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Mara Lea Brown: Soleá (Ediciones Carena, 2007)

Mara Lea Brown: Soleá (Ediciones Carena, 2007)

    NOMBRE
Mara Lea Brown

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
California (Estados Unidos)

    CURRICULUM
Artista, maestra, editora, intérprete y escritora, Mara Lea (Bodlak Sawyer) Brown nació en California y se crió en Andalucía, en las provincias de Granada y Málaga. Ha escrito varias obras de teatro, coreografías y ensayos sobre estos temas. Mara reside actualmente en el Área de la Bahía de San Francisco junto con su marido y tres hijos.



Mara Lea Brown

Mara Lea Brown


Creación/Creación
Soleá
Por Mara Lea Brown, lunes, 1 de octubre de 2007
La Toñi

Ay. Lo que daría por ver a mi Toñi. El moño apretado. Que no se le caiga la flor. Deja eso para los turistas. Otra vuelta, agarra el volante, la pata, la pata, mira. ¿Eso qué es? Se menea ese muslo, la mano, la mano. Los dedos como el sol, el vapor, y el dolor del calor, esas uñas afiladas. Ay, que vuelvan, que vuelvan. Esas uñas, pulseras, muñeca, qué hermosa. El sudor le inunda las cejas, espesas, le pica un ojo, se vuelve a volver. Como un hombre, salpica el aire con sal. Se arremanga, se abanica con el vestido las piernas. Y to. Taconea. Tacones con clavos y madera. Tacones, extensiones de piernas, en la tierra, clavadlas, en la tierra en el aire, ahora lenta y con fuerza, se para y no mira. Pestañas de acero. No vayas a llorar, que tampoco es para tanto. Sonríe ese poquillo, chiquilla, muñeca, sonríe ese tantito antes de dejarme matao.
Pero ya no. Aquí. Ya ves. Llevo pasando por esta callejuela una eternidad. Las mismas piedras adoquinadas, paredes caladas, las mismas rejas, sin aburrirme nunca. Hasta ahora.
Desde aquel día en que vi caerse al suelo los mechones, pinceladas negras en las baldosas, no me interesa nada de lo que veo ni por esta ventana, ni por ningún lado. Embobado, tratando de averiguar por qué orificio sale el ronquido de un viejo que duerme la siesta ante un televisor encendido. Los poros, que a cierta edad ni se molestan en convertirse en espinillas, como pulgas en el puente de la nariz. Y verrugas. En la tele:
—…fantástico; sólo así se puede describir lo que acabamos de presenciar; absolutamente fantástico. La incorporación de las túnicas y los movimientos egipcios, fue genial. ¿No te parece, José Manuel?
—Sí, Begoña, absolutamente fantástico. Los “bailaores”, más que salero, podríamos decir que poseen un sinfín de exóticas especias.
—Exóticas especias. ¡Qué metáfora más acertada! Exóticas especias… “¿No te paice, José Manuel?”… ¡Vaya par de repipis! Na. Si es que esto ya no es lo que era. Míralos ahí con sus trapos extranjeros en esa caja de metal. Joé. Yo lo único que hago es venirme aquí para ver si me encuentro con ella. Su respirar nada más, es más hondo que todo lo que hacen las otras.
Aluego otro zumbido, el cotilleo de las mujeres, sus pasos en las piedras. Me pongo a escucharlas, por costumbre, ya. Les miro las arrugas, los hilillos que le cuelgan de la ropa. Sus detalles. Nada más que tonterías. No es como antes, no, que no tenía tiempo ni de terminar de ver lo que quería. Pasan de largo. Al viejo de adentro le cuelga una alpargata del dedo gordo del pie. La tele, con sus chorradas. Ahora lo veo todo. Demasiado. Pero antes me tenían agotado, a decir verdad. De un lado para otro. No como ahora que ni se acuerdan de mí.
—Ven Rodri —decía mi Toñi.
Como cambia la piel, Dios mío. De seda a cuero. Pero me acuerdo. Hasta de chica me llamaba. Mi Toñi y su amiguillo, Rodrigo. Bueno, Rodrigo. Rodrigo tampoco es que pasara desapercibido. Era una escultura griega, pero moreno, moreno. Cada cosa en su sitio, proporciones, rasgos perfectos. Los ojos cuadrados, la nariz de esas felinas. Algo más callado, pero con la habilidad de dejarse llevar como su amiga.
Jugaban siempre junto al chiringuito. Un invierno. Me acuerdo. Estaba todo gris, las paredes, la arena, el cielo, la mar. Rodrigo saltó de una piedra para la otra, para llegar junto a la Toñi, que estaba al timón de una roca medio sumergida en el agua. Se quedaron así callados un buen rato, navegando. En la confusión del tiempo que sufren los chiquillos, mira qué graciosos que eran, se imaginaban que las nubes eran las velas, y las lapas pegadas a la roca, botones que encendían las luces artificiales de su barco de piratas. La Toñi señaló de repente hacia los árboles, los que estaban detrás del chambao, gritando:
