Hombres
de las cavernas cibernéticas
Cada
vez que alguien se queja de ideas que caen fuera de un arbitrario y estrecho
círculo llamado “sentido común” (en inglés “horse sense”, sentido de caballo),
lo hace esgrimiendo dos argumentos clásicos: (1) los filósofos viven en otro
mundo, rodeados de libros e ideas excéntricas y (2) nosotros sabemos lo qué es
la realidad porque vivimos en ella. Pero cuando preguntamos qué es “la realidad”
automáticamente nos repiten una lista de ideas que otros filósofos pusieron en
circulación en el siglo XIX o en el Renacimiento, mientras eran marcados por sus
vecinos, cuando no encarcelados o incinerados en la santa hoguera de las buenas
costumbres en nombre de un sentido común que representaba las fantasías o las
realidades de la Edad Media.
El
poeta cubano Nicolás Guillén, aún en nombre de lo que sus detractores pueden
llamar frívolamente “populismo” –como si una cultura dominante no fuese
simultáneamente populista y clasista por definición; ¿qué hay más demagógico que
el mercado de consumo?–, criticó la idea de que el poeta deba repetir lo que
dice el pueblo cuando “pretende la miseria hacerse pasar por sobriedad” (Tengo,
1964). Entonces recordó algo que resulta obvio y, por lo tanto, fácil de
olvidar: el “hombre común” es una abstracción cuando no una clase formada y
deformada por los medios de comunicación: el cine, la radio, la prensa,
etc.
Tal
vez el sentido común sea la incapacidad de ese hombre común para ver el mundo
desde otras provincias que no sean la suya propia. La primera vez que un hombre
común como Colón –común por sus ideas, no por sus acciones– vio a un caribeño,
vio su escasez de armas de guerra. En su diario reportó que la conquista de
aquella gente inocente sería muy fácil. No es casualidad que la violenta empresa
de la Reconquista castellana se continuara en la Conquista del otro lado del
Atlántico en 1492, el mismo año de culminada. Los Cortés, los Pizarro y otros
“adelantados” no pudieron ver en el Nuevo Mundo otra cosa que sus propios mitos
a través de la insaciable sed de dominación de la vieja
Europa.
Las
antiguas crónicas recuerdan cierta vez que llegó un grupo de conquistadores a un
humilde pueblo y los indígenas salieron a su encuentro con un banquete que
tenían preparado. Mientras comían, uno de los soldados sacó su pesada espada y
le partió la cabeza a un salvaje que pretendía servirle frutas frescas. Los
camaradas del noble caballero, temiendo una reacción de los salvajes,
procedieron a imitarlo hasta que se retiraron de aquel pueblo dejando varios
cientos de indios despedazados. Luego de una breve investigación, los mismos
conquistadores informaron que el hecho se había justificado dado que una
bienvenida como la que habían presenciado sólo podía ser una trampa. De esa
forma, se inauguró –al menos para las crónicas o como calumnia oral– la primera
acción preventiva en bien de la civilización. La idea popular de que “cuando la
limosna es grande hasta el santo desconfía”, hace partícipe al cielo de esa
miserable condición humana.
De
la misma forma, tanto la ciencia ficción como el despilfarro de recursos por
colonizar nuevos planetas no son más que la expresión de la misma mentalidad
agresiva que no termina por solucionar los conflictos que provoca a cada paso
cuando ya está emprendiendo la expansión de sus propias convicciones en nombre
de sus propias fronteras mentales. Los conquistadores (de cualquier raza, de
cualquier cultura) no pueden comprender ni aceptar que seres supuestamente más
primitivos (los nativos americanos) tanto como seres más evolucionados (los
posibles extraterrestres) sean capaces de algo más que de una cerrada conducta
militar, agresivamente explotadora de los bárbaros que no hablan nuestro
idioma.
Es
decir, la ciencia ficción de consumo masivo –esa inocente expresión artística,
convertida en popular por el desinteresado mercado– es la expresión del lado más
primitivo de la humanidad. El esquema básico consiste en dominar o ser
dominados, matar o ser exterminados, como nuestros antepasados, los cromañones,
exterminaron a los cabezones neandertales –convertidos luego en los mitológicos
ogros de los bosques europeos–, hace treinta mil años. Este género podría
entenderse especialmente en la Guerra Fría, pero es tan antiguo como la sed
colonizadora de nuestra cultura. No es de sorprender, entonces, que los
extraterrestres, supuestamente más evolucionados que nosotros, anden por ahí
jugando a los acertijos y al escondite. Es muy probable, además, que conozcan el
caso de un nazareno que tenía la precaución de usar metáforas para predicar el
amor fraterno y universal y de cualquier forma lo
crucificaron.
