—Niño, pocas noticias tenía de la familia, nadie de los míos sabía escribir
y tenían que pedir favores si alguna vez querían mandarme una carta. Tampoco me
enviaban paquetes, pues yo se los había prohibido: los alimentos, al llegar a la
isla, ya estaban más que podridos. Mi preocupación era por la familia que había
dejado y las noticias que me llegaban, que no eran muy halagüeñas. Más que nada,
era por egoísmo, no te lo voy a negar. A la familia la quería, pero ¿si al
volver a casa me encontraba con que estaban en la ruina?, ¿salir de una
pesadilla para caer en otra? Lo que me contaba el amigo González me bajaba el
ánimo. Todavía me acuerdo del sucedido de unos vecinos de su familia, los
Gurripanchos. Adversidades de la vida, decía González. Se ve que esos vecinos
sólo tenían un hijo al que querían librar de la guerra, así que se pusieron en
manos de un prestamista. A ver qué necesidad tenían de eso, que hubieran vendido
un trozo de tierra y santaspascuas. Pero ellos se dejaron liar por uno de esos
tíos, por sus palabras bonitas y cuentos de la lechera. Luego no pudieron
responder a los intereses tan altos en el momento oportuno y se vieron con la
soga al cuello. Las cosechas, el hielo o las nubes se pusieron de parte del
usurero. Dio la mala pata de que la escasez reinaba por todas partes y no se
podía esperar nada bueno si uno se entrampaba. Cuando los Gurripanchos dejaron
de pagar las letras que había firmado, se vieron sin un mal celemín de tierra y
en la propia calle, porque hasta la casa les embargaron. Y como ellos mucha
gente, que hubiera debido estar tan tranquila en sus casas, quedó arruinada.
No sé qué pasó que, de repente, los elementos se torcieron. Los que no
tenían nada, se morían de hambre porque no había forma de comprar las pitanzas
más necesarias con el jornal que ganaban y, a los que teníamos cuatro picos de
tierra, tampoco nos alcanzaba casi ni para cubrir los gastos. En tiempos de paz,
en nuestra familia, mal que bien, íbamos sacando el pellejo: las viñas daban
cuatro uvas, los cereales y las olivas también dejaban una perrilla. Lo mismo
pasaba con el ganado que, además de dar una peseta, iba creciendo en número de
cabezas. Con la guerra lo pasaron mal muchas personas, incluso las que no
participaron en ella. Y al terminar la guerra, continuamos pagando las
consecuencias aún durante mucho tiempo. Como te decía, a mí me entró el canguelo
de que, al volver a mi casa, no pudieran atenderme por haber caído en desgracia.
—Pero usted tenía una familia grande. Si no eran sus padres, porque ya
serían viejos, algún hermano lo podría atender.
—¡Quita de ahí, niño!
Antes al contrario, he sido yo el que, durante toda la vida de adultos, ha
tenido que echar una mano a mis hermanos. A la hermana que aún me queda, no. Esa
hizo una buena boda y, gracias a Dios, nunca le ha faltado para comer. Tampoco
le fue mal al pequeño desde que se colocó de portero en una finca de Madrid,
pero nada de tirar cohetes. En cambio, no les fue muy bien a mis dos hermanos
mayores, que en paz descansen. Muchas veces me has oído contar cómo don Remigio
se portó mal con ellos ¡Encima que engañó a mi padre en lo que se refiere a mí!
Con mis hermanos hizo lo que quiso, ajustándoles cada vez más los contratos de
arrendamiento. Entre eso y que se casaron y se llenaron de churumbeles, han
andado toda la vida escasos de medios.
—Abuelo, ¿y por qué sus hermanos
no dejaron de servir a ese señor si era malo?
—Cosas de la vida. Y que
los tenía bien amarrados; sabía llevarlos por donde a él le interesaba, con el
temor a las guerras y con el lío de deudas que siempre tenían con él.
—¿Qué guerras?, ¿no acabaron con la de Cuba?
—¡Qué va!
Continuaron las de África. Y mis hermanos, aunque ya no estaban en edad de
servicio, permanecían en la reserva, que entonces duraba doce años. De eso se
valía don Remigio para meterles el miedo en el cuerpo.
