se ha plasmado tanto en los países que ya disponían de una estructura federal —tal es el caso de Estados Unidos, Alemania, México, Brasil o la India—, como en los que partían de un Estado unitario y centralizado —según ha ocurrido en Bélgica y España— o en los que estaban débilmente regionalizados —como Italia—. Y lo mismo se puede señalar, aunque ya en los años noventa, para los países del viejo bloque soviético, en los que el cambio de régimen y, en su caso, la independencia con respecto a alguna de las antiguas construcciones nacionales —la URSS, Yugoslavia o Checoslovaquia— también se acompañó de un aumento en el reconocimiento de competencias a las entidades políticas subnacionales.
Este movimiento descentralizador estuvo impulsado por razones políticas que muchas veces se sustentaban en movimientos y partidos nacionalistas deseosos de ver reconocida su singularidad y plasmarla en una clara diferenciación de su territorio con respecto a los demás. Asimismo, a favor de la descentralización se esgrimieron poderosos argumentos de carácter económico —procedentes en su mayor parte de la teoría del federalismo fiscal— de los que se desprendía la promesa de un dividendo asociado a la autonomía, pues se postulaba que ésta daría lugar a un mayor progreso de la sociedad y a un mayor bienestar de sus habitantes. En España, tales argumentos se han repetido con asiduidad —y siguen proclamándose actualmente— ofreciendo una visión angélica del Estado de las Autonomías y atribuyéndole a éste todos los méritos del desarrollo económico. Por ello, creo que es importante revisarlos ahora que, en virtud de la crisis financiera, se ha puesto en evidencia la fragilidad de las Administraciones Públicas descentralizadas.

La idea básica de los defensores de la descentralización es que ésta, además de satisfacer las demandas políticas, propicia una eficiencia en el gasto público mayor que la que se desprende de los Estados centralistas. Ello significa que, con la transferencia de competencias a los entes territoriales, se pueden ofertar servicios públicos a un menor coste debido a diferentes tipos de razones: por un parte, se señala que los gobiernos locales tienen una capacidad mayor para adaptar esos servicios a las necesidades de los ciudadanos; además, esos gobiernos, al estar más cerca de la sanción política de la población, son más responsables y transparentes; y, por último, se sostiene que, puesto que los ciudadanos pueden elegir su lugar de residencia, tratarán de domiciliarse en aquellos sitios que les garanticen un mayor rendimiento a sus impuestos, de manera que votando con los pies obligarán a los gobernantes a ser eficientes.

Los trabajos del profesor Rodríguez-Pose han mostrado en el caso de España la influencia del vaciamiento autonómico del Estado sobre el crecimiento regional ha sido nula, lo que pone en cuestión la idea, muy difundida, de que el Estado de las Autonomías ha sido el elemento central de nuestro desarrollo durante las tres últimas décadas

Sin embargo, los economistas, como es bien sabido, siempre le buscan tres pies al gato y, por ello, también ha habido quienes han expuesto contra-argumentos a las excelencias de la autonomía regional o local. De esta manera, se ha dicho que el Estado centralista puede ser más eficiente que el regionalizado si en la provisión de los servicios públicos hay economías de escala —o sea, tienen lugar reducciones en los costes medios cuanto más grande es el tamaño de dicha provisión—; si hay dificultades para definir las competencias de los distintos niveles de la Administración sin que tenga lugar un solapamiento entre ellos; si, además, en el ámbito local hay mayores oportunidades para la corrupción; y si, por último, los gobiernos regionales operan con restricciones de presupuesto blando, lo que viene a significar que no se ven sancionados si incurren en déficits fiscales porque, sencillamente, es el Estado el que acaba haciéndose cargo de ellos.

Parecería como si estos últimos argumentos hubiesen sido escritos pensando en la situación española, pues, en efecto, en los servicios públicos que se encuentran bajo la responsabilidad de nuestras Comunidades Autónomas hay economías de escala —por ejemplo, ello ocurre en la sanidad, donde, según ha recordado recientemente el Consejo Económico y Social «se estima en medio millón de habitantes el umbral mínimo … para ofrecer asistencia … en términos de eficiencia económica», lo que deja fuera de ésta a tres de nuestras entidades regionales y sitúa en el límite a otras dos—. Además, el ámbito competencial autonómico es difuso tanto porque la Constitución no lo dejó bien definido, como porque el Tribunal Constitucional no lo ha limitado. Por otra parte, que la corrupción es mucho más frecuente en el ámbito de los subniveles de gobierno que en el del Estado, lo dejó claro el Fiscal General cuando, en una intervención que tuvo lugar en la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados, en 2009, señaló que en aquel momento había abiertos 700 procedimientos contra cargos públicos —264 del PSOE, 200 del PP, 43 de Coalición Canaria, 30 de CiU, 24 del Partido Andalucista, 20 de IU, 17 del GIL, 7 de Unión Mallorquina, 5 de ERC, 3 del Bloque Nacionalista Gallego, 3 del PNV y uno de Eusko Alkartasuna, además de otros varios de partidos de carácter local— y que todos esos pleitos se correspondían con casos planteados con respecto a los gobiernos autonómicos —citándose los de Madrid, Andalucía, Baleares y la Comunidad Valenciana— o relacionados con «alcaldes y concejales de ciudades grandes y de pequeños pueblos». Y, finalmente, que nuestras Administraciones regionales y locales operan con restricciones de presupuesto blando lo han evidenciado tanto el Plan E de obras municipales como la reciente decisión del Gobierno de Zapatero para relajar las exigencias de equilibrio presupuestario y de endeudamiento en las Comunidades Autónomas.