—¡Tierra a la vista!
—¡Que no! Que todavía no se veía na.
—Rodri, que sí. ¡Mira!
Qué inocencia, la de antes. Desbordaron, con cuidado de no mojarse los zapatos, para que no les regañasen aluego. Les habían dicho que los zapatos no se los podían quitar entre septiembre y julio del año siguiente, que si no, cogían una pulmonía seguro. ¿Te puedes creer que ahora tengo tiempo hasta para recordar estas cosas? Oye, pero ese mismo día, mira por dónde, ahora que me acuerdo, tendría que volver la pobre Toñi a casa casi desnuda del todo, menos los zapatos y las braguitas, que algo sí que escuchaba a su madre. Pobrecilla. Volvería con la falda de babero para la sangre que le correría por el cuello. Pero, por el momento, como nadie les había dicho nada de no quitarse la camiseta, pues Toñi va y se la quita, y la ata a un palo. La Toñi era así. Iba delante, alzando la improvisada bandera blanca con cautela, y dijo:
—Que venimos en son de paz.
Lo que me fascinaba de ella era que la vida real, las pocas veces que se detenía lo suficiente como para notarla, era lo que más raro le parecía. Sola, con el pecho al aire, delante de un chico del sexo opuesto, al borde de la pubertad, y ella pensando en los indios. Pero le daba igual. Rodrigo tampoco es que se diera mucha cuenta. Angelillo. No era como los demás. No pensaba en esas cosas. No es que fuera tonto, sino inocente. Desde que se quedó solo con su padre, ya no le apetecía ni jugar al furbo con los demás niños, ni nada, menos irse a ca Toñi, o adonde fuera con ella, a inundarse en sus fantasías. Ya aprendería, el Rodri, y además no tardaría mucho en hacerlo, de lo que era capaz su cuerpo. Y con el lujo, además, de descubrirlo sin que nadie, ningún chulo relatando sus proezas para hacerse el mayor, le arrebatara la sorpresa.
—Que no te entienden, mi Capitán. Déjame a mí —Rodrigo al habla— ‘Wachilo tulu, matita.’
Y la Toñi.
—Eso, ‘Wachilo tutu, mateta.’ Rodrigo se echó a reír al oír las últimas dos sílabas —teta— y la niña le advirtió que se callara. No es que le importara su desliz, ni mucho menos.
—Que se van a creer que te ríes de ellos —le susurró así en voz bajita, pero muy cortante, muy cortante.
Es que mi Toñi los veía literalmente más claro que el agua que tenía a sus pies. Cuatro indios, con las caras sucias, no pintadas. No llevaban plumas, porque no eran de película. Para Toñi eran reales; y se veía que eran fieros. Si Rodrigo no se callaba, los degollaban seguro. El juego. Rodrigo y Toñi siguieron avanzando hacia la arboleda, en silencio total. Se acercaron a los indios, y Rodrigo les aclaró que no eran malos, que venían en busca de un tesoro nada más, y que por ayudarles recibirían la mitad. La búsqueda.
Yo me lo veía venir. El mapa, rayado cuidadosamente con el filo de una piedra, en una hoja de eucalipto. La muerte de varios indios, amigos ya. La pechá llorar. Yo ya me metía. Después, una excavación. Y, cuando hallaron por fin el tesoro, la fiesta, a la luz de la luna llena, que era el sol entre las ramas, donde se fumaba la pipa de la paz y se bailaba al son del trino de exóticas aves. Flamenco. ¿Qué iban a bailar? Lo que les salía del cuerpo. La risa de Rodrigo. Contagiosa. Dando vueltas, pero venga a caerse.
—Levántante, tonto.
El chiquillo se agarraba a la que le acababa de insultar, tumbándola, y se partían de la risa los dos. Toñi se alzaba y volvía a bailar, ese cuerpercillo improbable, incitando a su amiguito con la mirada. Eran como el viento y su sombra. Algo imposible. Y ahí es donde pintaba yo. Ay. Cuando oían cante, real o imaginado, se echaban a bailar. Siempre. La Toñi era algo especial. De las que oían la primera nota, dueña, y no te dejaba salir hasta que acababa rendida. Y te tiraba al suelo con un gesto de desprecio; seguido por una sonrisa de complicidad.
Ya ves. Nunca lo he sentido igual, ¿eh? No es que no me vaya con el que me llame, ¿sabes?, pero ya es rara la cosa. La Toñi es la que me hacía sentime como antes, en las cuevas, en los montes. Pero un día dejó de bailar. Y yo aquí mirándole por una ventana las verrugas de la nariz a un viejo medio dormido frente al televisor.


