Juan Antonio González Fuentes
A comienzos del siglo XIX, es decir, con treinta y pocos años de edad, Beethoven (1770-1827) es ya un compositor consagrado. Los editores se disputan sus obras para hacerlas públicas, pero la admiración por la música del de Bonn está limitada al género camerístico y a las piezas para piano solo. En la obra escrita por Beethoven no hay óperas, ni oratorios, y sus entonces escasas obras sinfónicas y orquestales no habían logrado hacerse un hueco en el repertorio que en ese momento se escucha en las salas de concierto de Centroeuropa, en las que en este campo los reyes indiscutibles seguían siendo Mozart y Haydn.
Antes de que esto ocurriera, Mozart había logrado en sus composiciones liberarse de la tiranía del tiempo, sumándole el espacio, es decir, otorgándole a la intensidad de los sonidos un papel de enorme importancia e impensable anteriormente. La dualidad espacio-tiempo, o dicho de otra manera, el movimiento, caracteriza y hace crecer como la levadura su música. Poco después de la desaparición de Mozart, los músicos del tiempo de la Revolución Francesa, con Gossec a la cabeza y su Marcha fúnebre de 1792, abandonan el principio del desarrollo de los temas, y comienzan a elaborar su música a partir de motivos autónomos que no están directamente interrelacionados entre sí, y que se constituyen en lo que Philippe Autexier ha denominado “ideas germen”.
Beethoven siguió esa evolución, pero no se conformó con yuxtaponer temas contrastados para construir una partitura, sino que él va a variar los temas, los va a retocar, acentuar, añadiéndoles matices, dándoles distintas tonalidades, enfrentándolos unos a otros hasta crear la sensación de un desarrollo monumental, hercúleo. La idea principal o germen no se somete a una idea de acción, ignorando así cualquier traba que pudiera venir de lo externo, transformándose en algo puro, absoluto, en un ideal para simbolizar la nueva lucha revolucionaria e ilustrada de la Humanidad contra los destinos predeterminados e impuestos. Beethoven poco a poco cambia los fundamentos mismos de la música que heredó entre otros de Mozart, comenzando a tomar carta definitiva de naturaleza su monumental revolución artística justo en los años finales del siglo XVIII, cuando la sensación de pérdida del oído era ya una evidencia.
En torno a 1801, momento en el que hemos dado comienzo nuestra exposición, Beethoven ya no escucha los sonidos agudos de los instrumentos ni de las voces humanas, pero paradójicamente es el hombre de moda en Viena en cuanto a la música se refiere. Toda la aristocracia y la burguesía enriquecida siguen desde hace años sus trabajos de cámara y para piano, y una ópera de éxito escrita por él llenaría sin duda ninguna los teatros de media Europa y proporcionaría mucho dinero y fama. Seguro de ello, el actor, cantante, libretista y empresario teatral Emmanuel Schikaneder firmó con Beethoven un contrato para la escritura de una gran ópera, El fuego de Vesta, de la que Schikaneder era el autor del libreto.
Schikaneder fue ni más ni menos que el impulsor teatral del estreno en 1791 de La flauta mágica de Mozart, su libretista y el primer Papageno de la historia. Tales fueron los éxitos cosechados por sus empresas que con ayuda de un comerciante construyó un nuevo teatro, el Theater an der Wien (que aún hoy existe), que abrió sus puertas en 1801 y en el que Schubert estrenó su Rosamunda o el propio Beethoven varias de sus principales obras.
Beethoven siempre mantuvo una relación compleja con el mundo de la ópera de su época. Las características más representativas de este arte en los últimos años del siglo XVIII, representadas perfectamente por algunos de los grandes títulos de Mozart, despertaban en nuestro compositor desprecio. Él mismo llegó a confesar que jamás podría escribir óperas como las mozartianas Don Giovanni o Las bodas de Fígaro: “Me resultan repelentes –dijo-. Yo nunca hubiera escogido tales temas; son demasiado frívolos para mí”.