La economía teórica sobre estos asuntos no ha dado, en definitiva, una respuesta unívoca a la cuestión de la descentralización y, por tanto, no ha dejado claro que de ésta habría de derivarse necesariamente un dividendo económico. Por ello, para comprobar las supuestas bondades de la autonomía en los niveles de gobierno territorial no queda más remedio que recurrir a los estudios empíricos. No han sido muchos los investigadores que se hayan embarcado en esta tarea, pues seguramente no parecía políticamente correcto comprobar si, en efecto, como se sostiene por los partidos y grupos de presión nacionalistas o regionalistas, los ciudadanos son los primeros beneficiarios del dividendo aludido. Pero, en todo caso, sí se dispone de algunos trabajos valiosos al respecto, buena parte de ellos realizados por el profesor Andrés Rodríguez-Pose de la London School of Economics and Political Science.

En resumen, no parece que, desde la perspectiva que ofrece la economía, quepa atribuir grandes ventajas al Estado autonómico. Más bien el balance que ofrecen las ya más de tres décadas de descentralización en España es bastante desalentador, pues el aumento de la autonomía en las regiones no ha ayudado a su crecimiento ni ha servido para acortar las importantes desigualdades territoriales que revela la distribución de la renta

Las conclusiones de Rodríguez-Pose después de haber estudiado numerosos casos nacionales en los que la transferencia de competencias a las regiones durante las últimas décadas ha sido creciente, no pueden ser más clarificadoras: «los cambios en el nivel de descentralización —señala en uno de sus trabajos— son, en el mejor de los casos, irrelevantes en la determinación de los resultados económicos de las regiones». Y añade que en algunos países ha sido, incluso, contraproducente. De ahí que afirme con rotundidad que «la ausencia del dividendo económico de la descentralización es evidente».

Los trabajos del profesor Rodríguez-Pose han mostrado, de esta manera, que la transferencia de competencias a las regiones no ha coadyuvado a un mayor desarrollo económico de éstas. En el caso de España, más concretamente, la influencia del vaciamiento autonómico del Estado sobre el crecimiento regional ha sido nula, lo que pone en cuestión la idea, muy difundida, de que el Estado de las Autonomías ha sido el elemento central de nuestro desarrollo durante las tres últimas décadas. Una de las causas esenciales que ha contribuido a este resultado ha sido que, con la descentralización, el gasto corriente de los gobiernos regionales —impulsado por una insensata carrera de creación de empleos en el sector público— ha crecido muy por encima de su gasto de capital, con lo que la autonomía no ha servido suficientemente para dar énfasis a la acumulación del factor más escaso en la economía española.

Señalemos para terminar que nuestro autor destaca, asimismo, que la descentralización tampoco ha ayudado a configurar una mayor equidad territorial en el reparto espacial de la actividad económica y, por tanto, no se ha plasmado en un acercamiento de los niveles de renta por habitante entre las regiones. Esta ausencia de convergencia regional ha sido especialmente llamativa en los países de la Unión Europea, donde cuanto mayor ha sido la integración económica, más elevado ha sido el dinamismo de las regiones ricas de cada uno de los Estados miembros con respecto a las menos aventajadas. Y España no ha escapado a esta pauta general.

En resumen, no parece que, desde la perspectiva que ofrece la economía, quepa atribuir grandes ventajas al Estado autonómico. Más bien el balance que ofrecen las ya más de tres décadas de descentralización en España es bastante desalentador, pues el aumento de la autonomía en las regiones no ha ayudado a su crecimiento —aunque sí haya creado un hipertrofiado sector público que, ahora, con la crisis, se evidencia como una rémora— ni ha servido para acortar las importantes desigualdades territoriales que revela la distribución de la renta. Ello cabe atribuirlo principalmente a que el reparto geográfico del poder político —debido a las insuficientes limitaciones constitucionales para su ejercicio— ha servido más para satisfacer los intereses oligárquicos locales que para impulsar los factores del desarrollo regional. En consecuencia, no sería insensato que los actores políticos se empezaran a tomar en serio la necesidad de redefinir la organización territorial del Estado, remodelando el ámbito competencial de las Comunidades Autónomas y, sobre todo, estableciendo restricciones para que el poder autonómico se sujete a pautas bien definidas de coordinación nacional y de lealtad institucional, a la vez que se instala en una senda de gasto equilibrada con sus ingresos fiscales. 
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