Alejandra y yo vivíamos en un fervor permanente que agudizaba la lucidez.
No nos hacíamos concesiones. Discutíamos nuestras posturas ante los
acontecimientos que seguíamos de cerca, los fundamentos para poder vivir el amor
en medio de tantos desastres, abusos e injusticias, tanto sufrimiento y tanta
aberración. Rebasábamos con frecuencia los límites de la información, el sentido
común de la conducta profesional, lo tolerable en la actitud personal ante
determinados foros y acuerdos, colegas y sucesos.
En uno de los pocos
desplazamientos de trabajo que pudimos hacer juntas tuvo lugar un episodio que,
aun cuando no podía incluirse en esa consideración, sí nos afectó de modo
considerable. Ya teníamos que estar de vacaciones, desde el primero de
septiembre, pero Alejandra aceptó, tras consultármelo, un viaje rápido
nuevamente a Israel, para observar in situ y transmitir la reacción por los
acuerdos de Durban y la Conferencia de la ONU contra el Racismo. (Qué
casualidad: Estados Unidos e Israel abandonarían muy pronto esa Conferencia). Yo
la acompañé, en connivencia con mi periódico, que tenía un buen enlace, y ese
mismo día partimos con un cámara rumbo a Palestina, vía Beirut. A Alejandra no
le importó que yo le recordara cómo hacía poco una avioneta libanesa como en la
que volamos había sido derribada en territorio israelí a pesar de habérsele
concedido permiso aéreo minutos antes.
En fin, no pasó nada, y el
domingo, día dos, por la noche, estábamos en Nablús, y además entrevistando
conjuntamente al lider de al Fatah, Ayub Fadhil Tawfiq, para nuestros
respectivos medios y en régimen muy abierto.
El hombre, que entonces
estaba a punto de cumplir 70 años, nos impresionó por su visión política y por
su estoicismo. No tenía miedo, pero tampoco demasiada esperanza. Elaboramos a
marchas forzadas un reportaje, pero también montamos fragmentos destacados de la
entrevista para televisión. Nos habló de varios dirigentes de su organización
que habían sido alcanzados desde helicópteros israelíes en Jenin, en Ramala, en
Hebrón. Se refirió siempre a Yasir Arafat con un respeto cansado no exento de
ironía; a Ariel Sharon con una fría repugnancia, con frases cortas y tajantes
que querían alejar de la conversación lo que tan despiadado enemigo significaba.
Habló sin embargo ampliamente del suplicio del pueblo palestino, pero no porque
fuera pueblo, ni palestino, añadió, sino porque era uno de los ejemplos más
degradantes de la humanidad contra la humanidad. Si había que mencionar al
pueblo palestino, también podría mencionarse el mundo árabe, y éste tampoco se
estaba comportando al respecto con una inequívoca solidaridad. Habló de las
provocaciones y secuestros perpetrados constantemente por comandos israelíes,
como el de su amigo Fuad Charabi, de los tanques que hacía sólo unos días habían
disparado contra la misma Nablús donde nos encontrábamos, de los misiles contra
las sedes de Hamás y al Fatah, con incontables muertos y heridos, de los
asesinos de la CIA y el Mossad, que había propuesto a las claras liquidar a las
familias de los mártires suicidas palestinos.
Ayub Fadhil se refirió sin
rodeos a la reciente huelga de trabajadores, a las comprensibles razones de la
Intifada, a la muerte de Abu Ali Mustafá y a los bombardeos del sur de Irak a
mediados de agosto por más de cincuenta aviones estadounidenses e ingleses.
Habló con gran seguridad de la política del presidente Bush, de cómo, según él,
estaba dominada por una minoría sionista más antipalestina y más extremista que
el Likud. Dijo enérgicamente que todo Israel fue antes Palestina, y que, a pesar
de ello, los palestinos aceptarían en paz, pero sin sumisión, los hechos
ilegítimos consumados y el impuesto estado de Israel. Dijo que los palestinos
jamás se darían por vencidos, ya se estaba viendo cómo eran capaces de morir sin
claudicar, sin ceder ante la fuerza de las armas, ante los intereses del capital
judío norteamericano, de su ejército imperialista y el de sus vergonzantes
aliados.
Dijo que ni los palestinos ni los árabes eran fantasías
demoníacas antisemitas, puesto que ellos también eran semitas; que era sin
embargo insufrible la presencia prepotente en Belén o Hebrón de colonos judíos
que proclamaban la tierra de Israel cuando eran de origen estadounidense.
