Isabel Navarrro (foto de Jesús Martínez)

Isabel Navarrro (foto de Jesús Martínez)

    AUTOR
Isabel Navarrro

    LUGAR DE NACIMIENTO
Barcelona (España)

    BREVE CURRICULUM
Su estilo se va depurando hasta terminar su primer libro, Retazos. Algunos de sus poemas se han publicado en los periódicos La Verdad, de Murcia, y La Vanguardia, de Barcelona, donde resultó premiado su poema “Sola”. Ha colaborado en revistas literarias con cuentos y relatos breves. Dirige un taller de escritura creativa y lectura comentada en el área de Cultura del Ayuntamiento de El Masnou (Barcelona)




Opinión/Entrevista
Entrevista a Isabel Navarro, autora de Luz y penumbra
Por Jesús Martínez, lunes, 1 de marzo de 2010
El luto

Una coleta lacia, larga como el cometa Hayutake y trenzada con los hilos de la pasamanería de Sierva María de Todos los Ángeles, la niña calenturienta de El amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez. La chiquilla, finita de cara, sin embadurnar, con unos labios tan densos como dos espasmos, subidos de rojo bisturí y afiebrados, entra vestida de negro en la clase de Historia de la Madre Encarnación, la única monja que si no fuera por el hábito podría haber sido madre de familia numerosa. Isabel Navarro es esa niña, o el recuerdo que de ella perdura en la cosmogonía de su imaginación. “Se me va deshojando tu figura / como una margarita entre los dedos.” Isabel publica su único poemario que la imprenta ha horneado: Luz y penumbra, un libro de rimas, haikus, dedicatorias con la luz de las farolas fugitivas y la penumbra del “profundo hastío”.
Isabel, la niña de los ojos marrones que se mueven como las mareas, entra en la clase de Historia en la que el General Wellington, Caballero de la Jarretera, subía a lomos de Copenaghen, su corcel, para fustigar al francés de la Sierra de Madrid. Con la mirada alta de la Pasionaria, pintada de negro hasta las cejas, se suelta del brazo de su amiguita para sentarse en el único pupitre que queda al descubierto en la zona liminar del aula, mas con las ojeras de una viuda que hubiese perdido no sólo al dueño de su corazón sino los ahorros del Montepío. Abre el libro de texto con la ingravidez de la luna y la percusión de una sonámbula que se balancea en la cuerda floja de una suerte desdichada. La profesora, impelida por la vocación de unas lumbreras que por amor a Dios expiaba las acciones de los hombres, desmonta al Duque en el preciso instante en el que tenía acorralado a José Bonaparte, y posando una mano cálida en el hombro de la niña, la calma con una frase valiente: “¿Qué tienes, bonita, que llegas apenada?”. El negro del luto le causa sorpresa, puesto que Isabel Navarro la tiene acostumbrada a recolectar versos como trinos, con una alegría tan bienhadada que los amorcitos de los jardines de su Barcelona natal, en la bajada del monasterio de Pedralbes, se muerden las uñas presos de la envidia.

La contestación apenas sí cautiva a la maestra, emparentada con la nobleza de los ideales, y provoca en ella el gesto de la persignación, un reflejo del alma en los momentos en los que la santidad aparece de cuerpo presente:

—Juan Ramón Jiménez ha muerto, Madre Encarnación.

La bendita Isabel, dulce como las avellanas Picó, llora en sus venas el Diario de un recién casado, y quiere ser, de repente, la Zenobia de su tálamo y quiere ser la almohaza para limpiar de pelos los ojos de cristal negro de Platero. La niña tiene 16 añitos.

Tanto amaba la poesía Isabel Navarro, que desde entonces su vida entera se escribió en cuartetos de alejandrinos como los que recitaba Manuel Machado, el hermano díscolo que cometió el pecado de inclinarse por el bando vencedor: “Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron / -soy de la raza mora, vieja amiga del sol-, / que todo lo ganaron y todo lo perdieron. / Tengo el ama de nardo del árabe español”.

Así, con el veneno de la lindezas lorquianas, agasajada por la métrica de los encasillamientos, batida por las hélices de los versos libres y por las cebollas elegíacas de un sufrido Miguel, Isabel, la niña de luto por la muerte del Premio Nobel del Exilio, comenzó a vivir intensamente pese a sus labores de ama de casa.