Actualmente,
mientras los conflictos y las guerras asolan el mundo entero, mientras el
medioambiente está en su estado más crítico, los científicos están encargados de
buscar vida y agua en otros planetas. La NASA planea utilizar gases de efecto
invernadero –como dióxido de carbono o metano– para aumentar la temperatura de
Marte, derretir el agua congelada en sus polos y formar ríos y océanos. De esa
forma –ya experimentada en nuestro propio planeta–, dejaremos de comprar agua
embotellada de Suiza o de Singapur para importarla de Marte, a un precio un poco
más elevado.
No
podemos comunicarnos entre nosotros, no podemos conservar adecuadamente el
planeta más hermoso del barrio galáctico, y procuramos colonizar planetas
muertos, descubrir agua y encontrarnos con otros seres que probablemente no
quieren ser encontrados por bestias intergalácticas como
nosotros.
Tampoco
es casualidad que el objetivo de los videojuegos sea casi siempre la
aniquilación de un adversario. Jugar a matar es el tema común de estas cavernas
electrónicas llenas de hombres y mujeres de cromañon. Si bien podríamos imaginar
un aspecto positivo, como la posibilidad de que el ejercicio de jugar a matar
sustituya al ejercicio de la práctica real, queda aún la pregunta de si la
violencia es una cuota humana invariable (versión psicoanalítica) o puede ser
acrecentada o disminuida mediante una cultura precisa, mediante una evolución
psicológica y espiritual de la humanidad. Yo creo que las dos son hipótesis
sobrevivientes, pero la segunda es la única esperanza activa, es decir, una
ideología que promueve una evolución de la conciencia y no la resignación de lo
que hay. Si la evolución ética no existe, al menos es una mentira conveniente
que nos previene de la involución cínica. También los romanos expresaban sus
pasiones viendo a dos gladiadores matarse en la arena; también algunos españoles
descargan la misma pasión viendo torturar y asesinar a una bestia (me refiero al
toro). Tal vez los primeros sustituyeron la monstruosidad imperial con el
fútbol; los segundos están en eso. Hace pocas semanas, un grupo de españoles
marchó por las calles llevando consignas como “tortura no es cultura”. La
protesta es una valiente resistencia a la barbarie disfrazada de tradición.
Mejor no aclaremos que la historia demuestra que, en realidad, la tortura es una
cultura con una tradición milenaria. Una cultura refinada hasta los límites de
la barbarie y sostenida por el refinamiento cobarde de la hipocresía. Decía
Bertrand Russell que la locura de los estadios había sublimado la locura de la
guerra. A veces es al revés, pero casi siempre esto es cierto. No es menos
cierto, claro, que la cultura de la violencia lleva dos propósitos ocultos: 1)
sublimada la supuesta libido violenta en deportes, películas y videojuegos, la
violencia mayor de las injusticias sociales (injusticia, según un punto de vista
humanista e iluminista, queda a salvo ante la masa exhausta y autocomplaciente;
2) es una forma de anestesia, de habituación moral, ante el periódico regreso de
la violencia bruta, prehistórica, de las guerras electrónicas donde no se mata
ni se asesina sino que se suprime, se elimina. Este primitivismo cibernético
seduce por su apariencia de progreso, de futuro, de espectáculo, de proeza
tecnológica. La ignorancia humana se camufla de inteligencia. Pobre
inteligencia. Pero sigue siendo ignorancia, aunque más criminal que la simple
ignorancia del cavernícola que le partía la cabeza a su vecino para vengar un
robo o una ofensa. Las guerras modernas, como el género de ciencia ficción, son
las expresiones más directas de una raza de cavernícolas que ha multiplicado
peligrosamente su poder de partirle la cabeza al vecino pero todavía no ha
acometido la valerosa empresa de la conciencia universal. Por el contrario, se
defiende de esta utopía recurriendo a su única arma dialéctica: la burla y el
insulto.
Nota
de la Redacción: agradecemos a Izana Ediciones, en la persona de su
director, Javier
Gil Carmona, su generosidad por permitir la publicación en
Ojos de
Papel de este fragmento del libro de ensayos de Jorge
Majfud, Cyborgs
(Izana, 2012).