Para argumentar las grandes posibilidades de éxito de la futura ópera, Schikaneder le organizó a Beethoven en su teatro un concierto sinfónico en el que por vez primera sólo se iban a interpretar obras del músico. El 5 de abril de 1803 tuvo lugar el concierto: las dos primeras sinfonías, el concierto para piano y orquesta nº 3 y un breve oratorio, Cristo en el monte de los olivos, con el que el compositor quería probar su talento con la vista puesta en la próxima ópera. El teatro estaba abarrotado, y el larguísimo concierto se saldó con un éxito más que notable. Beethoven definitivamente se convence: su gloria definitiva estará en las sinfonías y en la ópera.
Fiel a su manera de trabajar, el músico de Bonn escribió en ese periodo de su vida varias obras a la vez: la Tercera sinfonía, sonatas para piano, para violín y piano…, y sí, páginas de El fuego de Vesta. Pero cuando Beethoven ya tenía escrita toda una escena de la ópera, Schikaneder tuvo que dejar la dirección del teatro y el proyecto pasó definitivamente al olvido. Sin embargo, el contrato operístico se renovó, aunque el compositor aprovechó la ocasión para proponer un nuevo texto, Leonora, basado en la obra de Jean-Nicolas Bouilly, Leonora o el amor conyugal, un argumento cargado de sólida entidad moral, que aborda ideas, temas y conceptos de verdadera enjundia y trascendencia, muy aptos para un espíritu como el del músico de Bonn, y que según parece está basado en hechos reales. Bouilly, que fue procurador de un tribunal revolucionario oyó el caso de la condesa de Semblancay, quien disfrazada de hombre salvó a su esposo el conde René de una prisión jacobina.
Bouilly, nacido en 1763 y muerto en 1842, fue un hombre de leyes y autor teatral francés que también escribió algunos libretos de ópera, libros para niños y tuvo importantes encomiendas políticas durante la Revolución Francesa, formando por ejemplo parte del Comité de Instrucción Pública en 1795, y siendo cabeza visible de la comisión militar durante el Régimen del Terror en su ciudad natal, Tours. Es decir, Bouilly fue un hombre imbuido de pies a cabeza por los valores revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad, ideario que estructura ideológicamente el argumento de Fidelio, asunto sobre el que volveremos más adelante.
Fidelio de Beethoven dirigido por Leonard Berstein (vídeo colgado en YpuTube por furiozara)
Así, durante buena parte de 1804 y de 1805, Beethoven escribió la ópera comprometida con libreto en alemán de Joseph von Sonnleithner, el nuevo director del Teather an der Wien, quien más o menos se limitó a simplificar para la escena la obra de Bouilly, llena como se ha mencionado de los más ardientes ideales revolucionarios. En la partitura el compositor desarrolla una de las características básicas de su música en esos momentos, principios del siglo XIX, inicios del Romanticismo, y que ya vertebraría toda su producción posterior hasta su muerte, y toda la música sinfónica, de cámara y vocal del siglo XIX. Me estoy refiriendo a la intensidad. Hasta Beethoven la intensidad, o dicho con otras palabras, la fuerza expresiva, estaba contenida en la propia función armónica. Con Mozart esa intensidad comenzó a independizarse, pero fue con el maestro alemán con el que alcanzó una autonomía absoluta, redimensionando ya para siempre todo el lenguaje musical posterior.
La primera representación de Fidelio (pero con el título de Leonora) tuvo lugar en el Theater an der Wien, de Viena, el 20 de noviembre de 1805, en una ciudad ocupada por el ejército de Napoleón. Evidentemente el contexto no le fue nada favorable a la ópera. En una ciudad ocupada por invasores extranjeros, el público vienés no tiene excesivas ganas de acudir a espectáculos; los ensayos se hacen sin ningún entusiasmo, deprisa y corriendo; y muchos de los mejores cantantes y actores han huido de la ciudad. Para colmo la incomprensión y extrañeza con la que fue recibida la “intensidad” de la Tercera sinfonía no predispone al público a favor de recibir más intensidades beethovenianas. El estreno fue un fracaso sin paliativos, y al tercer día Leonora dejó de representarse. Beethoven decidió entonces revisar la partitura. La ópera revisada, con texto corregido por Stephan von Breuning, se reestrenó en el mismo teatro el 20 de marzo del año siguiente, 1806, pero de nuevo pasa con más pena que gloria, y el autor la retira por completo de los escenarios al cabo de tan sólo dos representaciones. Beethoven aseguró entonces que jamás volvería a escribir una ópera.