Recordó a los criminales Baruch Goldstein y Meir Kahane, a Jonathan Pollard,
condenado a cadena perpetua por espiar contra Estados Unidos, a muchos de los
hombres del lobby israelí en la Casa Blanca: el portavoz oficial Ari Fleischer;
el asesor de política exterior de George Bush, muy probable agente del Mossad y
traficante de armas, Richard Perle; a Paul Wolfowitz, Richard Hass y Robert
Zoellick, promotores acérrimos de la ocupación y el bombardeo de Irak; a Dov
Zekheim, subsecretario de Defensa con nacionalidad estadounidense e israelí, y a
otras personalidades próximas que tenía admirablemente ordenadas en la memoria.
Estuvimos hablando y grabando más de dos horas y luego nos apresuramos a
procesar la información, quitándole no poco hierro, para enviarla a nuestros
medios. La entrevista apareció en televisión resumida, pero bastante bien, no en
la pública, naturalmente, y mi grupo emitió el reportaje en todos sus canales
informativos. Dormimos como una hora y media, antes de recurrir al enlace que
nos debería llevar a Jerusalén. No pudimos establecer comunicación y tuvimos que
alquilar un coche a un jordano sospechoso, pero que accedió a llevarnos a Tel
Aviv. Llegamos después de un viaje plagado de controles y haber pagado más del
doble de lo que, ya muy redondeado, habíamos previsto. Los policías y militares
que nos interceptaron no sé cuántas veces no estaban de muy buen humor, aunque
Alejandra se las arreglaba muy bien para neutralizarlos, al menos aparentemente,
y yo también conseguía adelantarme casi siempre a sus intervenciones.
En
Tel Aviv las cosas estaban mal. Nos llamó nuestro enlace sugiriéndonos un nuevo
contacto en Jaffa, pero recurrimos a otras agencias para recabar e intercambiar
información. Se superpuso el conocimiento de nuestro reportaje de Nablús y el
rastreo en la ciudad de la reacción por los acuerdos de Durban, en los que
muchas Organizaciones No Gubernamentales acusaban a Israel de genocidio y
limpieza étnica. Coincidieron en ese día una avalancha de felicitaciones por
nuestro reportaje y un erizamiento alrededor. Nos afanamos en confeccionar un
segundo reportaje desde Tel Aviv y pudimos terminarlo mal que bien y enviarlo.
Fue ahí donde nos enteramos de las airadas respuestas de Estados Unidos e Israel
en las Naciones Unidas y, casi a un tiempo, de la explosión de tres bombas
consecutivas en Jerusalén, que habían causado diez muertos y más de cuarenta
heridos. Alejandra se mantenía firme, quizá en parte por haber vivido
recientemente situaciones muy parecidas, pero yo estaba nerviosa. Tuve un ataque
de miedo físico que pocas veces había experimentado antes, pero que por
desgracia después sí he vuelto a sentir.
Al día siguiente por la noche,
después de dormir siete horas seguidas en el hotel, supimos que nuestro
reportaje de Nablús, sobre todo la entrevista que yo había transcrito algo
resumida y con breves contextualizaciones interpretativas, se había publicado
simultáneamente en diversos medios internacionales, así por ejemplo en The
Guardian, en el New York Times, o en el periódico israelí
Ha’aretz. Salimos para Madrid con un bochorno que no solamente se debía
al calor y a la humedad. Esa mañana, ya descansadas, dispuestas a desconectar de
todo lo que implicara trabajo profesional y a empezar las vacaciones, nos
enteramos de que nuestro palestino entrevistado, Ayub Fadhil Tawfiq, había sido
asesinado en su casa por un misil israelí que se coló por una ventana.
Ya he dicho cómo recibimos esa noticia, con qué contundencia nos golpeó.
La muerte de aquel hombre, por el que habíamos sentido un respeto instantáneo,
nos aterrorizó. Habíamos visto en él una grandeza humana poco frecuente, una
discreción cargada de sabiduría y humildad, de entereza, de buen juicio, y de
pronto había desaparecido. Había sido eliminado por un mal designio, por el odio
y la prepotencia de otros hombres. Por alguien ciego que renegaba de sí mismo
con aquel crimen y tantos más. La muerte de Fadhil Tawfiq, diferenciada por
haberlo conocido, por haber tenido ocasión de sentir admiración y afecto por él,
indicaba más dentro de nosotras el riesgo de la injusticia y la barbarie
contagiada o compartida. Habían muerto muchos como él, y ellos habían matado a
otros. ¿Qué se escondía en el fondo de la naturaleza humana? Y por otro lado,
¿qué habíamos tenido que ver nosotras con aquella muerte concreta? Hablamos
durante horas de nuestra responsabilidad de periodistas y seres humanos.
Recordamos historias infantiles con ese poso de perdición, con ese pánico que
dan los actos irremediables, el espectro del deber, del dolor necesario o
ilícito que puede producir.