A lo que iba, que
la familia le parece a uno muy importante cuando estás tan lejos de tu tierra y
sin saber si vas a salir con vida o no ¿Recuerdas lo disgustado que estaba con
mi padre? Pues allí casi se me pasó el tormento. En una situación tan extraña
como la guerra, mi cabeza era como una pizarra de la que se podían borrar con un
trapo todas las ofensas escritas en ella. En las oscuras noches de la manigua,
después de un día de hostigamientos del enemigo, cuando se nos podían echar
encima los diablos cabalgando con sus machetes, si conseguía conciliar el sueño
era para tener pesadillas. Soñaba que volvía a mi casa, el único refugio que me
quedaba en la vida, lisiado. Sí, sueño que mi madre me recibe con abrazos y
lágrimas. Me consuela, me trata como si fuera un niño de teta. También mi padre
me abraza, pero creo que no le agrada mucho la desgracia que ha entrado en su
casa, que soy yo. Arruga el entrecejo para dar a entender que está preocupado.
No sé si le agobia mi adversidad por sí misma o por lo que ella arrastra: tener
que alimentarme gratis por toda la vida. Tendrá que hacerlo, además de porque es
su deber de padre, por el qué dirán. Ante esta situación, a mí no me queda más
que agachar la cabeza y hacerme el tonto. Que hagan conmigo lo que quieran.
Ahora soy como una piedra. Si me quieren dar de comer, que me den. Si me quieren
dejar morir de hambre, que me dejen. Pasan los días y los meses. Mi madre sigue
tratándome con el mismo cariño de siempre, pero a mi padre la situación se le va
haciendo pesada, noto su rechazo. Adivino que tiene preparado un plan para que
yo me vaya lejos de la casa, a donde nadie me conozca, y me dedique a pedir
limosna. Ya me veo pidiendo por compasión en una ciudad desconocida: “Caridad
para un pobre tullido de guerra que no se puede ganar el pan”.
—Venga,
abuelo, no se haga mala sangre pensando en si su padre lo quería o no. Cuénteme
lo de la desgracia de su amigo.
—¿De qué amigo hablas? Perdí muchos en
esa guerra. Y, fíjate lo que son las cosas, de todos los conocidos que tuve,
casi ninguno murió de las batallas, sino del hospital.
—No lo entiendo,
abuelo.
—Que, de mis amigos íntimos, sólo el Rubio murió luchando. Fue
durante una emboscada que nos tendieron los mambises. Murió desangrado en medio
de las cañas de azúcar. Un negrazo de esos le había herido el cuello con su
machete. Salió de detrás de una loma como una exhalación, montado en su caballo
y, antes de que nos diera tiempo a echarnos el máuser al hombro, ya había dañado
al Rubio y desaparecido. Así era esa gente. Pero no abundaban los casos de esos.
Los muertos eran más bien de hospital, ya te digo. Si no hubiera sido por eso,
González y otros muchos hubieran vuelto a sus casas. Había tantas enfermedades
que nos tenían más acobardados que el enemigo; unos decían que era cosa del
clima, de los mosquitos y de los bichos raros que había por allí; otros decían
que los negros eran brujos y sabían echarnos su mal de ojo u otras brujerías que
se les daban muy bien; los terceros decían que se debían a las muchas porquerías
que nos tocaba meternos en el cuerpo, por las narices, la boca o el pellejo.
Yo creo que más bien fue por la boca por donde le entró el mal a
González, porque fue en lo único en lo que se diferenció de mí. Mira que le dije
que no bebiera de esa agua. Pero él, ciego de sed como estaba, no pudo atender a
razones. Yo tuve que beber mis propios meados, y menos mal, porque me libré de
beber de esa cosa asquerosa que se llevó a González a la tumba. Cuando ya ha
pasado todo, cuando estás en tu casa con tu jarro de agua limpia y fresca, te
preguntas, ¿cómo fui capaz de tragar aquellas inmundicias? No te acuerdas de que
eres esclavo de tu cuerpo y que si él te manda que bebas un agua que huele mal,
llena de animales muertos, tú obedeces y bebes, porque la sed te desespera. Lo
mismo que cuando estás en tu mesa, con tu pan tierno, tus buenos chorizos y
jamones, te dices ¿cómo es posible que comiera ratas y algún cacho de caballo
muerto? Pues a González le dio el telele cuando íbamos de marcha entre una
ciudad que le decían Manzanillos y Puerto Príncipe. Algunas cosas las tengo
presentes porque ya había aprendido a escribir y las iba apuntando en cualquier
papelazo que encontraba, para después relatarlas por carta. Íbamos agotados por
tanto andar, a causa del peso en las mochilas, el calor que te aplanaba, las
botas que te rozaban los pies y te hacían sangrar. Esa sangre que, mezclada con
el sudor y el polvo, formaba un pegamento que te impedía quitártelas, al menos
yo no me pude quitar las botas hasta que ellas solas se cayeron a pedazos.