Transcurren los años. Beethoven prosigue con su trabajo. Escribe más sinfonías, más sonatas, conciertos, cuartetos, etc…, pero no vuelve a escribir para el escenario. En el mes de junio de 1812 la noticia del triunfo de Wellington en Vitoria frente al ejército francés de Napoleón, recorre todos los rincones de Europa. El inventor del metrónomo, Maelzel, construye entonces un nuevo instrumento, el “panharmonicon”, una especie de máquina orquesta para la que le pide a Beethoven que componga unas páginas dedicadas a la victoria de Wellington. El músico cumple con el encargo ateniéndose a un esquema sencillo e introduciendo efectos sonoros llamativos, como los que simulan los disparos de mosquetes, por ejemplo. A la obra después Beethoven le añade una llamativa Sinfonía triunfal, y estrena la obra en concierto el 8 de diciembre de 1813, al tiempo que la Séptima sinfonía.
El éxito es increíble. En días sucesivos el público pide más interpretaciones de La victoria de Wellington que se producen a finales de ese año y en los primeros días de 1814. La partitura le proporciona mucho dinero y la incondicional admiración del público vienés. El músico lamenta profundamente el gran éxito de esta obra de circunstancias y el fracaso de sus grandes trabajos sinfónicos. Sin embargo, el fulgurante éxito de La victoria de Wellington permitió el último y ya definitivo reestreno de un nuevo y revisado Fidelio con libreto en alemán reescrito por Georg Friedrich Treitschke, quien había mejorado notablemente el texto firmado por Sonnleithner, convirtiéndolo en mucho más adecuado para la representación, más eficaz teatralmente.
Esta tercera versión, ya con el título definitivo de Fidelio, se representó el 23 de mayo de 1814 con la aclamación entusiasta de un público que, por fin, no sólo aceptada la intensidad de la música sinfónica beethoveniana, sino que también comprendía enteramente las ideas plasmadas en la ópera, el canto a la libertad individual, a la libertad colectiva, al amor como entrega y sacrificio, a la confraternidad humana, y el repudio y denuncia sin paliativos de la opresión política, de seres humanos sojuzgados por otros seres humanos.
A finales ya de 1822, con 52 años de edad, Beethoven decide dirigir él mismo al menos el ensayo general de su única ópera, Fidelio. Durante la obertura los músicos de la orquesta logran arreglárselas para no perderse ante las confusas indicaciones del músico director ya por completo sordo. Pero durante el primer acto el drama estalla. Nadie consigue compenetrarse, ni los componentes de la orquesta ni los cantantes. Todos se detienen e intentar comenzar de nuevo. Es inútil. Beethoven se percata de lo que ocurre y profundamente entristecido abandona el escenario para aislarse en su casa. Siente que todo ha terminado definitivamente. Sin embargo, el 3 de noviembre de ese año, 1822, Fidelio de nuevo levanta en júbilo al público entusiasmado en un teatro abarrotado. Las representaciones se mantienen en cartel durante varias semanas. Beethoven vuelve a plantearse escribir para la ópera, para la voz humana clamando un mensaje cifrado en palabras y notas acompañado por toda una orquesta sinfónica.
No, no habrá otra ópera escrita por el músico de Bonn, pero su deseo encontrará un cauce singular de expresión. Rematará su Novena sinfonía poniéndole música a la Oda a la alegría de Schiller y construyendo así el himno por antonomasia a la fraternidad humana. Si lo pensamos un instante, el final coral de la Novena muy bien podría ser el final, el otro final, de Fidelio.
Beethoven siempre sintió un gran amor por su única ópera, de la que escribió: “De todos mis hijos, éste es el que me ha costado los peores dolores, el que me ha causado más penas; pero por ello es también el más querido. Lo prefiero a todos los demás, lo creo digno de ser guardado y utilizado por la ciencia y el arte”.
Últimas colaboraciones de Juan Antonio González Fuentes en Ojos de Papel:
-LIBRO: Philip Roth, Indignación (Mondadori, 2009)
-CINE: Kevin Macdonald, La sombra del poder (2009)
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.