Alejandra descartó que nuestra entrevista
pudiera relacionarse con la muerte del dirigente palestino. Se preguntó
retóricamente cuántos no habían muerto del mismo modo en días anteriores sin
haber opinado tan directa y públicamente, cuántos no seguirían muriendo
asesinados en el momento en que hablábamos, en los días, meses y años futuros.
Contó una historia de cuando era una niña de once años en un colegio de Málaga.
Tenía una compañera de pupitre que repetía curso y era la típica chica muy
desarrollada para su edad, guapa, vestida un poco de mayor, mala estudiante y un
tanto provocativa en un mundo de niños. Por lo visto, un chico de otra clase le
hizo llegar, a su nombre, una carta, más o menos obscena y, por supuesto, sin
firma, pero de la que algunos sospechaban quién la había escrito. Esta chica
quiso crear en torno a ella, con la inocencia o el reclamo que se hacen a tal
edad esas cosas, un pequeño escándalo de autopublicidad seductora y, en vez de
romper la carta, dejó que la leyeran algunas compañeras de clase, Alejandra
entre ellas, y no sé si algún compañero más. Un día, después del recreo, la
carta apareció en la mesa del profesor, asomando entre unos libros. En el
revuelo de entrada al aula para la próxima clase, que en ese caso correspondía,
me parece, a una profesora de Lengua, Alejandra pasó cerca de la mesa y, en un
vistazo rápido, estuvo segura de reconocer la carta. La profesora venía detrás,
rodeada de alumnos, y Alejandra creyó en una fracción de segundo que podría
haber alargado el brazo y haber arrebatado la carta de aquel lugar tan
peligroso, tan malintencionado. Me dijo que perdió un tiempo precioso en
recorrer con la mirada los rostros de las chicas y los chicos que ya estaban
distribuidos por el aula, buscando un indicio de autoría de tan miserable
jugada. Cuando reaccionó, la profesora ya había descubierto la carta y la había
sacado de entre los libros. Alejandra me contó que hasta ese momento no había
sabido que le tenía afecto a aquella compañera destinataria de la carta, que
experimentó una gran zozobra ante su torpeza, ante su tardía solidaridad. Supo
que tenía que haber cogido la carta, que no tenía que haber valorado que la
profesora pudiese haberla descubierto, que tendría que haberse hecho fuerte en
cualquier caso con la maldita carta en sus manos, haberla destruido, hacerla
desaparecer en trozos diminutos.
Para colmo, los hechos fueron
agravándose a partir de ese momento hasta extremos intolerables para Alejandra.
Juzgó peor que una estupidez que lo punible con que se determinó oficialmente el
hecho recayera de algún modo en la destinataria de la carta y que, en general,
se prestara menos atención al anónimo remitente y a quien trasladó el papel a la
mesa del profesor. Hubo intervención de autoridades académicas, llamada a los
padres de la alumna, investigaciones chapuceras e inútiles. Sólo quedó en boca
de todos el nombre de la receptora de la carta, y en la mente de muchos la
sospecha de su motivada recepción. Quedó alguna sórdida venganza cumplida, el
castigo del padre de la chica señalada, la mortificación de Alejandra por su
inane conducta, por una penitencia que se impuso contra lo que llamó su
vacilación moral.
No sé por qué cuento esto, a no ser por recordar a
Alejandra, pero creo que tenía alguna relación. El caso fue que la triste
noticia de Nablús no resultó para nosotras una más de tantas lamentables, sino
que removió nuestras conciencias en cuanto a la inteligencia necesaria en la
acción, a la claridad en las prioridades éticas y a la intuición de lo que
nuestros actos u omisiones pueden desencadenar. Por otra parte, la muerte de
Ayub Fadhil nos afectó de modo tan personal que se diría que lo habíamos
conocido mucho más de lo que una entrevista y una larga conversación
permitirían.
Estuvimos aquí encerradas dos o tres días y ni el amor nos
libraba del recuerdo del palestino. Salimos a la calle obligándonos, tratando de
recuperar los deseos o la ilusión por nuestras primeras vacaciones juntas. Yo
tenía ganas de estar un tiempo en Nueva York, de pasar unas semanas tranquilas,
sin las prisas ni las obligaciones del trabajo, y así se lo dije a Alejandra.
Cuando ella se mostró de acuerdo y algo más animada, empezamos a hacer las
gestiones y los preparativos para el viaje, que tan lejos estábamos de suponer a
qué catástrofe nos transportaba. Salimos de Madrid el sábado, día 8 de
septiembre de 2001, tres días antes del atentado contra el World Trade Center y
el Pentágono, y, parecerá una mentira o un escándalo, pero aún tuvimos tiempo de
acumular una serie de referencias amables, que después emergieron sobre el
horror igual que las Torres Gemelas siguen hoy superpuestas en el sky-line
de Manhattan.
