Este movimiento descentralizador estuvo impulsado por razones políticas que
muchas veces se sustentaban en movimientos y partidos nacionalistas deseosos de
ver
reconocida su
singularidad y plasmarla en una clara diferenciación de su
territorio con respecto a los demás. Asimismo, a favor de la descentralización
se esgrimieron poderosos argumentos de carácter económico —procedentes en su
mayor parte de la teoría del federalismo fiscal— de los que se desprendía la
promesa de un
dividendo asociado a la autonomía, pues se postulaba que
ésta daría lugar a un mayor progreso de la sociedad y a un mayor bienestar de
sus habitantes. En España, tales argumentos se han repetido con asiduidad —y
siguen proclamándose actualmente— ofreciendo una visión angélica del Estado de
las Autonomías y atribuyéndole a éste todos los méritos del desarrollo
económico. Por ello, creo que es importante revisarlos ahora que, en virtud de
la
crisis financiera, se ha puesto en evidencia la fragilidad
de las
Administraciones
Públicas descentralizadas.
La idea básica de los
defensores de la descentralización es que ésta, además de satisfacer las
demandas políticas, propicia una eficiencia en el gasto público mayor que la que
se desprende de los Estados centralistas. Ello significa que, con la
transferencia de competencias a los entes territoriales, se pueden ofertar
servicios públicos a un menor coste debido a diferentes tipos de razones: por un
parte, se señala que los gobiernos locales tienen una capacidad mayor para
adaptar esos servicios a las necesidades de los ciudadanos; además, esos
gobiernos, al estar más cerca de la sanción política de la población, son más
responsables y transparentes; y, por último, se sostiene que, puesto que los
ciudadanos pueden elegir su lugar de residencia, tratarán de domiciliarse en
aquellos sitios que les garanticen un mayor rendimiento a sus impuestos, de
manera que
votando con los pies obligarán a los gobernantes a ser
eficientes.
Los trabajos del profesor
Rodríguez-Pose han mostrado en el caso de España la influencia del vaciamiento
autonómico del Estado sobre el crecimiento regional ha sido nula, lo que pone en
cuestión la idea, muy difundida, de que el Estado de las Autonomías ha sido el
elemento central de nuestro desarrollo durante las tres últimas
décadas
Sin embargo, los economistas, como es
bien sabido, siempre le buscan tres pies al gato y, por ello, también ha habido
quienes han expuesto contra-argumentos a las excelencias de la autonomía
regional o local. De esta manera, se ha dicho que el Estado centralista puede
ser más eficiente que el regionalizado si en la provisión de los servicios
públicos hay economías de escala —o sea, tienen lugar reducciones en los costes
medios cuanto más grande es el tamaño de dicha provisión—; si hay dificultades
para definir las competencias de los distintos niveles de la Administración sin
que tenga lugar un solapamiento entre ellos; si, además, en el ámbito local hay
mayores oportunidades para la corrupción; y si, por último, los gobiernos
regionales operan con
restricciones de presupuesto blando, lo que viene a
significar que no se ven sancionados si incurren en déficits fiscales porque,
sencillamente, es el Estado el que acaba haciéndose cargo de ellos.
Parecería como si estos últimos argumentos hubiesen sido escritos
pensando en la situación española, pues, en efecto, en los servicios públicos
que se encuentran bajo la responsabilidad de nuestras Comunidades Autónomas hay
economías de escala —por ejemplo, ello ocurre
en la
sanidad, donde, según ha recordado recientemente el
Consejo
Económico y Social «se estima en medio millón de habitantes el
umbral mínimo … para ofrecer asistencia … en términos de eficiencia económica»,
lo que deja fuera de ésta a tres de nuestras entidades regionales y sitúa en el
límite a otras dos—. Además, el ámbito competencial autonómico es difuso tanto
porque la Constitución no lo dejó bien definido, como porque el Tribunal
Constitucional no lo ha limitado. Por otra parte, que la corrupción es mucho más
frecuente en el ámbito de los subniveles de gobierno que en el del Estado, lo
dejó claro el Fiscal General cuando, en una intervención que tuvo lugar en la
Comisión
de Justicia del Congreso de los Diputados, en 2009, señaló que en
aquel momento había abiertos 700 procedimientos contra cargos públicos —264 del
PSOE, 200 del PP, 43 de Coalición Canaria, 30 de CiU, 24 del Partido
Andalucista, 20 de IU, 17 del GIL, 7 de Unión Mallorquina, 5 de ERC, 3 del
Bloque Nacionalista Gallego, 3 del PNV y uno de Eusko Alkartasuna, además de
otros varios de partidos de carácter local— y que todos esos pleitos se
correspondían con casos planteados con respecto a los gobiernos autonómicos
—citándose los de Madrid, Andalucía, Baleares y la Comunidad Valenciana— o
relacionados con «alcaldes y concejales de ciudades grandes y de pequeños
pueblos». Y, finalmente, que nuestras Administraciones regionales y locales
operan con restricciones de presupuesto blando lo han evidenciado tanto el Plan
E de obras municipales como la reciente decisión del Gobierno de Zapatero para
relajar las exigencias de equilibrio presupuestario y de endeudamiento en las
Comunidades Autónomas.
