Isabel, la niña de los ojos marrones que se mueven como las mareas, entra
en la clase de Historia en la que el General Wellington, Caballero de la
Jarretera, subía a lomos de
Copenaghen, su corcel, para fustigar al
francés de la Sierra de Madrid. Con la mirada alta de la Pasionaria, pintada de
negro hasta las cejas, se suelta del brazo de su amiguita para sentarse en el
único pupitre que queda al descubierto en la zona liminar del aula, mas con las
ojeras de una viuda que hubiese perdido no sólo al dueño de su corazón sino los
ahorros del Montepío. Abre el libro de texto con la ingravidez de la luna y la
percusión de una sonámbula que se balancea en la cuerda floja de una suerte
desdichada. La profesora, impelida por la vocación de unas lumbreras que por
amor a Dios expiaba las acciones de los hombres, desmonta al Duque en el preciso
instante en el que tenía acorralado a José Bonaparte, y posando una mano cálida
en el hombro de la niña, la calma con una frase valiente: “¿Qué tienes, bonita,
que llegas apenada?”. El negro del luto le causa sorpresa, puesto que
Isabel Navarro la
tiene acostumbrada a recolectar versos como trinos, con una alegría tan
bienhadada que los amorcitos de los jardines de su Barcelona natal, en la bajada
del monasterio de Pedralbes, se muerden las uñas presos de la envidia.
La contestación apenas sí cautiva a la maestra, emparentada con la
nobleza de los ideales, y provoca en ella el gesto de la persignación, un
reflejo del alma en los momentos en los que la santidad aparece de cuerpo
presente:
—Juan Ramón Jiménez ha muerto, Madre Encarnación.
La
bendita Isabel, dulce como las avellanas Picó, llora en sus venas el
Diario
de un recién casado, y quiere ser, de repente, la Zenobia de su tálamo y
quiere ser la almohaza para limpiar de pelos los ojos de cristal negro de
Platero. La niña tiene 16 añitos.
Tanto amaba la poesía Isabel
Navarro, que desde entonces su vida entera se escribió en cuartetos de
alejandrinos como los que recitaba Manuel Machado, el hermano díscolo que
cometió el pecado de inclinarse por el bando vencedor: “Yo soy como las gentes
que a mi tierra vinieron / -soy de la raza mora, vieja amiga del sol-, / que
todo lo ganaron y todo lo perdieron. / Tengo el ama de nardo del árabe español”.
Así, con el veneno de la lindezas lorquianas, agasajada por la métrica
de los encasillamientos, batida por las hélices de los versos libres y por las
cebollas elegíacas de un sufrido Miguel, Isabel, la niña de luto por la muerte
del Premio Nobel del Exilio, comenzó a vivir intensamente pese a sus labores de
ama de casa.
“Yo soy la mayor de cuatro hermanos, tres meonas y un
varón, Diego. Despertaba por las noches a mi hermana Mari Carmen para enseñarle
lo que justo acababa de escribir con una alegría infinita”, se suelta, con la
bombona de oxígeno de su pluma Waterman, que utiliza para desear felices fiestas
en las postales navideñas preelectrónicas, con la misma lentitud con la que el
sociólogo Richard Sennett reflexiona en
El artesano. Bendecida por el
comercio y el cálculo, estudió con ahínco en las salesianas de San Juan Bosco,
para luego sentarse en el regazo de las teresianas de Rambla de Catalunya.
Siendo la hija mayor de un hombre robustecido por los trenes de
laminación del oficio siderúrgico, quien fijaba con pernos sus intenciones, ella
obedeció los impulsos de una época en la que las niñas bonitas no pagaban
dinero...
…Aprendió a tocar el piano con la sutileza de manos de Alicia
de Larrocha y las habilidades consumadas de los lutieres, aunque el miedo
escénico hacía que se trastabillara con las notas, los acordes y las escalas, y
le impidió ganar los Grammys merecidos y maleados por su propia incredulidad
para obtenerlos: “Toco la
Sonata en si bemol de Chopin exclusivamente
para mí. Una vez me oyó la vecina y me dijo que tocaba muy bien, pero no sé si
mintió”.
…Estudió francés en Ginebra, en un viaje que la consumió porque
tuvo que afrontar por partida doble las iras de su padre que al otro lado del
teléfono la llamaba a gritos para que volviera de inmediato y el descojone de
los dos diablillos que cuidaba, hijos de Madame Grolimund, y que se reían cada
vez que abría la boca (la primera vez que se lanzó y quiso decir
colchón,
probó con un
couchon, por la similitud de las lenguas, cuando quería
decir
matelas). Y no sería hasta después del 11S cuando la niña de los
apasionamientos pisara París, con su deslumbrante torre y la llama del deseo en
cada esquina y en cada paso. El motivo, la boda de su sobrina Mari Carmen con el
aposentador de una campiña de viñedos próxima a Versalles.
…Se compró un
600, y se encomendó a la Virgen del Camino y a Sor Citroën, antes de que los
rayotes del capó rivalizaran en extraña belleza con las nervaduras del mármol de
la
Piedad Rondanini, de Miguel Ángel.
…Y se puso a trabajar en la
Editorial Bruguera, atrapada con gusto en los sótanos de los archivos,
“olisqueando los libros”, y se quedaba pasmada cuando veía pasar delante de sus
narices, como una mangosta con el manuscrito troquelado por los dedos tejedores
como leznas, a Corín Tellado y a Francisco Ibáñez, pregonero de
Mortadelo y
Filemón. …Y se casó. Feliz y consecuentemente se casó con Fernando,
un hombre que le ofreció sus virtudes, sus defectos y tres hijos maravillosos:
Luis, que vive en Los Ángeles, Fernando, que vive en Londres, y la pequeña,
Isabel (Ita, por
hermanita), que vive a medias entre Barcelona y Londres.
Isabel Navarro, la poetisa de
Luz y
penumbra, guarda en el cajón las fotos de una
infancia en Águilas, embrujada por el mar y las tomateras, y sus obras
“aparcadas” guarda, por lo asustadiza que es: la novela
Hablemos de V,
sobre un pescador del pueblo de sus padres (la narradora y crítica literaria
Zulema Moret le avisó con tiempo: “No la dejes, que harás de esto algo grande”);
la recopilación de relatos cortitos con apariencia de cuentos
Lo que
faltaba, de cuando pensaba que
albatros significaba “muchas aves
juntas”, y el cuento que no es un relato
Abrazos de canela, sobre una
mujer muuuy desgraciada y pobre que cobra con achuchones sus favores. “Lo
siento, tengo imaginación.”
Tanta imaginación, tanta sabiduría de
paraninfos envuelta en papel, que Isabel Navarro cree que antes de ser Isabel
Navarro, en otra vida fue una india
cherokee, y antes de ser Isabel
Navarro y una india
cherokee, una vestal egipcia que expiaba el fuego
sagrado…
“Escribir, no me queda otra.”
Fin del
viaje. Entre niebla y arena la
estación quieta.