Estuvimos en Nueva York hasta primeros de octubre,
pero no voy a entrar en detalles de lo que quedó de nuestras vacaciones.
Asistimos en directo a la masacre y a la destrucción de las torres, a la
consternación apocalíptica, no es exagerado el término, de los neoyorquinos,
pero a la vez a su entera seriedad para encajar el golpe. Nos pusimos a trabajar
al tiempo que se producían las noticias. Yo quise actualizar nuestras
acreditaciones, formalizar nuestra conexión con los equipos españoles, con los
corresponsales fijos y los complementarios que llegaron de inmediato,
adelantarme, vía diplomática, a problemas que pudiéramos tener en función de
nuestro reciente viaje a Palestina e Israel, pero Alejandra no atendió a estas
menudencias y se enroló en la colaboración humanitaria, difícil, y en la
información. Nadie nos hizo mucho caso después de todo, aunque nos vimos
zarandeadas por un caos inasimilable de acontecimientos. Histeria
antiterrorista, ántrax por correo, Bin Laden como cerebro de la operación,
delirantes interpretaciones de los atentados, si había judíos o no en las Torres
Gemelas, el Congreso dando plenos poderes a Bush para hacer la guerra contra
Afganistán y quienquiera que se le antojase, Ariel Sharon aprovechando para
lanzar una ofensiva aún más brutal contra los palestinos, caída de Wall Street
sin precedentes desde la crisis del 29, despliegue militar estadounidense en el
Golfo Pérsico, tragedia humana inmediata en pleno centro sensible de la
ciudad... Yo no sabía a qué atender. Pero entonces debí a Alejandra no perder un
control mínimo de prioridades. No sé si hicimos allí un buen trabajo
periodístico, pero sí sé que nos sentimos unidas en el impacto de aquella zona
cero de Manhattan, en el recibimiento del dolor y en un abandono consciente a
las más primitivas manifestaciones de la tragedia.
Luego, ya de vuelta
en Madrid, yo quise dejar de viajar por un tiempo e insinué que Alejandra
hiciera otro tanto. Así fue durante las primeras semanas que siguieron a nuestro
regreso, pero desde primeros de noviembre ella tuvo que cubrir la guerra de
Afganistán y se pasó más de un mes en total en Jalalabad, en Kabul, en Kandahar,
y después en Islamabad, en Pakistán, y en Nueva Delhi.
El domingo 9 de
diciembre, día en que yo cumplía 40 años, Alejandra apareció inopinadamente en
esta casa a las siete de la mañana y me despertó de un sueño angustioso que
había sido prolongación de una de mis fantasías. Se disiparon como el humo o la
niebla, pero sabía que la habían tenido a ella de protagonista. Sabía que por
aquella dimensión se alejaba de mí, caía en una emboscada y era torturada por
sanguinarios esbirros. Era empujada a un precipicio mortal que las dos podríamos
haber evitado. Nos habíamos metido en la boca del lobo y yo tenía una gran parte
de culpa. No había sido inteligente ni valiente en el momento oportuno y la
sucesión de horrores se había producido ante mis ojos. Yo quería despertar y así
ocurrió. Alejandra se había echado vestida encima de mi cama y me besaba los
ojos, bruscamente abiertos en la oscuridad, la nariz, la boca. Metía una mano
bajo las sábanas y me acariciaba el pecho, aspiraba mi aliento como en un
estertor y reía sordamente.
Estuvimos así un tiempo largo, todavía sin
decir nada. Sólo escuchándonos la respiración, casi un jadeo trémulo que se
mezclaba, un susurro entre lágrimas que nos íbamos enjugando con nuestros labios
la una a la otra. Poco a poco brotaron las palabras de amor, la felicitación por
mi cumpleaños, las indagaciones en las tinieblas de los sueños, en las
peripecias del viaje, en los sentimientos tanto tiempo aplazados. Percibí su
perfume habitual por debajo de un aire de polvo remoto, una acumulación de días
desérticos, de queroseno y ceniza sobre su pelo lacio y su piel fría. Encendí la
luz para ver su cara y allí estaban sus ojos hundidos de loba famélica, sus
labios algo ajados por la intemperie, abiertos por una sexualidad devoradora. La
vi fuerte a pesar del cansancio, enamorada y hermosa al borde de la extenuación.
Nunca hubiera esperado tanto amor, no hubiera creído merecerlo ni reunir
cualidades para ser tan contemplada, para servir de tal enajenación. Yo le dije
a Alejandra que la quería, no podía hacer otra cosa más que quererla, me dejaba
caer en su deseo, me arrastraba por su orgullo, por su altivez y su
valor.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde a una parte de la
novela de
José María García López,
El
pájaro negro (Calambur, 2008). Queremos hacer
constar nuestro agradecimiento a la
editorial
Calambur por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.