Pues ese día tan penoso fue cuando empezó a atacar el telele a González.
Le agarraron los temblores y no había quien le hiciera dar ni un paso más, ni
siquiera el sargento que lo amenazaba con el cinturón. Pero él no reaccionaba.
El sargento nos ordenó al bizco y a mí que nos pusiéramos al lado de González y
lo arrastráramos. El muchacho estaba tan mal que ni siquiera se podía sujetar a
nuestros hombros, fue un rato angustioso porque, si no podíamos tirar de nuestro
cuerpo, ¿cómo podríamos tirar de nuestro compañero? Se puso a llover a cántaros
y, con el barro, los pies pesaban un quintal. Total que, como lo que no se
puede, no se puede, tuvimos que rendirnos y cargar a González en el carro de los
enfermos. Y como la esperanza es lo último que se pierde, yo creía que mi amigo
no tenía ningún mal importante, que su cansancio era superior al de los demás y
que, una vez descansado, volvería a ser el hombre brioso de siempre. Pero los
temblores aumentaron, lo mismo que el pajizo de la cara y, a ratos, perdía el
conocimiento. El teniente no tuvo más remedio que enviarlo a eso que llamaban
hospital. Yo me arriesgué a más palos y supliqué al oficial que lo dejaran un
poco más de tiempo entre nosotros, que meterlo en la enfermería era como darle
la llave para que entrara en el otro mundo, pero no me hicieron caso. El único
consuelo que tuve fue poder acompañarlo en sus últimos momentos en este valle de
lágrimas. A causa de la lluvia, los jefes acordaron acampar en un batey y
esperar a que escampara. En medio de aquel pueblecito de chozas había una
construcción de adobes donde depositaron a los moribundos. Desde luego, aquel
pequeño edificio no podía dar posada a tanto enfermo, y eso que no había camas,
los aquejados se hallaban tumbados en el suelo, tocándose los unos a los otros;
el que tenía más suerte yacía sobre una manta. Al no haber pasillos entre un
enfermo y otro, habías de ir saltando por encima de los cuerpos y, a veces, los
pisabas. No veas las asuras que pasé yo en los últimos días de vida de González,
le sostuve la mano y él no me soltó en ningún momento. Fíjate si yo, en la vida
civil, estaba acostumbrado a dormir con los animales y eso, pero el trato que
recibían en aquel sanatorio las personas, a mí me parecía peor que el que
recibían las bestias.
***
“Soldados: las cruzadas y tradiciones, puestas
en peligro por los rebeldes, enemigos de nuestra desgraciada España, os piden el
glorioso deber de dejar, siquiera sea por poco tiempo, las ricas tierras en que
nacisteis, surcar los profundos mares y sentar las plantas ante las enemigas
tierras cubanas. Viva España será siempre vuestro lema guerrero. Por España
debéis luchar hasta morir. Que, muriendo en defensa de la Patria, vuestro nombre
será imperecedero y las generaciones del porvenir rendirán verdadero culto a
vuestra valentía. Sobre todo, tened en cuenta que tenéis la honrosa gloria de
participar en una Guerra Santa. Sabed que, cada enemigo que muera es un enemigo
de Dios, que irá a ocupar el sitio privilegiado, al lado de su padre que es
Satanás. Porque el Diablo reina en Cuba a sus anchas. Los insurrectos han
quemado dieciocho iglesias y se ha desatado un verdadero infierno contra la
religión. Que Dios os acompañe, como os acompaña nuestro cariño y que pronto
tornéis victoriosos a vuestro hogar querido, en donde dejáis las más hermosas
afecciones. Sabed que, así como Moisés levantó las manos al cielo para bendecir
a su pueblo, el Sumo Pontífice León XIII, desde el Vaticano. Os envía también su
apostólica bendición.”
(Resumen del discurso del Nuncio Apostólico, en
la despedida de las tropas en Valencia).
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Emilio Vivar,
Los anónimos de la
Guerra de Cuba (Ediciones Carena,
2009).