“Yo soy la mayor de cuatro hermanos, tres meonas y un varón, Diego. Despertaba por las noches a mi hermana Mari Carmen para enseñarle lo que justo acababa de escribir con una alegría infinita”, se suelta, con la bombona de oxígeno de su pluma Waterman, que utiliza para desear felices fiestas en las postales navideñas preelectrónicas, con la misma lentitud con la que el sociólogo Richard Sennett reflexiona en El artesano. Bendecida por el comercio y el cálculo, estudió con ahínco en las salesianas de San Juan Bosco, para luego sentarse en el regazo de las teresianas de Rambla de Catalunya.

Siendo la hija mayor de un hombre robustecido por los trenes de laminación del oficio siderúrgico, quien fijaba con pernos sus intenciones, ella obedeció los impulsos de una época en la que las niñas bonitas no pagaban dinero...

…Aprendió a tocar el piano con la sutileza de manos de Alicia de Larrocha y las habilidades consumadas de los lutieres, aunque el miedo escénico hacía que se trastabillara con las notas, los acordes y las escalas, y le impidió ganar los Grammys merecidos y maleados por su propia incredulidad para obtenerlos: “Toco la Sonata en si bemol de Chopin exclusivamente para mí. Una vez me oyó la vecina y me dijo que tocaba muy bien, pero no sé si mintió”.

…Estudió francés en Ginebra, en un viaje que la consumió porque tuvo que afrontar por partida doble las iras de su padre que al otro lado del teléfono la llamaba a gritos para que volviera de inmediato y el descojone de los dos diablillos que cuidaba, hijos de Madame Grolimund, y que se reían cada vez que abría la boca (la primera vez que se lanzó y quiso decir colchón, probó con un couchon, por la similitud de las lenguas, cuando quería decir matelas). Y no sería hasta después del 11S cuando la niña de los apasionamientos pisara París, con su deslumbrante torre y la llama del deseo en cada esquina y en cada paso. El motivo, la boda de su sobrina Mari Carmen con el aposentador de una campiña de viñedos próxima a Versalles.

…Se compró un 600, y se encomendó a la Virgen del Camino y a Sor Citroën, antes de que los rayotes del capó rivalizaran en extraña belleza con las nervaduras del mármol de la Piedad Rondanini, de Miguel Ángel.

…Y se puso a trabajar en la Editorial Bruguera, atrapada con gusto en los sótanos de los archivos, “olisqueando los libros”, y se quedaba pasmada cuando veía pasar delante de sus narices, como una mangosta con el manuscrito troquelado por los dedos tejedores como leznas, a Corín Tellado y a Francisco Ibáñez, pregonero de Mortadelo y Filemón.

…Y se casó. Feliz y consecuentemente se casó con Fernando, un hombre que le ofreció sus virtudes, sus defectos y tres hijos maravillosos: Luis, que vive en Los Ángeles, Fernando, que vive en Londres, y la pequeña, Isabel (Ita, por hermanita), que vive a medias entre Barcelona y Londres.

Isabel Navarro, la poetisa de Luz y penumbra, guarda en el cajón las fotos de una infancia en Águilas, embrujada por el mar y las tomateras, y sus obras “aparcadas” guarda, por lo asustadiza que es: la novela Hablemos de V, sobre un pescador del pueblo de sus padres (la narradora y crítica literaria Zulema Moret le avisó con tiempo: “No la dejes, que harás de esto algo grande”); la recopilación de relatos cortitos con apariencia de cuentos Lo que faltaba, de cuando pensaba que albatros significaba “muchas aves juntas”, y el cuento que no es un relato Abrazos de canela, sobre una mujer muuuy desgraciada y pobre que cobra con achuchones sus favores. “Lo siento, tengo imaginación.”

Tanta imaginación, tanta sabiduría de paraninfos envuelta en papel, que Isabel Navarro cree que antes de ser Isabel Navarro, en otra vida fue una india cherokee, y antes de ser Isabel Navarro y una india cherokee, una vestal egipcia que expiaba el fuego sagrado…

“Escribir, no me queda otra.”

Fin del viaje.

Entre niebla y arena

la estación quieta.