Poh na

Vaya, ahí va Paco. A seguirle se ha dicho. Y encima con la guitarra. Siempre va acompañado por dos o tres hombres, y todavía no sé muy bien quiénes son. Da igual. Yo, a lo mío. Ahora que lo pienso, nunca lo he visto solo. Por la calle, con estos. En el bar, rodeado por los de siempre. Y las mujeres, como moscas. Qué risa, porque podría haber elegido a la que quisiera.
La primera vez que ví a su novia, me quedé boquiabierto, osú. Entraron tres muchachas, dos como dos claveles, y una en medio, que era para verla. Cicatrices de acné en las mejillas, las cejas como dos arbustos. La ropa que ni le cabía, morcilla embutida. Bueno, pues esa era la Charo, la indiscutible novia del Paco. Y la tía, más creída que ninguna. El amor es incomprensible. Pero a lo mejor no era eso, sino algo más complicado. ¿Yo qué sé?
Ya está bien de conjeturas, que hemos llegado al bar. Humo. Mucha oscuridad aquí adentro comparado con las farolas de afuera. La risa, el cachondeo, los besitos, palmadicas en la espalda. Cuando toca Paco, el guitarra, pero Paco nada más, el Chungo deja la copa en la barra. El que estaba probando su suerte con cinco duros, se apoya en el tragaperras. Los que se reían a carcajadas, dejan de encontrarle la gracia al chiste; y la Paqui cierra el grifo, dejando los trastos para luego. El bar se convierte en un vacío, un espacio donde nadie mira a nadie, no hay palabras. La guitarra. Aire infectado por llanto y pena. Agua. Riachuelos, torrentes. El mar apaciguao. Cielo gris. Cielo oscuro. La luna menguante, reflejo del sol. Una sombra. Un vacío.
Al rato, tal vez es que entra alguien, o a Paco le da de repente por latigar con las uñas en vez de acariciar las cuerdas, y se rompe el imaginado silencio. Unas Rumbitas, a lo mejor, dejando atrás esa Taranta. Ahora está gordo. Pero al entrar todavía le rodean enseguida diez mujeres. Y aún tiene a su Charo, indiscutible. En casa con los críos; pero es la única. Aunque Paco decida muy de vez en cuando dejar que alguna de sus admiradoras lleve a cabo lo que insinúa con la mirada, nadie se hace ilusiones. Es de la Charo. Algunas cosas es que son como son.
Pero de joven rompió un montón de corazones. Moreno. Los ojos verdes claros. El pelo cortado a capas hasta los hombros. La frente alta. Delicado. Hasta la Paqui se fijaba, por aquel entonces, muy de vez en cuando en él, desde detrás de la barra. A ella la acosaban los borrachos a los que servía, los sobrios, los viejos, los críos. Supongo que a cualquier mujer entre tanto hombre le ocurriría algo parecido, pero para Paqui era peor por sus deslumbrantes rasgos. Se la quedaban mirando por sus ojos enormes, profundos, por su piel teñida de sangre púrpura, morada oscura, espesa, que rebosaba de sus venas y se dejaba ver a través de las zonas frágiles. Los labios, violetas, el filo de los párpados delineados con sangre, los pezones sin duda negros, uñas lilas. Así era la Paqui. No se la podía dejar de mirar, y para disimular, los que quedaban hipnotizados, le hablaban. Le decían chorradas, empezando con algo superficial y bonito. Insoportable. Paqui trataba de ignorar a todo el que la molestara. Bueno, trataba de ignorar a todo el mundo y punto; pero si no podía, los insultaba sin rencor, echando leña en vez de agua a esas chispas de esperanza.
Pero a Paco, al guitarra, sí que le mostraba cierto respeto. A lo mejor era por la música nada más. Paqui se le quedaba mirando, mordiéndose las uñas con rabia. A veces se les cruzaba la mirada después, y era como si fueran la misma persona, sin saber qué hacer con tanta belleza.
Pero esta noche no va a tocar. Se le nota. A lo mejor si a alguien le apeteciese cantar. Qué va. A Ramón te lo llevaste. Ni le diste tiempo de volver para morir en su propia cama. Y me imagino que a su hijo no le perderás de vista tampoco con la vida que lleva. Y sin él, ya de verdad que no quedará nadie. Y de bailar, así porque sí en un bar, no me haré ilusiones ya nunca jamás en la vida. Pues na.

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NOTA DE LA REDACCIÓN: El texto de este avance editorial corresponde al primer capítulo de la novela de Mara Lea Brown, Soleá (Ediciones Carena). Queremos hacer constar públicamente nuestro agradecimiento al director de Edciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.
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