La economía teórica sobre estos asuntos no ha
dado, en definitiva, una respuesta unívoca a la cuestión de la descentralización
y, por tanto, no ha dejado claro que de ésta habría de derivarse necesariamente
un
dividendo económico. Por ello, para comprobar las supuestas bondades
de la autonomía en los niveles de gobierno territorial no queda más remedio que
recurrir a los estudios empíricos. No han sido muchos los investigadores que se
hayan embarcado en esta tarea, pues seguramente no parecía políticamente
correcto comprobar si, en efecto, como se sostiene por los partidos y grupos de
presión nacionalistas o regionalistas, los ciudadanos son los primeros
beneficiarios del dividendo aludido. Pero, en todo caso, sí se dispone de
algunos trabajos valiosos al respecto, buena parte de ellos realizados
por el
profesor Andrés Rodríguez-Pose de la London School of
Economics and Political Science.
En resumen, no parece que, desde la
perspectiva que ofrece la economía, quepa atribuir grandes ventajas al Estado
autonómico. Más bien el balance que ofrecen las ya más de tres décadas de
descentralización en España es bastante desalentador, pues el aumento de la
autonomía en las regiones no ha ayudado a su crecimiento ni ha servido para
acortar las importantes desigualdades territoriales que revela la distribución
de la renta
Las conclusiones de
Rodríguez-Pose después de haber estudiado numerosos casos nacionales en los que
la transferencia de competencias a las regiones durante las últimas décadas ha
sido creciente, no pueden ser más clarificadoras: «los cambios en el nivel de
descentralización —señala en uno de sus trabajos— son, en el mejor de los casos,
irrelevantes en la determinación de los resultados económicos de las regiones».
Y añade que en algunos países ha sido, incluso, contraproducente. De ahí que
afirme con rotundidad que «la ausencia del
dividendo económico de la
descentralización es evidente».
Los trabajos del profesor Rodríguez-Pose
han mostrado, de esta manera, que la transferencia de competencias a las
regiones no ha coadyuvado a un mayor desarrollo económico de éstas. En el caso
de España, más concretamente, la influencia del vaciamiento autonómico del
Estado sobre el crecimiento regional ha sido nula, lo que pone en cuestión la
idea, muy difundida, de que el Estado de las Autonomías ha sido el elemento
central de nuestro desarrollo durante las tres últimas décadas. Una de las
causas esenciales que ha contribuido a este resultado ha sido que, con la
descentralización, el gasto corriente de los gobiernos regionales —impulsado por
una insensata carrera de creación de empleos en el sector público— ha crecido
muy por encima de su gasto de capital, con lo que la autonomía no ha servido
suficientemente para dar énfasis a la acumulación del factor más escaso en la
economía española.
Señalemos para terminar que nuestro autor destaca,
asimismo, que la descentralización tampoco ha ayudado a configurar una mayor
equidad territorial en el reparto espacial de la actividad económica y, por
tanto, no se ha plasmado en un acercamiento de los niveles de renta por
habitante entre las regiones. Esta ausencia de convergencia regional ha sido
especialmente llamativa en los países de la Unión Europea, donde cuanto mayor ha
sido la integración económica, más elevado ha sido el dinamismo de las
regiones
ricas de cada uno de los Estados miembros con respecto a
las menos aventajadas. Y España no ha escapado a esta pauta general.
En
resumen, no parece que, desde la perspectiva que ofrece la economía, quepa
atribuir grandes ventajas al Estado autonómico. Más bien el balance que ofrecen
las ya más de tres décadas de descentralización en España es bastante
desalentador, pues el aumento de la autonomía en las regiones no ha ayudado a su
crecimiento —aunque sí haya creado un hipertrofiado sector público que, ahora,
con la crisis, se evidencia como una rémora— ni ha servido para acortar las
importantes
desigualdades territoriales que revela la distribución de
la renta. Ello cabe atribuirlo principalmente a que el reparto geográfico del
poder político —debido a las insuficientes limitaciones constitucionales para su
ejercicio— ha servido más para satisfacer los intereses oligárquicos locales que
para impulsar los factores del desarrollo regional. En consecuencia, no sería
insensato que los actores políticos se empezaran a tomar en serio la necesidad
de redefinir la organización territorial del Estado, remodelando el ámbito
competencial de las Comunidades Autónomas y, sobre todo, estableciendo
restricciones para que el poder autonómico se sujete a pautas bien definidas de
coordinación nacional y de lealtad institucional, a la vez que se instala en una
senda de gasto equilibrada con sus ingresos fiscales.